"Ahondando de
esta manera el concepto esencial de la democracia, salta a la vista el grave
error de quienes la circunscriben a la actividad política. Sin duda alguna, el
significado vulgar y aun primario de la palabra democracia es político; pero su
realización exige una serie de reformas sociales y económicas sin las cuales
quedaría frustrada. La falta de una visión completa de la democracia ha sido la
causa de que ciertos políticos, adjudicándose el monopolio de la explotación
electoral, la hayan desprestigiado, y de que ciertos apolíticos, seducidos por
las ventajas inmediatas de la acción directa, la hayan querido exterminar. Unos
y otros, por diversos caminos han conspirado contra su existencia. Aquéllos,
corrompiéndola por medio de la seducción; éstos, atacándola con el empleo de la
violencia. Y el término de la seducción suele ser el fraude, y el de la
violencia, el despotismo..."
(Pensamiento Cristiano y Democrático de Monseñor Miguel de
Andrea. Homenaje del Congreso Nacional, Buenos Aires, 1963, pág. 64).
I
El desgaste de las palabras suele causar tanto daño como las
connotaciones peyorativas que algunos términos o expresiones adquieren como
consecuencia de su invocación por parte de personas, entidades o regímenes que
han sido descalificados a tenor de ciertos valores que una comunidad vivencia
como preeminentes, en un momento dado. Así ocurre con algunas acepciones
adjetivadas de la palabra democracia, que resultan erosionadas por efecto de su
asociación con ejemplos concretos de fracasos consumados o de paradigmas de
sistemas reñidos con determinadas creencias filosóficas y políticas. Empero, el
apuntado deterioro afecta primeramente la imagen o presentación de
"algunas" democracias -o sea, su fachada-, antes que lesionar ó
alcanzar siquiera la sustancia o contenido de lo que históricamente se entiende
y acepta como una democracia. Por ello, puede decirse así, que como meta o
destino no han perdido vigencia en las motivaciones de nuestro tiempo los
perfiles ideales que han asumido las dos conceptualizaciones más famosas de la
democracia, tales como la que Tucídides pone en boca de Pericles como oración a
los muertos de la guerra del Peloponeso
y la permanentemente citada oración de Lincoln en el desolado escenario
de Gettysburg . Y son precisamente esos dos ejemplos históricos que vienen a
ratificar la circunstancia de que la oportunidad para hablar de la democracia
no puede estar subordinada a la existencia cabal de un clima perfecto o ideal
para ello. Esto es así por cuanto parece evidente que en la historia de las
ideas políticas, los ciclos no se producen como la sucesión de las estaciones
en el año solar.
Hasta comienzos de! siglo actual, dos maneras de entender la
democracia coexistían en el pensamiento de los autores y en el
"querer" de los gobernantes: por un lado, la democracia como forma de
gobierno, es decir, una técnica gubernamental apoyada en el régimen de
mayorías; por el otro, la democracia como estilo de vida, o sea, una exigencia
de pautas éticas y políticas cuyo número y alcances podían variar según el
marco de referencia que adoptaran los que asumían la capacidad de medir o
calificar al régimen "democrático" que fuera sometido a ese examen.
En síntesis, la opción entre la democracia corno forma y la democracia como contenido;
con todas las dificultades que esa distinción podía originar por la zona de
penumbra que conllevan los términos utilizados. Ciertamente, que la aceptación
de la democracia como forma de gobierno llevaría a la formulación de la
antinomia democracia-autocracia; lo que a su vez exigiría una mayor precisión
en la conceptualización de la primera, a efectos de poderla definir en términos
positivos antes que por el enunciado de notas negativas o por la exclusión de
ciertos caracteres. Ante todo, la democracia suponía el "gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo", pero todo ello acompañado de la
real existencia y funcionamiento de ciertos mecanismos de participación y
contralor del pueblo en y sobre el Gobierno.
El advenimiento de la democracia social como perfeccionamiento
del ideal democrático entronca decididamente en los carriles de las
conceptualizaciones históricas de le democracia: esto quiere decir, que la
locución "democracia social" no apunta a un régimen reñido con las
pautas de la democracia política predicada desde los remotos antecedentes
griegos, sino que -por el contrario -aspira a fortalecer tales pautas con la
exigencia de un marco o cuadro de condiciones reales que hagan realmente
practicable esa democracia por el mayor número de sus protagonistas,
destinatarios y beneficiarios. Con otras palabras, la "democracia
social" no reniega ni puede abdicar de la libertad civil y de la libertad
política; por el contrario, a la suma de esas condiciones añade la vigencia de
los derechos sociales, como un imperativo de la igualdad de oportunidades en
mira a la transformación de los obstáculos de hecho y de derecho que
condicionan el pleno desarrollo de la persona humana.
