Sr. Del Valle—Pido
la palabra.
Me felicito, señor Presidente, de intervenir en este momento
en el debate, porque entro a el con el propósito de no dejar escapar un solo
concepto, una sola palabra de injusticia que pueda herir susceptibilidades
legitimas.
Tengo en cuenta la situación delicada, gravísima, en que el país
se encuentra, y tengo también el sentimiento vivo de La responsabilidad que
comporta el cargo de Senador de la Republica.
Se por otra parte, los respetos que debo en el debate al
cuerpo en cuyo seno hablo, y haré todo lo que dependa de mi para no salir del
limite mas restringido de mi derecho en las cuestiones que voy a tratar.
Este debate ha abarcado y abarca en realidad los principios
más trascendentales de nuestro sistema político.
Yo no se si estamos dentro de las prescripciones estrictas
del Reglamento de la Cámara, al traer a discusión la situación general del país,
a propósito del diploma que juzgamos; pero lo que si se, señor Presidente, es
que todos sentimos la necesidad de expresar nuestro pensamiento, porque tenemos
la visión clara de que el país se encuentra en estos momentos en una gravísima situación,
en un instante de transición que puede decidir de sus destinos; porque todo
esta comprometido, y cada una de nosotros siente un movimiento del intimo que
le empuja a llamar la atención de los demás sobre aquel peligro, sobre aquella
amenaza que creemos próxima mas amenazadora para las instituciones del país.
Así se explica, señor Presidente, en mi concepto, sin
agravio para el patriotismo del señor Senador por Santa Fe —a quien
principalmente voy a contestar—sin mengua para sus talentos ni para su ilustración,
el que habiendo considerado, desde su punto de vista, como el peligro mas amenazador
en este memento, la perturbación del orden publico, en su anhelo de salvarle,
le haya sacrificado principios, doctrinas, ciencia, justicia, verdad histórica,
todo lo que en cualquiera otra ocasión habría movido su animo y dado
inspiración a su elocuencia.
Yo no soy un demagogo, ni seré jamás un anarquista; primero,
porque la idiosincrasia de mi espíritu no me permite encontrar el prototipo de
lo que es bueno y de lo que es bello, sino dentro de las leyes del orden y de
la armonía, y después, señor Presidente, porque tengo ante los ojos la experiencia
de la humanidad y nuestra propia historia, y se que es la hora de la anarquía
una hora caótica en la cual se chocan y despedazan precisamente los elementos
mas sanos y vigorosos de la vida nacional.
Pero si no soy demagogo, si no soy un anarquista, ni lo seré
jamás, tampoco acepto ni aceptare nunca, como ley de mi vida humana, la obligación
moral o la obligación cívica de someterse sin protesta y eternamente a todas
las esclavitudes, a todos los avasallamientos, a todas las servidumbres de la
fuerza que no repose en el derecho.
No soy un revolucionario por temperamento, no soy un
demagogo, no soy un anarquista; pero no todos los revolucionarios son
anarquistas, ni todas las revoluciones son contra el orden social.
Y si fuese necesario llamar la atención del Senado en este momento
sobre asunto de tal naturaleza, la historia abundaría en ejemplos, que sin duda
conocen los señores Senadores, para demostrar que muchas, muchas veces, la
humanidad ha ido a la revolución en defensa de sus mas altos derechos, en defensa
de los mas sagrados principios, y que los hombres mas puros, aquellos a quienes
la historia ciñe con la aureola de gloria y de respeto públicos, han sido
revolucionarios en defensa de grandes y de nobles causas. ¿Para que un lujo
estéril de recuerdos, que, sin duda, están en la memoria de los señores
Senadores? ¿Para que hablar de revoluciones que nos sean extrañas?
Un caso bastara para demostrar el orden de ideas que
responden estas palabras, un caso de la propia historia
Don Santiago de Liniers no era un anarquista, don Martín
Alzaga, no era un demagogo.
