"Vinculado a Alem e Yrigoyen desde su juventud, y propulsor, más tarde, de la corriente antipersonalista de la UCR, Alvear deparó al país un memorable periodo de bonanza desde la presidencia de la Republica y mostró en los ultimos diez años de su vida temple de autentico conductor de su partido, por el cual sufrió persecución y cárcel"
A cincuenta años de su desaparición, Marcelo T. de Alvear sigue siendo una figura negada por sus propios correligionarios. Su nombre esta asociado en la memoria colectiva de los argentinos a una gestión presidencial que tutelo el periodo de mayor respeto institucional y mas efectiva prosperidad de este siglo. Su lucha contra el fraude electoral merece respeto y admiración. Su claro apoyo a la democracia durante la Segunda Guerra Mundial constituyo un compromiso indeclinable y un enérgico pronunciamiento frente a las expresiones pro fascistas que habían aparecido en el país.
Todo esto lo hizo Alvear como dirigente de la Unión Cívica
Radical, la causa que abrazó desde joven y a la que fue fiel toda su vida. Sin
embargo, es difícil ver un retrato de Alvear en los comités del radicalismo,
raramente se lo menciona allí y su hegemonía partidaria es evocada como una execración
vergonzante dentro de la línea histórica del partido fundado por Alem.
Los motivos del olvido
Este olvido tiene sus motivos. Sucede que los núcleos que
tomaron el comando partidario de la UCR después de 1946 lo hicieron bajo una
bandera que exaltaba valores, consignas y creencias extraídas de la tradición
yrigoyenista. Además, la dura lucha interna que se libró contra la dirección de
la UCR a partir de la derrota electoral de 1946 debía enfrentar a dirigentes
que, en general, habían compartido la conducción de Alvear: ‘alvearistas’ o
‘Unionistas’ eran aquellos a quienes el Movimiento de Intransigencia y
Renovación debía destruir para ocupar las claves de los cargos partidarios.'
La lucha interna desarrollada entre 1946 y 1950 constituye
un modelo de renovación de un partido que de un momento a otro tiene que
enfrentar la amarga evidencia de haber perdido la virtud mayoritaria y necesita
cambiar sus formas y contenidos para aspirar a captar nuevamente la voluntad
del electorado.
El núcleo que lideraban Balbín, Lebehnson, Frondizi y otros,
usó una dialéctica que satanizaba al alvearismo y sus epígonos; al triunfar,
esta dialéctica quedó tan consagrada en el discurso partidario como la
Declaración de Avellaneda. Así, Alvear quedó condenado inapelablemente.
Balbín había sido el ‘pico de oro’ de las campañas
electorales de Alvear, y Frondizi fue en algún momento el regalón, el mimado de
don Marcelo; ambos admiraban secretamente su coraje, su sentido de la
conducción, su patriotismo. Pero las exigencias de la lucha por el poder
interno llevó a estos y otros dirigentes a expedir el recuerdo de Alvear al
oscuro territorio de la amnesia política. Después de todo, el olvido no es la
peor de las miserias que forman parte de los usos partidarios, aquí y en
cualquier parte del mundo…
Yo mismo, en mi lejana juventud radical, fui cómplice de
esta desmemoria; en parte la salvé escribiendo una biografía de Alvear en la
que criticaba sus posiciones políticas, pero valorizaba la simpatía de su
figura, su integridad y la sinceridad de su lucha. Pero los radicales, que han
vivido tantos avatares, no han indultado a Alvear. Y de este modo su propio
partido se priva de aprovechar la significación de esta personalidad, que al
lado de muchos errores supo agregar valores positivos a la centenaria
trayectoria de esta fuerza tan pluralista en el plano de la convivencia cívica,
pero tan obstinada en el mantenimiento de la excomunión que afecta a uno de sus
grandes próceres.
No se ha entendido que Alvear expresó una manera de ser
radical: desde luego, no la que prevaleció durante casi cinco décadas, no la
que asumieron Balbín o Alfonsín, pero de todas maneras respetable, rescatable.
