En defensa de las libertades de expresión y pensamiento, y
en resguardo del recurso humano, el más valioso de los recursos del país
(superior a la soja y a Vaca Muerta), amenazados en la política partidaria
actual por un alarmante silenciamiento de las voces críticas y un afán de
perpetuar cargos y prebendas, convocamos a todos los afiliados y simpatizantes
radicales, sin distinción de edad, profesión ni provincia de origen, a sumarse
a una nueva tendencia interna que supere el estado de postración y desmovilización
actualmente vigentes, invitándolos a discutir, solidarizarse y suscribir
individual y/o institucionalmente el presente documento, que es provisorio y el
primero de una futura serie, centrado esta vez en la crítica al atraso cultural
e intelectual del país.
Penosamente, la UCR yace, desde la crisis del 2001, y aún
desde mucho antes, en una creciente parálisis autodestructiva, en medio de
prácticas políticas carentes de transparencia, y en el centro de una lucha de
facciones puramente electoralista, en donde ninguna autoridad partidaria
alienta ni estimula discutir en su seno interno la honda crisis que afecta a la
nación y a nuestro propio partido. Nuestras autoridades parecen interesadas
solamente en atraer seguidores para disputar y preservar cargos y para perpetuarse
sine die, sin pretender afrontar ni promover oxigenación alguna. Entre las
facetas de esa crisis, en este primer documento, nos centramos en las
instituciones culturales y en la vida intelectual y moral del país, ejes que
debieran ser tenidos por vitales y estratégicos en el compromiso político de
cualquier partido que se presuma progresista.
En el mundo actual se está viviendo una tercera ilustración
y una tercera revolución industrial; y la dirigencia política de la UCR se
pavonea inconsciente del diagnóstico de una sociedad fragmentada y
tecnológicamente postergada, cuyo índice más valioso, superior a los del INDEC,
debería ser la bondad de los diplomas otorgados por sus universidades públicas,
sin embargo cruelmente bastardeados. Dicha dirigencia política tampoco se
encuentra capacitada para afrontar el necesario tratamiento terapéutico,
enclaustrada en una anomia crónica, en una ignorancia necia, e indiferente al
mundo de la investigación científica. Esta incapacidad está provocando la degradación
de su prestigio y la subestimación de su credibilidad en los ámbitos nacionales
e internacionales.
Amén de las causas externas, como la sobreestimada crisis
económica de 1929, entre las causas internas que afectaron a la sociedad
argentina en esa fecha se destacó el grave estado de su intelectualidad. La
moral de una intelectualidad contaminada por la regresión político-cultural
(fascismo), fue en Argentina la responsable del acontecimiento fundacional que
marcó el inicio de la crónica decadencia que padecemos aún hoy día: el golpe de
estado de 1930. El clima pre-golpista fue en su momento muy semejante -aunque
sin los efectos de la Paz de Versailles-- al que provocó en Alemania tres años
después, la caída de la República de Weimar y el ascenso del tercer reich
(1933). Esta mortífera semejanza entre ambos fenómenos históricos nunca fue
reconocida por la historiografía y se la ha venido soslayando y negando
tenazmente, en aras de una reescritura fascista de la historia argentina, hoy
en su paroxismo.
A la corrupción en la cultura y la investigación científica
y al desgaste de la dirigencia política de entonces, se sumaron otra numerosa
serie de factores institucionales que dieron lugar al golpe de 1930, tales
como: a) la naturaleza endogámica y segregada de la estructura docente
universitaria (que también premió la antigüedad y el chauvinismo por sobre la
excelencia, pues el profesor extranjero o el procedente de otra universidad
pasó a ser una especie en extinción); b) la desorientación vocacional del alumnado
que ingresaba a sus facultades; y c) las deformaciones profesionales de los
graduados que egresaban de las mismas (muchos de ellos expertos en defraudar al
estado en materia contable y legal).
La naturaleza crudamente endogámica de nuestras universidades
se patentizó a partir del contraste con la experiencia precursora de Harvard de
1904 (rector Charles Elliot), donde ningún egresado de una universidad puede
ser contratado como docente por la misma institución que lo graduó o diplomó.
Esta patología de la endogamia es la que ha venido derramándose desde las
esferas superiores a todas las escalas y niveles de la docencia argentina
(profesorados, escuelas normales, etcétera), cristalizando con impudicia la
circulación de la elite educativa del país.
Por otro lado, las unidades académicas, tales como las
facultades, entraron a ser consideradas ínsulas institucionalmente segregadas
del resto de la universidad. La UBA no fue, ni es actualmente, una universidad,
pues apenas si alcanza a ser un archipiélago o confederación de escuelas
profesionales; y para peor muy distantes geográficamente entre sí, en el
espacio de una inmensa urbe. Esta anarquía urbanística fue prohijada por las
sucesivas dictaduras militares so pretexto de prevenir el potencial revolucionario
en ciernes de un estudiantado hipotéticamente radicalizado. Revertir este
brutal abandono cultural, supone en la clase dirigente del país, y en especial
entre los arquitectos, urbanistas y educacionistas, una responsabilidad
histórica, que la lleve a diseñar en la capital de la república un proyecto
urbanístico (o barrio universitario semejante al de Santiago de Chile) que
compense este infausto déficit, pues no basta con crear pequeñas universidades
en el conurbano, que multiplican disparatada e indiscriminadamente en cada
comuna instituciones de educación superior improvisadas y mediocres.