La revolución tumultuaria del 13 de agosto de 1807, no fue
una revolución destructora del orden social, que debían repudiar los que llevan
el nombro de patriotas.
Si esa revolución no se hubiera llevado a termino, si el
pueblo de esta capital, convulsionado, no hubiera exigido el cabildo abierto, y
en el cabildo abierto la deposición del virrey Sobremonte, que había huido en
presencia de la invasión inglesa, si no se hubiera llegado por ese medio a una solución
que entregaba el Gobierno y la defensa de la ciudad a los elementos nacionales,
es decir, a los elementos populares americanos y españoles, mucho mas capaces
de representar el interés y los derechos de nuestra vida colonial que era
entonces nuestra vida nacional, a esta fecha probablemente no se hablaría en
este Congreso la bella lengua de Cervantes: hablaríamos ingles.
La invasión de 1807 probablemente habría prevalecido sobre
la inepcia del virrey Sobremonte, que representaba la autoridad dentro de las
formas constitucionales y legales del sistema colonial.
Yo estimo mucho, señor Presidente, las grandes cualidades de
la raza anglo-normanda, su individualismo, su espíritu patriótico, la rectitud
altiva del carácter nacional del pueblo británico; me imagino, tal vez, que, si
hubiéramos sido conquistados entonces, a esta hora no tendríamos el oro a 400;
probablemente llevaríamos en los bolsillos libras esterlinas con la efigie de
la ilustre reina de Inglaterra; pero con todo y a pesar de todo, me siento argentino
con la tradición de mi raza con tradición española, con tradición latina, y me
coloco en las condiciones en que se colocaría el humilde gaucho de nuestras
selvas o de nuestras pampas, a quien le preguntaran si quería cambiar su
suerte, por la del rico hacendado ingles, francés, italiano, a trueque de
cambiar de nacionalidad.
Seguramente, señor Presidente, este es el sentimiento de mi
patria: lo siento dentro de mi; no habría un argentino que no prefiriese su
miseria, su pobreza y los escándalos de que somos testigos, las desgracias que
sufrimos, con tal de conservar lo que constituye lo que el hombre ama mas; su
nacionalidad, es decir, su origen, su tradición, la irradiación de su raza, de
sus glorias, todo lo que en estas palabras se simboliza; la bandera y la
patria! (Aplausos).
Y bien, señor Presidente, ¿habría animo entre los argentinos
para decir: ¡maldita sea la revolución!, si la revolución se hace a nombre de
estos grandes sentimientos, con estos grandes objetos, con estos propósitos, que
los contemporáneos aplauden y que la posteridad agradece?
Yo no soy un demagogo, no soy un anarquista: y sin embargo,
señor Presidente, he sido revolucionario!
Le pido a Dios que conserve hasta al fin la serenidad de mi espíritu,
porque comprendo que voy a entrar en la región de las tempestades. (Atención en
la barra).
¿Puedo prescindir de la revolución de Julio cuando ella ha
sido traída al debate, siquiera fuera incidentalmente, cuando ha sido apartada
con una palabra ofensiva y desdeñosa de la categoría de una verdadera y justificada
revolución, cuando se han oído palabras tan severas para los hombres civiles y
sobre todo para los oficiales y soldados del ejercito que no acompañaron en
aquel movimiento? No debo hacerlo: no puedo hacerlo.
Procurare, sin embargo, señor Presidente, debatir esta cuestión,
tan delicada en el seno de la Cámara, tan candente para todos los que alguna participación
hemos tenido en ella, guardando la prudencia y la circunspección, que deben ser
los primeros atributos del orador que habla ante el Senado.
Señor Presidente: la revolución de Julio no ha sido una
asonada; la revolución de Julio no ha sido un motín de cuartel. La Republica
entera se encontraba en situación tal, que esa revolución se imponía como ley
al patriotismo de los ciudadanos y quizá como necesidad a la existencia
nacional.
