I. Urgencia y necesidad de la reforma
Hemos sostenido en repetidas oportunidades que la
Constitución vigente permite el progreso político, económico y social y que la
mayor parte de las actualizaciones que requiere pueden ser realizadas por ley
del Congreso.
No afirmamos aquí que no puede ser conveniente la adecuación
de textos constitucionales a las exigencias de los tiempos, ni tampoco que haya
que subestimar los casos en que la costumbre derogó preceptos
constitucionalmente consagrados. Se trata de identificar con claridad cuáles
son las razones auténticas de esta reforma.
Una vez más, la razón excluyente es la continuidad del
presidente en ejercicio. El “continuismo” que tanto daño ha hecho en nuestro
continente.
Hay otros temas más acuciantes para nuestro pueblo que el de
la reforma constitucional, como ha quedado patéticamente demostrado en los
recientes sucesos de Santiago del Estero.
Más que nunca, los políticos debemos luchar por una sociedad
más justa, más productiva y más moderna, dispuesta a ocupar un lugar en el
mundo, pero también apta para hacerse cargo de sus problemas internos, entre
los que figura en primer lugar la atención de los sectores que menos tienen y
que menos pueden, en las grandes ciudades y en el abandono de las zonas
rurales.
Desde esta perspectiva y más allá de las frivolidades
reeleccionistas, el único pacto o acuerdo realmente fecundo será aquel que
instaurara los cimientos y las garantías de un crecimiento que apuntalara el
futuro argentino para el próximo siglo.
La reforma constitucional no es una decisión menor en la
vida de los pueblos y ha sido escrito que “las Constituciones más antiguas son
las más sabias”.
Recordamos, en su momento, que la historia argentina es fiel
ejemplo de los traumatismos vinculados con la sanción de una Constitución o con
su reforma.
La Constitución de 1819 fue el preludio de la anarquía del
año 20, con un 20 de junio con tres gobernadores simultáneos en Buenos Aires.
La Constitución de 1826 anticipó la tiranía de Rosas y la
batalla de Caseros creó las condiciones políticas para la Constitución de 1853.
Ello no impidió la secesión de la provincia de Buenos Aires y las batallas de
Cepeda y Pavón fueron el marco violento de la Reforma de 1860.
La Reforma de 1866 fue en plena guerra con el Paraguay y,
como la del 98, tocó solamente aspectos instrumentales.
La Reforma de 1949, que se parece singularmente a la que
estamos tratando, al plantear la cuestión de la reelección del mandatario en
ejercicio, profundizó heridas de la sociedad argentina que tardaron décadas en
cicatrizar, con secuelas de violencia y desolación.
Las reformas constitucionales promovidas por los gobiernos
de facto, por su mismo origen, estaban insita de violencia física e
institucional.
Estamos hoy, nuevamente, ante un proyecto de declaración de
necesidad de reforma constitucional con reelección del mandatario en ejercicio,
reeditando situaciones que en América latina y en nuestro país no sirvieron a
la causa de la paz ni a la de la democracia.
En su intervención en la
Convención Constituyente de 1949 refiriéndose a la reelección del
presidente en ejercicio, decía Moisés Lebensohn:
“Esta es la trágica historia de los presidentes
latinoamericanos que convocaron a asambleas constituyentes con el propósito de
modificar la Constitución a fin de posibilitar sus reelecciones”.
“Hay innumerables antecedentes que demuestran hasta que
punto el dolor de los pueblos de Latinoamérica ha necesitado crear exigencias
constitucionales como la del articulo 77 para defender su derecho a la
libertad”,
Continuaba diciendo Lebensohn:
“Las dictaduras de Estrada y Ubico en Guatemala llevaron a
que la Constitución de Guatemala de 1956 dispusiera que el presidente debía
jurar no sólo por la Constitución sino también por la alternancia democrática,
que se prohibiera la propaganda política para la continuidad del presidente en
ejercicio y que si el presidente se rehusara a entregar el gobierno, las
fuerzas armadas pasarían a depender del presidente del Congreso.
“En México, dictaduras y contiendas civiles llevaron a que
la Constitución mexicana prohibiera lisa y llanamente la reelección de quien
alguna vez ejerció la primera magistratura.
