La proclama de los universitarios de Córdoba, en junio del
18, fue voz de apremio para toda una generación continental.
En el manifiesto beligerante dirigido por el primer sector juvenil rebelado a los “hombres libres del Sur América” halló el estudiantado del continente expresión de sus inquietudes y de sus esperanzas. Sin contenido ideológico definido, sin precisa orientación programática, el movimiento argentino, hecho a poco continental, no fue en sus comienzos como lo acusa certeramente Mariátegui, sino una explosión pasional.
En el manifiesto beligerante dirigido por el primer sector juvenil rebelado a los “hombres libres del Sur América” halló el estudiantado del continente expresión de sus inquietudes y de sus esperanzas. Sin contenido ideológico definido, sin precisa orientación programática, el movimiento argentino, hecho a poco continental, no fue en sus comienzos como lo acusa certeramente Mariátegui, sino una explosión pasional.
Reflejando el complejo sicológico de la generación europea
posbélica, los muchachos americanos insurgieron por la conquista de una vida
mejor, que cancelara en los espíritus el recuerdo de la matanza imperialista. A
este factor universal, se agrega otro, dinamizando con nervios de acción el
sentido fuertemente matizado de misticismo del primero e imprimiéndole un
acusado sello de ciudadanía americana: la necesidad para los nuevos,
responsablemente aceptada, de arrancar a manos selectas y torpes los destinos
políticos de nuestros pueblos. La primera etapa de lucha, por lógica elemental,
fue dentro del aula.
Era necesario libertarla de la tutela oficial y dignificar
dentro de ella la posición del alumnado. De aquí que las conquistas iniciales
de la reforma –tanto en Buenos Aires como en Lima, en Santiago de Chile como en La
Habana, cruzadas cumplidas dentro de los cinco años inmediatamente posteriores
a la insurrección de Córdoba– reposaron sobre sus tres postulados
universitarios, tomando el concepto “universitario” en su sentido lato y
señalando con urgencia que no es el profesado por el espíritu nuevo: docencia
libre, asistencia libre y participación del alumnado en el gobierno del aula.
En escaramuzas heroicas, cifras iniciales en la hoja de servicios de la
generación más dinámica y leal a sí misma que ha dado América después de la
forjadora de su independencia política, lograron los insurgidos imponer a la
reacción sus postulados renovadores.
La lucha fue áspera y necesitó actualizar ese “destino
heroico de la juventud” que con tan orgullosa jactancia inscribiera en sus
banderas el grupo de Córdoba.
En la etapa preliminar de esa lucha estuvo compacto el
estudiantado. Hasta los menos fervorosos se enrolaron bajo las banderas de la
reforma, aspirando a derivar de ellas pobres concesiones a su indisciplina y a
sus mediocres anhelos de conocimiento. Para éstos, el sentido de la universidad
nueva se definía por la reducción del control docente, por la menor cantidad de
pruebas oficiales durante el año, por la poda de temas de estudio en tal o cual
asignatura, por la concurrencia, en síntesis, de liberalidades que les
permitieran llegar a la meta profesional –adquisición de patente de corso para
el asalto legalizado–, sin mayores esfuerzos. Cuántos soñaron con que la
reforma no era una disciplina y un compromiso de acción, sino la fórmula cómoda
para seguir “los cursos” en la forma preconizada por el estudiante de
Salamanca, conocido personaje de la picaresca española: desde su “lecho”, como
los ríos. Era otro, más alto, más generoso y constructivo, el sentido de la
empresa. En el espíritu de sus alentadores vigilantes, –los maestros José Ingenieros y Alfredo Palacios, como el de
los líderes de la cruzada, González del Mazo, Haya de la Torre (sic), Ripa
Alberdi, Gómez Rojas, etc.– ni siquiera la renovación de métodos pedagógicos y
de sistemas de gobierno intrauniversitarios eran considerados como objetivo
primordial de la lucha. Tenían apenas el significado de una primera fase de
ella. Trascendida, quedaba planteada la que daría contenido humano a la
reforma: desplazamiento del estudiantado del aula a la plaza pública, para
afrontar la solución de los problemas de su pueblo y de su raza, para actuar
como factor de vanguardia en las luchas políticas nacionales y continentales.
Esto es, el rol social de la reforma, “de la reforma que no quiere hacer del
estudiante una casta parasitaria, sino que lo desplaza hacia la vida, lo sitúa
entre la clase trabajadora y lo prepara a ser colaborador y no instrumento de
opresión para ella”, como escribe Haya de la Torre (sic).
