Los medios de comunicación expresan, entre tantas otras
cosas, los distintos proyectos políticos de una determinada época.
El proyecto autoritario alcanzo, a mediados de la década del 60, un raro prestigio intelectual. Por cierto no se trata de una responsabilidad
exclusiva de los medios de comunicación social, pero seria torpe creer que sólo
«prestaron» su cuerpo para este mensaje, como si fueran meros instrumentos técnicos.
Los semanarios Primera Plana y Confirmado, algunas radios,
la mayoría de los canales de televisión privados, algún matutino y cierto
vespertino de conocida trayectoria y vinculación castrense, pilotearon, con el
respaldo de la burocracia sindical de entonces y los políticos sin consenso
ciudadano, una campaña de desprestigio del gobierno del doctor Arturo Umberto
Illia.
Más que esgrimir argumentos, mas que promover un debate de
ideas, y mas que confrontar proyectos de país, golpearon las vísceras emotivas,
en la frustración histórica, en la postergación nacional, en la falta de tradición
democrática, generando dos ideas-fuerza.
La primera: que la democracia era lentitud e ineficiencia,
atraso y caos.
La segunda: que el autoritarismo significaba progreso, eficiencia y orden.
La segunda: que el autoritarismo significaba progreso, eficiencia y orden.
Un hecho significativo ronda la memoria colectiva: el golpe
del 66 trajo consigo la violencia autoritaria, la caza de brujas, la
intolerancia religiosa y no el «destino de grandeza de la autodenominada
Revolución Argentina, al decir de la revista Primera Plana.
Los medios de comunicación masiva, en lugar de constituirse
en parte del patrimonio político de una sociedad civilizada, multiplicaron la sensación
de indefensión republicana y menospreciaron el respeto que el gobierno profesaba
por la Ley y la Constitución.
Estas virtudes democráticas, como así también el debate
pluralista y la amplitud para considerar propuestas ajenas, se convirtieron según
los medios de difusión en ineptitud gubernamental, falta de ideas, ausencia de
proyectos. En el horizonte del discurso político de la década del 60, las
virtudes republicanas eran defectos partidocraticos.
Es útil señalar que periodistas -brillantes-, intelectuales
universitarios, profesionales de los medios escritos y audiovisuales, con el
aval de los propietarios de estos medios, se convirtieron en especialistas en
acción psicológica y hallaron una fórmula informativa feliz para sus propósitos
golpistas: la tortuga radical.
Pero la Argentina de 1965 era una fiesta, y lo era porque la
democracia lo permitía.
Los argentinos deberíamos haber comprendido entonces que el
sistema democrático, republicano y federal no es perfecto, pero es el mejor que
se conoce en la historia política universal. (*)
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