Buenos Aires, noviembre de 1909.
Distinguido doctor:
Se imaginará usted si suponía la réplica, conociendo sus
tendencias polemistas y sabiendo que las acciones humanas se esmeran tanto más
en justificarse cuanto menos pueden hacerlo. Pero, como tenía que suceder, le
ha resultado sumamente pobre y en todo desprovista de certitud y de verdad.
No quisiera, como no he querido ni lo he hecho nunca,
distraer un momento de la vida en cuestiones políticas personales; porque en el
mejor de los casos, me hacen el efecto de las vulgaridades de la existencia
ante los superiores ideales del espíritu. Además a usted le sobra tiempo y a mí
me falta; a usted le atraen y le fascinan esas discusiones y a mí me son
fastidiosas y las he desdeñado siempre.
De buen grado, pues daría por terminada esta rápida
incidencia, que por más que todas las ventajas estén de mi lado ninguna,
satisfacción experimento con ellas, si no hubiera hecho usted insólitas
afirmaciones sobre la Unión Cívica Radical, que el silencio pudiera
considerarlas como consentidas.
El mal paso que ha dado lo ha desconcertado políticamente,
aun más de lo que le era habitual en los últimos tiempos, haciéndole caer en
trivialidades, inexactitudes y contradicciones flagrantes.
Se admira usted de algunos párrafos de mi carta y la
clasifica todo de corte radical, violento y divinizador del partido.
Pero si es usted tan radical como dice, en vez de hacer
exclamaciones de despecho, que no demuestran sino mayor despecho, debía serle
muy grata esa idealización, tanto más que a nadie daña ni perjudica:
En cuanto a la dicción
radical, seguramente que no la aventaja usted con la suya, ni en el concepto ni
en la forma; porque ella revela no sólo la convicción profunda que la ánima,
sino una preparación y una intelectualidad que en la hora presente nadie
supera.
Y respecto de la violencia
contra los adversarios, su celo y sus cuidados recientes son un verdadero
contraste puesto que hace bien poco que usted la extremaba y ahí tiene la
prueba: «Y, no serán esas agrupaciones cobardes, que van como bandadas de aves
de rapiña siguiendo las huellas del gran felino, para tomar su parte en cada
presa, ni mucho menos esos, en otro tiempo ilustres apóstoles de las
reivindicaciones populares, que cohonestan con su silencio o amparan con los
auspicios de su -gran nombre a los criminales reincidentes de la política,
quienes pueden devolver al país esta libertad y esta justicia».
Yo he hablado con toda la verdad, la razón y la justicia, de
los asuntos públicos, de las gestiones en ese orden y de las expectativas que
entrañan, y si bien lo he hecho con el sentimiento que me inspiran las causas a
que me he referido, sé también que me he expresado con toda la corrección de mi
propio respeto y de la cultura y altura moral de mí país.
En cambio, vea lo que encuentro al correr de la vista en
unos de sus discursos que acabo de recibir de Córdoba, junto con sus últimas
publicaciones:
«Un radical, dice usted, y sobre todo uno de estos radicales que ha resistido catorce años en
el ostracismo de todas las necesidades de la vida! Mientras que un pancista es
un comilón de pan, del pan del presupuesto, del pan que nosotros producimos! Va
a reconstituirse (la Unión Cívica
Radical) dándose el gobierno que
prescribe su carta orgánica y quedar así en actitud de llenar las funciones
fisiológicas que una ley histórica le asigna! Pero señores, continúa usted,
estos son valores y volúmenes de apreciación tan numerosos como sea el ejército
de sus fieles (los del oficialismo) apenas alcanza a oscurecer el sol que debía
iluminar la pureza del presupuesto y del comicio».
Esas frases fueron pronunciadas por usted ante el Comité
Nacional y dirigiéndose a una manifestación pública, como explicación
filosófica y política de la suprema protesta que en acción armada iba a
realizar el pueblo argentino!