La primera experiencia seria y responsable de la reforma
realizada en el sentido que recién apuntamos, fueron las universidades
populares González Prada, creadas en Lima el año 21. Fué su fundador y vigoroso
guía el líder Haya de la Torre (sic), cuyo nombre hemos citado a menudo y
citaremos aún, por estar vinculado a toda empresa de superación
latino-americana de estos tiempos. El dinamismo y la constancia admirables de
este compañero, lealmente reconocidos por su compatriota Eudocio Rabines en un
bien documentado estudio acerca de la U.P., logró hacer de esta institución
surgida de la reforma no un incipiente campo de experiencia sino un verdadero
organismo de cultura proletaria; y tanto, que la Primera Conferencia
Internacional de Maestros, reunida en 1928 en Buenos Aires, recomienda la
creación de universidades similares a aquella en todo el continente, como eficaz
medio de culturización de las clases trabajadoras.
En las U.P., extendidas de Lima a Vitarte, Cuzco, Trujillo,
etc., el estudiantado de vanguardia se acercó comprensivamente a las masas
obreras. Con la vulgarización del marxismo revolucionario, realizada en forma
perseverante desde las cátedras de las U.P., adquirieron las masas conciencia
de clase y de la lucha de clases. El 23 de mayo de 1923 salían de las puertas
de la “González Prada” de Lima, levantada al lado de la Universidad oficial de
San Marcos, millares de proletarios, protestando, en defensa de los postulados
de la revolución, de la farsa burocrático-clerical que pretendía colocar al
Perú bajo el patronato remoto y discutible del Corazón de Jesús e inmediato y
cierto de la curia romana.
Funcionaron las metrallas del “civismo” en defensa de la
“religión” y del “orden”. La sangre estudiantil y la sangre obrera corrieron
por un mismo cauce, bautizando esa masacre criminal, –y ya para todos los
tiempos de América Latina–, la solidaridad de las vanguardias universitarias
con las masas de explotados.
La reacción volvió por sus fueros. Haya de la Torre fue
deportado; y con él, los más vigorosos colaboradores en la obra de reforma
universitaria y en el sostenimiento de las U.P. Dentro de las universidades
oficiales, la reacción recobró sus abandonadas posiciones; y de las conquistas
logradas por los reformistas sólo queda hoy como irónica concesión, la
concurrencia nominal del estudiantado al gobierno del aula, nominal por cuanto
las delegaciones estudiantiles ante los consejos universitarios tienen voz
deliberativa mas no voto resolutorio.
El ejemplo de la “enérgica” actitud de don Augusto Leguía
fue piedra de toque para actitudes semejantes ya elaboradas en otros despachos
gubernamentales de Latinoamérica. La “gendarmería tropical”, que dice Henri
Barbusse, piensa y obra con ejemplar solidaridad. (Parapillos, Ginés de
Pasamonte, toda la “gente forzada del Rey que iba galeras” renunció a
cualquiera diferencia personal que la separara cuando llegó la hora de apalear
y de robar en común). Siles ametralló estudiantes y obreros en las calles de La
Paz. Machado encarceló, asesinó y deportó líderes estudiantiles y obreros; y
reintegró el aula a la tutela oficial por vía de decretos ejecutivos, el último
de ellos, –desplazando al estudiante del gobierno universitario–, firmado en
los mismos días en que se hacía titular por un cuerpo profesoral indecoroso y
servil, doctor honoris causa de la Universidad de la Habana. En Chile,
Alessandri primero y la dictadura fascista de Ibáñez luego, cancelaron las
conquistas de la reforma. En Colombia, la reacción, más disciplinada que en
ningún otro pueblo del continente porque tiene su reducto en la oligarquía
clerical hecha gobierno, resistió sin ceder una línea los asaltos de las
izquierdas insurgidas, en cuyos rangos militaba una juventud apta doctrinariamente
como pocas de América: por eso, jamás logró el estudiantado colombiano renovar
el espíritu de las universidades oficiales, donde imperan aún anacrónicos y
ortodoxos principios de disciplina claustral. Ni siquiera en la Argentina,
donde se libraron las más recias batallas ideológicas por la reforma y de donde
salió la palabra nueva a conquistar voluntades y conciencias, se han realizado
integralmente los postulados proclamados el 18. En su más reciente obra, el
compañero Julio V. González, líder de la reforma argentina y uno de los
teóricos más autorizados del movimiento, constata el hecho de que sólo en la
Universidad de Buenos Aires se cumple uno de los postulados primordiales del
movimiento reformista: participación del estudiantado en el gobierno de la
república universitaria; y aun aquí con el vicio, lesionador de su estructura democrática,
de haberse suplantado la representación de profesores “auxiliares”,
necesariamente solidarizados por vínculos corporativos con los “titulares”, al
antiguo estrato de estudiantes diplomados. Como dato significativo señalamos la
circunstancia de ser la Universidad de Córdoba, la misma a quien correspondió
la iniciación del movimiento, donde la reacción se ha afirmado mejor.