Para que no queden dudas: la "democracia social"
parte del respeto y aseguramiento del pluralismo, como un dato fundamental de
la sociedad moderna, e incluyendo en ese "pluralismo" todos los
elementos propios de un sistema político basado en la competición de una
pluralidad de organizaciones y ofertas de programas y de elencos; todo lo cual
diferencia categóricamente a la democracia social de los regímenes que se
autodenominan "democracias populares", en los que está ausente el
libre juego del pluralismo político y social, al extremo de que por falta de
libertad política decrece el régimen de derechos civiles al punto de que la
dimensión y la sustancia de éstos dependen enteramente del criterio de los
titulares de la autocracia dominante. Las "democracias populares"
estilan autodefinirse como los regímenes de camino hacia el comunismo; y en
estos últimos, la Constitución de la U.R.S.S. marca el signo en su Art. 2°,
cuando define al régimen sobre la base de "la conquista de la dictadura
del proletariado": para sus defensores, todos los sistemas son
"dictaduras", ya que algunas pertenecen al "proletariado"
mientras que otras corresponden a las "burguesías". Pero lo que
resulta de la verificación de las circunstancias reales de esos regímenes, es
que mientras las democracias pluralistas admiten la circulación de las élites a
través del libre juego de los partidos políticos en una permanente competición
entre mayorías y minorías; en cambio, las llamadas "dictaduras del
proletariado" no son siquiera propiamente eso, sino la sola dictadura del
elenco directivo del partido único que se atribuye la representación de una
clase. Es por ello que la verdadera opción contemporánea está dada entre las
democracias pluralistas y las autocracias de partido único o frente único;
perteneciendo las "democracias populares" al segundo tipo, toda vez
que se trata de modernas autocracias en las que no existe la libertad política
a los efectos de la verificación periódica del consenso (la falta de
alternativas políticas es una consecuencia dé la premisa de ausencia de clases
sociales, sobre la que reposan jure et de jure esos regímenes). En definitiva,
es compartible en este sentido la aseveración de Hans Kelsen, en el sentido de
que es el valor de la libertad y no el de la igualdad el que define la idea de
la democracia.
El perfeccionamiento gradual de la democracia es un iter o
camino de constante circulación, en el que las grandes instancias se resumen en
la suma y no en la segregación de los elementos fundamentales de ¡a libertad
del hombre actual: su libertad política ,su libertad civil y sus derechos
sociales. Es una suma y no una resta de condiciones; al punto que el resultado
de participación y beneficio que la democracia integral asegura al hombre
contemporáneo, está simbolizado en la tan reiterada expresión de Burdeau,
descriptiva del tránsito de una democracia gobernada a una democracia
gobernante. La pretensión de ciertos sectores para desglosar el goce social de
la libertad civil con prescindencia o al margen de la libertad política. Si
aquello fue posible durante un corto tiempo de la historia constitucional,
signado por el reinado aristocrático de la Constitución, lo segundo es menos
posible en la actualidad, cuando las condiciones sociales y económicas hacen
irreversible el proceso de democratización general y de acentuado
participacionismo de los más diversos sectores que componen nuestra sociedad.
La integración de la libertad civil con la libertad política hizo posible la
plena armonía de los llamados "derechos individuales", que fueron los
únicos conocidos y practicados en un tipo de Estado que se lo conoce con el
nombre de "Estado de abstención"; mientras que al tiempo de la
consagración de los derechos sociales, aparece un tipo de Estado que recibe el
nombre de "Estado de bienestar o participación", cuya prefiguración
en la historia política argentina correspondió a Hipólito Yrigoyen, cuando
sostuvo que la democracia ".. .No consiste sólo en la garantía de la
libertad política; entraña la posibilidad para todos para alcanzar un mínimum
de felicidad siquiera".
En razón de que la dignidad social de las personas guarda
relación simultánea e inescindible con la libertad y con la igualdad, parece
acertada la fórmula que adopta la vigente Constitución de Italia, cuando al
reconocer el tránsito del Estado de abstención al Estado de gestión, expresa:
"Es misión de la
República remover los obstáculos de orden económico y social que, limitando de
hecho la libertad e igualdad de los ciudadanos, impidan el ¡pleno desarrollo de
la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la
organización política, económica y social del país" (Art. 3). El sujeto
activo y beneficiario de ese régimen es, en rigor, todo el pueblo, ya que la
misma Constitución destaca que Italia es una república democrática
"fundada sobre el trabajo" (Art. 1°); de! mismo modo que para
Alemania Federal su Ley Fundamental sostiene la existencia de "un Estado
federal, democrático y social" (Art. 20), exigencia que es extensiva a los
países o "lander", cuyo orden constitucional "debe
corresponderse con los principios del Estado de Derecho republicano,
democrático y social" (Art. 28).
Estamos así ante el denominado Estado social de derecho, en
el sentido que le atribuyera Hermann Heller a la única alternativa válida de
nuestro tiempo frente a los desafíos planteados por los totalitarismos de
izquierda y de derecha. Pero como las palabras encierran connotaciones y éstas
envuelven peligros, es conveniente advertir que la apuntada expresión
"Estado social de derecho" queda imbricada en el plano de los grandes
postulados del constitucionalismo (legalidad, representación, separación de los
poderes, libertad); que presume y sostiene el pluralismo ; que no abjura de la
vigencia de los derechos individuales; y que parte de la base de la existencia
de una estructura socio-económica en la que también acentúa ese pluralismo,
desde el momento que descarta las formas reales o encubiertas de
"dictadura del proletariado" o cualquier otro eufemismo utilizado
para aludir a formas estatales que aspiran a homogeneizar a la sociedad bajo un
régimen de absolutismo o totalitarismo . Por ello, desde el punto de vista
político, no cualquier Estado es un "Estado social o de derecho" como
tampoco cualquier Estado social es un Estado de derecho, ni cualquier Estado de
derecho asume los perfiles de un Estado social. El "Estado social de
derecho" se desarrolla en las democracias pluralistas y, por lo tanto, no
cabe la búsqueda de su filiación entre las autocracias o monocracias
contemporáneas, sean éstas de tinte autoritario o de alcances totalitarios.
