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domingo, 2 de noviembre de 2014

Rómulo Betancourt: "Los Mov. estudiantiles de Latinoamerica y sus proyecciones" (marzo de 1930)

La proclama de los universitarios de Córdoba, en junio del 18, fue voz de apremio para toda una generación continental. 
En el manifiesto beligerante dirigido por el primer sector juvenil rebelado a los “hombres libres del Sur América” halló el estudiantado del continente expresión de sus inquietudes y de sus esperanzas. Sin contenido ideológico definido, sin precisa orientación programática, el movimiento argentino, hecho a poco continental, no fue en sus comienzos como lo acusa certeramente Mariátegui, sino una explosión pasional.
Reflejando el complejo sicológico de la generación europea posbélica, los muchachos americanos insurgieron por la conquista de una vida mejor, que cancelara en los espíritus el recuerdo de la matanza imperialista. A este factor universal, se agrega otro, dinamizando con nervios de acción el sentido fuertemente matizado de misticismo del primero e imprimiéndole un acusado sello de ciudadanía americana: la necesidad para los nuevos, responsablemente aceptada, de arrancar a manos selectas y torpes los destinos políticos de nuestros pueblos. La primera etapa de lucha, por lógica elemental, fue dentro del aula.
Era necesario libertarla de la tutela oficial y dignificar dentro de ella la posición del alumnado. De aquí que las conquistas iniciales de la reforma –tanto en Buenos Aires como en Lima, en Santiago de Chile como en La Habana, cruzadas cumplidas dentro de los cinco años inmediatamente posteriores a la insurrección de Córdoba– reposaron sobre sus tres postulados universitarios, tomando el concepto “universitario” en su sentido lato y señalando con urgencia que no es el profesado por el espíritu nuevo: docencia libre, asistencia libre y participación del alumnado en el gobierno del aula. En escaramuzas heroicas, cifras iniciales en la hoja de servicios de la generación más dinámica y leal a sí misma que ha dado América después de la forjadora de su independencia política, lograron los insurgidos imponer a la reacción sus postulados renovadores.
La lucha fue áspera y necesitó actualizar ese “destino heroico de la juventud” que con tan orgullosa jactancia inscribiera en sus banderas el grupo de Córdoba.
En la etapa preliminar de esa lucha estuvo compacto el estudiantado. Hasta los menos fervorosos se enrolaron bajo las banderas de la reforma, aspirando a derivar de ellas pobres concesiones a su indisciplina y a sus mediocres anhelos de conocimiento. Para éstos, el sentido de la universidad nueva se definía por la reducción del control docente, por la menor cantidad de pruebas oficiales durante el año, por la poda de temas de estudio en tal o cual asignatura, por la concurrencia, en síntesis, de liberalidades que les permitieran llegar a la meta profesional –adquisición de patente de corso para el asalto legalizado–, sin mayores esfuerzos. Cuántos soñaron con que la reforma no era una disciplina y un compromiso de acción, sino la fórmula cómoda para seguir “los cursos” en la forma preconizada por el estudiante de Salamanca, conocido personaje de la picaresca española: desde su “lecho”, como los ríos. Era otro, más alto, más generoso y constructivo, el sentido de la empresa. En el espíritu de sus alentadores vigilantes, –los maestros José Ingenieros y Alfredo Palacios, como el de los líderes de la cruzada, González del Mazo, Haya de la Torre (sic), Ripa Alberdi, Gómez Rojas, etc.– ni siquiera la renovación de métodos pedagógicos y de sistemas de gobierno intrauniversitarios eran considerados como objetivo primordial de la lucha. Tenían apenas el significado de una primera fase de ella. Trascendida, quedaba planteada la que daría contenido humano a la reforma: desplazamiento del estudiantado del aula a la plaza pública, para afrontar la solución de los problemas de su pueblo y de su raza, para actuar como factor de vanguardia en las luchas políticas nacionales y continentales. Esto es, el rol social de la reforma, “de la reforma que no quiere hacer del estudiante una casta parasitaria, sino que lo desplaza hacia la vida, lo sitúa entre la clase trabajadora y lo prepara a ser colaborador y no instrumento de opresión para ella”, como escribe Haya de la Torre (sic).
La primera experiencia seria y responsable de la reforma realizada en el sentido que recién apuntamos, fueron las universidades populares González Prada, creadas en Lima el año 21. Fué su fundador y vigoroso guía el líder Haya de la Torre (sic), cuyo nombre hemos citado a menudo y citaremos aún, por estar vinculado a toda empresa de superación latino-americana de estos tiempos. El dinamismo y la constancia admirables de este compañero, lealmente reconocidos por su compatriota Eudocio Rabines en un bien documentado estudio acerca de la U.P., logró hacer de esta institución surgida de la reforma no un incipiente campo de experiencia sino un verdadero organismo de cultura proletaria; y tanto, que la Primera Conferencia Internacional de Maestros, reunida en 1928 en Buenos Aires, recomienda la creación de universidades similares a aquella en todo el continente, como eficaz medio de culturización de las clases trabajadoras.