Cumplida esta somera exposición de hechos, conocidos
perfectamente por todas las gentes cultas de América, se impone un trabajo de
síntesis. Enfocado el panorama con criterio simplista, –el criterio eficaz de
Perogrullo y compañía–, el balance es inquietante y desalentador. Poco queda en
pie, –sigamos de la mano de esas gentes sencillas que desconocen el sentido de
profundidad– de los esfuerzos, de las luchas, de la sangre vertida para hacer
triunfar los principios de reforma universitaria, nebulosamente esbozados en la
proclama de Córdoba y mejor delineados en el ejercicio de la lucha y en sus
experiencias hasta constituir hoy una doctrina, una posición, como bien la
define Rébora. En éste, como en todos los casos, fracasa el criterio de los que
pretenden aplicar una estimativa rudimentaria, matizada de sospechoso
pragmatismo, a los resultados de un esfuerzo de superación. La reforma cumplió
su rol histórico. Ella definió las posiciones de lucha de una generación y
templó en sus revueltas los espíritus del grupo de líderes que hoy forma de
avanzada, leales a sí mismos y a los postulados reformistas, en el frente
revolucionario y antiimperialista. Ella, con sus disciplinas de acción, con sus
conquistas y, sobre todo, con sus fracasos, creó una táctica de lucha,
aprovechada a conciencia por nosotros, los que ahora decimos nuestra palabra y
recién empezamos a cumplir nuestro rol.
II
Los universitarios de Venezuela no respondieron al llamado
de la reforma.
No tenían universidad que reformar. Desde 1912 permanecía
clausurada el aula, por decreto ejecutivo de Gómez, refrendado por el entonces
Ministro de Instrucción
Pública, doctor Tadeo Guevara Rojas. El régimen
“rehabilitador”, predominio sobre la porción civilizada de Venezuela de la
horda y de la mentalidad de la horda, se ha caracterizado siempre por un odio
implacable a la cultura, a la ciudad. Por eso, cuando los vientos frondistas de
la reforma agitaron la conciencia nueva americana, la familia universitaria de
Venezuela estaba dispersa.
En la Rotunda arrastraban grillos algunos de sus líderes;
otros formaban ya en las filas de la emigración revolucionaria; los pocos que
habían logrado eludir las persecuciones de la dictadura se hallaban
imposibilitados para intentar una acción de grupo, ya que el estudiantado de
las distintas facultades estaba diseminado en los cuatro o cinco locales
particulares donde aquéllas funcionaban.
Expulsados del hogar común, clausuradas por disposiciones
policiales sus centros y sus órganos de publicidad, impedidos de ejercer los
derechos de asociación y libre crítica, los que formaban en la generación que
precede a la nuestra no pudieron decir su palabra de solidaridad con los
hombres que, a la misma hora, afirmaban la unidad ideológica del continente.
Sin embargo, la reforma-función, la reforma como llamado y norma de lucha
social, se realizó en Venezuela antes que en ningún otro pueblo del continente,
sin exceptuar a los que estuvieron de vanguardia en los debates doctrinarios.
Los estudiantes caraqueños, sin previa declaración de principios, actuaban en
el mismo año 18 en el sentido de actualizar sobre la realidad social lo que en
esa hora era apenas
antevisión en los más alertas espíritus reformistas: el rol
político de la universidad.
Relatemos hechos. La pandemia de gripe que asoló al mundo a
mediados del 18 causó en Venezuela terribles estragos, explicables porque en
nuestro pueblo la higiene pública es otros de los tantos mitos en que se funda
un régimen de gobierno sin sentido de previsión nacional. Gómez y sus corifeos
de borla y de sable, desprovistos de la más elemental noción de
responsabilidad, huyeron desesperadamente de las posibilidades de contagio; y aislados
por un cordón militar del resto de la república, contemplaron impasibles desde
un lejano pueblo del interior del país, –San Juan de los Morros–, la tragedia
de Caracas.