Decía usted entonces
refiriéndose a la Unión Cívica Radical —que
desde aquel momento ha sido el baluarte de las causas populares y la pesadilla
de las oligarquías— que con la
severidad de su intransigencia el Partido Radical ha evitado grandes males al
país, y día más o día menos, nos hará palpar los inapreciables beneficios de la
libertad y de la justicia —que tal es la misión que el radicalismo ha
desempeñado con sus justas rebeldías—que el oficialismo se contiene en sus
apetitos porque teme a esa fuerza fiscalizadora que observa y está siempre
dispuesta a observar el fallo de la opinión pública— que le ha dado un
ascendiente moral que nadie discute y que le coloca en el primer rango entre
los partidos que más se han distinguido por su patriótica actitud en su lucha—
que el Partido Radical está de pie sirviendo de último reducto a la
resistencia, firme en sus propósitos, fiel a su programa de principios,
aprestando sus elementos para terciar como lo requieran las circunstancias —que
en tales momentos de descomposición, de imposición y de enervamiento, reaparece
gloriosa e inmaculada la bendita .enseña de las reivindicaciones populares,
como una protesta contra aquellos expedientes inmorales y estas vergonzosas
claudicaciones del sentimiento cívico ; que podemos decir que el Partido
Radical, ahora como en 1890 y como en 1893, está vivo y viable, dispuesto a
demostrar a los conculcadores de la soberanía popular, que no le han abatido
sus reveses, no postrado las fatigas ni doblegado la adversidad, a demostrarles
que sus miembros tienen el brazo fuerte, el alma sana y vigoroso todavía el
corazón, sí, vigoroso como para tentar una y muchas cruzadas más en la
reconquista de este otro sepulcro de nuestras libertades, y no pretendáis
pedirle cuenta o contenerla (a la dictadura), porque como, el Proteo de la
fábula, tomará todas las formas, burlará todas vuestras previsiones y escapará
a todos los recursos que os da la Constitución y las leyes protectoras del
derecho y de las personas, si os proponéis disputarle el triunfo en los
comicios, ella os burlará, amparándose en las cláusulas de la ley electoral, si
le exigís una reforma de estas cláusulas, ella las substituirá con otras
peores, si asimismo os resolvéis a cubrir todos los claros de la ley con
vuestros elementos populares, ella provocará, encarcelará, humillará y
perseguirá a vuestros elementos hasta conseguir que se intimiden o eliminen, si
vencéis todavía esa barrera y vais a defender vuestro derecho en los comicios,
ella os hará correr la suerte de los Ceballos en Córdoba o de Echeverría en San
Juan: el puñal de un meritorio o de un comisario de sus policías os hará expiar
este crimen con la muerte! etc., etc.».
Y ahora dice, que
«la Unión Cívica Radical no actúa en la
vida cívica del país, ni presta concurso al mejoramiento de las instituciones
democráticas, que el Partido no debía limitar su acción a esperar que se le de
la libertad para votar, que por la especialidad de su misión debería estar en
los atrios para cumplirla persiguiendo a todas las subversiones y depurando los
registros de las inscripciones falsas, que no ha hecho sino formular protestas
innocuas y platónicas a que nadie les hace juicio, que no responde de ningún
modo a los fines de su constitución, que no interviene en las cuestiones
públicas, que no ha podido organizar comités de verdad y que el país está
cansado de promesas y de mentiras, que quiere hechos y no palabras, ideas y no
expedientes».
He ahí manifiestas las argucias e inventivas de las
apostasías de hoy frente a los puros y sinceros acentos de los apostolados de
ayer!
Con sus propios conceptos, con usted mismo, contesto a sus
objeciones generales y le patentizo sus lastimosas incoherencias.
Y sería ingenuidad de mi parte detenerme más a explicar a
quienes a designio, negando hasta la luz, o en su ofuscación llegan a no verla,
la marcha cardinal y la acción correlativa de ese movimiento que está grabado
en la República con caracteres de razón y de justicia supremas.
Son muy conocidos esos puentes que se utilizan para hacer
distancias o acortar otras; y son también muy notorios los arúspices de todas
las épocas que ignorando su camino quieren enseñar el de los- demás y contra
los cuales es mejor darse de antemano por vencido.
Haciendo uso de ese estribillo común de las animosidades que
no tienen en qué fundarse ni qué decir y que se repiten siempre y con todos, me
atribuye que soy caudillo y jefe de la Unión Cívica Radical.
Si alguien ha soñado con serlo será usted que, según sus
publicaciones, ha andado entre bastidores tratando de quebrantar la estructura
de ese movimiento, y alterar su disciplina, sin apercibirse de cuán vana tenía
que resultarle su tarea, porque si las personalidades más culminantes de la
República no lo consiguieron y se fueron casi solas, menos podría alcanzar
usted ni otro alguno.
No concibo qué faz de mi persona pueda presentar aspecto de
caudillo, y séame permitida la franquicia de decir que tengo el más absoluto
desprecio por todas esas ruindades y desmedros de la personalidad humana y que
me valoro más a mí mismo que a todas las caudillerías juntas.
No soy tampoco jefe, ni lo sería nunca, por modalidades
personales y porque creo que los movimientos de opinión no deben tener sino
direcciones constantemente amovibles.
Las jefaturas no condicen con los progresos -de la razón ni
con la uniformidad de su desenvolvimiento, desde que no tienen explicación
científica, ni aplicación armónica.
Las instituciones sociales, de cualquier carácter que sean y
mucho más si ellas representan a la opinión pública, como en este caso, deben
amoldarse a los principios y leyes que rigen a los gobiernos libres, sin que
esto quiera decir que no se aquilaten y juzguen justamente y en todas sus
proporciones las calidades y condiciones colectivas e individuales que son
vivos ejemplos de virtuosas enseñanzas y los signos reveladores de la
perfectibilidad humana.
Agrega usted que hubiera sido glorificado en el Partido, si
hubiese propuesto sus convicciones a sentimientos de afecto personal hacia mí.
¿Cuáles convicciones? ¿Las de las conversiones?
