Tengo la emoción de los que saben dónde están: un hombre
para no equivocarse, tiene que saber siempre dónde se encuentra. Y yo estoy
aquí como en mi propia casa. Honrado por una invitación que enaltece por su
jerarquía, Por la importancia del acontecimiento y fundamentalmente por la
trascendencia americana del hombre que estamos recordando. Resulta demasiado
importante su personalidad como para que yo sea, con mi sencillez, quien tenga
que adherir a su homenaje.
Por eso, como reverenciándolo de la mejor manera yo he
querido unir a su recuerdo el nombre de Yrigoyen, su contestatario, su hermano
en la lucha por la democracia de los americanos. He querido vincular estos dos
nombres trascendentes, que prestigiaron el Río de la Plata y le dieron brillo
dentro de América a esta parte donde nació la prédica que se extendió en todo
el continente. Ambos pertenecen a la década del 50, en el siglo pasado:
Yrigoyen nace primero y Batlle después. Van realizando sus vidas en ámbitos
distintos. Sus antecedentes son diferentes, sus orígenes son diferentes.
El que nació primero, muere después; el que nació después
muere primero. Pero los dos llenaron un tiempo trascendente en la vida de sus países.
Tan trascendente, que podríamos decir que fueron padres de nuestras
convicciones. Entonces yo digo:
¿Cómo se rinde mejor
esta recordación? ¿Hablando de lo que hicieron? ¿O comprometiéndonos nosotros a
recuperar lo que ellos hicieron y nosotros perdimos?
Yo creo que decir, aquí y en mi país, que queremos luchar
por la recuperación de la democracia, no es molestar a nadie, sino servir al
destino moral de nuestros pueblos. Debemos poner de manifiesto que recuperar
una democracia no es reclamar un gobierno: ello es su consecuencia. Reclamar
una democracia es tener un estilo de vida que permita el desarrollo integral de
todos y cada uno en la medida de sus capacidades. La democracia significa
igualdad en todo. Ya veremos cómo lo hicieron Batlle e Yrigoyen, para sacar en
consecuencia cómo la debemos hacer nosotros. El vuestro, tenía un importante
origen; el nuestro, nació en la sencillez de un pobre hogar. Pero los dos
estaban iluminados por el mismo ideal.
Habían nacido para eso: eran dos pensamientos vitales, que
recogieron en su propia tierra el sabor de lo que es el hombre libre. Alem
dijo:
“Nuestra causa es la
causa de los desposeídos”.
Y Batlle, sin conocerlo, afirmaba que la injusticia social
es la causa de todos los males. No hay que igualar en el hambre. Hay que
igualar en la justicia, en colmar las necesidades de cada uno. Batlle dijo que
la educación era la base esencial de un pueblo que se cotizara a sí mismo. Y
antes que la reforma universitaria de Yrigoyen se concretara, abrió el cauce de
la enseñanza en el Uruguay.
Cauce al que no temía, porque el viejo sistema sólo daba
instrucción a los que el régimen permitía. Llamaba la atención la iniciativa,
sin darse cuenta los opositores, que estaban poniéndole vallas al porvenir de
los uruguayos. Impulsó los postulados de la justicia social, alivió de las
angustias y los dolores. Y ubicó en la mano del educado, el instrumento
electoral limpio y claro. En mi país, se registraban hechos semejantes, pero distintos.
En el tiempo de Yrigoyen, allí había instituciones que no se habían alterado
desde 1853, pero la famosa y valiosa “generación del 80” había organizado un país
para una minoría: el pueblo era un paria, un desconocido.
La República de los argentinos era una opulenta colonia, de
cuyas riquezas disfrutaban un grupo de familias. Yrigoyen y Batlle
comprendieron que aquello había perimido: sin pueblo con jerarquía, no habría
República con dignidad, y era falso al sentido de la soberanía. Buscaron el
comicio, sobre la base de instrumentar al ciudadano para darle el sufragio. Y cuando
Batlle llegó al gobierno de su país, se inicia aquí la democracia de los
uruguayos, la que por mucho tiempo fuera un ejemplo para el continente. Se
decía entonces: Uruguay, la Suiza de América. Pero sin desmerecer a Suiza, allí
iban los que escondían, y en la Suiza de los uruguayos se ponía la vida a la
vista de todos. Yrigoyen busca afanosamente esta instancia: cuando en 1903
estaba Batlle en el gobierno, él intentaba hacer la revolución de 1905. La
última. Le ganaron, pero los venció. Porque quedó abierto lo que quería: el
diálogo. El que, cuando se niega: entristece a los pueblos. Cuando encuentra a
Sáenz Peña, otorgó al país la ley electoral, y empezamos nosotros lo que
ustedes ya tenían casi totalmente realizado. En 1916 vota por primera vez, en la
República de los argentinos, el pueblo. Y lo consagra su presidente. “No vengo
a castigar”, dijo. “Vengo a reparar nada más”. Es decir, que desde el comienzo
fue perfilando el mismo contenido que Batlle había conquistado aquí. Corrían
los años difíciles de 1916. Yrigoyen tuvo un inconveniente que aquí no existió.
El sistema legislativo argentino hacía que el Senado de la República, cuyos
integrantes tienen un mandato de nueve años --se renuevan por terceras partes
cada tres años- era totalmente vinculado a la oligarquía vencida en los
comicios. Como en una trinchera de cobardes, allí moría todo el proceso social
que se lanzaba desde el gobierno. Qué razón tenía Batlle cuando decía:
“Lo importante es la
colectividad política y dentro de ella, el sentido de responsabilidad de
quienes la conducen”.