Abandonada de los recursos oficiales, la ciudad enterraba
todos los días millaradas de sus habitantes. Desde su anonimia vigilante surgió
entonces el estudiantado. Desplazando a teóricas “cruces rojas” y a
espectaculares “juntas de socorro”, los estudiantes asumieron la solución de
los problemas derivados de la peste. La labor cumplida por el grupo fue
formidable. Miles de proletarios fueron librados de la muerte por la muchachada
idealista y briosa que se impuso el deber de asistir a su pueblo en la hora de
la prueba. En los dispensarios, día y noche; distribuyendo medicinas y
alimentos en las barriadas pobres; trasladando cadáveres a los cementerios;
abriendo ellos mismos las fosas donde enterrarlos.
Y por debajo de esa labor heroica, otra, paralela, de
agitación política. Enfocando el doble aspecto de esa fervorosa empresa de
juventud, escribe José Rafael Pocaterra “… el heroísmo de los muchachos de la
universidad, perseguidos, disueltos, ultrajados, desposeídos del derecho a una
profesión, –pues que el bárbaro había clausurado la universidad desde siete
años antes–, aquellos niños, última reserva de una sociedad que se marchitó sin
florecer, aquellos niños que han enterrado sus líderes con marcas de grilletes
en las piernas y devorado su angustia ante el prestigio insolente de media
docena de idoletes académicos, aquellos adolescentes blasón de la raza, orgullo
santo de la madre material que los parió y de la patria nutriz de sus ideales,
mientras conspiraban para la caída del déspota miedoso, cumpliendo dos santos
deberes en un solo impulso, lanzáronse al socorro de la ciudad procera”.
La peste fue conjurada.
Las masas populares se sintieron más cerca que nunca del
estudiantado, después de la labor cumplida por éste en momentos aciagos. En
esos mismos días tuvieron ocasión de demostrarlo. En la fecha del onomástico de
Alberto I de Bélgica, organizó la federación de estudiantes una manifestación
de simpatía y de solidaridad con el pueblo belga, el más sacrificado en la
matanza imperialista de 1914. Sin ahondar en las características económicas del
conflicto mundial, transidos por aquella aura mística que despertó en la
humanidad la fraseología cuáquero- pacifista de Wilson, ingenuamente
convencidos de que el abatimiento del imperialismo teutón significaba el
triunfo de la “justicia” y del “derecho”, los muchachos de la universidad
seguidos de multitudes enfervorizadas, se echaron a las calles, portando las
banderas aliadas y vitoreando a Bélgica, a Francia, a
Italia. Gómez era furibundo germanófilo. La brutalidad
teutona, patrón de su propia brutalidad, y algunos millones de marcos
depositados en los Bancos de Berlín, le solidarizaban con la causa de Alemania.
Esto bien lo sabían los universitarios, y por eso, su manifestación ententista
respondía también al propósito de definir una posición de divorcio con el
criterio oficial. La manifestación no recorrió muchas calles. Los batallones
policiales, revólver y macana en mano, surgieron a poco para disolverla.
Estudiantes y obreros fueron masacrados. Los representantes diplomáticos de los
países aliados, a excepción de Leonard Bourseaux, no aventuraron ni la menor
protesta por este atentado ni por las numerosas prisiones de líderes que le
sucedieron. Meses después de esta manifestación, ya el vasto trabajo
conspirativo que se venía realizando, llegó a su fin. A una voz, se movería
aquel engranaje pacientemente construido. La misma noche del golpe, faltando
apenas minutos para realizarse la acción que salvaría la república, fueron
denunciados los conspiradores por un militar traidor. Toda la plana joven de la
milicia nacional, intelectuales, estudiantes y obreros en enorme cantidad,
fueron encarcelados esa misma noche y durante los días siguientes. La dictadura
inició una etapa terrorista tan intensa como no se tenía antecedente en la
historia de los despotismos venezolanos. El tortol y el arsénico se pusieron a
la orden del día. Dos años después, un 75% de los encarcelados había fallecido de
“muerte natural”. Los que salvaron su vida continuaron por muchos años
soportando grillos y torturas en las celdas “rehabilitadoras”. Desde entonces hasta
principios de 1927, no fue posible la reorganización de centros estudiantiles, ni
mucho menos de una federación nacional de estudiantes. En la fecha apuntada,
velando con hábiles sofismas la finalidad de la agrupación en el proyecto de
reglamento presentado a la censura oficial, logramos permiso para agruparnos.
