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sábado, 23 de mayo de 2015

Saúl Alejandro Taborda: "El 18" ((1930-1932)

Por lo demás, justifica también toda intromisión en estos asuntos la actitud negativa que los pedagogos de profesión han adoptado siempre frente a nuestro momento educacional.

Pocos años hace –fue el año 1918– un núcleo reducido de universitarios se dio a la tarea de rever la enseñanza vigente y de renovar los institutos educativos.

La voluntad reformista se expresó en una acción inmediata. La masa estudiantil invadió las aulas en un levantamiento de franca beligerancia. Son conocidos los episodios capitales de aquella gesta, pues su repercusión alcanzó con rapidez a varios pueblos del continente.

¿Qué hicieron entonces los pedagogos de profesión? ¿Qué dijeron a la juventud insurreccionada que los negaba enérgicamente en Córdoba, en buenos Aires, en Santa fe y en La Plata? ¿Qué nuevas orientaciones, qué rectificaciones propusieron a su disciplina ante la prueba rotunda de la violencia que descalificaba toda la obra de su docencia? ¿Qué solución ofrecieron a la crisis los normalistas de Paraná, los egresados del Instituto Nacional de Profesores de buenos Aires, los cienciados de la facultad de Ciencias de la Educación de La Plata? Casi todos, si no todos, recurrieron a la prudente sabiduría del buen callar. Enmudecieron los viejos maestros. Enmudecieron interrumpidos en sus augustas labores por la estudiantina rebelde, como sacerdotes antiguos sorprendidos en pleno ritual por el asalto de la barbarie. Debió parecerles un sacrilegio sin precedentes la actitud de la turba docenda que destruía, delante de ellos, la obra de tantos y tan largos años de arduos desvelos y de sostenida dedicación.

Y sin embargo, guardaron silencio los viejos maestros. Guardaron silencio en el momento en que era necesario que hablaran los sostenedores de la fórmula «la enseñanza para los pedagogos». La deserción de la justa a que los ha provocado la aguda crisis de la enseñanza, ¿no basta para conferir personería a aquellos que, sin ser iniciados, se interesan por estas cuestiones?

Más todavía: justificada así la actitud intervencionista, ¿no se ve claramente la necesidad de declararse en estado de guerra contra los pedagogos de profesión?

Toda injerencia es un desalojo. fuera acaso mejor y más cómodo dejarlos ahí, a los unos, en el solemne mutismo en que se han encerrado; a los otros, conspirando en círculos y cofradías contra la novedad incomprendida que los ha privado de la comodidad de los días ausentes; a los de más allá, traduciendo con mano zurda en las columnas de cotidianos reaccionarios el sordo rencor contra las conquistas de una reforma que ha dislocado su simple sistema de ideas; y, a los últimos, gestionando postreros aumentos de sueldos con miras a una más proficua jubilación; pero están todos tan identificados con las prácticas docentes seguidas hasta hoy que no se puede remover a éstas sin afectar de un modo directo a sus sostenedores.

El movimiento de renovación iniciado en el año 18, si no quiere concretarse a ser una vana intentona referida a los estudios universitarios, no puede olvidar que toda la enseñanza –jardines de infantes, escuelas primarias, colegios normales, liceos, colegios nacionales– está todavía en manos de pedagogos que sirven a una pedagogía sobrepasada, y que, mientras esto siga así, nada de bueno se puede hacer en orden a los llamados estudios superiores.

Ningún motivo milita en favor de una actitud de contemporización o de indiferencia frente al ordenamiento total de nuestra enseñanza. Todo ese ordenamiento debe ser alcanzado por la acción reformista. Reducir esta acción a los institutos universitarios no sólo es acusar ignorancia del proceso formativo sino que también, y sobre todo, es favorecer el viejo criterio que ha mutilado siempre dicho proceso en mil partes diversas, con propósitos y resultados contrarios a la enseñanza.

Tenemos ya de esto una experiencia aleccionadora. Muchos de aquellos que hoy medran a la sombra protectora del presupuesto escolar llegaron a apoyar, de modo más o menos subrepticio, la reciente revuelta de los estudiantes mientras esta revuelta se limitó a las aulas universitarias. Reconocieron entonces que una innovación era ahí necesaria y urgente. Pero, tan presto como el movimiento quiso invadir, por lógica y natural derivación, los establecimientos secundarios, tal como aconteciera en el Colegio Nacional de La Plata –la magna quies–, se convirtieron en reaccionarios feroces. Intuyeron el riesgo que va anexo a una revisión integral, y lo que no les pareció peligroso mientras se concretara en esa oficina expedidora de certificados que es nuestra universidad, les pareció catastrófico cuando se trató de construir desde los cimientos en nombre del principio de la unidad sistemática de la enseñanza. Conviene desconfiar de los reformistas –que los hay en buen número– que afirman que el problema de la reforma sólo está radicado en la enseñanza universitaria. Es gente que quiere enervar la eficacia del alto designio. O, por lo menos, es gente que no alcanza a plantear la cuestión en sus términos justos.









Fuente: Investigaciones Pedagógicas (1930-1932) de Saúl Alejandro Taborda.

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