El "Estado social de derecho" es la forma
jurídico-institucional que corresponde al estadio de la democracia social,
entendiendo a ésta como forma y como sustancia política de un régimen basado en
la concepción personalista de la dignidad del hombre, con pleno rechazo de toda
teoría o interpretación transpersonalista que anteponga otros fines que el
hombre mismo.
II
La afirmación de los elementos positivos que acompañan a la
concepción de la democracia social no importa una cristalización de formas ni
la petrificación de resultados. Por el contrario, la "democracia social es
un ámbito que se pretende alcanzar como medio para el mejor desenvolvimiento de
la dignidad humana en las situaciones históricas concretas que el mundo
contemporáneo afronta. No se pretende establecer una panacea ni un desiderátum;
únicamente se trata de obtener las condiciones adecuadas para el mejoramiento
humano, que es y debe ser el destino de todas las fórmulas políticas e
institucionales. La "democracia social" es una estructura con un signo
político; y, como tal, será siempre un medio y nunca podrá convertirse en un
fin en sí misma.
Desde el punto de vista histórico, la "democracia
social" aparece como una forma de perfeccionamiento a alcanzar por medio
de los cauces de la democracia política, del régimen representativo y del
pluralismo político-cultural y social. La concepción de democracia social que
hoy en día adoptan numerosos grupos y partidos políticos de las más variadas
partes del mundo, reposa en fundamentos propios de la concepción democrática
tradicional, pero doblemente adaptados a la temática social contemporánea y a
las peculiaridades del fenómeno político de país en función de su respectivo
grado de desarrollo y de la prioridad de sus necesidades.
En sus fuentes nutricias, la concepción de la
"democracia social" se alimenta en la idea solidarista, que la
diferencia claramente de las otras ideas o tendencias que animan a las demás
posiciones posibles que compiten en el mundo de hoy por el predominio en la
organización de los modelos estatales. Si se nos permite acudir a ¡a famosa
historia del "perro del hortelano", podríamos afirmar que mientras
los reaccionarios se limitan egoístamente a "comer", los totalitarios
"a veces comen pero no viven ni dejan vivir", y los liberales
conservadores "comen y dejan comer"; en cambio, los solidaristas
tienen por objetivo "comer, dejar comer y ayudar a comer" al prójimo.
Esta postura entronca a la democracia social con el perfeccionamiento de la
democracia política tradicional, alejándola por completo de los modelos de
democracia marxista-leninista denominados "democracias populares". La
democracia social se diferencia de la vieja democracia política en cuanto ya no
es individualista, pero se diferencia de los modelos totalitarios en tanto
rechaza las pretensiones monocráticas de éstos y reclama el mantenimiento del
pluralismo como cauce adecuado para la confrontación del consenso y la búsqueda
del fuego entre mayorías y minorías. También puede decirse, en este intento de
perfilar la línea de democracia social, que su adopción implica la apertura de
un tercer camino, por rechazo a las ofertas que intentan polarizar el proceso
socio-político y económico entre los términos de una despiadada alternativa: el
no-cambio, es decir, la postura conservadora del statu-quo, por un lado; y el
impulso hacia el cambio sin ningún cauce, o sea, la postura revolucionaria de
los planes maximalistas, por el otro. La democracia social aspira a viabilizar
los cambios con cauce, es decir, a través de instituciones y de fuerzas que no
solamente se someten al Derecho sino que -además- admiten que la elaboración de
esas normas o reglas del juego se lleve a cabo a través de la expresión libre
de todos los grupos o sectores que conforman la sociedad.
En cuanto a las perspectivas del futuro argentino, creemos
que esa pretensión es la más acorde con la composición de la sociedad
argentina, la de menor costo político-social, y la que no está reñida con el
alto grado de crecimiento alcanzado por el país en diversos niveles de
actividad (v.gr, renta per cápita, índice de alfabetismo, participación social
en el producto bruto, movilidad social, etc.).
Esta concepción de la democracia social no puede ser
confundida con el "desarrollismo", toda vez que difiere
filosóficamente -y, por ende, políticamente- de aquella doctrina, cuya
filiación es preeminentemente economicista. La "democracia social"
apunta a la eliminación de !a opresión, pero a diferencia de otras
concepciones, no unilateraliza la visualización de esa opresión, así, avanzando
por sobre las viejas concepciones liberales, no limita el problema de la
opresión a la existencia de formas de opresión política; pero tampoco reduce la
cuestión de esa lucha a una actitud contra la opresión económica: reclama, en
vez, la "libertad contra la opresión" , comprendiendo en este término
a todas las formas de opresión que puedan perturbar o distorsionar la
existencia de la persona humana. Es un pronunciamiento contra la opresión
política y contra las diversas formas de opresión económica, pero también
contra cualquier manifestación opresiva proveniente del plano cultural,
educativo, religioso, sexual, social, etc., etc. Por lo tanto, la democracia
social abraza resueltamente la idea de liberación, pero no como un mito o un
slogan, sino como decidida ampliación de la idea de desarrollo: este concepto
resulta parcial, mientras que ¡a liberación a que aspira la democracia social
es una noción total, amplia, extensiva, que pretende captar en su integridad e
integralidad la sabia afirmación de Paulo VI cuando recomienda alcanzar no
solamente el desarrollo de todos los hombres sino principalmente el desarrollo
de todo el hombre.