“La historia latinoamericana muestra una correlación
estrecha entre la dictadura y reformas constitucionales”
Decía nuevamente Lebensohn:
“Cuanto más despreciable es un régimen tanto más reformas
constitucionales”
Podríamos ahondar con los ejemplos de Brasil, Cuba,
Colombia, Paraguay, Venezuela, Panamá, Chile y tantos otros países en los
cuales la ambición por el poder se enfrentó, con éxito o sin él, a la valla
constitucional de la no reelección.
Hoy en día solo el Perú de Fujimori admite la reelección
continuada. El caso de Cuba de Castro es atípico, pero confirma la regla.
Fueron sabios nuestros constituyentes de 1853 cuando al
otorgarle poderes fuertes al presidente de la República, establecieron el
artículo 77 que prohíbe la reelección del presidente en ejercicio.
El inspirador de este artículo fue Alberdi, quien en una
nota a su proyecto de Constitución, sostenía que “admitir la reelección es extender a 12 años el término de la
presidencia. El presidente tiene siempre medios para hacerse reelegir, y rara
vez deja de hacerlo”. De aquí la importancia del articulo 77.
El propio Alberdi, algunos años después, teniendo a la vista
la experiencia latinoamericana de su tiempo, afirmó que la naturaleza humana
tiende a mantener o a aumentar el poder y que, como no es posible cambiar la
naturaleza humana, lo que debe hacerse es poner limites a la acumulación de
poder a través de una definitiva prohibición constitucional. En consecuencia se
pronuncio Alberdi por una prescripción absoluta, a la mexicana.
En este fin de año de 1993, los argentinos asistimos al
mismo proceso que atravesaron tantos pueblos hermanos, una reforma
constitucional para la reelección del presidente en ejercicio.
Es particularmente inoportuna esta pretensión, cuando los
argentinos celebramos 10 años de recuperación de la democracia. Un régimen democrático
se consolida con la alternancia entre los partidos políticos que compiten por
el poder, o por la alternancia entre los hombres de un mismo partido que vuelve
a vencer en las elecciones.
La pretensión de continuismo no ayuda al sistema.
Es el resabio de otras épocas en las que los hombres
providenciales prevalecían por sobre las instituciones.
Las distintas variantes que ha tenido el contenido de la
declaración de la necesidad de la reforma constitucional, permiten que
afirmemos que, para el oficialismo, todos los caminos conducen a Roma y Roma es
la reelección.
Hoy el camino vigente es el del acuerdo con el partido al
que pertenezco y al que desde nuestra posición minoritaria, nos hemos opuesto
firmemente por entender que no contribuye a la salud política de los
argentinos.
Debo establecer una clara diferencia de grado entre los
regimenes latinoamericanos a que me refería anteriormente y el actual vigente
en la Argentina. Esto es un gobierno que no ha observado las normas
constitucionales y que ha convertido en hábito el manoseo a la justicia y la
elusión al Congreso, pero no es hoy un gobierno despótico.
Sin embargo el legislador y, mas aun si milita en la
oposición, es la de prevenir a través de la ley y, por cierto, de la Ley
Fundamental.
La libertad es como la salud. Sólo se la valora cuando se la
pierde y entonces puede ser tarde. Por eso, la tradición republicana de que el
poder debe sujetarse a plazos prudentes, y que ellos significa establecer
límites a la reelección del presidente en ejercicio y al mandato de cualquier
presidente, con rígidas limitaciones en el tiempo.
Se ha invocado equivocadamente como antecedente contrario a
la no reelección, el caso norteamericano.
Digo que equivocadamente porque mientras en 1949 se debatía
la reforma constitucional en la Argentina, en los Estados Unidos se aprobaba
por unanimidad una enmienda constitucional que impedía que un presidente
ejerciera el poder por más de 8 años.
En los Estados Unidos existía previamente una norma consuetudinaria
originada en el ejemplo del propio Washington, que solamente fue rota en la
situación excepcionalísima de la Segunda Guerra Mundial con la reelección de
Roosvelt. Para que la excepción no se convirtiera en regla, se produjo la
enmienda constitucional a la que ya he aludido.
Creo haber sintetizado desde nuestra historia y la
latinoamericana que la reelección ha sido prólogo o consecuencia de gobiernos
antidemocráticos y que la opinión de nuestros Constituyentes fue claramente
expresada en el artículo 77 de nuestra Constitución, que recoge la más sanas
tradiciones republicanas.
