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sábado, 2 de agosto de 2014

Carlos Pedersen: "A 110 años del natalicio de Ricardo Balbín" (julio de 2014)

La entrega absoluta, las convicciones vueltas acción, el coraje sin alardes, el mensaje limpio de demagogia: todo esto era Balbín, para maravilla de quienes tuvimos el privilegio de conocerlo durante el transcurso de más de treinta largos años. Su empecinamiento republicano lo había instalado desde siempre y definitivamente en la vanguardia de la lucha contra todas las odiosas formas de agresión de las que se sirven los prepotentes y los autoritarios para defender y consolidar sus privilegios sobre el derecho de los demás. Desde esa avanzada fue librando su interminable batalla política sin arredrarse ante la dimensión del enemigo, aunque sin desatender jamás la responsabilidad de preservar la pureza e integridad del radicalismo, su hogar cívico, tanto cuando desde el poder se embestía contra la UCR, como cuando las inevitables diferencias afectaban la convivencia interna. Amó al partido, lo impregnó de mística, lo prestigió con el trabajo de su militancia incansable y lo comprometió para siempre con el ejemplo de su conducta. Obstinado trajinador de la Causa, ningún rincón de la Patria le fue ajeno ni dejó de merecerle atención, importancia y respeto, valores con los que distinguía hasta al más humilde de los correligionarios. Mil y una veces lo vimos cruzar todos los rumbos argentinos, desafiando públicamente prohibiciones, vetos y fraudes, conmoviendo multitudes en las plazas con su excepcional comunicatividad, asumiendo con naturalidad los riesgos de la exposición pública, cuando hacerlo equivalía a jugarse la vida en cada tribuna. Siempre de frente, nunca en la clandestinidad. Es que él había aceptado, sin hesitar, esos dos impresionantes desafíos que su acendrado sentido del deber le imponía obedecer simultáneamente: uno, aquel de encabezar la pelea sin tregua en defensa de la República democrática y otro, tal vez el más importante, el de preservar celosamente a la institución UCR, como guardián del único instrumento históricamente irreemplazable para lograrlo. Asumió el reto, aunque en esa lucha se fuera consumiendo su vida porque, como supo afirmar alguna vez, “la había entregado a la argentinidad”. Convencido de que sin Radicalismo nunca tendríamos República, fue claramente líder en un partido de nada fácil conducción, repleto de figuras de enjundia y muy fuerte personalidad, de cuyas ideas, posiciones y propuestas fue abanderado y lúcido portavoz, con la sola garantía de su credibilidad y el extraordinario aval de su conducta. Puedo recordarlo exaltando con satisfacción y elogios la seriedad con que las diferentes comisiones de cada Convención Nacional solían trabajar en la elaboración de cada una de nuestras plataformas electorales, procesando políticamente objetivos y técnica para la redacción final de las propuestas que se debía defender en las campañas (“…si la gente supiera cómo se trabaja dentro del radicalismo…con cuánta responsabilidad se discute…”). Lo recuerdo y lo escucho aún, absorbiendo serenamente las eventuales derrotas, siempre instándonos a continuar de inmediato en ese duro bregar sin recompensas a la vista, convocándonos desde su intacta voluntad, tan entera como su prestigio, enhiesto sobre aquel radicalismo que no se permitía pausas ni desvíos. Dueño de una impronta sarmientina que lo hacía desdeñoso de protocolos y frivolidades, vivía su vida con esa sencillez republicana que solía reclamar como virtud a todos los actores políticos. Asimismo, por una manifiesta incompatibilidad de carácter, supo rehuir la seducción de los microclimas engañosos propios de ciertos círculos áulicos -- económicos, intelectuales o de pretendido abolengo -- que suelen merodear la actividad política y tergiversan interesadamente el mensaje de la gente, ese mensaje de los ciudadanos comunes donde su convicción radical abrevaba y que nutría su energía militante. Sin permitirse descanso ni pausa, siempre supo cuál era el deber que debía cumplir, cuáles los valores que debía defender y quiénes los enemigos que debía enfrentar. Seguramente esa haya sido una de sus mayores virtudes, el arma que le permitió sostener con nitidez y transparencia su desigual contienda en un ámbito social de tan maltratada institucionalidad, en el que se fueron alternando los gobiernos civiles de apariencia republicana pero de cuna fraudulenta, con otros de origen democrático pero de filosofía y ejecución autoritaria, interrumpidos cada tanto por aventuras de militares travestidos políticos salvadores. Sobre esta confusa realidad debió conducir Balbín al radicalismo, preservando su identidad intransigente con la decisión de los convencidos. Pagó el diezmo de cárcel que tributan los valientes, supo de traiciones inesperadas y, cuando el interés de la Patria se lo reclamó, asumió un sacrificio político no siempre bien comprendido pero que la historia de los argentinos agradecerá. Con él, la nave del partido jamás equivocó el rumbo. Con él, un radicalismo en plenitud nos contenía y motivaba, la vocación política era una expresión de dignidad cívica fuera de sospecha y la pertenencia era una feliz realidad. Nos legó una Unión Cívica Radical respetada, creíble, de limpias banderas y conciencia tranquila que nunca dejaremos de extrañar. Ojalá, como legatarios de tan bella herencia, aprendamos a merecerla y honrarla.
























Fuente: Carlos Pedersen Presidente del Comité Capital del Movimiento de Afirmación Yrigoyenista  "A ciento diez años del nacimiento de Ricardo Balbín" (julio de 2014)

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