Nunca habrá hecho usted una afirmación más temeraria por lo
notoriamente falsa y de mala fe y me parece imposible que venga de usted aunque
cuando se da un traspié, se dan tantos otros!
Por otra parte, usted fue siempre muy afectuoso,- lo mismo
en sus correspondencias que en sus conversaciones, sea porque lo sintiera o
porque así es su manera de ser.
Y el Partido lo elevó a la cima y desde allí es que usted se
precipitó, por más que se hizo todo lo que era dable para contener y evitar su
caída. Le dio cuanto tenía que dar, sin pedirle nada y le hubiera dado todo en
su hora de triunfo, porque demasiado sabe usted que la plena generosidad es una
de sus peculiaridades.
¿Cuándo, en qué momento, y de qué manera usted ni nadie me
ha visto descender de mis altiveces de hombre y de ciudadano para insinuarme en
cualquier sentido personal que fuere?
Principiando por usted y siguiendo por todos los
correligionarios de la República, no habrá uno solo que me haya oído, sentido o
vislumbrado siquiera, en otra forma que en la de las absolutas integridades de
la causa a que vivimos consagrados y con las autoridades de que estamos
saturados, que son el ambiente de todas nuestras comunicaciones.
Hace veinte años que salí de mi recogimiento a la
convocatoria de la opinión pública nacional y desde entonces no me ha sido dado
volver todavía a la normalidad y a la regularidad de mi vida. He asistido a
todos sus actos, deliberaciones y acciones y le he entregado todas mis fuerzas,
íntimamente convencido de que cumplo con mis deberes de argentino, sirviendo a
la Patria tal como corresponde en la situación por que atraviesa, y jamás he
influido en el ánimo de ningún correligionario en nada que no fuera la visión
fija de nuestra misión y de nuestro mandato, ni he hecho la menor indicación
favor de nadie, no ya en las designaciones para cargos públicos, cuando el
Partido iba a los comicios y cuya labor he presidido, pero ni siquiera para el
más insignificante puesto en su régimen interno. He tenido siempre la lealtad y
la franqueza de los principios y reglas de conducta que modestamente he
contribuido. a trazar y la decisión de sostenerlos inquebrantablemente; y he
guardado para la entidad política que constituimos todos los cuidados
conducentes a su mayor- prestigio y autoridad, siendo ésta la primera vez que
hablo fuera de su seno sin su representación, y lo he hecho, porque la justicia
clamaba que lo hiciera.
A difundir enseñanzas benefactoras en todo sentido, nos
hemos congregado, y de ahí no se ha de salir y no insista usted en pretender
desconocerlo, porque no hará sino desautorizarse.
No veo en la Unión Cívica Radical sino conciudadanos
identificados en los más augustos fines de alcanzar la reparación de la
República, con todo altruismo y sin móvil propio alguno.
Por eso es que en ese holocausto he hecho uno de los
sacrificios mayores, el de confundir mi autonomía con la de los demás,
asumiendo y aceptando juicios y responsabilidades comunes; y si esto debiera
tener compensación ella está colmada por todas las gentilezas y delicadezas que
enaltecen al hombre y a las sociedades.
Durante tan larga contienda hemos sido y somos el blanco de
la generalidad de los que se van, lo que no nos sorprende, porque bien sabemos
que cada actitud en la vida tiene sus lógicas consecuencias; pero, Dios
mediante, hoy como ayer, mañana como siempre, así como los vendavales de la
lucha, se estrellarán en nuestras frentes, también las maldades se destrozarán
a sí mismas sin rozar siquiera la entereza de todos nuestros respetos.
Condigo con usted y así lo he pensado siempre, que muchas
circunstancias pueden hacer que uno o más ciudadanos dejen su puesto de prueba
cívica o lleguen a creer que esa no es la más indicada o la mejor; pero deben
hacerlo guardando, la misma circunspección que requieren para ellos. Nunca he
podido explicarme la propensión a pretender descalificar a la Unión Cívica
Radical o a sus adeptos por casi todos los que dejan de serlo, si es que se van
con sana intención o sincero motivo.
No esperaba eso de usted, y a los correligionarios que
presentían su retiro, les dije siempre que si así sucediera, estaba yo seguro
de que lo haría, por lo menos, con público reconocimiento de justas
consideraciones.
He dicho ya que por haberme encontrado enfermo, no conocí a
tiempo sus publicaciones y las que ellas promovieron, pero también que sepa que
si yo le hubiera dado mi opinión, habría sido más o menos como lo hizo y lo
transcribe el diario «El Porvenir» de Nueve de Julio, provincia de Buenos
Aires:
«Perdiendo la
serenidad. El distinguido ciudadano, Pedro C. Molina, uno de los ex del
radicalismo, hace días nos dio prueba de haber perdido la fe, con su retiro del
Partido donde tan buenos amigos cuenta. Ahora nos está demostrando con sus
cartas y reportajes, recibidos con indisimulada fruición por la prensa
contraria, a nuestro credo político, que ha perdido la serenidad.
