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lunes, 6 de abril de 2015

Félix Luna: Alvear, el radical negado" (29 de marzo de 1992)

"Vinculado a Alem e Yrigoyen desde su juventud, y propulsor, más tarde, de la corriente antipersonalista de la UCR, Alvear deparó al país un memorable periodo de bonanza desde la presidencia de la Republica y mostró en los ultimos diez años de su vida temple de autentico conductor de su partido, por el cual sufrió persecución y cárcel"    


A cincuenta años de su desaparición, Marcelo T. de Alvear sigue siendo una figura negada por sus propios correligionarios. Su nombre esta asociado en la memoria colectiva de los argentinos a una gestión presidencial que tutelo el periodo de mayor respeto institucional y mas efectiva prosperidad de este siglo. Su lucha contra el fraude electoral merece respeto y admiración. Su claro apoyo a la democracia durante la Segunda Guerra Mundial constituyo un compromiso indeclinable y un enérgico pronunciamiento frente a las expresiones pro fascistas que habían aparecido en el país.

Todo esto lo hizo Alvear como dirigente de la Unión Cívica Radical, la causa que abrazó desde joven y a la que fue fiel toda su vida. Sin embargo, es difícil ver un retrato de Alvear en los comités del radicalismo, raramente se lo menciona allí y su hegemonía partidaria es evocada como una execración vergonzante dentro de la línea histórica del partido fundado por Alem.

Los motivos del olvido

Este olvido tiene sus motivos. Sucede que los núcleos que tomaron el comando partidario de la UCR después de 1946 lo hicieron bajo una bandera que exaltaba valores, consignas y creencias extraídas de la tradición yrigoyenista. Además, la dura lucha interna que se libró contra la dirección de la UCR a partir de la derrota electoral de 1946 debía enfrentar a dirigentes que, en general, habían compartido la conducción de Alvear: ‘alvearistas’ o ‘Unionistas’ eran aquellos a quienes el Movimiento de Intransigencia y Renovación debía destruir para ocupar las claves de los cargos partidarios.'

La lucha interna desarrollada entre 1946 y 1950 constituye un modelo de renovación de un partido que de un momento a otro tiene que enfrentar la amarga evidencia de haber perdido la virtud mayoritaria y necesita cambiar sus formas y contenidos para aspirar a captar nuevamente la voluntad del electorado.

El núcleo que lideraban Balbín, Lebehnson, Frondizi y otros, usó una dialéctica que satanizaba al alvearismo y sus epígonos; al triunfar, esta dialéctica quedó tan consagrada en el discurso partidario como la Declaración de Avellaneda. Así, Alvear quedó condenado inapelablemente.

Balbín había sido el ‘pico de oro’ de las campañas electorales de Alvear, y Frondizi fue en algún momento el regalón, el mimado de don Marcelo; ambos admiraban secretamente su coraje, su sentido de la conducción, su patriotismo. Pero las exigencias de la lucha por el poder interno llevó a estos y otros dirigentes a expedir el recuerdo de Alvear al oscuro territorio de la amnesia política. Después de todo, el olvido no es la peor de las miserias que forman parte de los usos partidarios, aquí y en cualquier parte del mundo…

Yo mismo, en mi lejana juventud radical, fui cómplice de esta desmemoria; en parte la salvé escribiendo una biografía de Alvear en la que criticaba sus posiciones políticas, pero valorizaba la simpatía de su figura, su integridad y la sinceridad de su lucha. Pero los radicales, que han vivido tantos avatares, no han indultado a Alvear. Y de este modo su propio partido se priva de aprovechar la significación de esta personalidad, que al lado de muchos errores supo agregar valores positivos a la centenaria trayectoria de esta fuerza tan pluralista en el plano de la convivencia cívica, pero tan obstinada en el mantenimiento de la excomunión que afecta a uno de sus grandes próceres.
No se ha entendido que Alvear expresó una manera de ser radical: desde luego, no la que prevaleció durante casi cinco décadas, no la que asumieron Balbín o Alfonsín, pero de todas maneras respetable, rescatable.