La F.E.V., se organizó de inmediato. Era necesario un distintivo del grupo; y
la boina vasca arropó nuestras cabezas. Menos trascendente que el capelo de
Oxford o que el manto de Heidelberg, el distintivo universitario se conquistó
de inmediato carta de ciudadanía caraqueña. No por acaso escogimos la gorra de
Vizcaya como señal de grupo. Era un distintivo que no tendía a aislarnos de la
multitud sino a meternos dentro de ella. Por su filiación proletaria nos
distanciaba resueltamente de la chistera burguesa. Más allá del hecho simple de
diferenciarnos de los hombres grises, que urgidos de apetitos y de miserias pequeñas
cerraban los ojos ante la bancarrota de la república, se agitaba una cuestión
de ideología en el criterio electivo que nos guió.
Comenzamos a actuar
A principios del 28 decretamos la Semana del Estudiante. El
programa de festejos nada sugería. Era delicuescente, patriotero: ofrendas
florales sobre la huesa de los libertadores, veladas líricas, batallas de
flores, bailes sociales… Muchachadas, sentenciaron los teorizantes de la
acción, escépticos de prestado, discípulos de un Bergeret lamentablemente
traducido al criollo. Desde la iniciación de la Semana, el gobierno y las
multitudes supieron de qué se trataba. Alto y recio dijimos nuestra palabra de
rebeldía, oída con expectante fervor por las masas.
Resueltamente, en discursos y poemas, en veladas de teatro y
en mitines de plaza pública, agredimos al régimen y a sus hombres. La reacción
no se hizo esperar. Los cuatro universitarios que habíamos alzado demasiado la
voz, los que en forma más franca definimos la posición de la juventud, fuimos a
la cárcel, con 90 libras
de hierro en los pies. Solidarizándose con los encarcelados, el resto del
grupo, respaldado en todo momento por las masas populares urbanas, inició una
serie de manifestaciones hostiles a la dictadura. Durante varios días hubo un
paro general en Caracas. El obrerismo, escaso en un medio poco industrializado,
desorganizado al extremo de no estar agrupados sino muy pocos. Pocaterra
incorpora ese dato al expediente de la barbarie andina y comenta:
“Ni las pestes antiguas ni las guerras modernas, arrojan un porcentaje tan aterrador de víctimas”.
“Ni las pestes antiguas ni las guerras modernas, arrojan un porcentaje tan aterrador de víctimas”.
La tyrannie au Vénézuela. Gómez, la honte de l’Amérique.
André Delpêche. París, 1928.
De entre ellos en los rudimentarios sindicatos profesionales
de auxilio mutuo, abandonó en masa los talleres y las fábricas; y, sin cajas ni
comités de huelga que los respaldaran y dirigieran, empujados por su propia
desesperación, se lanzaron a las calles a batirse a pedradas contra las
metrallas que hacían funcionar “enérgicamente” los depositarios de la “paz”.
Los estudiantes, en número de 300, e incontable cantidad de obreros, fueron
encarcelados. En abril nos libertaron, presionada la dictadura para hacerlo por
la corriente de opinión interna y por las protestas sustentadas en el exterior
por hombres, periódicos y asociaciones libres. A los pocos días de estar
libertados, en combinación con un grupo de oficiales jóvenes y con los cadetes
de la Escuela Militar, asaltamos a tiros el cuartel de Miraflores. Cuatro de
los más impenitentes lacayos de sable del gomezolato quedaron tendidos. Una
delación de última hora nos impidió cumplir la segunda parte de nuestro plan
–asalto por sorpresa del Cuartel San Carlos, donde estaba concentrado todo el
parque– y tuvimos que retirarnos de Miraflores, dejando muerto a uno de los
nuestros y heridos o presos a otros más.
Perseguidos activamente los dirigentes del fracasado
movimiento, nos exilamos los que logramos evitar ser reconocidos por el
servicio de espionaje establecido en todos los puertos de la república. Otros
ingresaron en La Rotunda o al Castillo de Puerto Cabello, con el clásico par de
grillos. A esta etapa de represiones violentas siguió un período de aparente
inactividad en los rangos estudiantiles.
Todo parecía indicar que la actitud del estudiantado había
sido exaltación jacobina de un momento. En los primeros días de octubre
demostró lo contrario.
Es un breve memorial, donde se invocaba el derecho de
petición que a los ciudadanos de la Unión garantiza la carta política vigente,
exigió del gobierno la inmediata libertad de los encarcelados, estudiantes,
obreros, militares, profesionales.