En las U.P., extendidas de Lima a Vitarte, Cuzco, Trujillo, etc., el estudiantado de vanguardia se acercó comprensivamente a las masas obreras. Con la vulgarización del marxismo revolucionario, realizada en forma perseverante desde las cátedras de las U.P., adquirieron las masas conciencia de clase y de la lucha de clases. El 23 de mayo de 1923 salían de las puertas de la “González Prada” de Lima, levantada al lado de la Universidad oficial de San Marcos, millares de proletarios, protestando, en defensa de los postulados de la revolución, de la farsa burocrático-clerical que pretendía colocar al Perú bajo el patronato remoto y discutible del Corazón de Jesús e inmediato y cierto de la curia romana.
Funcionaron las metrallas del “civismo” en defensa de la “religión” y del “orden”. La sangre estudiantil y la sangre obrera corrieron por un mismo cauce, bautizando esa masacre criminal, –y ya para todos los tiempos de América Latina–, la solidaridad de las vanguardias universitarias con las masas de explotados.
La reacción volvió por sus fueros. Haya de la Torre fue deportado; y con él, los más vigorosos colaboradores en la obra de reforma universitaria y en el sostenimiento de las U.P. Dentro de las universidades oficiales, la reacción recobró sus abandonadas posiciones; y de las conquistas logradas por los reformistas sólo queda hoy como irónica concesión, la concurrencia nominal del estudiantado al gobierno del aula, nominal por cuanto las delegaciones estudiantiles ante los consejos universitarios tienen voz deliberativa mas no voto resolutorio.
El ejemplo de la “enérgica” actitud de don Augusto Leguía fue piedra de toque para actitudes semejantes ya elaboradas en otros despachos gubernamentales de Latinoamérica. La “gendarmería tropical”, que dice Henri Barbusse, piensa y obra con ejemplar solidaridad. (Parapillos, Ginés de Pasamonte, toda la “gente forzada del Rey que iba galeras” renunció a cualquiera diferencia personal que la separara cuando llegó la hora de apalear y de robar en común). Siles ametralló estudiantes y obreros en las calles de La Paz. Machado encarceló, asesinó y deportó líderes estudiantiles y obreros; y reintegró el aula a la tutela oficial por vía de decretos ejecutivos, el último de ellos, –desplazando al estudiante del gobierno universitario–, firmado en los mismos días en que se hacía titular por un cuerpo profesoral indecoroso y servil, doctor honoris causa de la Universidad de la Habana. En Chile, Alessandri primero y la dictadura fascista de Ibáñez luego, cancelaron las conquistas de la reforma. En Colombia, la reacción, más disciplinada que en ningún otro pueblo del continente porque tiene su reducto en la oligarquía clerical hecha gobierno, resistió sin ceder una línea los asaltos de las izquierdas insurgidas, en cuyos rangos militaba una juventud apta doctrinariamente como pocas de América: por eso, jamás logró el estudiantado colombiano renovar el espíritu de las universidades oficiales, donde imperan aún anacrónicos y ortodoxos principios de disciplina claustral. Ni siquiera en la Argentina, donde se libraron las más recias batallas ideológicas por la reforma y de donde salió la palabra nueva a conquistar voluntades y conciencias, se han realizado integralmente los postulados proclamados el 18. En su más reciente obra, el compañero Julio V. González, líder de la reforma argentina y uno de los teóricos más autorizados del movimiento, constata el hecho de que sólo en la Universidad de Buenos Aires se cumple uno de los postulados primordiales del movimiento reformista: participación del estudiantado en el gobierno de la república universitaria; y aun aquí con el vicio, lesionador de su estructura democrática, de haberse suplantado la representación de profesores “auxiliares”, necesariamente solidarizados por vínculos corporativos con los “titulares”, al antiguo estrato de estudiantes diplomados. Como dato significativo señalamos la circunstancia de ser la Universidad de Córdoba, la misma a quien correspondió la iniciación del movimiento, donde la reacción se ha afirmado mejor.
Cumplida esta somera exposición de hechos, conocidos perfectamente por todas las gentes cultas de América, se impone un trabajo de síntesis. Enfocado el panorama con criterio simplista, –el criterio eficaz de Perogrullo y compañía–, el balance es inquietante y desalentador. Poco queda en pie, –sigamos de la mano de esas gentes sencillas que desconocen el sentido de profundidad– de los esfuerzos, de las luchas, de la sangre vertida para hacer triunfar los principios de reforma universitaria, nebulosamente esbozados en la proclama de Córdoba y mejor delineados en el ejercicio de la lucha y en sus experiencias hasta constituir hoy una doctrina, una posición, como bien la define Rébora. En éste, como en todos los casos, fracasa el criterio de los que pretenden aplicar una estimativa rudimentaria, matizada de sospechoso pragmatismo, a los resultados de un esfuerzo de superación. La reforma cumplió su rol histórico. Ella definió las posiciones de lucha de una generación y templó en sus revueltas los espíritus del grupo de líderes que hoy forma de avanzada, leales a sí mismos y a los postulados reformistas, en el frente revolucionario y antiimperialista. Ella, con sus disciplinas de acción, con sus conquistas y, sobre todo, con sus fracasos, creó una táctica de lucha, aprovechada a conciencia por nosotros, los que ahora decimos nuestra palabra y recién empezamos a cumplir nuestro rol.