¿Para que voy a hablar de lo que los señores Senadores saben
tan bien como yo? ¿Para que voy a hablar de las instituciones subvertidas? ¿Para
que voy a recordar que el sistema republicano no consiste en que no haya
monarca, sino en que el pueblo se gobierne a si mismo? ¿Para que voy a decir
que los principios representativos no consisten en que haya Diputados y
Senadores?: consiste en que esos Diputados y esos Senadores sean elegidos por
el pueblo.
¿Para que voy a recordar que los principios del gobierno
federal estaban subvertidos? El gobierno federal no reposa en que haya un
funcionario publico con el nombre de Gobernador en cada provincia, y un cuerpo
con el nombre de Legislatura: consiste en que haya vida autonómica para los Estados;
en que ese gobernador sea elegido por la voluntad de sus conciudadanos de la
provincia, y en que esa legislatura sea fiel expresión del voto publico provincial;
pero, el sistema federal se subvierte si una entidad cualquiera, llámese como
se llame, se coloca en lugar del cuerpo elector de todas las provincias y forma
la unidad monstruosa de un hombre que gobierna todo el país, sin contrapeso y
sin responsabilidad.
Esos eran los antecedentes que dieron origen a la revolución
de Julio.
Pero los había de otra naturaleza.
La fortuna publica había sido dilapidada—dije esta palabra
en la Cámara, bajo el imperio de aquella situación y puedo repetirla ahora, sin
que se crea que la uso porque aquella situación se ha modificado—la fortuna
publica había sido dilapidada, lo era en todas las formas, con un sistema de
legislación funesto, al cual me opuse, mientras pude, en las bancas de esta
misma Cámara.
¿Quien no recuerda aquellas garantías prodigadas a todo el
que las solicitaba para negociar a costa de la fortuna publica? ¿Quien no
recuerda las concesiones y contratos ruinosos que se han realizado bajo el
imperio de aquella administración? ¿Quien no recuerda que la moneda nacional ha
sido adulterada, y emisiones clandestinas han circulado por la autoridad del
mismo poder público del país, y quien no veía, y quien no sabía que todos esos
hechos y todos esos abusos debían concluir en el tristísimo desequilibrio
financiero en que ahora nos encontramos? ¿Quien no preveía, y quien no debía
prever, cuando así se abusaba de todos los resortes de la vida civilizada, de
todos los medios de progreso, de todos los medios inventados para acumular riqueza,
que necesaria y fatalmente teníamos que concluir en la ruina pública?
Y entonces, señor Presidente, no se sabía la mitad de la
verdad. Ha sido necesario que aquella situación se modifique para que tengamos
la información oficial circunstanciada, el comprobante autentico de los más
grandes escándalos.
El señor Senador por la Capital hizo referencia, y con razón,
a la memoria del Banco Nacional, esa memoria del Banco Nacional que revela
cosas inauditas, cosas que, nadie, ni yo mismo, habría creído o sospechado en el
momento en que se producían.
Insinúe, cuando se trataba de las emisiones clandestinas,
que el Banco Nacional repartía dividendos falsos.
Era el Senador de la oposición quien lo afirmaba, y no fue
escuchado con suficiente atención. Ahora lo dice un ministro de aquella administración,
lo dice bajo su firma, lo dice oficialmente; se han repartido dividendos falsos
en el Banco Nacional. ¡Y para esto servían las emisiones clandestinas! Abrase
la ley de bancos garantidos y se vera que el directorio de un banco garantido
que reparte dividendos falsos tiene responsabilidad, que se convierte, según
mis recuerdos, en diez años de presidio. (En la barra: ¡muy bien!)
