Por lo demás, justifica también toda intromisión en estos
asuntos la actitud negativa que los pedagogos de profesión han adoptado siempre
frente a nuestro momento educacional.
Pocos años hace –fue el año 1918– un núcleo reducido de
universitarios se dio a la tarea de rever la enseñanza vigente y de renovar los
institutos educativos.
La voluntad reformista se expresó en una acción inmediata.
La masa estudiantil invadió las aulas en un levantamiento de franca
beligerancia. Son conocidos los episodios capitales de aquella gesta, pues su
repercusión alcanzó con rapidez a varios pueblos del continente.
¿Qué hicieron entonces los pedagogos de profesión? ¿Qué
dijeron a la juventud insurreccionada que los negaba enérgicamente en Córdoba,
en buenos Aires, en Santa fe y en La Plata? ¿Qué nuevas orientaciones, qué
rectificaciones propusieron a su disciplina ante la prueba rotunda de la
violencia que descalificaba toda la obra de su docencia? ¿Qué solución
ofrecieron a la crisis los normalistas de Paraná, los egresados del Instituto
Nacional de Profesores de buenos Aires, los cienciados de la facultad de
Ciencias de la Educación de La Plata? Casi todos, si no todos, recurrieron a la
prudente sabiduría del buen callar. Enmudecieron los viejos maestros. Enmudecieron
interrumpidos en sus augustas labores por la estudiantina rebelde, como
sacerdotes antiguos sorprendidos en pleno ritual por el asalto de la barbarie.
Debió parecerles un sacrilegio sin precedentes la actitud de la turba docenda
que destruía, delante de ellos, la obra de tantos y tan largos años de arduos
desvelos y de sostenida dedicación.
Y sin embargo, guardaron silencio los viejos maestros.
Guardaron silencio en el momento en que era necesario que hablaran los
sostenedores de la fórmula «la enseñanza para los pedagogos». La deserción de
la justa a que los ha provocado la aguda crisis de la enseñanza, ¿no basta para
conferir personería a aquellos que, sin ser iniciados, se interesan por estas
cuestiones?
Más todavía: justificada así la actitud intervencionista,
¿no se ve claramente la necesidad de declararse en estado de guerra contra los
pedagogos de profesión?
Toda injerencia es un desalojo. fuera acaso mejor y más
cómodo dejarlos ahí, a los unos, en el solemne mutismo en que se han encerrado;
a los otros, conspirando en círculos y cofradías contra la novedad
incomprendida que los ha privado de la comodidad de los días ausentes; a los de
más allá, traduciendo con mano zurda en las columnas de cotidianos
reaccionarios el sordo rencor contra las conquistas de una reforma que ha
dislocado su simple sistema de ideas; y, a los últimos, gestionando postreros
aumentos de sueldos con miras a una más proficua jubilación; pero están todos
tan identificados con las prácticas docentes seguidas hasta hoy que no se puede
remover a éstas sin afectar de un modo directo a sus sostenedores.
El movimiento de renovación iniciado en el año 18, si no
quiere concretarse a ser una vana intentona referida a los estudios
universitarios, no puede olvidar que toda la enseñanza –jardines de infantes,
escuelas primarias, colegios normales, liceos, colegios nacionales– está
todavía en manos de pedagogos que sirven a una pedagogía sobrepasada, y que,
mientras esto siga así, nada de bueno se puede hacer en orden a los llamados
estudios superiores.
Ningún motivo milita en favor de una actitud de
contemporización o de indiferencia frente al ordenamiento total de nuestra
enseñanza. Todo ese ordenamiento debe ser alcanzado por la acción reformista.
Reducir esta acción a los institutos universitarios no sólo es acusar
ignorancia del proceso formativo sino que también, y sobre todo, es favorecer
el viejo criterio que ha mutilado siempre dicho proceso en mil partes diversas,
con propósitos y resultados contrarios a la enseñanza.
Fuente: Investigaciones Pedagógicas (1930-1932) de Saúl Alejandro Taborda.
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