II
Los universitarios de Venezuela no respondieron al llamado de la reforma.
No tenían universidad que reformar. Desde 1912 permanecía clausurada el aula, por decreto ejecutivo de Gómez, refrendado por el entonces Ministro de Instrucción
Pública, doctor Tadeo Guevara Rojas. El régimen “rehabilitador”, predominio sobre la porción civilizada de Venezuela de la horda y de la mentalidad de la horda, se ha caracterizado siempre por un odio implacable a la cultura, a la ciudad. Por eso, cuando los vientos frondistas de la reforma agitaron la conciencia nueva americana, la familia universitaria de Venezuela estaba dispersa.
En la Rotunda arrastraban grillos algunos de sus líderes; otros formaban ya en las filas de la emigración revolucionaria; los pocos que habían logrado eludir las persecuciones de la dictadura se hallaban imposibilitados para intentar una acción de grupo, ya que el estudiantado de las distintas facultades estaba diseminado en los cuatro o cinco locales particulares donde aquéllas funcionaban.
Expulsados del hogar común, clausuradas por disposiciones policiales sus centros y sus órganos de publicidad, impedidos de ejercer los derechos de asociación y libre crítica, los que formaban en la generación que precede a la nuestra no pudieron decir su palabra de solidaridad con los hombres que, a la misma hora, afirmaban la unidad ideológica del continente. Sin embargo, la reforma-función, la reforma como llamado y norma de lucha social, se realizó en Venezuela antes que en ningún otro pueblo del continente, sin exceptuar a los que estuvieron de vanguardia en los debates doctrinarios. Los estudiantes caraqueños, sin previa declaración de principios, actuaban en el mismo año 18 en el sentido de actualizar sobre la realidad social lo que en esa hora era apenas
antevisión en los más alertas espíritus reformistas: el rol político de la universidad.
Relatemos hechos. La pandemia de gripe que asoló al mundo a mediados del 18 causó en Venezuela terribles estragos, explicables porque en nuestro pueblo la higiene pública es otros de los tantos mitos en que se funda un régimen de gobierno sin sentido de previsión nacional. Gómez y sus corifeos de borla y de sable, desprovistos de la más elemental noción de responsabilidad, huyeron desesperadamente de las posibilidades de contagio; y aislados por un cordón militar del resto de la república, contemplaron impasibles desde un lejano pueblo del interior del país, –San Juan de los Morros–, la tragedia de Caracas.
Abandonada de los recursos oficiales, la ciudad enterraba todos los días millaradas de sus habitantes. Desde su anonimia vigilante surgió entonces el estudiantado. Desplazando a teóricas “cruces rojas” y a espectaculares “juntas de socorro”, los estudiantes asumieron la solución de los problemas derivados de la peste. La labor cumplida por el grupo fue formidable. Miles de proletarios fueron librados de la muerte por la muchachada idealista y briosa que se impuso el deber de asistir a su pueblo en la hora de la prueba. En los dispensarios, día y noche; distribuyendo medicinas y alimentos en las barriadas pobres; trasladando cadáveres a los cementerios; abriendo ellos mismos las fosas donde enterrarlos.
Y por debajo de esa labor heroica, otra, paralela, de agitación política. Enfocando el doble aspecto de esa fervorosa empresa de juventud, escribe José Rafael Pocaterra “… el heroísmo de los muchachos de la universidad, perseguidos, disueltos, ultrajados, desposeídos del derecho a una profesión, –pues que el bárbaro había clausurado la universidad desde siete años antes–, aquellos niños, última reserva de una sociedad que se marchitó sin florecer, aquellos niños que han enterrado sus líderes con marcas de grilletes en las piernas y devorado su angustia ante el prestigio insolente de media docena de idoletes académicos, aquellos adolescentes blasón de la raza, orgullo santo de la madre material que los parió y de la patria nutriz de sus ideales, mientras conspiraban para la caída del déspota miedoso, cumpliendo dos santos deberes en un solo impulso, lanzáronse al socorro de la ciudad procera”.