La respuesta de la dictadura fue inmediata. 91
universitarios, los firmantes del memorial, fueron arrestados por la policía y
deportados a una lejana región del país, condenados por la voluntad del “Jefe”
a trabajar en la construcción de un camino carretero. El 11 del mismo mes
organizó el resto de estudiantes federados una manifestación de protesta
popular por la deportación de sus compañeros.
Disciplinados por las consignas del comité organizador, los
manifestantes nos lanzaban vivas. Era un desfile silencioso, austero, integrado
por miles de ciudadanos, a cuya cabeza, con el pabellón de la F.E.V., iban los
estudiantes.
La barbarie entró en acción. Eustoquio Gómez, pariente del
déspota, acompañado de un grupo de los más feroces “leales” del régimen, con el
respaldo de un escuadrón de gendarmes montados, hizo fuego contra la multitud.
Numerosos ciudadanos y estudiantes cayeron, heridos por las descargas nutridas
de aquellos “valientes” o atropellados por las bestias de la soldadesca. Los
que se salvaron de la masacre fueron encarcelados, y en partidas sucesivas,
enviados al sitio de deportación donde se encontraba ya el primer grupo. El
aula quedó vacía.
Si apenas continuaron concurriendo a ella unos cuantos hijos
de hombres del régimen. Durante doce meses, bajo sol y bajo lluvias, mal
alimentados y peor tratados, los estudiantes estuvieron abriendo en plena
montaña el camino por donde ya está en marcha la revolución. El golpe de los
picos no mordía sólo la tierra de la región dura y soleada; hasta la conciencia
de las masas, despertándolas de su letargo esclavo, iban las puntas aceradas.
Desde comienzos del año los movimientos populares armados se sucedieron unos
detrás de otros. José Rafael Gabaldón, Arévalo Cedeño, Dorta, encabezaron esos
movimientos. Urbina, Machado, un grupo de universitarios desterrados, los
obreros venezolanos de la Royal Dutch, asaltaron en junio la fortaleza
Wihelmina, en la colonia holandesa de Curazao; y, luego de castigar con esa
acción las complacencias del imperialismo con la dictadura gomecista, llevadas
a extremo de ser la policía curazoleña una avanzada en el Caribe del régimen
que despotiza a Venezuela, invadieron sobre la costa occidental del país, en un
barco mercante americano del que se apropiaron a las guapas. En agosto, Delgado
Chalbaud y los expedicionarios del Falke desembarcaron en la costa oriental de
la república; y si detalles de técnica hicieron fracasar la expedición, queda
de ella el ejemplo heroico de los que se dieron en sacrificio, lecciones por
aprovechar para cuantos estamos compactos y resueltos a ir de nuevo a la acción
armada y pruebas renovadas de que el pueblo venezolano está dispuesto a
cancelar con la revolución, a todo trance, cueste lo que cueste, al régimen
feudal y despótico que lo rige. El problema político de Venezuela por obra de
la acción inicial del estudiantado, con la cual se solidarizaron de inmediato
las masas populares, queda planteado en tal forma que no tiene sino una sola y
única solución: la revolución se hará, aun cuando se confabule contra nosotros
la internacional imperialista y sus agentes reaccionarios y traidores que son
hoy poder en todos los pueblos de Latinoamérica.
III
El movimiento estudiantil-obrero de Caracas tuvo inmediatas
proyecciones en otros pueblos continentales. Las vanguardias colombianas fueron
las primeras en solidarizarse con nuestra actuación, en forma de
manifestaciones hostiles a la dictadura venezolana y a su representante en
Bogotá, el mal poeta y peor ciudadano Andrés Eloy de la Rosa. Y luego, llevando
al terreno de la propia beligerancia las sugestiones que, a través del Ande,
les venían de Caracas, actuaron en forma similar a la nuestra. En abril del 29
adoptaron también la boina vasca como señal de grupo; y a poco, en los primeros
días de junio, tuvieron oportunidad de llevarla a la barricada, para bautizarla
con sangre de estudiante. Protestando por la designación de Cortés Vargas,
asesino de los trabajadores huelguistas de la Zona Bananera, para un alto cargo
administrativo, los estudiantes de Bogotá organizaron una manifestación
popular. Las descargas de la policía mataron al universitario Gonzalo Bravo.