II. El Pacto y la Alternancia
Hace unos días el escritor venezolano Uslar Pietri dijo:
“Las circunstancias históricas llevaron a Venezuela a
encontrarse en la difícil situación de no contar con un partido de gobierno y
uno de oposición suficientemente separados y definidos para asegurar el
desarrollo del sistema democrático”.
Se ha dicho que el pacto Menem-Alfonsín constituye un nuevo
punto de partida para la reconciliación de los argentinos, e incluso la piedra
basal de un nuevo sistema de convivencia institucional. Se ha llegado a
comparar a este pacto con otros acuerdos de la historia argentina y hasta con
grandes encuentros y reencuentros en el escenario internacional.
Se hablo del abrazo Perón-Balbín, del encuentro
Reagan-Gorbachov, del acuerdo entre árabes y judíos y por cierto no faltó quien
mencionara el Pacto de la Moncloa.
La idea de la unión nacional, la simbología de los abrazos
de los apretones de manos de los políticos, siempre cautiva al inconsciente
colectivo y despierta esperanza acerca de un futuro político pacifico y
venturoso.
Y es bueno que así sea.
Sin embargo, este acuerdo político tiene el estigma de
beneficiar el interés concreto de una persona. No es posible acudir a la ética
de la responsabilidad de que hablaba Max Weber, para justificarlo, porque ella
supone la coincidencia sobres los objetivos altruistas, de quienes
circunstancialmente celebren el pacto.
Esta claro que el eje del acuerdo es la reelección del
presidente Menem y no hay un solo precedente en América latina que permita
afirmar que la perpetuación de una persona en el poder o una cláusula de
reelección con nombre y apellido, hayan servido para apuntalar un sistema
democrático.
Se ha llegado a hablar, con evidente exageración, de una
democracia de a dos. Es falso, pero aun los excesos verbales pueden ser una
llamado de atención.
Juan Pablo II, en la Encíclica Redemptor hominis, dice:
“…el sentido esencial del Estado como comunidad política consiste en el hecho de que la sociedad y quien la compone, el pueblo, es soberano de la propia suerte. Este sentido no llega a realizarse si, en vez del poder mediante la participación moral de la sociedad o del pueblo, asistimos a la imposición del poder por parte de un determinado grupo a todos los demás miembros de la sociedad”
“…el sentido esencial del Estado como comunidad política consiste en el hecho de que la sociedad y quien la compone, el pueblo, es soberano de la propia suerte. Este sentido no llega a realizarse si, en vez del poder mediante la participación moral de la sociedad o del pueblo, asistimos a la imposición del poder por parte de un determinado grupo a todos los demás miembros de la sociedad”
El sistema democrático es un delicado equilibrio entre los
poderes de la República, pero también entre el oficialismo y la oposición. Hay
quien sostiene que lo que define a un sistema político no es tanto la
naturaleza del gobierno sino la naturaleza de la oposición.
En el totalitarismo no hay oposición al menos reconocida. En
la democracia republicana la oposición forma parte del sistema pero no del
gobierno, del cual ejerce el control.
Cuando el gobierno naufraga reaparece la oposición que
recoge el reclamo de la opinión pública y reencauza en el marco de la
democracia, las apetencias de cambio.
La cita de Ulsar Pietri describe el caso de una oposición
que no mantuvo la distancia suficiente del gobierno como para cumplir el rol
que los clásicos le atribuyen. Hay en estos días otros ejemplos, igualmente
aleccionadotes, sobre los riesgos que encierra un apresurado acercamiento de la
oposición al gobierno.
Aludiré solamente al desmoronamiento del sistema político de
posguerra al que se asiste en Italia. El sistema italiano mezcló, con correr de
los años, las funciones del gobierno con los de la oposición. No fue un pacto,
sino una sucesión de acuerdos que fueron definiendo un estilo de concordancia
entre el gobierno de turno y sus eventuales reemplazantes.
Las circunstancias por todos conocidas produjeron lo que
ahora se denomina la “implosión del sistema” y dejaron sin
representatividad política a vastos
sectores del pueblo italiano, que ahora se expresa tangencialmente a través de
los partidos que fueron contestatarios del sistema.
La democracia republicana incluye en el sistema al gobierno
y a la oposición, lo que le brinda la flexibilidad suficiente como para
perpetuarse, siempre y cuando cada uno cumpla con los roles preestablecidos.