La peste fue conjurada.
Las masas populares se sintieron más cerca que nunca del estudiantado, después de la labor cumplida por éste en momentos aciagos. En esos mismos días tuvieron ocasión de demostrarlo. En la fecha del onomástico de Alberto I de Bélgica, organizó la federación de estudiantes una manifestación de simpatía y de solidaridad con el pueblo belga, el más sacrificado en la matanza imperialista de 1914. Sin ahondar en las características económicas del conflicto mundial, transidos por aquella aura mística que despertó en la humanidad la fraseología cuáquero- pacifista de Wilson, ingenuamente convencidos de que el abatimiento del imperialismo teutón significaba el triunfo de la “justicia” y del “derecho”, los muchachos de la universidad seguidos de multitudes enfervorizadas, se echaron a las calles, portando las banderas aliadas y vitoreando a Bélgica, a Francia, a
Italia. Gómez era furibundo germanófilo. La brutalidad teutona, patrón de su propia brutalidad, y algunos millones de marcos depositados en los Bancos de Berlín, le solidarizaban con la causa de Alemania. Esto bien lo sabían los universitarios, y por eso, su manifestación ententista respondía también al propósito de definir una posición de divorcio con el criterio oficial. La manifestación no recorrió muchas calles. Los batallones policiales, revólver y macana en mano, surgieron a poco para disolverla. Estudiantes y obreros fueron masacrados. Los representantes diplomáticos de los países aliados, a excepción de Leonard Bourseaux, no aventuraron ni la menor protesta por este atentado ni por las numerosas prisiones de líderes que le sucedieron. Meses después de esta manifestación, ya el vasto trabajo conspirativo que se venía realizando, llegó a su fin. A una voz, se movería aquel engranaje pacientemente construido. La misma noche del golpe, faltando apenas minutos para realizarse la acción que salvaría la república, fueron denunciados los conspiradores por un militar traidor. Toda la plana joven de la milicia nacional, intelectuales, estudiantes y obreros en enorme cantidad, fueron encarcelados esa misma noche y durante los días siguientes. La dictadura inició una etapa terrorista tan intensa como no se tenía antecedente en la historia de los despotismos venezolanos. El tortol y el arsénico se pusieron a la orden del día. Dos años después, un 75% de los encarcelados había fallecido de “muerte natural”. Los que salvaron su vida continuaron por muchos años soportando grillos y torturas en las celdas “rehabilitadoras”. Desde entonces hasta principios de 1927, no fue posible la reorganización de centros estudiantiles, ni mucho menos de una federación nacional de estudiantes. En la fecha apuntada, velando con hábiles sofismas la finalidad de la agrupación en el proyecto de reglamento presentado a la censura oficial, logramos permiso para agruparnos. La F.E.V., se organizó de inmediato. Era necesario un distintivo del grupo; y la boina vasca arropó nuestras cabezas. Menos trascendente que el capelo de Oxford o que el manto de Heidelberg, el distintivo universitario se conquistó de inmediato carta de ciudadanía caraqueña. No por acaso escogimos la gorra de Vizcaya como señal de grupo. Era un distintivo que no tendía a aislarnos de la multitud sino a meternos dentro de ella. Por su filiación proletaria nos distanciaba resueltamente de la chistera burguesa. Más allá del hecho simple de diferenciarnos de los hombres grises, que urgidos de apetitos y de miserias pequeñas cerraban los ojos ante la bancarrota de la república, se agitaba una cuestión de ideología en el criterio electivo que nos guió.