No otra cosa ha de
creerse leyendo esas cartas y esos reportajes, en los que a la legua se percibe
el despecho de que es víctima por la soledad que le rodea después de su
renuncia.
Vano afán el del
distinguido compatriota, de responsabilizar de sus desdichas a determinadas
personas, que en nada han contribuido a la pérdida de su fe o al debilitamiento
de sus energías».
Pasando a otros puntos de su réplica, le diré que si existió
algún claro en la organización del partido, fue el suyo, por más que se le
incitó a la labor; si hubo gobierno clandestino, fue también el suyo que anduvo
en las encrucijadas haciendo grupitos y si tenía disidencias con la dirección,
nadie lo ha sabido y menos yo, puesto que en todas las cuestiones que eran de
nuestra preocupación, se expresó usted condiciendo satisfactoriamente.
Sin menoscabo de usted mismo y de la investidura que tenía
no puedo pretender que formuló esas disidencias, por una epístola que dirigiera
a un amigo suyo y una referencia que le hiciera a otro, tanto que era usted el
Presidente de la Unión Cívica Radical, y la más elemental noción de ese
cometido, le marcaba los procedimientos.
En todo caso, debió esperar la Convención y en esa escena de
la imponente representación nacional que vendrá a deliberar con la autoridad de
casi treinta años de infinitas consagraciones patrióticas, someter sus
opiniones al debate y a su sanción y después del juicio de toda la República.
¿Por qué no procedió así demostrando que en usted estaba la
más alta nota del bien público y en la que debieron inspirarse los demás?
Dirá que sabía que no iba a prevalecer; pero, admitiendo la
hipótesis, eso le imponía el .deber de sostenerla con tanto más ahínco. Por mi
parte más de una vez he estado solo en medio de la dirección y muchas otras con
pequeñas minorías; pero por eso no dejé de dar mi voto y rebatir con todo el
calor de mi alma las opiniones opuestas y especialmente en los casos en que
peligraba la integridad del Partido.
Persiste usted en que la Unión Cívica Radical no tiene
orientación.
A semejante sarcasmo, que no lo debió escribir nunca, ni por
usted mismo, le responde la historia de treinta años de sucesivas, múltiples y
superiores manifestaciones!
Pero, cuando menos, le pregunto: ¿Quién la tiene aquí que no
sea ella, y quién la tiene fuera de aquí con más alto concepto, con mayor
firmeza de ánimo, más patriótico desinterés y más recta acción? No ve usted que
desde esos treinta años la característica en nuestro país de gobiernos,
agrupaciones y hombres, es una continua cambiante, confusión y mezcla en pos de
protervas y menguadas ambiciones y que al frente de toda esa masa informe hay
un pensamiento que, como faro fijo y luminoso orienta, precisamente todos los
deberes morales, políticos y sociales?
Esa es la única garantía y levantado resguardo que la
República tiene en el presente; su verdadera promesa reparadora y su fundada
esperanza de transiciones que le restauren su perdido pasado.
No es posible pretender que un movimiento de opinión que
tanta savia contiene y que tanta fortaleza ha demostrado, concluya con
resultados contraproducentes. Todo juicio que así se haga, será contrario a la
lógica de la razón y a la naturaleza misma de las cosas.
Pasaré ahora a lo que propiamente me ha inducido a
contestarle. Me refiero a la aseveración de que el Partido o la dirección
consintiera en que los correligionarios tomaran participación en los gobiernos
de San Luis y Salta, y aunque ella es tan incierta e infundada como todas las
demás haré la debida aclaración.
El doctor Adaro no estaba en las filas de la Unión Cívica
Radical cuando aceptó la designación que le hicieron sus comprovincianos.
Después de un tiempo hizo saber a nuestros correligionarios
su deseo de gobernar con ellos y con ese motivo vinieron los señores Flores y
Concha, a quienes fácilmente hice comprender la imposibilidad de que eso sucediera.
Concordando desde luego, llegaron a decirme que en su
consecuencia caería el gobierno del Dr. Adaro, y les observé que preferible era
que cayera cien veces pero que se salvara incólume la integridad del Partido y
el respeto de todos y cada uno de ellos, que habían pasado veinte años
caracterizando sus personalidades para bien de la República.
Más tarde el mismo doctor Adaro me pidió una conferencia, e
insistiendo en aquel pensamiento le di igual contestación agregándole que sólo
la Convención Nacional tenía autoridad para resolver favorablemente esa
proposición, y que por mi parte opinaría dentro de ella misma en contra, porque
sería, un grave error. Esto mismo le manifesté al doctor Nicolás Jofré, que
también se encontraba aquí y en seguida a ambos juntos.
Así se retiraron, pero días después el doctor Adaro insistió
con ellos diciéndoles que si no le prestaban su concurso dejaría la renuncia de
gobernante y se retiraría de San Luis y ofreció al doctor Jofré la dirección
del ministerio, y éste se dirigió en consulta.