Hacer creíble un partido

Para el análisis político, el Alvear que interesa no es el que se forma al lado de Alem o el que sigue lealmente a Yrigoyen: menos aún al de los esplendores de la belle époque, ni siquiera el prudente y legalista administrador de 1922/28. El que interesa es el que regresa a la Argentina en 1931 y se pone al frente del radicalismo, un partido desalojado del gobierno, golpeado por fuera y dividido por dentro; esa enorme masa desorientada y dolida que soñaba voltear al poder de facto de Uriburu y al gobierno fraudulento de Justo, a la que habían robado la limpia victoria del 5 de abril de 1931 y vetado los candidatos que proclamara en noviembre del mismo año.

Helo aquí, este don Marcelo. Tiene 63 años, es todavía muy rico, ha residido casi la mayor parte de su vida en Europa, es un bon vivant amante de la música y las artes, respetado por todos, con un apellido ilustre y una personalidad imponente. Podía haberse contentado con los plácidos lustros propios de un ex presidente alejado de las turbulencias de su patria. Pero Alvear asume deliberadamente un destino rudo y trajinado, que difícilmente desembocará en jornadas de gloria; elige una pelea que le traerá exilio, confinamientos, manoseos, agotadoras negociaciones por temas triviales, desengaños, pobreza. Pero si afronta estos riesgos es porque la dominación de los conservadores lleva como valor inevitable la reiteración indefinida del fraude electoral, y esto significa la degradación de la República y puede concluir en fascismo.

Entonces, hay que enfrentar el fraude, para lo cual, lo primero es poner al radicalismo en condiciones de ser gobierno.

Y así acepta don Marcelo un desafío casi quijotesco. Llenará los últimos diez años de su vida. Lleva adelante su lucha según criterios que pueden no compartirse, pero que sin duda tienen mucha lógica.
Vuelca en esta acción la experiencia de un hombre que conoce los entresijos de la política europea y americana que es escéptico, que prefiere las realidades a las utopías, que conoce a la gente (en primer lugar, a sus correligionarios) y no cree mucho en ella, pero tiene la convicción de que el tiempo y el ejercicio honrado de la democracia habrán de mejorar nuestras costumbres, nuestra leyes, nuestra civilización política.
No se maneja con abstracciones ni con ideales vagos: a le importa limpiar la política para que las instituciones funcionen lo mejor posible.

Las líneas de Alvear

A su juicio, la prioridad es forjar a la UCR como un instrumento de gobierno. Para ello adopta varias lineas de acción, que son -reitero- las que pueden objetarse, pero están articuladas por una gran coherencia, animada por el deseo de devolver a la UCR la credibilidad que había perdido en la catástrofe de 1930.

La UCR permanecía en la abstención desde 1931: no participaba en elecciones y la idea de una revolución vengadora daba fuerzas a sus huestes para obstinarse en la retracción comicial. Alvear advertía, en cambio- que la abstención implicaba un callejón sin salida: no habría revolución porque el Ejército no deseaba derrocar a uno de los suyos como era Justo.
Las patriadas heroicas de algunos radicales habían sido fácilmente enfocadas y justificaban mayores dosis de represión. Alvear era legalista: sabía que la esencia de los partidos es competir pacíficamente por el poder.

A principios de 1935, Alvear induce a la Convención Nacional a levantar la abstención, ante la indignación de los que permanecían fieles a la tradición yrigoyenista. En adelante, la UCR se presentara a comicios y alcanzara a ganar algunas provincias. Pero, además, su presencia obligara a Justo a extremar los recursos del fraude y la violencia, definiendo así con claridad los términos de un enfrentamiento donde se jugaba la suerte de la democracia.

Levantar la abstención pudo ser un error; mantenerla hubiera sido una larga agonía de disgregación y un flaco favor al país. Presentarse a elecciones, sabiendo que Justo no ofrecería garantía alguna de limpieza electoral, fue una audacia y se necesito un gran coraje cívico para romper la actitud que históricamente había usado el radicalismo con éxito a principios del siglo, pero que ahora ya no era viable.
Otro paso que dio fue llamar a los disidentes. Antipersonalistas e yrigoyenistas se habían peleado ferozmente en el pasado; en varias provincias existían núcleos que se decían radicales, pero eran independientes de la autoridad partidaria. Alvear realizó arduas gestiones para reconciliar enemigos, tender telones sobre viejos agravios, crear intereses comunes. Tuvo éxito en general, y así logro afrontar la elección presidencial de 1937 con un radicalismo unificado y ansioso de triunfar.