Comenzamos a actuar
A principios del 28 decretamos la Semana del Estudiante. El programa de festejos nada sugería. Era delicuescente, patriotero: ofrendas florales sobre la huesa de los libertadores, veladas líricas, batallas de flores, bailes sociales… Muchachadas, sentenciaron los teorizantes de la acción, escépticos de prestado, discípulos de un Bergeret lamentablemente traducido al criollo. Desde la iniciación de la Semana, el gobierno y las multitudes supieron de qué se trataba. Alto y recio dijimos nuestra palabra de rebeldía, oída con expectante fervor por las masas.
Resueltamente, en discursos y poemas, en veladas de teatro y en mitines de plaza pública, agredimos al régimen y a sus hombres. La reacción no se hizo esperar. Los cuatro universitarios que habíamos alzado demasiado la voz, los que en forma más franca definimos la posición de la juventud, fuimos a la cárcel, con 90 libras de hierro en los pies. Solidarizándose con los encarcelados, el resto del grupo, respaldado en todo momento por las masas populares urbanas, inició una serie de manifestaciones hostiles a la dictadura. Durante varios días hubo un paro general en Caracas. El obrerismo, escaso en un medio poco industrializado, desorganizado al extremo de no estar agrupados sino muy pocos. Pocaterra incorpora ese dato al expediente de la barbarie andina y comenta: 

“Ni las pestes antiguas ni las guerras modernas, arrojan un porcentaje tan aterrador de víctimas”.

La tyrannie au Vénézuela. Gómez, la honte de l’Amérique. André Delpêche. París, 1928.

