Las cenizas de los hombres que, como el doctor Alem,
personificaron ese conjunto de virtudes cívicas y privadas, que dignifican la
vida, arrojan luces que alumbran el desenvolvimiento libre de los pueblos. La
acción del tiempo, lejos de extinguirlas las conforta, para que sirvan de
estímulo y de ejemplo a las generaciones que se suceden en el orden de la
humanidad. No estoy llamado a pronunciar el elogio fúnebre del doctor Leandro
N. Alem. Están designados los ciudadanos que deben perfilar en este acto los
contornos de esa figura acentuada que representó en épocas recientes las manifestaciones
y los anhelos de la opinión nacional.
Algunos de esos oradores dibujarán probablemente los
primeros esfuerzos de aquel joven, que destituído de influencias y de favores,
se incorporó airosamente al movimiento literario y científico del país. Aquel
acto fué ya la profecía de su figuración política. Ocupó pronto un puesto
prominente, entre Gallo, Del Valle, Goyena, López y otros igualmente
esclarecidos, y tuvo poderosa influencia en los acuerdos y trabajos políticos
de aquella agrupación, brillante por el talento de sus hombres, los que parecen
destinados a ausentarse prematuramente del escenario de la vida.
Otros escribirán los variados accidentes de la existencia de
Alem y referirán la espontaneidad con que, cuando la dignidad de la patria
pareció en peligro, abandonó las reflexivas tareas del foro, para defender
valientemente en los campos de batalla la integridad y el nombre de la Nación.
y después de haber formado dignamente algunos años en las filas del ejército
nacional, tornó a esta capital, para actuar con ardimiento en nuestras
contiendas internas, conquistando ya en aquellas luchas el prestigio de que ha
vivido acompañado, fuera próspera o adversa la situación en que lo colocaron
los acontecimientos. Más tarde, debate con notabilísima ilustración en los
parlamentos de la Provincia y de la Nación las altas y ruidosas cuestiones
administrativas y constitucionales, que apasionaron en aquellos días el
sentimiento nacional, y se aleja después de la escena pública sin reparar si
son muchos o pocos los que lo acompañan, porque la soledad nunca abatió su
espíritu ni debilitó sus patrióticos ideales.
Y no faltará alguno que al trazar esos rasgos biográficos,
recuerde aquellos días críticos, en los que, aproximados los partidos
tradicionales de la República, interrumpieron el espontáneo retraimiento de
Alem, designándolo para presidir el levantamiento popular de julio, en favor de
las libertades constitucionales del país. El aceptó sin vacilaciones la confianza
que se le discerniera: tomó el puesto que le señalaran sus convicciones, el
voto de sus amigos y de sus adversarios, y permaneció desde entonces fiel al
espíritu, al lenguaje y al programa de aquella revolución, esencialmente
nacional por los levantados designios que la decidieron.
Pero la revolución no fué como se ha dicho, una pasión de su
alma ardiente, ni una veleidad genial. El creía sinceramente que las ideas que
ha seguido sosteniendo formaban parte del plan sancionado por el sentimiento y
por las necesidades constitucionales de la República y aceptado deliberadamente
en 1890 por la Unión Cívica en el acto fundamental de su convocatoria.
La verdad, el desinterés, la pureza de propósitos, el amor a
las instituciones que garantizan el destino de las naciones, la integridad
política en la más alta acepción de la palabra; estas fueron las cualidades que
constituyeron su ascendiente y su poder. Vivió desde sus primeros años
identificado con el pueblo, que lo miraba como verdadero representante de sus
aspiraciones y de sus derechos.
Nada podía ofrecer a los que lo acompañaban en las largas y
espinosas luchas que dirigiera; y sin embargo, grandes colectividades en la
capital y en la República los siguieron; con incontrastable abnegación, y desde
el infausto momento de su muerte, el pueblo permaneció agrupado en torno de sus
restos, como pidiendo todavía inspiraciones a su probado patriotismo o
esperando órdenes de la autoridad moral que invistiera en toda la República, fundada
en el título de sus acrisolados servicios, de la incorruptibilidad de su
carácter y del poder atrayente de sus generosos ideales.
Leandro Alem baja a la tumba envuelto en su tradicional
austeridad. Rodéanlo, sin embargo, los honores y demostraciones que el país
unánimemente le acuerda, y este hecho enseñará a nuestra posteridad que los
grandes caracteres se imponen al respeto de los pueblos y que la pobreza de un
ciudadano ilustre reviste en ciertas situaciones el esplendor de la grandeza,
que la historia se encarga de perpetuar. Saludemos con amor y recogimiento los
despojos mortales de este amigo esclarecido y que su memoria se grabe en el
espíritu y en los buenos recuerdos de la patria.
Fuente: Bernardo de Irigoyen: "La figura de Alem" (5 de julio de 1896) publicado en el Diario La Prensa.
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