Hacer creíble un partido
Para el análisis político, el Alvear que interesa no es el
que se forma al lado de Alem o el que sigue lealmente a Yrigoyen: menos aún al
de los esplendores de la belle époque, ni siquiera el prudente y legalista
administrador de 1922/28. El que interesa es el que regresa a la Argentina en
1931 y se pone al frente del radicalismo, un partido desalojado del gobierno,
golpeado por fuera y dividido por dentro; esa enorme masa desorientada y dolida
que soñaba voltear al poder de facto de Uriburu y al gobierno fraudulento de
Justo, a la que habían robado la limpia victoria del 5 de abril de 1931 y
vetado los candidatos que proclamara en noviembre del mismo año.
Helo aquí, este don Marcelo. Tiene 63 años, es todavía muy
rico, ha residido casi la mayor parte de su vida en Europa, es un bon vivant amante de la música y las
artes, respetado por todos, con un apellido ilustre y una personalidad
imponente. Podía haberse contentado con los plácidos lustros propios de un ex
presidente alejado de las turbulencias de su patria. Pero Alvear asume
deliberadamente un destino rudo y trajinado, que difícilmente desembocará en
jornadas de gloria; elige una pelea que le traerá exilio, confinamientos,
manoseos, agotadoras negociaciones por temas triviales, desengaños, pobreza. Pero
si afronta estos riesgos es porque la dominación de los conservadores lleva
como valor inevitable la reiteración indefinida del fraude electoral, y esto
significa la degradación de la República y puede concluir en fascismo.
Entonces, hay que enfrentar el fraude, para lo cual, lo
primero es poner al radicalismo en condiciones de ser gobierno.
Y así acepta don Marcelo un desafío casi quijotesco. Llenará
los últimos diez años de su vida. Lleva adelante su lucha según criterios que
pueden no compartirse, pero que sin duda tienen mucha lógica.
Vuelca en esta acción la experiencia de un hombre que conoce
los entresijos de la política europea y americana que es escéptico, que
prefiere las realidades a las utopías, que conoce a la gente (en primer lugar,
a sus correligionarios) y no cree mucho en ella, pero tiene la convicción de que
el tiempo y el ejercicio honrado de la democracia habrán de mejorar nuestras
costumbres, nuestra leyes, nuestra civilización política.
No se maneja con abstracciones ni con ideales vagos: a le
importa limpiar la política para que las instituciones funcionen lo mejor posible.
Las líneas de Alvear
A su juicio, la prioridad es forjar a la UCR como un
instrumento de gobierno. Para ello adopta varias lineas de acción, que son
-reitero- las que pueden objetarse, pero están articuladas por una gran coherencia,
animada por el deseo de devolver a la UCR la credibilidad que había perdido en
la catástrofe de 1930.
La UCR permanecía en la abstención desde 1931: no
participaba en elecciones y la idea de una revolución vengadora daba fuerzas a
sus huestes para obstinarse en la retracción comicial. Alvear advertía, en cambio-
que la abstención implicaba un callejón sin salida: no habría revolución porque
el Ejército no deseaba derrocar a uno de los suyos como era Justo.
Las patriadas heroicas de algunos radicales habían sido fácilmente
enfocadas y justificaban mayores dosis de represión. Alvear era legalista: sabía
que la esencia de los partidos es competir pacíficamente por el poder.
A principios de 1935, Alvear induce a la Convención Nacional
a levantar la abstención, ante la indignación de los que permanecían fieles a
la tradición yrigoyenista. En adelante, la UCR se presentara a comicios y alcanzara
a ganar algunas provincias. Pero, además, su presencia obligara a Justo a
extremar los recursos del fraude y la violencia, definiendo así con claridad
los términos de un enfrentamiento donde se jugaba la suerte de la democracia.
Levantar la abstención pudo ser un error; mantenerla hubiera
sido una larga agonía de disgregación y un flaco favor al país. Presentarse a
elecciones, sabiendo que Justo no ofrecería garantía alguna de limpieza
electoral, fue una audacia y se necesito un gran coraje cívico para romper la
actitud que históricamente había usado el radicalismo con éxito a principios
del siglo, pero que ahora ya no era viable.
Otro paso que dio fue llamar a los disidentes.
Antipersonalistas e yrigoyenistas se habían peleado ferozmente en el pasado; en
varias provincias existían núcleos que se decían radicales, pero eran independientes
de la autoridad partidaria. Alvear realizó arduas gestiones para reconciliar
enemigos, tender telones sobre viejos agravios, crear intereses comunes. Tuvo éxito
en general, y así logro afrontar la elección presidencial de 1937 con un radicalismo
unificado y ansioso de triunfar.