En su momento, cuando Argentina se encontraba entre los
principales países del mundo, y venía de registrar el mayor ingreso de
inmigrantes europeos de su historia, en Buenos Aires se produjo paradójicamente
una revuelta estudiantil que vino a democratizar por vez primera la estructura
de poder en la UBA. Esta revuelta se había iniciado en diciembre de 1903 y con
fuertes altibajos perduró hasta junio de 1906, lo que decidió a la clase
dirigente a aceptar la modificación de su estatuto. Pero esta clase dirigente
también optó por fundar media docena de universidades en el interior del país:
primero la Universidad de La Plata en 1905, luego la de Tucumán en 1914, más tarde
la del Litoral en 1919, la de Cuyo en 1939, la del Nordeste en 1956, y la de
Salta y otras en 1972. Sin embargo, con el correr de las décadas siguientes
dichas universidades entraron a reproducir los mismos vicios estructurales que
se padecían en la UBA y en la Universidad de Córdoba, sin que trataran de
emular siquiera las recomendaciones adoptadas en Harvard por el rector Elliot
(1904), que seguramente fueron conocidas por los pedagogos argentinos
frecuentadores de las universidades norteamericanas (Ernesto Nelson y José
Benjamín Zubiaur).
Y en materia de deformaciones profesionales, la clase
dirigente argentina venía acentuando la decadencia de la calidad de sus
egresados. La división en facultades y la deformación profesional de sus
graduados, que la Reforma de 1918 no se propuso modificar, repitió en las
universidades argentinas la antigua y remota discusión sobre la “psicosis
ocupacional”, que sin poder saldarla había inaugurado Pedro Cerviño en la
Escuela de Náutica (1802), y la continuaran el historiador y rector Juan María
Gutiérrez con motivo del suicidio del estudiante sanjuanino Roberto Sánchez
(1871), el civilista José Olegario Machado (1903), el físico y astrónomo
Enrique Gaviola (1931), crítico de la Reforma de 1918, y el meteorólogo y epistemólogo
Rolando García (1959). La discusión se centraba en la necesaria preponderancia
de la ciencia básica por sobre las ciencias aplicadas, para evitar así las
deformaciones profesionales y las desorientaciones vocacionales, acerca de las
cuales abundaran en el mundo el pedagogo John Dewey y los afamados sociólogos
Thorstein Veblen y Robert Merton.
La nunca ponderada relevancia que tuvieron en la historia de
la UBA la ley Avellaneda (1885) y la revuelta estudiantil de 1904 --en medio de
un crecimiento económico inconmensurable, proporcionado por la expansión de la
pampa húmeda y las redes férreas-- supo también de violencias (tiroteos y
bombas), y de expulsiones, tanto de alumnos como de profesores, incluidos Juan
B. Justo y Nicolás Repetto. Esta trascendente revuelta, a falta de una nueva
ley del Congreso que modificara la ley Avellaneda, acabó transformando el
estatuto de la UBA, que permitió por vez primera el acceso de los docentes al
manejo de la universidad en desmedro de los académicos, una suerte de
mandarinato aristocrático conservador. Y también acabó incorporando en las
filas universitarias no sólo los hijos del interior y de los países limítrofes,
que lo venían haciendo desde su fundación en tiempos de Rivadavia (1821), sino
también los hijos de los inmigrantes (“Mi hijo el doctor”), al punto que sus
graduados nutrieron buena parte de las filas revolucionarias de 1905 y del
elenco gubernativo del primer gobierno radical de Hipólito Yrigoyen (ver la
lista de sus integrantes en Arqueología del Mandarinato y de la Nomenklatura en
Argentina).
El desmesurado crédito otorgado a la Reforma del 18, en
perjuicio del recuerdo de la Reforma Universitaria de 1904, obedeció al
exacerbado celo cordobés, alimentado por el APRA de Haya de la Torre, el PRI de
Vasconcelos, y el PC argentino, que atribuía la Reforma al impacto de la
Revolución Rusa ocurrida el año anterior, y donde el cogobierno estudiantil
tuvo que venir a contrabalancear en la práctica la endogamia y la gerontocracia
docente, nunca combatidas. Extrañamente, se evocan sin cesar las revoluciones
políticas de 1890, 1893 y 1905, y la reforma universitaria de Córdoba de 1918,
pero siempre se oculta la cruenta rebelión estudiantil de 1904, que consagró a
los docentes como conductores exclusivos de las universidades.