En estas condiciones, señor Presidente, en tal situación del
país, muchos hombres patriotas y sinceros, muchos hombres esencialmente conservadores,
nos preguntamos, ¿es que el patriotismo nos manda continuar sometidos a ese régimen
de gobierno, o es que el patriotismo nos impone el deber primordial de salvar
las instituciones fundamentales del país que están subvertidas, la fortuna
publica, y la fortuna privada que va tras de ella?
No procedimos con ligereza, no nos dejamos arrastrar por los
impulsos de la pasión, la pasión pudo impulsarnos, pero no nos dejamos llevar
por ella, buscamos el consejo de las personas mas capaces de darle, fuimos a
los grandes Patricios de la Republica y les preguntamos: ¿creen Vds. que el
momento de la revolución ha llegado para este pueblo desgraciado, y que tenemos
derecho de alzar las armas contra el Gobierno existente? Y esos patricios nos
declararon que la revolución estaba justificada. Fuimos a los centros científicos
a golpear la puerta de los jurisconsultos, y les preguntamos si con su ciencia
de jurisconsultos, y con su conciencia de argentinos podían declararnos si la revolución
estaba justificada, y los jurisconsultos nos dijeron: la revolución es un
deber. Había entre nosotros, hombres de creencias religiosas arraigadas y
sinceras, y esos fueron a golpear los conventos y preguntaron a las lumbreras
de la cátedra sagrada, a los sacerdotes patriotas, como lo eran los sacerdotes
de nuestra gran revolución, si creían que habíamos llegado a un momento en que
la revolución estaba justificada, y aquellos sacerdotes, gloria y honor del
clero argentino, contestaron al cristiano, al católico ferviente, que la hora
de la revolución había llegado. (Bravos aplausos en la barra).
¿Tiene esto el carácter de un motín? ¿Tiene el carácter de
una asonada? Esto en cuanto a la intención; veamos los medios. ¿Como se hace
esta revolución?
Tomaron su dirección hombres de vida inmaculada, que se
acercan a los últimos años de la existencia y marchan con la frente altiva,
porque no hay una sola sombra que los empañe; la hicieron espíritus austeros,
catonianos, que se citan en nuestro país como ejemplo de rectitud, de firmeza y
de honorabilidad; la hicieron hombres de Estado, hombres que se han sentado con
el señor Senador por Santa Fe en los altos consejos de Gobierno, formando parte
de los Ministerios Nacionales; la hicieron hombres de letras, comerciantes,
hacendados, generales, coroneles, jefes y oficiales del ejercito de la
Republica cubiertos de gloria, que ostentan en el pecho todas, y cada una de
las condecoraciones que la Patria ha dado al valor, al honor y a la disciplina
militar en nuestro tiempo— (muy bien)— la hicieron, señor Presidente, los jefes
y oficiales del ejercito que saltan de la escuela de Palermo, donde habían aprendido
que arriba de la ordenanza esta la constitución—(aplausos)—la hizo, señor
Presidente, la juventud de Buenos Aires, no esa pobre juventud desheredada que
vaga en nuestras calles vendiendo diarios, los humildes de vida, no; no la
hicieron los jóvenes sin posición social, o de espíritu inculto, no era ese el
elemento de aquel movimiento; era la juventud de la universidad de Buenos
Aires, es decir, era el intelecto, era el porvenir de nuestra Patria.
Tal fue la revolución de Julio. Eso no es un motín, eso no
es una asonada. Pero, ¿era acaso un atentado contra el orden social? Esa revolución
venia a conmover las bases sobre las cuales esta sentada esta sociedad y toda
sociedad civilizada. ¿Había peligro de que si esa revolución triunfaba,
aquellas quedaran comprometidas y los elementos conservadores del país fueran
victimas de un movimiento desesperado? ¿Había siquiera el peligro del desorden,
había siquiera un interés sórdido, una razón malvada en los que la dirigían o
en los que la ejecutaban?