Intuía que los pueblos eran buenos: en la Argentina
postergaron al país aquellos hombres que estaban en el Senado de la República.
Iniciativa que nos liberaba, iniciativa que se detenía. Solamente había un
margen para los presidentes que nacían en la democracia: las relaciones
exteriores que manejaron con responsabilidad y las que les imprimieron un sello
americano. Bajo Yrigoyen, los estudiantes lanzaron al mundo la consigna de la
reforma universitaria. Hasta entonces, las universidades habían estado al
servicio de las élites, que otorgaban los títulos profesionales a quienes
salían de allí para servir los intereses de la dependencia, y no de la liberación
de los pueblos. La reforma universitaria abrió las puertas al servicio de los
que querían cultivar su inteligencia, e ingresó una juventud que tenía un
sentido profundo de la soberanía de su país y del destino libre de toda
América. Ese grito de emancipación fue recogido más allá de nuestras fronteras:
de inmediato repercutió en México, llegó al Perú.
Se inició el proceso extraordinario de la democratización
total del continente. Yrigoyen realizó una política de integración
latinoamericana. No la hizo con discursos. Pronunciaba muy pocas palabras. Las
actitudes eran los mensajes. Las actitudes. Y América vio de qué forma y de qué
manera se pueden definir las grandes lecciones. Cuando Batlle dio cuenta en el
Parlamento uruguayo en una oportunidad, de un gesto honroso que, había tenido
Yrigoyen, un aplauso cerrado recibió sus palabras. ¡Nada de medallas ni de
condecoraciones! Una lágrima, una emoción, eran los premios que buscaban
aquellos gobernantes. Así fueron luciendo todo cuanto da prestigio a un hombre.
Una revolución injusta termina con Yrigoyen en 1930, un movimiento igual sacude
la democracia de Brasil el mismo año, y tres años después cae, como empujada
por la barbarie, la democracia de los uruguayos. ¡Qué cosa curiosa! En la década
del 30 se ponen en quiebra todas las democracias latinoamericanas, y un
patronazgo absurdo asoma conduciendo los pueblos de la región.
¿Tenía o no tenía valor aquella tarea realizada por estos
dos hombres? ¿Era importante o no era importante?
Desde aquí, un halo misterioso iba sembrando su credo. Y
sostenía la dignidad de los pueblos. Cuando naufragan aquí las democracias,
naufragan en Latinoamérica.
Nosotros, desde el 30, andamos a los tumbos con el destino.
Soy un mal testigo pero soy un testigo vivo. Tenía 26 años en 1930, y sumados
los que hay que agregar para llegar a los 75, los he regalado a mi país. La
pérdida de la democracia determina la pérdida a las generaciones, y entonces
hay mucho que pensar. Nuestra América, ahora, es la de los libertadores. Es
aquella América en que San Martín dijo:
“Nuestra causa es la causa
del género humano”.
Un mensaje similar brindó Bolívar. Y los dos vivieron un
mismo destino: uno se fue a vivir al extranjero y el otro murió en la pobreza,
Batlle e Yrigoyen siempre tuvieron en la mente los mensajes de los
libertadores.
Yo no he venido a complacer su recuerdo. He venido a
honrarme con el recuerdo, para ponerle al viento mi voluntad. Para ponerle
fuerza a nuestro deseo vital de ser dignos sucesores de ellos. Y si no
alcanzamos a recuperar las democracias perdidas, mucho me temo que otras
generaciones tengan que llorar el destino de Latinoamérica.
Está dicho en el tiempo. Cuando hablamos de organizar
democráticamente nuestros pueblos, no pedimos el poder. Pedimos el ámbito para
que se abra el gran debate de nuestras propias ideas y las ideas de los otros.
Para que estas puertas se abran grandemente en todas partes, y penetre una
juventud que está ahora desorientada y que con exceso ha sido infiltrada, por
la cobardía de quienes desatan combates de sangre y luego van a refugiarse a Europa.
Si estos hombres que estamos rememorando lo supieran ¡Qué indignación!
¡Hablarles a los muchachos de monedas! Hay que buscar otra vez los cambios de
la convivencia. No distanciemos nunca más nuestros pueblos. Con vuestro
recuerdo, con vuestro ejemplo, vamos a empezar de nuevo. No habrá combates. Ya
se derramó demasiada sangre. No habrá discrepancias odiosas. Hemos aprendido.
No desafiamos. Esto es sencillo: es un grupo de hombres y de mujeres que nos
estamos conversando de nuestras cosas. No estamos gritando en la calle para
buscar un tumulto fácil. Estamos hablando de nuestras responsabilidades para
que no se mueran nuestras esperanzas. Busquemos la convivencia de nuestros
pueblos, pero vivamos la convivencia con otros pueblos.
Traje apuntes que no pude utilizar. Me venció vuestro
aplauso, y me cubrió la emoción. Hablé con honradez. Así siento nuestra causa.
Así siento vuestra causa.
Fuente: Discurso del Dr. Ricardo Balbin en el Homenaje en el Salón
de Honor a José Batlle y Ordóñez, edificio del diario “El Día” de Montevideo,
República Oriental del Uruguay, 16 de octubre de 1980.
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