También forma parte de su estrategia la conducta que adopto
frente a algunos poderes economitos que ya gravitaban en la vida argentina.
Alvear era un liberal; creía poco en el Estado -aun en el pequeño y eficiente
de aquella época- y prefería que la iniciativa privada dispusiera de un amplio
espacio. No le asustaban las concesiones prolongadas; alguna vez dijo que
otorgar servicios públicos por cincuenta o cien años le era indiferente porque
los cambios de los tiempos imponían modificaciones frente a las cuales tales términos
no significaban nada. Su actitud frente a la Chade o la Unión Telefónica respondía
a estas convicciones y a la necesidad de probar que su partido no, estaba
contra el capital; que la postura nacionalista de Yrigoyen había quedado atrás.
Para él, los sobornos que mancharon la prorroga de la concesión del servicio eléctrico
a la Chade eran solo anécdotas lamentables; alguna vez, cuando las acusaciones
se generalizaron, dijo que las coimas eran evidencias de "enfermedades
morales" y no afectaban a las instituciones. Cuando Frondizi osó reprocharle
su lenidad frente a estos escándalos, le gritó:
¿Quien me va a pagar la campaña presidencial?
Con idéntica logica trato de sacar a la UCR del neutralismo
heredado de Yrigoyen y colocarla, al menos oficialmente, en una postura de abierto
apoyo a la causa aliada en la Segunda Guerra Mundial. Don Marcelo detestaba los
totalitarismos. En las últimos años de su vida frecuentaba el Cine Porteño para
ver los noticiarios de la guerra; con su conspicua calva de senador romano y el
grueso bastón que solía portar, cualquiera podía verlo aplaudir como un chico
cuando en la pantalla aparecían Churchill o Roosevelt.
La política posible
La de Alvear fue una de las políticas posibles de su tiempo.
A su entender, la conquista del poder implicaba concesiones que no dudó en
pagar. Mi convicción personal es que la suya fue una política equivocada.
Creyó que su postura fortificaba agregándole dirigentes que
se habían alejado, corruptelas internas, maquina de trenzas; no entendió que
los partidos son fuertes cuando tienen identidad, propuesta y fervor. Pensó que
el entendimiento con los grandes actores económicos era necesario para hacer
aceptable el radicalismo, sin percibir que la corrupción que estas maniobras
aparejaban era devastadora para su partido y, desde luego para el país. Entro
en el juego legalista, pero con ello no se resignó a aceptar las migajas
minoritarias que la convertían en cómplice del mismo fraude que repudiaba. Su
aliadofilia sin matices le impidió comprender que el interés nacional debe
estar por encima de todo, y que la Argentina no se beneficiaba con una adscripción
incondicional a uno de los bandos en pugna, por levantada que fuera su causa.
Creo, entonces, que Alvear se equivoco pero este juicio
valorativo, por cierto discutible, no invalida la nobleza de su emprendimiento
ni la coherencia con que lo llevó a cabo. Se propuso transformar una fuerza
amorfa, derrotada y sin objetivos en un partido vigoroso capaz de regresar al
gobierno con la confianza de la opinión publica. El precio que pagó fue, así lo
pienso, demasiado caro.
Cuando Alvear murió, la UCR estaba desprestigiada, al punto
de haber sido derrotada por el socialismo en su tradicional baluarte de la
Capital Federal.
Cuestionamientos crecientes (FORJA, el revisionismo
bonaerense, la intransigencia sabattinista) erosionaban la autoridad de su
conducción. Era como si el radicalismo hubiera perdido su alma, y aunque todos
percibían que corrían por el país aires de vísperas, esos vientos no pasaban
por sus vetustos comités. Pero así y todo, Alvear recorrió con audacia la
opción que eligió.
Y lo hizo en sus altos años, cuando podía haberse refugiado
en la tranquilidad de su retiro. Peleó como supo -no podía ser de otra manera-
y de su lucha queda como saldo su vocación de consagrarse a la defensa y el
mejoramiento de la democracia argentina.
Los radicales pueden y deben discutir el modelo alvearista.
Lo que no pueden es negar el recuerdo de uno de sus grandes jefes históricos,
sea cual fuere el juicio que les merezca.
Fuente: "Alvear, el radical negado" por el historiador Félix Luna publicado en el diario La Nación, 29 de marzo de 1992.
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