Reunida la mesa directiva, estando presentes los doctores
Crotto, Saguier, Gallo, Melo, Moutier, Schikendanz y yo, opinaron estos señores
uniformemente en el sentido de que el doctor Adaro no era un gobernante de
origen espurio que buscara su salvación en la Unión Cívica Radical, sino un
ciudadano honorable de antecedentes puros, que había ido al gobierno llevado
por todas las agrupaciones actuantes; y teniendo en cuenta las razones de bien
público que los correligionarios aducían, así como el temor de que viniera
algún gobernante atrabiliario que les hiciera -retornar a las inquietudes y
agitaciones que habían soportado tantos años, los inclinaba a resolver por la
afirmativa.
Hice presente entonces que- reconociendo las premisas
sentadas, llegaba a conclusiones opuestas porque no teníamos facultades, y
aunque las tuviéramos, deberíamos inspirarnos en Otro juicio que el fundamental
de nuestros principios, por los cuales tantas veces habíamos declinado
gobiernos y poderes oficiales de todo orden.
A esas consideraciones se adhirieron todos, y unánimemente
se acordó que el señor Horacio A. Varela se trasladara a comunicarlas; pero
cuando llegó allí, ya había aceptado el ministerio el doctor Jofré, por haber
transcurrido los tres .días que él pidiera para contestar.
Cuando el Presidente de la República derrocó al Gobernador y
se propusieron algunos correligionarios concurrir a los comicios, vino otra
delegación en consulta. La mesa directiva volvió a pronunciarse negativamente,
haciéndoles muchas y detenidas observaciones para que desistieran de esos
propósitos, e igual cosa hice yo con el doctor Adaro, diciéndole en resumen que
se mantuviera con altura en la situación en que aquel atropello lo había
colocado.
Todos ellos reconocieron que no debían mezclarse en tales actos, pero ante aquel
temor de que recayera el gobierno en manos de alguno de esos mandones agresivos
que los pusiera en situación de tener que emigrar de la provincia, vacilaban y
acaso esto, decían, podía arrastrarlos aunque con toda repugnancia.
El doctor José Saravia, de Salta, no consultó a la dirección
para ocupar el ministerio, pero tampoco hizo publicaciones ni vertió juicios
contra el Partido ni sus miembros. Asumió una actitud personal, cargando con
las responsabilidades consiguientes y quedando de hecho separado.
Algunos meses después me hizo una visita de mera atención
amistosa, y con toda discreción no me habló nada de política, concretándome yo
a seguir el giro de su conversación.
Se ha tenido en los casos de San Luis y Salta la misma
visión orientadora hacia el bien público que fundamenta la austera trayectoria
de ese movimiento de opinión de imperecedera gloria a base exclusiva de
desprendimientos y con ideales esencialmente redentores, desdeñando cuantas
ventajas positivas le hayan salido al camino o hayan podido alcanzar.
Fue en nombre de todas esas bienhechoras aspiraciones que
resistimos al acuerdo a que nos quisieron arrastrar los mitristas con su jefe a
la cabeza, al día siguiente de las jornadas del Parque, no obstante de que eso
nos hubiera dado asiento prevalente en el dominio oficial de toda la República,
en vez de tener que sobrellevar una lucha diaria e incesante en el seno mismo
del Partido y soportar las procacidades de la prensa, que han seguido siempre a
nuestras rectitudes por todos cuantos quieren hacerse una composición de lugar
acomodaticia.
Lo mismo nos opusimos a que se diera por terminada la
contienda que nos llevó al Parque y arriando su bandera se levantase la personal
del General Mitre, proclamándolo candidato a Presidente nada más que por el
Comité del Partido, que ni representación nacional tenía entonces; y después de
prolongado debate conseguimos convertir esa tentativa en la convocatoria de la
Convención General que se realizó en Rosario.
Libres ya de tan desleales correligionarios, no aceptamos
tampoco la participación que se nos ofreció en el gobierno del doctor Luis
Sáenz Peña, y ni siquiera cuando entró a presidir el ministerio el doctor
Aristóbulo del Valle, por más amplios que fueren los ofrecimientos que nos
hiciera, desde que nuestra misión no es la ocupación de los gobiernos sino la
reparación cardinal del origen y sistema del ejercicio de ellos, como el único
medio para restablecer la moralidad política, las instituciones de la República
y el bienestar general.
Fue igualmente desechada la proposición que nos hiciera la
situación de la provincia de Buenos Aires, en los momentos en que se libraba la
contienda armada, confirmando en la contestación que dimos al doctor Bernardo
de Yrigoyen, que fue el intermediario, lo que habíamos dicho en el manifiesto
revolucionario: que antes de desviarnos en lo más mínimo, preferíamos caer
vencidos al amparo de la virtud, el patriotismo y el honor.
