La entrega absoluta, las convicciones vueltas acción, el
coraje sin alardes, el mensaje limpio de demagogia: todo esto era Balbín, para
maravilla de quienes tuvimos el privilegio de conocerlo durante el transcurso
de más de treinta largos años. Su empecinamiento republicano lo había instalado
desde siempre y definitivamente en la vanguardia de la lucha contra todas las
odiosas formas de agresión de las que se sirven los prepotentes y los
autoritarios para defender y consolidar sus privilegios sobre el derecho de los
demás. Desde esa avanzada fue librando su interminable batalla política sin
arredrarse ante la dimensión del enemigo, aunque sin desatender jamás la
responsabilidad de preservar la pureza e integridad del radicalismo, su hogar
cívico, tanto cuando desde el poder se embestía contra la UCR, como cuando las
inevitables diferencias afectaban la convivencia interna. Amó al partido, lo
impregnó de mística, lo prestigió con el trabajo de su militancia incansable y
lo comprometió para siempre con el ejemplo de su conducta. Obstinado trajinador
de la Causa, ningún rincón de la Patria le fue ajeno ni dejó de merecerle
atención, importancia y respeto, valores con los que distinguía hasta al más
humilde de los correligionarios. Mil y una veces lo vimos cruzar todos los
rumbos argentinos, desafiando públicamente prohibiciones, vetos y fraudes,
conmoviendo multitudes en las plazas con su excepcional comunicatividad,
asumiendo con naturalidad los riesgos de la exposición pública, cuando hacerlo
equivalía a jugarse la vida en cada tribuna. Siempre de frente, nunca en la
clandestinidad. Es que él había aceptado, sin hesitar, esos dos impresionantes
desafíos que su acendrado sentido del deber le imponía obedecer
simultáneamente: uno, aquel de encabezar la pelea sin tregua en defensa de la
República democrática y otro, tal vez el más importante, el de preservar
celosamente a la institución UCR, como guardián del único instrumento
históricamente irreemplazable para lograrlo. Asumió el reto, aunque en esa
lucha se fuera consumiendo su vida porque, como supo afirmar alguna vez, “la había
entregado a la argentinidad”. Convencido de que sin Radicalismo nunca
tendríamos República, fue claramente líder en un partido de nada fácil
conducción, repleto de figuras de enjundia y muy fuerte personalidad, de cuyas
ideas, posiciones y propuestas fue abanderado y lúcido portavoz, con la sola
garantía de su credibilidad y el extraordinario aval de su conducta. Puedo
recordarlo exaltando con satisfacción y elogios la seriedad con que las
diferentes comisiones de cada Convención Nacional solían trabajar en la
elaboración de cada una de nuestras plataformas electorales, procesando
políticamente objetivos y técnica para la redacción final de las propuestas que
se debía defender en las campañas (“…si la gente supiera cómo se trabaja dentro
del radicalismo…con cuánta responsabilidad se discute…”). Lo recuerdo y lo
escucho aún, absorbiendo serenamente las eventuales derrotas, siempre
instándonos a continuar de inmediato en ese duro bregar sin recompensas a la
vista, convocándonos desde su intacta voluntad, tan entera como su prestigio,
enhiesto sobre aquel radicalismo que no se permitía pausas ni desvíos. Dueño de
una impronta sarmientina que lo hacía desdeñoso de protocolos y frivolidades,
vivía su vida con esa sencillez republicana que solía reclamar como virtud a
todos los actores políticos. Asimismo, por una manifiesta incompatibilidad de
carácter, supo rehuir la seducción de los microclimas engañosos propios de
ciertos círculos áulicos -- económicos, intelectuales o de pretendido abolengo
-- que suelen merodear la actividad política y tergiversan interesadamente el
mensaje de la gente, ese mensaje de los ciudadanos comunes donde su convicción
radical abrevaba y que nutría su energía militante. Sin permitirse descanso ni
pausa, siempre supo cuál era el deber que debía cumplir, cuáles los valores que
debía defender y quiénes los enemigos que debía enfrentar. Seguramente esa haya
sido una de sus mayores virtudes, el arma que le permitió sostener con nitidez
y transparencia su desigual contienda en un ámbito social de tan maltratada
institucionalidad, en el que se fueron alternando los gobiernos civiles de
apariencia republicana pero de cuna fraudulenta, con otros de origen
democrático pero de filosofía y ejecución autoritaria, interrumpidos cada tanto
por aventuras de militares travestidos políticos salvadores. Sobre esta confusa
realidad debió conducir Balbín al radicalismo, preservando su identidad
intransigente con la decisión de los convencidos. Pagó el diezmo de cárcel que
tributan los valientes, supo de traiciones inesperadas y, cuando el interés de
la Patria se lo reclamó, asumió un sacrificio político no siempre bien
comprendido pero que la historia de los argentinos agradecerá. Con él, la nave
del partido jamás equivocó el rumbo. Con él, un radicalismo en plenitud nos
contenía y motivaba, la vocación política era una expresión de dignidad cívica
fuera de sospecha y la pertenencia era una feliz realidad. Nos legó una Unión
Cívica Radical respetada, creíble, de limpias banderas y conciencia tranquila
que nunca dejaremos de extrañar. Ojalá, como legatarios de tan bella herencia,
aprendamos a merecerla y honrarla.
Fuente: Carlos Pedersen Presidente del Comité Capital del Movimiento de Afirmación Yrigoyenista "A ciento diez años del nacimiento de Ricardo Balbín" (julio de 2014)
No hay comentarios:
Publicar un comentario