De entre ellos en los rudimentarios sindicatos profesionales de auxilio mutuo, abandonó en masa los talleres y las fábricas; y, sin cajas ni comités de huelga que los respaldaran y dirigieran, empujados por su propia desesperación, se lanzaron a las calles a batirse a pedradas contra las metrallas que hacían funcionar “enérgicamente” los depositarios de la “paz”. Los estudiantes, en número de 300, e incontable cantidad de obreros, fueron encarcelados. En abril nos libertaron, presionada la dictadura para hacerlo por la corriente de opinión interna y por las protestas sustentadas en el exterior por hombres, periódicos y asociaciones libres. A los pocos días de estar libertados, en combinación con un grupo de oficiales jóvenes y con los cadetes de la Escuela Militar, asaltamos a tiros el cuartel de Miraflores. Cuatro de los más impenitentes lacayos de sable del gomezolato quedaron tendidos. Una delación de última hora nos impidió cumplir la segunda parte de nuestro plan –asalto por sorpresa del Cuartel San Carlos, donde estaba concentrado todo el parque– y tuvimos que retirarnos de Miraflores, dejando muerto a uno de los nuestros y heridos o presos a otros más.
Perseguidos activamente los dirigentes del fracasado movimiento, nos exilamos los que logramos evitar ser reconocidos por el servicio de espionaje establecido en todos los puertos de la república. Otros ingresaron en La Rotunda o al Castillo de Puerto Cabello, con el clásico par de grillos. A esta etapa de represiones violentas siguió un período de aparente inactividad en los rangos estudiantiles.
Todo parecía indicar que la actitud del estudiantado había sido exaltación jacobina de un momento. En los primeros días de octubre demostró lo contrario.
Es un breve memorial, donde se invocaba el derecho de petición que a los ciudadanos de la Unión garantiza la carta política vigente, exigió del gobierno la inmediata libertad de los encarcelados, estudiantes, obreros, militares, profesionales.
La respuesta de la dictadura fue inmediata. 91 universitarios, los firmantes del memorial, fueron arrestados por la policía y deportados a una lejana región del país, condenados por la voluntad del “Jefe” a trabajar en la construcción de un camino carretero. El 11 del mismo mes organizó el resto de estudiantes federados una manifestación de protesta popular por la deportación de sus compañeros.
Disciplinados por las consignas del comité organizador, los manifestantes nos lanzaban vivas. Era un desfile silencioso, austero, integrado por miles de ciudadanos, a cuya cabeza, con el pabellón de la F.E.V., iban los estudiantes.
La barbarie entró en acción. Eustoquio Gómez, pariente del déspota, acompañado de un grupo de los más feroces “leales” del régimen, con el respaldo de un escuadrón de gendarmes montados, hizo fuego contra la multitud. Numerosos ciudadanos y estudiantes cayeron, heridos por las descargas nutridas de aquellos “valientes” o atropellados por las bestias de la soldadesca. Los que se salvaron de la masacre fueron encarcelados, y en partidas sucesivas, enviados al sitio de deportación donde se encontraba ya el primer grupo. El aula quedó vacía.
Si apenas continuaron concurriendo a ella unos cuantos hijos de hombres del régimen. Durante doce meses, bajo sol y bajo lluvias, mal alimentados y peor tratados, los estudiantes estuvieron abriendo en plena montaña el camino por donde ya está en marcha la revolución. El golpe de los picos no mordía sólo la tierra de la región dura y soleada; hasta la conciencia de las masas, despertándolas de su letargo esclavo, iban las puntas aceradas. Desde comienzos del año los movimientos populares armados se sucedieron unos detrás de otros. José Rafael Gabaldón, Arévalo Cedeño, Dorta, encabezaron esos movimientos. Urbina, Machado, un grupo de universitarios desterrados, los obreros venezolanos de la Royal Dutch, asaltaron en junio la fortaleza Wihelmina, en la colonia holandesa de Curazao; y, luego de castigar con esa acción las complacencias del imperialismo con la dictadura gomecista, llevadas a extremo de ser la policía curazoleña una avanzada en el Caribe del régimen que despotiza a Venezuela, invadieron sobre la costa occidental del país, en un barco mercante americano del que se apropiaron a las guapas. En agosto, Delgado Chalbaud y los expedicionarios del Falke desembarcaron en la costa oriental de la república; y si detalles de técnica hicieron fracasar la expedición, queda de ella el ejemplo heroico de los que se dieron en sacrificio, lecciones por aprovechar para cuantos estamos compactos y resueltos a ir de nuevo a la acción armada y pruebas renovadas de que el pueblo venezolano está dispuesto a cancelar con la revolución, a todo trance, cueste lo que cueste, al régimen feudal y despótico que lo rige. El problema político de Venezuela por obra de la acción inicial del estudiantado, con la cual se solidarizaron de inmediato las masas populares, queda planteado en tal forma que no tiene sino una sola y única solución: la revolución se hará, aun cuando se confabule contra nosotros la internacional imperialista y sus agentes reaccionarios y traidores que son hoy poder en todos los pueblos de Latinoamérica.