Más de cien mil personas acompañaron su ataúd. Los líderes estudiantiles,
orientando hacia finalidades concretas los sentimientos populares de protesta,
crearon al gobierno de Abadía Méndez una situación en extremo crítica, la cual
vino a resolverse con la renuncia del Secretario de Guerra Rengifo y con la
destitución inmediata de Cortés Vargas. Fortalecidos por este triunfo de
opinión, el estudiantado de Colombia ha continuado actuando en forma
definidamente política. Un dato expresivo a este respecto lo señalamos en la
resolución adoptada recientemente por el Centro Departamental de estudiantes
bogotanos de controlar, por vía de comisiones elegidas del seno del grupo, las
elecciones municipales de la capital y evitar de ese modo los fraudes que se
cometen en las urnas por el partido en el poder.
El estudiantado mexicano insurgió luego, logrando, con el
concurso de huelgas y de otras armas de lucha social, la total autonomía
universitaria, funcional y económica. Aún en fermento la sangre joven por las
revueltas que dieron esas conquistas, se planteó la cuestión eleccionaria. En
forma decidida han actuado las izquierdas estudiantiles en el partido
anti-reeleccionista que dirige Vasconcelos, cuyo triunfo en las urnas del voto
fue escamoteado por manejos de los hombres del gobierno de Portes Gil,
empeñados en hacer triunfar la candidatura oficial de Ortiz Rubio. En esta hora
incierta, cuando la reacción, aliándose con el imperialismo, amenaza liquidar
las conquistas de la revolución, necesita México del concurso resuelto de su
gente joven; y ésta no se lo ha negado, desplazándose en forma definida y
activa de las cuestiones específicamente universitarias a las de la lucha
política y social.
En Santo Domingo, el estudiantado también dijo su palabra,
en un reciente conflicto interno. Desde mediados del año pasado venía
anunciándose en el país una aguda crisis política determinada por el propósito
continuista del gobierno de Horacio Vásquez. Conscientes de su responsabilidad
social, las vanguardias universitarias definieron su posición. El líder Luis
Romanace, dio cauce y forma a esa actitud. En los primeros días de febrero hizo
reunir la Asociación Nacional de Estudiantes para poner en consideración del
grupo una moción que él concretaba así:
“Enviarle al
Presidente de la República, General Horacio Vásquez, una exposición sobre la crítica
situación del país y las funestas consecuencias que pueden sobrevenir de ella y
pedirle como una manera de conjurar el peligro que desista inmediatamente de su
reelección”.
Razonando esa proposición, recuerda el compañero Romanace el
entusiasmo comprensivo con que la gente joven de Santo Domingo acogió mis
campañas de prensa y de palabra contra el régimen estúpido de Juan Vicente
Gómez y concluye:
“Si seguimos el criterio
de considerar estos asuntos trascendentales como ajenos al fin de nuestra asociación,
tendremos que reconocer que no fuimos sinceros cuando aplaudimos la actitud de
nuestros compañeros de Venezuela y de Haití”.
Elementos ajenos a la A.N.E.U., enviados expresamente por el
gobierno, provistos de armas y con la consigna de obstaculizar la votación,
impidieron que triunfara la tesis de Romanace cuando fue propuesta al
estudiantado. En el teatro donde se celebraba la sesión se promovió un
escándalo, que prácticamente escindió en dos grupos a la A.N.E.U. De un lado,
con su bagaje de ideas heredadas a la espalda, quedaron los tibios, los
apolíticos –o políticos digestivos–, los que “hacen de la juventud profesión”;
del otro, militante y audaz, se situó en su línea de acción el sector de los
independientes. El compañero Romanace, relatando lo sucedido en el Teatro
Rialto de la capital dominicana durante la sesión a que hemos hecho referencia,
escribía así a los directores de la compactación oposicionista, en carta
pública fechada el 18 de febrero:
“Quiero hacerles notar
a Uds. este hecho –se refiere a la injerencia del gobierno en las
deliberaciones estudiantiles– para poder interrogarles de esta manera: ¿Es
lógico presumir que el gobierno celebrará unas elecciones presidenciales
verdaderamente libres cuando en una sencilla votación de ciento y tantos
estudiantes ejerce la tan denigrante presión a que me refiero?”.
La respuesta de la compactación fue recurrir, seis días
después, al remedio de las armas. En Santiago de los Caballeros estalló un
movimiento popular armado que en el curso de una semana, sin mayores
derramamientos de sangre, echó por tierra al régimen continuista de Horacio
Vásquez.
Su gobierno pertenece ya al pasado. El futuro será modelado
por manos de gente joven, más limpias y más eficientes para la función
directora.