También forma parte de su estrategia la conducta que adopto frente a algunos poderes economitos que ya gravitaban en la vida argentina. Alvear era un liberal; creía poco en el Estado -aun en el pequeño y eficiente de aquella época- y prefería que la iniciativa privada dispusiera de un amplio espacio. No le asustaban las concesiones prolongadas; alguna vez dijo que otorgar servicios públicos por cincuenta o cien años le era indiferente porque los cambios de los tiempos imponían modificaciones frente a las cuales tales términos no significaban nada. Su actitud frente a la Chade o la Unión Telefónica respondía a estas convicciones y a la necesidad de probar que su partido no, estaba contra el capital; que la postura nacionalista de Yrigoyen había quedado atrás. Para él, los sobornos que mancharon la prorroga de la concesión del servicio eléctrico a la Chade eran solo anécdotas lamentables; alguna vez, cuando las acusaciones se generalizaron, dijo que las coimas eran evidencias de "enfermedades morales" y no afectaban a las instituciones. Cuando Frondizi osó reprocharle su lenidad frente a estos escándalos, le gritó:

¿Quien me va a pagar la campaña presidencial?

Con idéntica logica trato de sacar a la UCR del neutralismo heredado de Yrigoyen y colocarla, al menos oficialmente, en una postura de abierto apoyo a la causa aliada en la Segunda Guerra Mundial. Don Marcelo detestaba los totalitarismos. En las últimos años de su vida frecuentaba el Cine Porteño para ver los noticiarios de la guerra; con su conspicua calva de senador romano y el grueso bastón que solía portar, cualquiera podía verlo aplaudir como un chico cuando en la pantalla aparecían Churchill o Roosevelt.

La política posible

La de Alvear fue una de las políticas posibles de su tiempo. A su entender, la conquista del poder implicaba concesiones que no dudó en pagar. Mi convicción personal es que la suya fue una política equivocada.

Creyó que su postura fortificaba agregándole dirigentes que se habían alejado, corruptelas internas, maquina de trenzas; no entendió que los partidos son fuertes cuando tienen identidad, propuesta y fervor. Pensó que el entendimiento con los grandes actores económicos era necesario para hacer aceptable el radicalismo, sin percibir que la corrupción que estas maniobras aparejaban era devastadora para su partido y, desde luego para el país. Entro en el juego legalista, pero con ello no se resignó a aceptar las migajas minoritarias que la convertían en cómplice del mismo fraude que repudiaba. Su aliadofilia sin matices le impidió comprender que el interés nacional debe estar por encima de todo, y que la Argentina no se beneficiaba con una adscripción incondicional a uno de los bandos en pugna, por levantada que fuera su causa.

Creo, entonces, que Alvear se equivoco pero este juicio valorativo, por cierto discutible, no invalida la nobleza de su emprendimiento ni la coherencia con que lo llevó a cabo. Se propuso transformar una fuerza amorfa, derrotada y sin objetivos en un partido vigoroso capaz de regresar al gobierno con la confianza de la opinión publica. El precio que pagó fue, así lo pienso, demasiado caro.

Cuando Alvear murió, la UCR estaba desprestigiada, al punto de haber sido derrotada por el socialismo en su tradicional baluarte de la Capital Federal.

Cuestionamientos crecientes (FORJA, el revisionismo bonaerense, la intransigencia sabattinista) erosionaban la autoridad de su conducción. Era como si el radicalismo hubiera perdido su alma, y aunque todos percibían que corrían por el país aires de vísperas, esos vientos no pasaban por sus vetustos comités. Pero así y todo, Alvear recorrió con audacia la opción que eligió.

Y lo hizo en sus altos años, cuando podía haberse refugiado en la tranquilidad de su retiro. Peleó como supo -no podía ser de otra manera- y de su lucha queda como saldo su vocación de consagrarse a la defensa y el mejoramiento de la democracia argentina.

Los radicales pueden y deben discutir el modelo alvearista. Lo que no pueden es negar el recuerdo de uno de sus grandes jefes históricos, sea cual fuere el juicio que les merezca.
















Fuente: "Alvear, el radical negado" por el historiador Félix Luna publicado en el diario La Nación, 29 de marzo de 1992.


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