III
El movimiento estudiantil-obrero de Caracas tuvo inmediatas proyecciones en otros pueblos continentales. Las vanguardias colombianas fueron las primeras en solidarizarse con nuestra actuación, en forma de manifestaciones hostiles a la dictadura venezolana y a su representante en Bogotá, el mal poeta y peor ciudadano Andrés Eloy de la Rosa. Y luego, llevando al terreno de la propia beligerancia las sugestiones que, a través del Ande, les venían de Caracas, actuaron en forma similar a la nuestra. En abril del 29 adoptaron también la boina vasca como señal de grupo; y a poco, en los primeros días de junio, tuvieron oportunidad de llevarla a la barricada, para bautizarla con sangre de estudiante. Protestando por la designación de Cortés Vargas, asesino de los trabajadores huelguistas de la Zona Bananera, para un alto cargo administrativo, los estudiantes de Bogotá organizaron una manifestación popular. Las descargas de la policía mataron al universitario Gonzalo Bravo. Más de cien mil personas acompañaron su ataúd. Los líderes estudiantiles, orientando hacia finalidades concretas los sentimientos populares de protesta, crearon al gobierno de Abadía Méndez una situación en extremo crítica, la cual vino a resolverse con la renuncia del Secretario de Guerra Rengifo y con la destitución inmediata de Cortés Vargas. Fortalecidos por este triunfo de opinión, el estudiantado de Colombia ha continuado actuando en forma definidamente política. Un dato expresivo a este respecto lo señalamos en la resolución adoptada recientemente por el Centro Departamental de estudiantes bogotanos de controlar, por vía de comisiones elegidas del seno del grupo, las elecciones municipales de la capital y evitar de ese modo los fraudes que se cometen en las urnas por el partido en el poder.
El estudiantado mexicano insurgió luego, logrando, con el concurso de huelgas y de otras armas de lucha social, la total autonomía universitaria, funcional y económica. Aún en fermento la sangre joven por las revueltas que dieron esas conquistas, se planteó la cuestión eleccionaria. En forma decidida han actuado las izquierdas estudiantiles en el partido anti-reeleccionista que dirige Vasconcelos, cuyo triunfo en las urnas del voto fue escamoteado por manejos de los hombres del gobierno de Portes Gil, empeñados en hacer triunfar la candidatura oficial de Ortiz Rubio. En esta hora incierta, cuando la reacción, aliándose con el imperialismo, amenaza liquidar las conquistas de la revolución, necesita México del concurso resuelto de su gente joven; y ésta no se lo ha negado, desplazándose en forma definida y activa de las cuestiones específicamente universitarias a las de la lucha política y social.
En Santo Domingo, el estudiantado también dijo su palabra, en un reciente conflicto interno. Desde mediados del año pasado venía anunciándose en el país una aguda crisis política determinada por el propósito continuista del gobierno de Horacio Vásquez. Conscientes de su responsabilidad social, las vanguardias universitarias definieron su posición. El líder Luis Romanace, dio cauce y forma a esa actitud. En los primeros días de febrero hizo reunir la Asociación Nacional de Estudiantes para poner en consideración del grupo una moción que él concretaba así:

“Enviarle al Presidente de la República, General Horacio Vásquez, una exposición sobre la crítica situación del país y las funestas consecuencias que pueden sobrevenir de ella y pedirle como una manera de conjurar el peligro que desista inmediatamente de su reelección”.

Razonando esa proposición, recuerda el compañero Romanace el entusiasmo comprensivo con que la gente joven de Santo Domingo acogió mis campañas de prensa y de palabra contra el régimen estúpido de Juan Vicente Gómez y concluye:

“Si seguimos el criterio de considerar estos asuntos trascendentales como ajenos al fin de nuestra asociación, tendremos que reconocer que no fuimos sinceros cuando aplaudimos la actitud de nuestros compañeros de Venezuela y de Haití”.

Elementos ajenos a la A.N.E.U., enviados expresamente por el gobierno, provistos de armas y con la consigna de obstaculizar la votación, impidieron que triunfara la tesis de Romanace cuando fue propuesta al estudiantado. En el teatro donde se celebraba la sesión se promovió un escándalo, que prácticamente escindió en dos grupos a la A.N.E.U. De un lado, con su bagaje de ideas heredadas a la espalda, quedaron los tibios, los apolíticos –o políticos digestivos–, los que “hacen de la juventud profesión”; del otro, militante y audaz, se situó en su línea de acción el sector de los independientes. El compañero Romanace, relatando lo sucedido en el Teatro Rialto de la capital dominicana durante la sesión a que hemos hecho referencia, escribía así a los directores de la compactación oposicionista, en carta pública fechada el 18 de febrero:

“Quiero hacerles notar a Uds. este hecho –se refiere a la injerencia del gobierno en las deliberaciones estudiantiles– para poder interrogarles de esta manera: ¿Es lógico presumir que el gobierno celebrará unas elecciones presidenciales verdaderamente libres cuando en una sencilla votación de ciento y tantos estudiantes ejerce la tan denigrante presión a que me refiero?”.