En esa línea de pensamiento, la democracia social en función
de programa político sostiene diversas postulaciones conducentes al
aseguramiento -en la mayor medida humana y concreta posible- de un régimen
socio-político y económico de igualdad de oportunidades. No se conforma con la
proclamación de la igualdad legal como igualdad formal, sino que brega por la
toma de decisiones que favorezcan gradualmente la creación de condiciones
generales en las cuales prospere el mayor grado posible de igualdad real de
oportunidades. No pretende que todos sean iguales ni que todos tengan o hagan
lo mismo, pero aspira a que las transformaciones sociales -a las que el Estado
no es ajeno- se orienten hacia la remoción de todos aquellos obstáculos, de
hecho y de derecho, que impiden ese acceso del mayor número a las mejores
oportunidades. La enorme importancia que la democracia social asigna a este
punto está representada por el cúmulo de reivindicaciones basadas en el rol del
Estado como agente promotor y regulador de esa transformación evolutiva y
pacífica: esto ha posibilitado que muchas de las medidas preconizadas por la
democracia social sean atacadas desde los sectores conservadores clásicos por
su tendencia al estatismo y al crecimiento del aparato gubernamental. Sin
embargo, la dosis de estatismo que acepta la democracia social no se aleja
mucho de la fórmula de la "subsidiaridad" que proclaman diversas
tendencias contemporáneas, en tanto y en cuanto se concibe al Estado como
agente re-movedor o corrector de los factores que mantienen la desigualdad de
oportunidades, pero no procura la transformación del Estado en único agente del
cambio social ni, mucho menos, en único protagonista del quehacer
económico-social. De todos modos, si se quiere fijar una línea demarcatoria del
avance estatal bajo una democracia social, puede decirse que los actos de un
régimen alimentado por esa concepción, no pueden llevar a matar "la
gallina de los huevos de oro", que es la producción incesantemente
acrecentada, ni pueden significar un menosprecio por la actuación legítima de
los diversos grupos y factores existentes en la sociedad.
En definitiva, la democracia social -y esto es
filosóficamente fundamental para su ubicación correcta- acepta y mantiene la
distinción entre la sociedad y el Estado, que está ínsita en las fuentes del
liberalismo político, como uno de los elementos cardinales de la organización
institucional y política que permite garantizar eficientemente los derechos
humanos en un régimen de libertad y de seguridad.
La distinción entre la sociedad y el Estado está fuertemente
enraizada en los Estados constitucionales que se organizaron en Occidente a
partir de fines del Siglo XVIII, a tal punto que casi todas las Constituciones
han oficializado la existencia de ambos campos a través de las regulaciones
obrantes en sus dos partes clásicas: la parte dogmática y la parte orgánica
(aquélla referente a la Libertad y ésta referente al Poder). Y ello tan es así,
que en la teleología de los reformadores de Constituciones, es menester tener
presente que si se quiere mejorar el Estado -a través de sus órganos y de sus
procedimientos- hay que corregir la parte orgánica de la Constitución; mientras
que si lo que se pretende es cambiar a la sociedad, entonces deben apuntar a
las reformas en la parte dogmática de la Ley Suprema, ya que es allí donde se
encuentra delimitada la acción del Estado frente al ámbito propio de la acción
humana en la sociedad.
III
De las breves reflexiones que preceden, puede concluirse que
para el establecimiento firme de una democracia social es menester contar con
estructuras apropiadas y que esas estructuras consisten básicamente en
instituciones jurídico-políticas que resulten adecuadamente alimentadas por
fuerzas e ideas políticas consustanciadas con los procedimientos y contenidos
democráticos. Como concepción pluralista, la democracia social busca su defensa
y vigorizamiento en la fortaleza del modelo que ella ofrece, a través de las
creencias y de las acciones que a partir de aquél se generan; pero no acude a
la exclusión y proscripción de las fuerzas competitivas por el solo hecho de
estar animadas de ideas distintas u opuestas a las que alimentan su propio
modelo. En todo caso, la censura y la punición recaen sobre los actos que
implican una violación de la legislación común, aplicable por igual a todos los
sectores de la sociedad.