Cuando triunfante la revolución e intervenida la provincia,
la dirección nacional del Partido resolvió que concurriéramos a los comicios, y
los gubernistas y mitristas unidos nos hicieron malograr la mayoría absoluta
que teníamos contra ambos, por las irregularidades que cometieron; también
dejamos que se nos arrebatara el gobierno, que en legítima acción nos
correspondía, antes de hacer ninguna connivencia.
En el período siguiente y en antagonismo entonces esas dos
agrupaciones, al ofrecernos el doctor Carlos Pellegrini el gobierno sin
restricción ni comisión alguna, lo rehusamos terminantemente, puesto que era
incompatible con nosotros; y habiéndolo aceptado después el doctor Bernardo de
Yrigoyen, aunque en esa hora era el jefe de la Unión Cívica Radical, excusamos
toda solidaridad, no pudiendo condecir con sus deseos de que formáramos parte o
al menos le diéramos el prestigio de la opinión y la autoridad del Partido,
porque no se decidió siquiera a hacer declaración pública de que gobernaría con
sus principios y programa, argumentando que no podía hacerlo, porque era amigo
del general Roca y del doctor Pellegrini. La incorporación al gobierno nos
habría dado eficiencias reales, pero desdorosas a nuestro credo y contrarias a
los anhelos generales y a la causa reparadora.
Por la misma incompatibilidad política, nos privamos también
en la revolución que estalló el 4 de febrero, del poderoso concurso de las
fuerzas armadas de esa provincia que el gobernador doctor Marcelino Ugarte nos
ofreció reiteradamente y sin ninguna limitación ni exigencia.
Y por igual razón declinamos también el de un núcleo del
Partido Nacional que representó ante nosotros al doctor Roque Sáenz Peña y en
el cual figuraban el doctor Pellegrini, el mismo gobernador Ugarte y otros
ciudadanos.
Por las mismas patrióticas inspiraciones resistimos en
oportunidad la acción conjunta con los mitristas, para combatir la segunda
presidencia del general Roca, que si bien nos hubiera dado influencia y
figuración personal, porque ellos nos colocaban al frente del movimiento,
habría significado un desconcepto político y un engaño a toda la Nación; porque
no era más que un simulacro. de lucha, desde que el general Mitre procedía
solo, porque la forma electoral del gobierno era absorbente y excluyente, y
declaraba válidos y legítimos todos los comicios, lo que importaba entregar al
general Roca el gobierno federal y dividirse entre los mitristas y la Unión
Cívica Radical, la Capital y la Provincia de Buenos Aires.
También desestimamos en la administración actual, siempre
por iguales motivos, el ofrecimiento insistente que sin ninguna pretensión y
aun previendo que eso nos daría el éxito en toda la República, nos hizo el
doctor Benito Villanueva para derribar las situaciones de Buenos Aires y
Córdoba, cuando aquélla todavía no estaba rendida y ésta avasallada,
asegurándonos la legalidad del Presidente en la consumación del acto.
De la misma manera
dijimos en su hora, «que la
revolución la realizaba únicamente la Unión Cívica Radical, porque así lo
marcaba su integridad y lo exigía la homogeneidad de la acción; prometiendo a
la República su rápida reorganización en libre opinión de contienda ampliamente
garantizada, a fin de que fueran investidos con los cargos públicos los
ciudadanos que la soberanía nacional designara, cualesquiera que fuesen, y los
únicos que no podían serlo, en ningún caso eran los directores del movimiento,
porque así lo imponían la rectitud de sus propósitos y la austeridad de su
enseñanza».
Así también lo hicimos en la provincia de Buenos Aires, no
asumiendo el gobierno los que habían dirigido la revolución triunfante.
Las mismas reglas de conducta han sido observadas en todas
las adversidades, soportando las consecuencias impuestas por los gobiernos con
todo el rigor de su salvajismo y la tolerancia cuando no el aplauso de la
prensa infiel a los sacrificios comunes, sin pedir nunca nada, ni siquiera
prestarnos a la suposición dudosa, ni a la más leve suspicacia para prometer lo
que no sintiéramos o pensáramos.
Hemos rechazado pues, colectiva e individualmente, la
dirección de gobiernos, la coparticipación en otros y las jefaturas de
oposiciones falaces y engañosas y consecutivamente importantes puestos en todas
las administraciones de la República.
Con estos altísimos preceptos morales y políticos y con
procedimientos siempre leales y francos, hemos consagrado el credo que
profesamos en holocausto a la Patria.
Medite en esa síntesis de tan magna obra y dándose cuenta
del monumento cívico que ella ha levantado, no dude de que cuando más pretenda
desconocerlo, mayormente se destacará.
Tengo entonces que decirle que ha sido usted el desorientado
y sigue siéndolo, por lo que su acción le resulta encontrada a cada paso, coma
creo dejarlo demostrado, y lo evidenciará más la breve reseña de sus actos.
Así, por ejemplo, niega haber estado usted en el
republicanismo y en seguida lo reconoce, confirmándolo con testimonios y
explicaciones aclaratorias, de las cuales resulta que aceptó formar parte de
esa agrupación, porque, según usted, iba a sostener la intransigencia radical.