La respuesta de la compactación fue recurrir, seis días después, al remedio de las armas. En Santiago de los Caballeros estalló un movimiento popular armado que en el curso de una semana, sin mayores derramamientos de sangre, echó por tierra al régimen continuista de Horacio Vásquez.
Su gobierno pertenece ya al pasado. El futuro será modelado por manos de gente joven, más limpias y más eficientes para la función directora.
El estudiantado de España, reflejando la inquietud americana, actuó también, adoptando valientes posiciones frente a la estupidez encharreterada del Directorio. Tomando como inmediata plataforma de acción una protesta ante concesiones ilegales hechas por Primo de Rivera a institutos educacionales de los jesuitas –sus colegas en el parasitismo burocrático–, los universitarios orientaron luego el sentido de sus luchas hacia el terreno positivo de la política. Los dragones de Alfonso, hombre de paja de la dictadura, disolvieron a mandoblazos las manifestaciones estudiantiles-obreras. El Primo y sus esbirros demostraron con la brutal energía desplegada en esta oportunidad, que habían penetrado bien el sentido de la revuelta. Detrás de la muchachada idealista y briosa estaba el espíritu de todo un pueblo. Desde su destierro en Hendaya, abarcó el panorama del momento la pupila abuela de Don Miguel de Unamuno; y arrancándose de la entraña palabras de comprensión y de aliento se las envió en un mensaje, noble y vigilante, como todo lo que sale de la pluma veterana del gran viejo. El movimiento estudiantil fue debelado, mas sólo de manera transitoria.
Expresión de un fenómeno profundamente enraizado en las condiciones político-sociales de la nación, pervivía en potencia, esperando el momento de manifestarse.
Y en estos mismos días brotó otra vez. El frente reaccionario no resistió el asalto. Primo y su camarilla clérigo-militar fueron desplazados del gobierno. En el triunfo se crecerán las reservas dinámicas y la fe en sí misma de la nueva generación. Y será ella, si se disciplina y se pone a tono con el sentido social –antítesis del inveterado individualismo anárquico de los españoles– que orienta hoy toda lucha política, la que liquidará el ya carcomido régimen dinástico de los Borbones y hará de su patria una democracia revolucionaria.
Con visión panorámica hemos abarcado el proceso de los movimientos estudiantiles de Latinoamérica y su proyección en España. En forma sintética pasamos revista a los inmediatamente posteriores a la insurgencia de Córdoba, ya que las obras de los compañeros del Mazo, Ripa, Alberdi, González, etc., han llevado al conocimiento de las gentes cultas de América las peripecias de esas luchas. Mayor suma de datos hemos aportado al estudio de los movimientos de reciente fecha, especialmente al movimiento venezolano, del cual fuimos actores y cuyas proyecciones han sido sin duda las más trascendentales dentro de la lucha antidictatorial y revolucionaria. Se impone un balance general. Y ese balance nos lleva antes que todo a la conclusión, al examinar la semejanza de objetivos de lucha de las guerrillas rebeldes, de que las izquierdas estudiantiles se han desplazado resueltamente hacia los debates de la plaza pública, hacia la política activa y militante. Sólo en momentos aislados, como reacción transitoria ante determinadas condiciones ambientes, pudieron los precursores de la reforma interesar al alumnado en los problemas no universitarios. La mecánica determinista de los mismos hechos sociales, cumplidos en una dirección progresivamente coaccionadora del espíritu de libertad, se encargó de elaborar en la gente joven la conciencia de responsabilidad social, tan borrosamente acusada hace diez años. Y urgida por ese sentido de responsabilidad, ha actuado con firme decisión contra las clases traidoras que usurpan el poder en nuestros pueblos.
La labor cumplida y la labor en marcha es para enfervorizar a cuantos luchan por una América consciente de su destino. Sin embargo, cegados por su afán ortodoxo, por su pasión izquierdista –“manía infantil”, decía Lenin– los “rojos” del continente, reunidos en Buenos Aires para celebrar la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana calificaron desdeñosamente a nuestras luchas como “movimientos pequeño-burgueses de intelectuales”. Si fueran menos dóciles para aceptar, sin previa crítica solventadora, tesis redactadas en Europa con el más paladino desconocimiento de las condiciones político-sociales del continente, no desdeñarían estos compañeros el aporte de nuestras luchas a la causa revolucionaria. Aporte trascendental, por cuanto ellas, al derrocar a las dictaduras criollas, aliadas del imperialismo extranjero, habrán trascendido la primera etapa de la jornada antiimperialista y social de América Latina.




























Fuente: Repertorio Americano, San José de Costa Rica, números 483 del 15 y 484 del 15 y 22 de marzo de 1930, pp. 171-173 y 184-190, respectivamente.

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