El problema de fondo es otro y consiste básicamente en la
definición de los elementos fundamentales para la configuración del modelo de
estructuras jurídico-institucionales que han de servir como cauce para el
desenvolvimiento de una democracia social. Y en ese sentido, son -como mínimo-
tres los elementos que requieren una precisión y consiguiente armonización
recíproca: 1) la fijación del límite entre la esfera pública y la esfera
privada, que obre como indicación de la existencia de una separación entre la
Sociedad y él Estado; 2) la conformación de la estructura del poder político; y
3) un sistema de garantías que sea acorde con lo resuelto en los dos puntos
precedentes. Si volcamos estas pautas sobre los niveles políticos, económicos y
sociales que coexisten en toda organización estatal, tendremos la oportunidad
de subrayar los objetivos de mayor importancia para el perfilamiento del modelo
en cuestión. Así, por ejemplo, en el piano político, la aspiración al
establecimiento de un poder legítimo, cuya fortaleza de origen y de ejercicio
-que no debe ser confundida con el abuso del poder- le permita a sus órganos
sobreponerse al embate de los contrapoderes que actúan en toda sociedad
pluralista, a veces intentando desplazar la gravitación de los poderes
legítimos. En el plano económico, el establecimiento de "reglas del
juego" que fijen con certidumbre y claridad el campo de acción propio de
cada sector, para que de esa manera no se cercenen los elementos de seguridad
que son presupuestos elementales de toda acción que procure la creatividad y el
aumento de la productividad. En lo social, una presencia estatal inspirada en
propósitos asistenciales y previsionales cuya meta distributiva compatibilice
el antedicho sistema de producción con una creciente absorción comunitaria de
los riesgos sociales. La enfatización de estas notas características es visible
en algunos regímenes de probada experiencia, por lo que puede fácilmente
ejemplificarse a partir de tres modelos que concentran en cada uno de ellos las
apuntadas características: por ejemplo, en lo político, la tónica del régimen
de Francia a partir de la Constitución de la Quinta República, tendiente a
consagrar el gobierno de la mayoría, pero de una mayoría formada como tal en el
propio cuerpo electoral; en lo económico, las pautas del sistema vigente en
Alemania Federal, que han permitido a ese país reconstruir totalmente su
existencia material y convertirse rápidamente en una de las principales
potencias industriales del mundo, sin desmedro de la protección de los derechos
humanos y del ejercicio indispensable de una justicia social distributiva; y en
lo social, las notas del modelo nórdico europeo, cuyos afanes de socialización
no han recaído sobre las bases productivas sino sobre las reglas de
distribución y el régimen de seguridad social que ampara a toda la
colectividad.
En la Argentina, la confusión de los elencos dirigentes ha
llevado con increíble persistencia a estimar que es factible la perdurabilidad
de un régimen que propicie la distribución "ad infinitud" con prescindencia
del crecimiento de las fuentes de producción. Ni el capitalismo ni el
socialismo han pretendido tamaño milagro que, por lo demás, es contrario a la
más ele-mental lógica. Por lo tanto, es menester clarificar la interrelación de
todos los elementos que forman parte de las estructuras que definen un régimen
político e institucional: sin coherencia no puede alcanzarse ningún resultado
racional y, por el contrario, la falta de coherencia conduce fatalmente a la
pulverización de cualquier ensayo de organización política. Una de las
expresiones más elocuentes de tales contradicciones, está dada por la relación
entre la dimensión y la eficacia del aparato estatal argentino: la extensión
del régimen burocrático no ha significado la proporcional amplificación de la
eficiencia del aparato gubernamental; sino que, por el contrario, su
debilitamiento intrínseco ha llegado hasta ofrecer el espectáculo de la pérdida
de su poder disuasivo frente a los conflictos protagonizados por los
contrapoderes entre sí. La dimensión cuantitativa no trajo aparejada la
consiguiente nutrición de sus posibilidades cualitativas de poder; y hasta
podría decirse que el aparato estatal argentino "tiene" todo,
"hace" todo, pero "es" poco o nada. Se ha producido una
especie de vaciamiento o sustracción de los atributos específicos de la acción
estatal, oscurecida u ocultada bajo la apariencia del crecimiento desmesurado
de los elencos públicos, pero que en rigor de verdad ha deparado como resultado
la devaluación de las autoritas y de la potestas inherentes al Estado.
Desde el punto de vista constitucional, el enfoque del
problema debe partir de la misma actitud mental que confiesa Alberdi en sus
"Bases", cuando el pensador se interroga acerca del problema a
resolver en aquel momento de la vida nacional: "¿Qué Constitución
necesitamos?"; y la respuesta fue acorde con las condiciones de la
realidad que el sistema institucional se proponía modificar encausadamente:
eliminar el desierto. La Constitución de Alberdi era, pues, una Constitución
formulada para servir a esa finalidad, o sea, para crear condiciones que
permitieran modificar los datos de una realidad cuya transformación era el
programa de los hombres que delinearon el modelo de 1837-1853 (población,
capitalización, conquista del desierto, alfabetización, etc.). Hoy, la pregunta
debe ser la misma: "¿Qué Constitución necesitamos los argentinos?"; y
la respuesta debe ser acorde con las condiciones de la realidad y con los
objetivos o fines que constituyan el programa a realizar.
Esa respuesta debe partir de los datos de la realidad, pero
no para someterse resignadamente a la cristalización de los condicionamientos,
sino con el fin de hallar los instrumentos racionales más adecuados para
alcanzar los cambios a través de "reglas del juego" que sean
legitimadas por el consenso de la sociedad. Si en 1853 se trataba de superar la
realidad del desierto, que circundaba a la pequeña sociedad que poblaba nuestro
territorio; hoy las instituciones que debemos perfeccionar lo serán en función
de otras realidades crecidas al amparo de circunstancias perturbadoras del
devenir nacional: el caos, la crisis crónica de la legitimidad política, la
crisis de liderazgo, la crisis de disfuncionalidad y de roles, la profunda
fractura en la solidaridad social (que a veces lleva a pensar si constituimos
una Nación o si nos reducimos a una "yuxtaposición"), etc., etc.