Asimismo, luego del permiso de funcionar a universidades
privadas, que le entregó la educación superior a la iglesia pre-conciliar
(1959); de los frustrados intentos modernizadores de la década del 70 (que
departamentalizaron las facultades pero no las universidades), y de las
reformas peronistas-menemistas impuestas por el Banco Mundial en la década del
90 (1996-1997), tuvo su nacimiento la llamada nomenklatura, una suerte de
mandarinato mercenarizado, que selló el ingreso de mercaderes inescrupulosos en
el viejo templo universitario. Con ese motivo debemos suscribir la denuncia
administrativa y judicial promovida en 2004-2005 contra la Agencia Nacional
para la Promoción Científica y Tecnológica (ANPCYT), por la malversación y
estafa de U$S 1240 millones de dólares (procedentes del BID). Esta enorme masa
de dinero debía estar destinada para la infraestructura científica, pero fue
obscenamente repartida a numerosos funcionarios e investigadores allegados al
poder durante la década duhaldista-kirchnerista. El fallo adverso del juez
Marcelo Martínez de Georgi, que archivó la denuncia, y la conducta cómplice de
la Sala II de la Cámara Federal Penal (Horacio Cattani, Martín Irurzun y
Eduardo Farah) que ratificó el fallo del juez, se encuentran prolijamente
relatados en internet (obsecuencia de los jueces al poder político en
Argentina).
El atraso tecnológico que esta malversación y estafa
significaron para la infraestructura científica del país (bibliotecas,
laboratorios, museos, archivos, centros de cómputos, escaneos y diseños de
bases de datos, etcétera) ha sido devastador y sus derivaciones son
incalculables. Para probar este triste diagnóstico basta como botón de muestra
las actuales páginas web de las universidades, museos y archivos del país, que
son una verdadera vergüenza, comparadas con los sitios web del mundo
desarrollado. Asimismo, esta tenebrosa realidad introdujo en los ámbitos científicos un clima de
persecución para los denunciantes, y de miedo y amedrentamiento generalizado
para el común de los docentes-investigadores, donde nadie se atreve a emitir
opinión propia sobre temas neurálgicos de la vida académica por temor a
represalias y a la pérdida de las posiciones personales adquiridas.
Ningún partido político ni órgano periodístico alguno,
escrito o televisivo, se hizo eco de la denuncia, pese a reiterados e
infructuosos intentos. La gran prensa, alejada de la investigación científica
pretende, sin embargo, imponer sus intelectuales, subsidiados por la Agencia
(ANPCYT), y alquilarlos a los partidos de la oposición. El tan mentado
periodismo de investigación y las libertades de expresión y de prensa no van a
ser nunca verdad real mientras no exista una auténtica libertad de
investigación y de pensamiento científicos, desgraciadamente ausentes y
perdidas y nunca recuperadas desde la fatídica noche de los bastones largos
(VII-1966).
Por último, sobre la vigencia política de los partidos, en
especial de la UCR y su comité nacional, solo cabe manifestar el más profundo
estupor por la conducta antidemocrática que vienen desplegando algunos de sus
dirigentes y representantes parlamentarios, puertas adentro de la vida
partidaria, malgastando impunemente un centenario capital simbólico cada vez
más hipotecado. Pareciera que en la UCR se premia generosamente a los
acaparadores de padrones clientelares, a los cultores y beneficiarios de una
concepción dinástica y nepótica del poder, y a los expertos negociadores en
reciprocidades mutuas, capaces de monopolizar, domesticar y enmudecer feligresías
adictas (que deben pacientemente tolerar los acuerdos cortesanos, mendigar
audiencias en prolongadas amansadoras, y escuchar en silencio clichés
desvencijados); y no al mérito individual de quienes buscan una verdad y se
capacitan arduamente como cuadros políticos científicamente competentes.
Lamentablemente, cuando se llega al poder, como le ha
ocurrido a la UCR desde 1983, los elementos intelectuales se alquilan
extra-partidariamente, sin importar su pasado político ni su desempeño moral,
resultando de esa forma que fatalmente su conducta suele ser como la de los
pavos reales, infatuados en su solemne retórica; o como las golondrinas, que
son amigas de los tiempos prósperos, pero que nunca bajan del campanario ni se
embarran en la procesión.
Cabe entonces señalar que no existe ni existió partido
político en la historia del mundo que haya podido sobrevivir amordazado,
participando de efemérides estridentes y vacías, y liderado por una malograda
elite política que ha probado fehacientemente su rotundo fracaso en la gestión
pública, y especialmente en la gestión académica y cultural, léase los
mercaderes del templo universitario por todos tristemente recordados, y sus
activos cómplices, aún funestamente decisivos en la vida partidaria y
universitaria.
FIRMAS: Eduardo Ricardo Saguier, Juan Jose Rosenberg y Juan Mendez Avellaneda
Fuente: Eduardo R. Saguier: "Contra el atraso cultural, intelectual y moral del país" (2013)
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