El estudiantado de España, reflejando la inquietud
americana, actuó también, adoptando valientes posiciones frente a la estupidez
encharreterada del Directorio. Tomando como inmediata plataforma de acción una
protesta ante concesiones ilegales hechas por Primo de Rivera a institutos
educacionales de los jesuitas –sus colegas en el parasitismo burocrático–, los
universitarios orientaron luego el sentido de sus luchas hacia el terreno
positivo de la política. Los dragones de Alfonso, hombre de paja de la
dictadura, disolvieron a mandoblazos las manifestaciones estudiantiles-obreras.
El Primo y sus esbirros demostraron con la brutal energía desplegada en esta
oportunidad, que habían penetrado bien el sentido de la revuelta. Detrás de la
muchachada idealista y briosa estaba el espíritu de todo un pueblo. Desde su
destierro en Hendaya, abarcó el panorama del momento la pupila abuela de Don
Miguel de Unamuno; y arrancándose de la entraña palabras de comprensión y de
aliento se las envió en un mensaje, noble y vigilante, como todo lo que sale de
la pluma veterana del gran viejo. El movimiento estudiantil fue debelado, mas
sólo de manera transitoria.
Expresión de un fenómeno profundamente enraizado en las
condiciones político-sociales de la nación, pervivía en potencia, esperando el
momento de manifestarse.
Y en estos mismos días brotó otra vez. El frente
reaccionario no resistió el asalto. Primo y su camarilla clérigo-militar fueron
desplazados del gobierno. En el triunfo se crecerán las reservas dinámicas y la
fe en sí misma de la nueva generación. Y será ella, si se disciplina y se pone
a tono con el sentido social –antítesis del inveterado individualismo anárquico
de los españoles– que orienta hoy toda lucha política, la que liquidará el ya
carcomido régimen dinástico de los Borbones y hará de su patria una democracia
revolucionaria.
Con visión panorámica hemos abarcado el proceso de los
movimientos estudiantiles de Latinoamérica y su proyección en España. En forma
sintética pasamos revista a los inmediatamente posteriores a la insurgencia de
Córdoba, ya que las obras de los compañeros del Mazo, Ripa, Alberdi, González,
etc., han llevado al conocimiento de las gentes cultas de América las
peripecias de esas luchas. Mayor suma de datos hemos aportado al estudio de los
movimientos de reciente fecha, especialmente al movimiento venezolano, del cual
fuimos actores y cuyas proyecciones han sido sin duda las más trascendentales
dentro de la lucha antidictatorial y revolucionaria. Se impone un balance
general. Y ese balance nos lleva antes que todo a la conclusión, al examinar la
semejanza de objetivos de lucha de las guerrillas rebeldes, de que las
izquierdas estudiantiles se han desplazado resueltamente hacia los debates de
la plaza pública, hacia la política activa y militante. Sólo en momentos
aislados, como reacción transitoria ante determinadas condiciones ambientes,
pudieron los precursores de la reforma interesar al alumnado en los problemas
no universitarios. La mecánica determinista de los mismos hechos sociales,
cumplidos en una dirección progresivamente coaccionadora del espíritu de
libertad, se encargó de elaborar en la gente joven la conciencia de
responsabilidad social, tan borrosamente acusada hace diez años. Y urgida por
ese sentido de responsabilidad, ha actuado con firme decisión contra las clases
traidoras que usurpan el poder en nuestros pueblos.
La labor cumplida y la labor en marcha es para enfervorizar
a cuantos luchan por una América consciente de su destino. Sin embargo, cegados
por su afán ortodoxo, por su pasión izquierdista –“manía infantil”, decía
Lenin– los “rojos” del continente, reunidos en Buenos Aires para celebrar la
Primera Conferencia Comunista Latinoamericana calificaron desdeñosamente a
nuestras luchas como “movimientos pequeño-burgueses de intelectuales”. Si
fueran menos dóciles para aceptar, sin previa crítica solventadora, tesis
redactadas en Europa con el más paladino desconocimiento de las condiciones
político-sociales del continente, no desdeñarían estos compañeros el aporte de
nuestras luchas a la causa revolucionaria. Aporte trascendental, por cuanto
ellas, al derrocar a las dictaduras criollas, aliadas del imperialismo
extranjero, habrán trascendido la primera etapa de la jornada antiimperialista
y social de América Latina.
Fuente: Repertorio Americano, San José de Costa Rica,
números 483 del 15 y 484 del 15 y 22 de marzo de 1930, pp. 171-173 y 184-190,
respectivamente.
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