Finalmente, una cosa debe quedar muy en claro: que la
principal dificultad para el establecimiento de una democracia social no radica
en los mecanismos constitucionales (que pueden coadyuvar o dificultar su
funcionamiento), sino en ciertas características que ofrece la sociedad. Y si
de la sociedad argentina se trata, hay suficientes elementos de obstáculo como
para pensar, que el esfuerzo constructivo habrá de requerir un muy firme
impulso por parte de los agentes positivos (partidos, fuerzas, grupos) que
operan en esa sociedad. Precisamente en 1910, al cumplirse el Centenario de la
Revolución de Mayo, en su obra de análisis y crítica titulada: "El Juicio
del Siglo", don Joaquín V. González enunciaba a la ley del odio entre los
argentinos como la más perturbadora constante de nuestro desarrollo social
durante esos cien años, con las graves consecuencias que su persistencia
ocasionaba aún en el organismo social. Hoy, que nos acercamos hacia la década
del Ochenta, podemos también detectar algunas "leyes" igualmente
perniciosas en el desenvolvimiento nacional, que están fuertemente arraigadas
en el seno de nuestra sociedad. Esas "leyes" negativas, son: el
cuestionamiento (el argentino es contestatario por vocación); la impaciencia
(los argentinos pretendemos ser "perfectistas" en vez de resignarnos
o conformarnos con ser "perfeccionistas" que es lógico y humano); la
envidia (que se traduce en verdaderos prodigios de memoria individual y en
asombrosos casos de olvido colectivo); y el encumbramiento de la mediocridad
como sistema (una verdadera "ley del chanterío" -en voz lunfarda pero
acertada-, que apenas si tolera los grandes éxitos individuales y que goza
morbosamente los frecuentes fracasos colectivos). En síntesis: un país enfermo
de irracionalidad en los más variados estratos de su composición social; al
extremo de que las visiones pesimistas que apuntan interesada o
subconscientemente al apocalipsis argentino, insisten en remarcar con porfiado
derrotismo: a) Que las medidas del descenso argentino son insondables hasta que
lleguen a alcanzar la desintegración nacional; y b) que acá cualquier modelo o
ensayo va a fracasar, porque es un terreno en el que han fracasado todos. A ese
pesimismo hemos aludido recientemente; y para contrarrestarlo partimos de una
actitud opuesta a la de la resignación: pensamiento, palabra y acción al
servicio de la construcción y no de la destrucción; sentido de propiedad de "su"
país por los argentinos; dimensión de proyecto en común y no de parcialidad
(¡la anécdota de los picapedreros...!); predominio de la razón sobre ¡os
arranques instintivos; búsqueda de las soluciones en el conocimiento lógico y
no en la brujería. Con dos palabras: o cambiamos o perecemos como entidad
nacional.
Se debe a Ortega y Gasset la feliz percepción según la cual
el hecho revolucionario no consiste en eliminar los abusos sino en cambiar los
usos de una comunidad. Desde ese punto de vista, los argentinos hemos estado
escasos de revoluciones, habida cuenta de la persistencia de los
"usos" que caracterizan a nuestra sociedad. De nada han servido las
frecuentes alteraciones en el régimen institucional ni las modificaciones y
remiendos introducidos en los órganos, procedimientos y competencias del
Estado: pocas veces se ha puesto la mirada en la sociedad, cuya enfermedad ha
sido el origen y la medida de los defectos de nuestro aparato estatal. La que
está enferma es la sociedad argentina, a la que es menester curar para que todo
lo otro no se convierta en un trabajo en el vacío. El cambio de ciertos
"usos" sociales -a los que nos hemos referido en párrafos anteriores-
es absolutamente imprescindible si se aspira a colocar a nuestro país en la
ruta de circulación y destino de los Estados modernos. Hoy por hoy, arrastramos
traumas y prejuicios que nos llevan cíclicamente a recaer en fórmulas, imágenes
y elencos que no se compadecen con el grado de desarrollo alcanzado por el
país. Sufrimos un permanente contraste -frustrante y acomplejante- entre la
modernidad y la hechicería, en que la irracionalidad dominante produce
elecciones fatales por el segundo de los términos citados. ¿Aprenderemos la
lección?