Desde los “tories” y los “whigs”, en el Parlamento británico,
hasta los últimos acontecimientos políticos en el Japón, la historia ofrece
experiencias dignas de ser revisadas por todos quienes desean que los 10 años
de democracia que estamos conmemorando sean el preludio de muchas décadas más.
No estoy afirmando que el acuerdo que comentamos sea
necesariamente la perdición de la democracia mucho menos cuando tengo a la
vista la tradición radical forjada en el respeto a los principios y en la
desconfianza hacia los acuerdos de cúpula. Y tengo que computar también el
incuestionable compromiso democrático del presidente de mi partido.
Afirmo, en cambio, que existen riesgos concretos y a la
vista, porque no es la primera vez que este gobierno de vocación autoritaria
intenta y logra sembrar la semilla de la discordia en otras instituciones de la
vida política y social argentina.
Hay que precaverse y no encuentro que el mejor camino sea el
concederle graciosamente cuatro años más de mandato a un presidente que no
trepidó en vulnerar normas constitucionales vigentes, alterar el equilibrio de
los poderes y domesticar a la Justicia.
En términos políticos lo que valen son las conductas y su
previsibilidad depende de los antecedentes y de las convicciones. No es
modificando uno o varios artículos constitucionales como vamos a lograr un
cambio de conducta por parte del oficialismo.
Aferrarse a la Constitución vigente, denunciar ante a la
opinión publica su violación, ejercer solidamente la oposición política y
afirmar las convicciones republicanas de nuestro partido centenario, parece ser
el camino que entrevieron los Constituyentes de 1853, cuando sabiamente
incluyeron la cláusula de no reelección asegurando la alternancia democrática
para la Argentina.
No comparto la afirmación de que igualmente el presidente en
ejercicio iba a lograr la reelección. Para ello debía superar la resistencia de
los 84 diputados radicales que “atados a nuestras bancas” habíamos asumido el
compromiso público de oponernos a la reforma para la reelección. El documento
que firmamos hace pocas semanas sostenía:
“Esta parodia de reformar no contara con la anuencia de la
UCR”.
Cabe señalar que la Comisión Permanente del Episcopado, refiriéndose
a los procedimientos derivados del pacto, ha manifestado que “el camino
recorrido hasta ahora viene sufriendo condicionamientos que comprometen la acción
de los poderes constituidos del Estado, las responsabilidad de los
legisladores, la estabilidad de los jueces y hasta la legitimidad y permanencia
de la futura Constitución”
Decía también la declaración de los diputados radicales ya
mencionado que, “ni el capricho personal ni la ambición desmedida del poder
constituyen las actitudes que la patria requiere en estas horas”.
El pacto no es el mejor camino, y en cambio, es muy
riesgoso, puede diluir el perfil de esta democracia, que tanto costó reconquistar
a los argentinos.
III. Objeción de conciencia
La Convención Nacional de la UCR instruyó a sus legisladores
a votar positivamente la declaración de necesidad de esta reforma
constitucional con reelección del actual presidente.
Debo optar entre actuar esa resolución partidaria u obedecer
a convicciones personales muy profundas.
Opuse una objeción de conciencia contra la instrucción
partidaria, entendiendo respetar la necesaria solidaridad con el partido y,
fundamentalmente, su unidad, en el pluralismo y la diversidad.
No argumenté que iba a votar en contra ejerciendo, lisa y
llanamente, el derecho político que me confiere mi banca de legislador
nacional.
Tampoco quise plantear esta cuestión en el impreciso terreno
de la “desobediencia civil” que, como el ya paradigmático caso de Gandhi en su
rebelión de la sal, busca infringir voluntariamente una norma, con el deseo y
la especulación política de ser sancionado.
Las cuestiones de conciencia son individuales y hasta se
discute si es posible su debate, dado su carácter personalísimo.
Subrayo que en la objeción de conciencia, más que la materia
que la origina, importa el rango de la convicción que se vulnera.
Como legislador nacional juré cumplir y hacer cumplir la
Constitución vigente, que prohíbe la reelección del presidente en ejercicio y
me comprometí públicamente ante la ciudadanía a oponerme a la perpetuación del
actual presidente en el cargo, para frenar la escalada hacia la concentración del
poder.