No puede haber mayor ironía por la suerte de la República,
sus instituciones y su moral política, que la de identificar el republicanismo
con la Unión Cívica Radical; lo que me hace el efecto de confundir la banderola
de la cantina con la bandera del regimiento.
Volvió usted a la Unión Cívica Radical a invitación nuestra,
y poco tiempo después, apenas llegó el gobierno del doctor Quintana,
consumándose el atentado de su imposición, el más descarado y audaz hasta
entonces y en medio a la labor a que el Partido estaba entregado, venciendo
diariamente dificultades y persecuciones, mandó usted su renuncia desde
Córdoba, considerando terminada la contienda, no obstante que poco tiempo antes
había dicho en unos de sus discursos, que estábamos listos para tentar una y
muchas cruzadas más en las conquistas de nuestras libertades, que a eso íbamos
y que no hacía mucho que una de las policías de cosacos disolvía a latigazos a
un grupo de ciudadanos que se congregaban en una de nuestras calles públicas a
protestar contra esa truhanesca substitución de las convenciones de notables a
la soberanía popular para la elección de Presidente. Esta es la hora
psicológica de las grandes redenciones, decía usted, «y si queréis aceptar esta
condición de servidumbre, romped filas e id como los pueblos degenerados y
cobardes a disputaros los favores y comodidades de que os colmará en cambio de
vuestra sumisión servil a la dictadura».
Fue necesario que en tales circunstancias se le hiciera
comprender todo el error que significaba esa actitud, la sorpresa que
produciría y el desconcepto personal que habría de traerle, para que, ante tan
atinadas reflexiones, usted retirase su renuncia; pero haciendo presente que
llegada la hora de la prueba, no deseaba estar en Córdoba, sino en esta Capital,
como así sucedió.
Después de la adversidad revolucionaria, la primera vez que
nos vimos, cuando regresó usted de Montevideo, es a mí a quien propuso la
disolución del Partido. Me pareció tan extraño eso, que le respondí que se
apercibiera que no era patrimonio nuestro para resolver como a cosa propia,
sino un glorioso movimiento de opinión representativo de la Nación misma en sus
esfuerzos reivindicadores y consagrado para siempre hasta por los mayores
sacrificios, vicisitudes y amarguras; que lo que correspondía era que nos
apartásemos los que no nos sintiéramos con ánimo para continuar y qué por mí
parte estaba más dispuesto que nunca. Y a esto repitió usted varias veces que
tenía yo razón.
En esa misma conversación me preguntó usted cuál era el
juicio que me había formado de las cartas que desde Montevideo dirigió al
Presidente, doctor Quintana, y le contesté que si hubiera sido posible que me
las hubiera consultado, le habría dado mi opinión negativa, porque creía que
como Presidente de la Unión Cívica Radical, que tan altísima significación
tenía ante el país, debía no hablar sino oficialmente en su nombre y como
intérprete de sus decisiones. Además le manifesté que esas cartas juzgaban en
parte al doctor Quintana en forma incompatible con su actitud, por la cual
había ido al gobierno violando todos los principios y leyes de la
representación nacional, viéndose obligada la Unión Cívica Radical a tener que
renovar la protesta armada.
También en esto me encontró usted razón, pero poco tiempo
después reincidió en las cartas, que aparecieron en los diarios de esta Capital
y refiriéndose entonces al doctor Quintana en términos muy distintos, llegó a
tratarle de «cadáver blanco» si mal no recuerdo.
Después del retorno a la Patria, de los jefes y oficiales emigrados,
reunido aquí el Comité Nacional, resolvió encomendar a la mesa directiva la
reorganización -del Partido en toda la República, y usted, en vez de ponerse al
frente de esa labor, como presidente- que era afrontándola en todos sus
consiguientes esfuerzos, se alejó a su estancia, donde permaneció en silencio
cerca- de dos años, en tanto que todos los correligionarios de la República
habían iniciado y seguido la tarea reorganizadora.
Al fin reapareció usted en la Capital de Córdoba y habiendo
aceptado la presidencia en el comité de allí, renunció con ese motivo la de la
dirección nacional, sin que hasta ese momento hubiese usted prestado en tal
cargo concurso alguno- al Partido. Así pasó otro tiempo, renunciando también
aquella presidencia, para desistir después, por varias veces, hasta que al fin
lo hizo definitivamente.
Durante ese período, y a pesar del empeño de los meritorios
correligionarios que colaboraban en la dirección, no llegó usted ni a terminar
la reorganización de dicha provincia, pues recién después de su, retiro del
Partido, se hicieron importantes instalaciones, se llevaron a cabo
manifestaciones de opinión imponentes y se realizó la Convención General.
Quedó también de manifiesto en una forma claramente
significativa, que a pesar de su actitud que asumiera, nadie se retiró con
usted, y en cambio hubo públicas y notorias incorporaciones, y fue el comité
que presidía que pronunció su desacuerdo, en los considerandos del documento
con que le aceptó su renuncia.