IV
No sería correcta
esta visión en escorzo de los aspectos introductorios de la democracia social,
sin mencionar algunas puntualizaciones que acompañan al tema en su tratamiento
habitual por la doctrina. Y, en primer lugar, debemos hacer mención del reproche
que se le formula a la democracia social como una manifestación más de
"elitismo" en la concepción del poder. Esta acusación no nos debe
molestar, toda vez que no existe ninguna forma de gobierno ni construcción
teórica con pretensión de tal que hayan podido eliminar la existencia y la
circulación de las élites. Precisamente, el problema consiste en eso: cómo se
forman y cómo compiten en la circulación y acceso al poder las diversas
"élites" que coexisten en una sociedad y están separadas por razones
de diversidad de lealtadas a hombres, principios o intereses. El problema o la
cuestión no está, pues, en la existencia de tales "élites" (o como
quiera llamárselas), sino en el juego reconocido para la disputa por el acceso
a la dirigencia efectiva de la comunidad políticamente organizada. Élites
siempre hubo y siempre habrá; lo que cambia según las circunstancias históricas
es el régimen de oportunidades y de posibilidades para el acceso al poder. La
democracia social, en este terreno, pugna por hacer efectivo el consabido
principio de la mayor igualdad de oportunidades, a través de la apertura
democrática en las instancias de formación y de circulación de los grupos
dirigentes de la sociedad. La ya mentada acción del Estado con miras a la
remoción de los obstáculos que impiden el goce de la igualdad, está
primariamente encaminada a crear las condiciones mínimas indispensables para la
formación de una dirigencia, cuyo ingreso será libre (sin barreras
limitacionistas) y cuyo acceso será competitivo (según méritos y esfuerzos, es
decir, condiciones de aptitud, vocación y dedicación). Estas ideas sirven para
encuadrar en sus correctos términos el problema del denominado
-peyorativamente- "elitismo", por cuanto es menester señalar
enfáticamente que la democracia social no supone anarquía, de la misma manera
que rechaza a la oligarquía: su condena de ambas deformaciones queda firme,
desde el momento que exhibe una especial preocupación por obtener la capacidad
de los dirigentes (políticos, económicos, culturales, etc.) a través de su
extracción de la sociedad sin miramientos que puedan significar un
estrechamiento de las bases de formación de quienes se presentarán ante la
comunidad para recabar el consenso necesario a los efectos de intentar el
ejercicio de la "autoritas" y de la "potestas" que las
diversas magistraturas implican. En definitiva, la igualdad de oportunidades en
el acceso al poder debe comenzar en el nivel de la formación de la dirigencia,
para que las "reglas del juego" que se apliquen al momento de la selección
de los detentadores del poder no se conviertan en un eufemismo desde el punto
de vista democrático de alcanzar un "gobierno del pueblo, por el pueblo y
para el pueblo".
La democracia social aspira a hacer más efectiva la igualdad
ante la ley (igualdad civil y política) mediante la intensificación de la
igualdad de oportunidades. La creación de condiciones reales que permitan
mayores oportunidades para todos es una de las funciones que los cuerpos
intermedios y que el Estado asumen entre los roles de transformación que marcan
la diferencia entre la vieja concepción del Estado abstencionista y la más
nueva de un Estado partícipe. Esa transformación es simétrica con la que
consuma la aparición de los derechos sociales como complemento de los derechos
individuales (civiles y políticos): la procura de los primeros se convierte en
la más acuciante condición para garantizar el goce efectivo de los segundos.
Los derechos sociales no niegan ni suprimen a los individuales; sino que, al
contrario, pasan a crear las posibilidades más efectivas y reales para que el
ejercicio de los derechos individuales no quede limitado a su enunciado en el
papel de los textos. Y del mismo modo, la democracia social en su conjunto pasa
a desempeñar el importantísimo sentido y significado de asegurar las
condiciones reales de existencia y funcionamiento de una democracia política
efectiva. Casi podríamos rematar el razonamiento afirmando que en la
perspectiva finisecular que se avecina, no es imaginable la subsistencia de la
democracia política sin su coexistencia vital con la democracia social: esta
última se ha erigido en un verdadero presupuesto para la prolongación de la
democracia política. La legitimidad por el consenso que pretende alcanzar el
régimen democrático requiere que en su dinámica ese régimen esté rodeado de la
adhesión y de la lealtad de sectores y grupos sociales cuya integración
política es fundamental para evitar una contestación violenta que haga peligrar
las bases en que se asienta -y se alimenta- el sistema democrático de gobierno
y de vida. La democracia social busca, precisamente, garantizar esa
integración; para lo cual parte de los datos de la realidad y de la
comprobación incontestable de que no es suficiente con la igualdad formal, y
que las declaraciones de derechos (individuales) no importan por sí mismas el
arraigo de su práctica por todos los sectores de la sociedad. En una palabra,
para la democracia social la "sociedad" no es un ente abstracto y
homogéneo, sino un cuerpo cuyos componentes van desde el sujeto pudiente (que
puede), cuyas posibilidades de ejercicio de los derechos son considerables,
hasta el sujeto sumergido (que no puede), cuya situación de impotencia para el
acceso al goce de los derechos lo impulsa muchas veces al repudio total de un
sistema en el que visualiza la causa de su frustración y el mantenimiento del
statu quo. Por ello, la vigencia de una democracia social se convierte en
reaseguro de la paz en el seno de la comunidad, al posibilitar el goce de los
derechos por el mayor número y la reducción a su más mínima expresión de los
sectores que actúan como grupos de tensión.
La gran importancia que la democracia social reconoce y
atribuye a los grupos intermedios, como parte de su proclamada convicción
pluralista, no lleva a la admisión de deformaciones en virtud de las cuales el
sistema en sí degenere en formas corporativizantes. Aun a riesgo de sorprender
con términos rotundos, es menester proclamar que la democracia social es
perfectamente compatible con la partidocracia, pero nada tiene que ver -ni
hacer- con el corporativismo. De una clara percepción de los medios y de los
fines, la democracia social advierte in limine que la relación entre partidos y
corporaciones debe guardar la vertebración que corresponde a sus respectivos fines:
para los partidos la finalidad es llegar a la ocupación y ejercicio del poder,
mientras que para las otras entidades el objetivo reposa en la influencia o
gravitación sobre el poder, pero sin llegar a la ocupación misma del poder. Por
lo tanto, los medios deben ser proporcionales a esos fines; y, así, es
sumamente peligroso distorsionar el sistema atribuyendo a unos los medios que
según sus fines le corresponden a los otros.
