No hay sociedades ideales. No hay organización permanente.
El cambio es continuo. En una sociedad, nada es inexorable. Lo que nosotros
llamamos leyes sociales, son normas mutables. Hasta la ley suprema puede
cambiar.
La sociedad es transformación permanente. Una organización
social es perecedera y sólo podemos extender su existencia si la adecuamos a
los cambios. Lo que fue revolucionario ayer, hoy ya no lo es. Porque, en
definitiva, ¿qué es la revolución? Es un modo de adaptarse a una realidad
nueva, que también va a cambiar, obligándonos a nuevas adaptaciones.
La adaptación no sólo requiere el deseo de adecuarse, sino
un orden, un método. La democracia es el ordenamiento más congruente con la
paz, y es en la paz donde se multiplican los logros del intelecto, y las
oportunidades de incorporar esos logros a la vida de todos.
Para organizar un pueblo en democracia se necesitan partidos
políticos. Hay que hacerlos con mucho sacrificio, desafiando inevitables
vicisitudes, y de abajo hacia arriba, por hombres y mujeres que se dejen acerar
el espíritu. Un partido político debe ser hecho, también, con los errores
propios. Los fracasos son, a veces, los que más importan. Se aprende más del
error que del éxito.
Un partido político debe defender, en lugar de los intereses
de un sector, el interés de tantos sectores como sea posible. Eso que llaman el
interés general.
Un partido político debe recordar, asimismo, que si se
dedica a mantener artificialmente algo que ha sido superado, deja de ser actor.
Se convierte en un defensor de hechos o doctrinas del pasado.
Un partido político debe entender que, hoy, lo
revolucionario no es el arma, no es la sangre. La revolución está en el
laboratorio. El cambio está en las manos de los investigadores.
Un partido político tiene que enseñar a desconfiar de una
democracia donde el Presidente de la Nación es el personaje más importante del
país. Hay que desconfiar de una democracia donde el Presidente dice lo que se
le antoja. O donde el Presidente afirma todos los días que va a hacer la
felicidad del pueblo, que va a resolver, él, todos los problemas de los
argentinos. La democracia no se compadece con el que pide confianza en él, en
su capacidad o en la supuesta ayuda que recibirá para solucionar,
personalmente, los problemas de la República.
En una democracia, es necesario descentralizar las
responsabilidades del Ejecutivo. Aumentar los poderes de las provincias.
Aumentar los poderes de los municipios. Dar más oportunidades de participación.
En una democracia, sin embargo, el Poder Judicial debe ser
más importante que el Ejecutivo. En una democracia moderna, los partidos deben
ser los pilares del sistema, pero los personajes centrales no deben ser los
políticos. Para la economía, no hay personajes más importantes que los
investigadores (los científicos, los técnicos) y los planificadores. Desde el
punto de vista político, como garantes de la democracia, los actores
principales son los jueces.
El Estado no debe estar al servicio de sí mismo, sino de la
Nación. Para esto, el Estado debe abrir las puertas de nuestra economía. La
Nación debe beneficiarse de la capacidad de realización que existe aquí mismo,
dentro de la República, y de lo que venga de otras partes del mundo trayéndonos
el cambio, introduciéndonos en esta nueva civilización que hoy está formándose.
A menudo se plantea la discusión entre estatismo y empresa
privada. Se discute el rol del Estado. Unos creen que el Estado debe hacerlo
todo y otros que no debe hacer nada. En realidad, no hay razón para pensar que
el estatismo o el liberalismo económico vayan a resolver nuestros problemas.
Estos problemas no se resuelven con dogmatismos.
El Estado no tiene por qué hacerlo todo. El gobierno no debe
controlar todo el país. Debe, sí, ejercer cierto control para evitar una
organización no funcional de la economía, y debe, también, ejercer cierto
control sobre el futuro, sobre el planeamiento.
Pero, para esto, el gobierno tiene que estar, a su vez,
controlado por la justicia.
Una organización funcional de la economía es aquella que, no
por generosidad, no por compasión, procura sustentar e incrementar el poder de
compra de la mayoría. No se va a desarrollar ninguna industria, no se va a estabilizar
la economía, si 80 ó 90 por ciento de la población no aumenta su poder de
compra.
En esta nueva era, en la que se planifican continentes,
nosotros no podemos pensar sólo en la Argentina, como nación. Debemos pensar en
la Argentina como parte de Latinoamérica. Crear una zona de comercio libre,
sobre la base de gobiernos democráticos
.
Esta no es época de improvisaciones. La Argentina necesita
gobiernos que comprendan lo que ocurre en el mundo, y que no improvisen. No hay
tiempo que perder.
No pensemos que hay gente conspirando, constantemente,
contra la Argentina. No estemos siempre a la defensiva. No es cierto que el
mundo tenga sus ojos puestos en la Argentina, esperando el momento de
arrebatarnos nuestras riquezas. Los de afuera sólo pueden interferir en
nuestros asuntos si tienen, dentro, quien les abra la puerta para eso.
Si somos capaces de proteger el interés nacional, si tenemos
gobiernos resueltos a esa protección, nadie puede imponernos sus puntos de
vista.
Dejémonos de prevenciones y suspicacias. Alejemos el temor a
las ideas. Estudiemos la época que vivimos. Los fantasmas se ahuyentan con la
acción.
Todos somos culpables y, cuando todos son culpables, nadie
lo es. Esta Argentina no es el país que queremos. Cada uno de nosotros ha
arrojado, por lo menos, una piedra para destruirlo que tuvimos y lo que pudimos
tener. En este punto, todos somos indemnes.
No perdamos esta indemnidad. No le tengamos miedo a la ley,
que es la única autoridad no autoritaria. No tengamos miedo entre nosotros.
Luchemos, yo no digo con generosidad: luchemos con sentido de responsabilidad.
No nos quedemos con odios. No son buenos, ni el odio ni el temor.
Hagamos
política. Valientemente, si cabe la palabra. Creo que de esa manera podremos
marchar.
Fuente: Discurso del ex Presidente de la Nación Dr. Arturo Umberto Illia en la Ciudad de Córdoba en septiembre de 1982.
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