Razonar esta convicción de yrigoyenista es empresa fácil.
Equivale a pensar ante los demás lo que ya ha pensado mi pecho. Yrigoyen es la
continuidad argentina. Es el caballero porteño que supo de las vehemencias del
alsinismo y de la patriada grande del Parque y que persiste en una casita
(lugar que tiene clima de patria, hasta para los que no somos de él), pero es
el que mejor se acuerda con profética y esperanzada memoria de nuestro
porvenir. Es el caudillo que con autoridad de caudillo ha decretado la muerte inapelable
de todo caudillismo; es el presente que, sin desmemoriarse del pasado y
honrándose con él se hace porvenir.
Esa voluntad de heroísmo, esa vocación cívica de Yrigoyen,
ha sido administrada (válganos aquí la palabra) por una conducta que es lícito
calificar de genial. El fácil y hereditario descubrimiento de los políticos era
éste: la publicidad, la garrulidad, la franqueza, provoca simpatía.
El de Yrigoyen es el reverso adivinatorio de aquel y es
enunciable así: el recatado, el juramentado, el callado, es también simpático.
Esa intuición ha bastado para salvarlo de las obligadas exhibiciones callejeras
de la política.
Yrigoyen, nobilísimo conspirador del Bien, no ha precisado
ofrecernos otro espectáculo que le de su apasionado vivir, dedicado con
fidelidad celosa a la Patria.
Fuente: Jorge Luis Borges: "Carta a Enrique y Raúl González Tuñon" (marzo de 1928) en "Yrigoyen y la Gran Guerra" de Carlos Goñi
Demarchi, José Seala y Germán W. Berraondo.
Y recorte del Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes, Diario Crítica del 20 de diciembre de 1927. Aporte de Sergio Fausto Varisco ex Intendente de Paraná (1999-2003), ex Diputado Nacional (MC).
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