Anteriormente, se comprometió usted con algunos
correligionarios del Rosario para ir allá a dar una conferencia contra la
adquisición de los armamentos, pero en seguida se apercibió usted mismo de la
ligereza con que había procedido, y deseando desistir se trasladó al Rosario;
pero como se encontrara con que los correligionarios persistían y le requerían
el cumplimiento de su compromiso, tuvo usted que venir aquí para que yo les
convenciera de la inconveniencia de llevar a la práctica su pensamiento.
Así lo conseguí por medio de una conferencia telegráfica,
presentándole las causales que usted había olvidado y que vinieron después
espontáneamente a su reflexión.
Con ese motivo recordará usted que pasamos mediodía juntos y
tuve ocasión de renovar en la conversación los fundamentos por los cuales usted
había comprendido que no debía dar esa conferencia y que son los que
constituyen la razón de ser y el carácter de la Unión Cívica Radical; y
entonces como siempre condijo usted en todo, pues conste otra vez que nunca
hizo ninguna objeción, y si pensó de distinta manera, omitió usted demostrarlo,
y al contrario, manifestó siempre su asentimiento.
Pocos días después en forma de reportaje, en esta Capital,
hacía pública usad la conferencia que habría dado en el Rosario a no haberse
suspendido a petición suya.
Más tarde, en uno de sus viajes a esta Capital, y sabiendo
usted que había una pequeña disidencia, en vez de conservarse en una actitud
ecuánime y propia de la representación que tenía en el Partido y de todo buen
correligionario, la estimuló concurriendo a sus reuniones, salió a la calle en
plena Avenida de Mayo, con treinta o cuarenta ciudadanos, y se hizo vivar por
ellos, menoscabando así la autoridad del Partido y la significación que tenía
usted en él.
Tuve como siempre la franqueza de decírselo, y convino usted
con lo justo de mis observaciones, diciendo que lo había hecho por civilidad.
Recordará usted que en esa misma conversación, pasando otra
vez a generalizar sobre lo que correspondía a la acción del Partido en el
momento presente, llegó espontáneamente a la conclusión de que de ninguna
manera debía ir a probar en los comicios la legalidad del gobierno, desde que
era indudable de que no había que contar con ella.
Quince días después, nada más que ese tiempo, departiendo
usted con los doctores Ernesto Celesia y José P. Tamborini, que habían ido a
Córdoba en delegación para asistir a un acto cívico, les decía que el Partido
debía ir a las elecciones en la Capital Federal; lo que importaba otra
inmediata contradicción, la abdicación total de nuestros principios y dar la
espalda a toda la República, dejarla abandonada a su mejor suerte y expuestos
los correligionarios a todas las contingencias, cuando fieles a la solidaridad
nacional, sufren las consecuencias que ello reporta.
Pocos días después hizo usted publicaciones sosteniendo que
la asamblea en que se constituyeron las autoridades directivas del Partido en
Mendoza, se había celebrado con elementos y en connivencia con aquel gobierno,
infiriendo un agravio a los correligionarios de esa provincia, a la delegación
altamente representativa que había ido de esta Capital a presidir aquel acto, y
en consecuencia, a la mesa directiva nacional y propiamente a todo el Partido
que lo consentía.
Mi primer impulso fue enviarle un telegrama preguntándole
con que título se consideraba usted más íntegro que todos nosotros; pero
conociendo ya su manera de ser impresionable, como fácil de ser sugestionado, y
con el juicio superior con que justa y acertadamente juzgo a nuestros
correligionarios, y sabiendo cuán capaces eran de tal acción, desistí de mis
propósitos.
Pero ellos le dirigieron telegramas pidiéndoles
explicaciones, que usted dio por carta, diciéndoles que privadamente debieron esclarecerse
esos asuntos, no obstante de que pública había sido la pretendida
descalificación.
Creo haber abarcado toda su réplica — hecha en términos tan
inusitados, por más que para dilucidarla he tenido que vencer naturales
resistencias, y siendo ésta la primera vez espero también que será la última.
Sólo me propuse, haciendo una excepción con usted,
demostrarle cuán injustificadas eran sus opiniones sobre la Unión Cívica
Radical y emitir las mías respecto de la política en general, y usted no ha
sabido apreciar el móvil que me ha guiado, ha estado a la altura de mis
juicios.
No he deseado, ni deseo molestarlo, porque no tengo
disposición alguna en ese sentido, y así se lo reitero, declarándole que me
congratularía de que no quedara en su espíritu la menor prevención para mí,
como no queda en el mío absolutamente ninguna para usted.
Y así, de -Usted por eliminado todo lo que a juicio suyo
pudiera afectarle.
Lo saluda muy atentamente.
H. YRIGOYEN
Fuente: “Ley 12839. Documentos de Hipólito Yrigoyen.
Apostolado Cívico – Obra de Gobierno – Defensa ante la Corte”, Talleres
Gráficos de la Dirección General de Institutos Penales, Bs. As 1949.-
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