La moral es costumbre, describe normas de vida de un grupo y
dentro de una cultura. Responde a códigos precisos, pero pasajeros. Cambia con
el paso del tiempo y no tiene universalidad. Decide el juicio y las miradas de
los demás. Por oso, se ha dicho que la sanción moral por excelencia es el
exilio social.
La ética y la moral no son sinónimos, aunque a veces se los
use como tales.
Desde el punto de vista constitutivo de la conciencia, es
decir fundamentador de criterios internos de la vida, no son lo mismo. El rango
de la ética es superior a la moral.
Su raíz griega multivoca describe también el lugar donde lo
inhóspito se atempera y son posibles la calidez y el cobijo. Evoco pertenencia
a una cultura, no solamente a un grupo y un sentido de arraigo, de identidad y
de compromiso.
El conflicto de conciencia subsiste aun cuando decisiones
basadas en intereses políticos pasen la prueba moral, porque el cuestionamiento
es desde otro plano.
El artículo 19 de la Constitución Nacional respalda el
derecho a la libertad de conciencia. La Suprema Corte ha aceptado el derecho a
no acatar acciones contrarias tanto a las “convicciones religiosas”, como a las
“convicciones morales”, concepción amplia, porque involucra a la objeción puramente
moral.
Coincidentemente, en Estados Unidos, el juez Wyzanski
sostuvo (USA c/Sisson) que “el caso de conciencia no necesita ser religioso”.
El ejemplo más clásico de objeción de conciencia en
Occidente, es Antígona. Se debe al genio Sófocles, uno de los padres de
Occidente, que en sus tragedias describió de una vez y para siempre todos los
conflictos humanos esenciales. Por algo Freud toma de las tragedias lo nombres
y los conflictos de toda la problemática existencial, a un modo de paradigma.
Antígona debió optar entre obedecer la ley o ser congruente
con lo que su conciencia le dictaba. Sus dos hermanos murieron enfrentados políticamente;
uno murió fiel a su gobierno y el otro combatiendo junto al enemigo. Para los
enemigos estaba reservado la pena de “insepulto”, pero ella no pudo obedecer
esa norma y soportar que un hermano recibiera sepultura y otro no, cuando la cuestión
era solo política y como tal sujeta a razones superiores, la de la ley natural,
la de su conciencia, la de la sangre.
También entre nosotros la libertad de conciencia tiene
prestigiosos antecedentes y literarios.
El hijo segundo de Martín Fierro, cuando narra la historia,
cuenta un episodio vinculado a las elecciones.
Con la espontaneidad de siempre, dice:
Ricuerdo que esa
ocasión
andaban listas
diversas;
las opiniones
dispersas
no se podían
arreglar.
Decían que el Juez
por triunfar
hacía cosas muy
perversas.
Cuando se riunió la
gente
vino a ploclamarla el
ñato;
diciendo con aparato
«que todo andaría muy
mal;
si pretendía cada
cual
votar por un
candilato.»
Y quiso al punto
quitarme
la lista que yo
llevé,
mas yo se la mesquiné
y ya me gritó...
«Anarquista
has de votar por la
lista
que ha mandao el
Comiqué.»
Me dio vergüenza de
verme
tratado de esa
manera;
y como si uno se
altera
ya no es fácil de que
ablande,
le dije... «Mande el
que mande
yo he de votar por
quien quiera».
Aceptar la reelección del presidente en ejercicio contraria
mi verdad y mis compromisos asumidos.
No sería congruente conmigo mismo si la
apoyara. A ello me obligaría, sin embargo, una resolución partidaria basada en
consideraciones políticas, seguramente atendibles, aunque no las comparta.
Pero son dos planos distintos los que están en juego, uno el
ético que en mi circunstancia prevalece, y el otro el político. Ante esa jerarquía
de valores solicite a mi bloque actuar conforme lo dicte mi conciencia.
Por ello, señor presidente, voy a anticipar mi voto en
contra de la reforma constitucional cuya piedra claves es la reelección del
presidente en ejercicio.
Antígona sufrió exilio y luego la muerte. El hijo de Fierro
fue enviado a la frontera, como su padre.
Yo aspiro a que en esta Argentina
nuestra, sostener las propias convicciones sea parte indisoluble de los hábitos
políticos y de nuestra forma de vida.
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