¡Ah, señor Presidente! Aquello no era una conjura
catilinaria; allí no estaba Catilina, no estaba Clodio, no estaban los soldados
empobrecidos y viciosos del ejercito de las guerras civiles; allí no había libertos:
estaba el pueblo de Buenos Aires, el pueblo de la Republica con sus mas nobles
representaciones!—(Muy bien)
Y si así no fue, señor Presidente, ¿por que no vino Cicerón
al Senado a denunciar el peligro publico que amenazaba a la Patria? ¿Acaso no era
conciencia nacional que el movimiento revolucionario estaba en las manos de
hombres que si bien no hacen profesión de revolucionarios; que si bien son
hombres de moderación y de orden, tienen el sentimiento de la responsabilidad y
del honor, y cuando entran en un camino, entran deliberadamente y con la revolución
de llegar a su término?
Que se suprimía la revolución de julio y se habrán suprimido
quizá los trastornos posteriores a las inquietudes que ahora nos agitan; pero ¿donde
y como nos encontraríamos?
Las ideas, sea su índole buena o mala, cuando no encuentran
vallas u obstáculos, ganan terreno, y probablemente estaríamos próximos o en el
camino de las facultades extraordinarias. Un antecedente ilustra esta opinión:
A nadie se le había ocurrido en un largo periodo de nuestra
historia, la idea de convertir al presidente de la Republica, os decir, al jefe
constitucional de todos los argentinos, en jefe único do un partido, y esa idea
maldita echo raíces y se hizo carne en el espíritu extraviado de algunos de
nuestros conciudadanos Yo la denuncie en esta Cámara hace siete años, como uno
de los síntomas mas desgraciados de la mas perversa perturbación en las ideas.
Mi palabra no fue bastante elocuente, no fue bastante poderosa,
no fue bastante autorizada para modificar el curso de los acontecimientos, y
tres o cuatro años mas tarde, aquel jefe único era sustituido por otro jefe único.
Pero era necesario fue la adulación alzara el tono: el jefe único ya no basta,
porque el jefe supone todavía la independencia, la opinión libre de los
subalternos, los necesario que toda valla del decoro humano desaparezca, y el
jefe único se convirtió en jefe de un partido incondicional, es decir, la abdicación
de la inteligencia, la abdicación de la conciencia, la abdicación de 'todo lo
que levanta al hombre y le coloca arriba de los demás seres de la creación.
Siguiendo por ese mismo camino ¿por que nos habíamos de
sorprender, señor Presidente, si un año o dos mas tarde, llegáramos legalmente
a las facultades extraordinarias que ejercía de hecho el Presidente de la
Republica?
Posiblemente, se diga: a tal extremo no habríamos llegado.
Quiero creerlo por honor de mi pueblo, pero por los menos...
Sr. Pizarro. — ¿De
mi pueblo? Del pueblo argentino!
Sr. Del Valle. —Ese
es mi pueblo, no tengo otro.
Sr. Pizarro. —Muy
bien.
Sr. Del Valle. —Pero
seguramente nos encontraríamos en aquella desgraciada situación que veían
llegar aun los más optimistas.
Hay un Presidente que gobierna contra la opinión del país, y
este Presidente va a imponer otro, y le va a imponer, no con el criterio de las
conveniencias publicas, sino simplemente determinado por un sentimiento de protección
personal. Un joven político sin experiencia, sin autoridad, sin práctica en la
vida publica, sin servicios al país, seria el Presidente de la Republica!
Suprimid la revolución de Julio, y posiblemente no habríamos
llegado a la dictadura, no habríamos llegado a las facultades extraordinarias,
pero tenemos la palabra oficial y autentica: habríamos llegado a la Presidencia
del doctor Carcano, quien ha declarado urbi et orbi, que contaba con las ocho décimas
partes de lo que el llamaba la opinión de la Republica!
Y bien, señor Presidente, una revolución con esos antecedentes,
con esos medios, que persigue tales objetos, que se mueve por tales razones,
¿es una asonada? ¿Los revolucionarios son demagogos, son anarquistas en ese
caso?
