En los tiempos en que la gente de mi edad teniamos trece años
—dieciséis después del comienzo del siglo— hubo un cambio en la actitud de los
argentinos frente al país. En esos dieciséis años se había ido pensando cada
vez más al país en términos de vaca holandesa. Opulentos conservadores
epilogaban excelentes digestiones sonando con la futura Arcadia nacional, con
una especie de país opíparo del que todos — con solo vivir bien y prosperar— podrían
obtener en años mas, un fabuloso ordeno. La nación tendría millones y millones
de habitantes, y todo andaría con el movimiento suelto e innecesitado de atención
de la tierra prometida.
Entonces, algunos hombres, algunos grupos, luego el
pueblo todo, comenzaron a preocuparse, no privada sino general y nacionalmente.
Sobrevino un estado de pureza cívica. Y una gran seriedad de conciencia culmino
en 1916 con el advenimiento de un gobierno austero y popular. Lo que paso después
no interesa al caso. Lo que nos interesa es ese estado nacional de gentes
serias, profundamente deseosas de ver a su tierra sanamente conducida: era una
gran necesidad civil de decencia contra muchos años de explotación y de fraude.
Nadie pensaba en su medro personal. Era una cuestión de limpieza y honor. Era
un movimiento de conciencias, de corazones, de almas. Era un estado de nobleza colectiva,
de salud nacional.
Fuente: Eduardo Mallea, El sayal y la purpura, Losada,
Buenos Aires, 1941, pag. 10.
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