La democracia social debe cuidar a través del poder de
policía estatal la preservación de "reglas del juego" de cuyo
mantenimiento depende en alto grado la salud y la supervivencia del sistema
todo; y debe poner coto a cualquier intento de extralimitación que ponga en
peligro aquella relación entre medios y fines: es que no tiene mayor sentido
poner todo el acento en la purificación de la organización legal de los
par-tidos políticos, o en la fijación de condiciones severas para su
funcionamiento y actuación, si al mismo tiempo éstos son relegados frente a
otras organizaciones a las que sin aquellas limitaciones se les brinda la
oportunidad de cumplir los fines propios de los partidos. Uno de los datos que
más ha servido para retardar la aceptación de la democracia social ha sido el
constante acrecentamiento de la gravitación de las corporaciones en detrimento
de la fuerza representativa de los partidos (17). Sobre este problema -de no
fácil solución- la doctrina comparada ha llamado la atención sobre los riesgos
que conlleva el pluralismo, destacando la necesidad -como apunta Burdeau- de
controlar la tendencia natural de los grupos a querer olvidarse de que son
"partes" para pretender convertirse en "totalidad", cuando
el sistema en e! que se desenvuelven tiene como preciso punto de partida el
impedir que una fuerza monopolizadora pueda llegar a erigirse en
"totalidad" y transformar así a la democracia pluralista en una
monocracia autoritaria o totalitaria, según los casos. Entre las muchas cosas
que se pueden hacer para evitar ese riesgo, hay dos que son muy recomendables:
a) en cuanto a los grupos, su institucionalización a través de los consejos
económicos y sociales y su participación orgánica en la programación general
(18); y b) en cuanto a los partidos, el vigorizamiento de su representatividad
a través de una mayor inserción de las fuerzas sociales en el interior de cada
uno de los partidos políticos.
La inserción funcionalista en los partidos políticos, a
manera de inyección revitalizadora, puede ser positiva en la medida en que la
dosis aplicada sea asimilada por aquellas entidades de intermediación que hoy
en día monopolizan la oferta de dirigencia sujeta a la electividad. Esa dosis
adecuada de inserción de los intereses estará justificada en cuanto los
partidos aumenten su calidad representativa (muy alicaída en los últimos
tiempos, en paradójica contradicción con el monopolio que la ley les concedía)
y esa mejora les valga como instrumento para enriquecer algo que es definitorio
en la distinción de los partidos políticos con las de-más fuerzas y grupos
sociales: la formulación de una doctrina que responda coherentemente a una
cosmovisión. Mientras que los partidos deben reunir ese requisito sustancial de
su devenir, los demás grupos no están emplazados -ni por la ley ni por la
dinámica- a tamaña elaboración de raíces ideológicas o de coherencia con las
creencias, toda vez que los grupos tienen su razón de ser en defensas
sectoriales y no integrales o totales de los intereses de la comunidad.
Corresponde a la élite de los partidos (en sentido encomiástico y no
peyorativo) la importante función de armonizar los juegos sectoriales que
puedan legítimamente suscitarse en su seno; y al hacerlo, los dirigentes
tendrán la oportunidad de demostrar su real condición de tales, o sea, que su
rol dentro de los partidos es el de "dirigentes" y no el de dirigidos
(a remolque de los afanes sectoriales). Y otro resultado positivo que puede
ofrecer la inserción funcional es, sin duda alguna, el acrecentamiento de la
responsabilidad por las propuestas programáticas de cumplimiento inmediato, que
frecuentemente constituyen un verdadero "catálogo de ilusiones"
descolgado de todo propósito sincero de cumplimiento.
Para los que temen la exageración o el peligro de la
partidocracia, basta decir que el propio sistema democrático ha ideado
instrumentos correctivos cuya aplicación puede atenuar los efectos del abuso de
la "representación": nos referimos a las denominadas formas
semidirectas de democracia (referéndum, plebiscito, revocatoria, iniciativa,
etc.), cuya práctica emancipa a los electores de las lealtades partidarias y
pone a la ciudadanía en situación concreta de poder decidir antes que elegir.
La consulta popular -adecuadamente institucionalizada- es un gran moderador
para la salud del régimen representativo, ya que puede en ciertas circunstancias
compensar el déficit de representatividad de las fuerzas actuantes, permitiendo
la expresión directa del pueblo en relación con los grandes temas que reclaman
el debate y el consenso.
Como siempre, abrigamos la convicción de que en la
democracia hay cabida para todos, excepto para los que reniegan del sufragio e
injusticias conocido.
Fuente: "La Democracia Social" por Jorge Reinaldo Vanossi conferencia pronunciada en la Fundacion Eugenio Blanco y reproducida en Propuesta y Control Año 2 - Nº 7 - Buenos Aires,
julio-agosto de 1977.
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