Pero, señor Presidente, no necesito contestar estas preguntas;
esas preguntas han sido contestadas por la opinión nacional en todo el país; a
esas preguntas ha contestado el mundo entero, como decía el señor Senador por
la Capital.
Francia, Inglaterra., Italia, Alemania, Bélgica, todas las
naciones civilizadas de la Tierra han expresado su opinión por todos los órganos
autor izados para expresarla, declarando que si alguna revolución estaba
justificada, era la revolución de Julio contra el Presidente Juárez.
Pero no lo ha declarado solamente la opinión nacional, en
una forma que puede ser discutida o cuestionada: lo ha declarado el poder
publico, lo ha declarado el Presidente de la Republica, que, como recordaba el señor
Senador por la capital, saludo las consecuencias inmediatas de esa revolución
como la aurora de un nuevo día, como el principio de una nueva era de orden, de
moralidad y de libertad.
Lo ha declarado, señor Presidente, el mismo señor Senador
por Santa Fe que en un momento solemne de su vida parlamentaria, hizo constar
en el seno de esta Cámara, que la revolución estaba desarmada, y que el
Gobierno estaba muerto! ¿Quien le había muerto si la revolución estaba
desarmada?; Le habría muerto la idea que encarnaba la revolución!— (Muy
bien).—Le habría muerto la voluntad, el pensamiento argentino, el deseo que se
manifestaba por palabras, que se transparentaba en los gestos, en la acción,
las manifestaciones todas, de todos los pueblos de la Republica.— (Muy
bien).—El señor Senador por Santa Fe no vino a matar ese Gobierno, sino a declarar
su muerte! (Muy bien).
Pero lo ha dicho también, señor Presidente, el Senado argentino.
El Senado argentino no ha colocado en condiciones de motín militar, ni de
asonada, ni de conjuración catilinaria la revolución de Julio. Debemos a este
cuerpo la marcada deferencia de que dos de las personas que habían tomado parte
principal en aquella revolución hayan sido recibidos como Senadores de la
Republica, haciendo excepción para nuestra recepción, a las formas ordinarias
que reclama la presentación de diplomas.
Sr. Rojas. —Contra
eso reclame.
Sr. Del Valle. —Cito
el hecho; el Senado de la Nación nos ha recibido Senadores de la Republica,
antes de que nosotros hubiéramos presentado los diplomas de tales, y no cito
este hecho por sentimiento de vanidad o vanagloria personal, sino para fijar el
carácter del movimiento revolucionario en que tomamos parte, y que refleja sus
luces sobre los dos Senadores de la Capital.
Señor Presidente:
la revolución de Julio es un acontecimiento histórico. Es posible que el juicio
respectivo de los que estamos llamados a manifestarnos sobre ella en la
actualidad, sufra la influencia del papel que cada uno ha desempeñado en los
acontecimientos recientes; pero estoy convencido de que aquella posteridad que
anuncie próxima a llegar para los Gobiernos que prescindían de la opinión
publica, y de las reglas del buen Gobierno, esa posteridad esta también próxima
para los que nos arrojamos en el incierto camino de aventuras, empujados por móviles
levantados, nobles y honrados, sin otra aspiración que el bien de la Patria.
Sr. Pizarro. —
Pido la palabra.
El señor Senador dice que va a usar largamente de la
palabra, y se ven las proyecciones del discurso de su discurso; hago moción
para levantar la sesión.
Sr. Presidente.
Habiendo asentimiento, queda levantada la sesión y con la palabra el Señor
Senador por la Capital.
Eran las 5.30
p.m.
Fuente: Alocución del Señor Senador por la Capital Federal Dr. Aristóbulo del Valle sobre La Situación Politica del País con motivo de la "Revolución del '90" en la Honorable Cámara de Senadores de la Nación Argentina en la sesión del 9 de junio de 1891.
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