Cuando la enfermedad lo doblegó y empezaban esos momentos
sombríos que anuncian el fin, pudo todavía murmurar: “La sigo peleando”. Cuando
supe de esas palabras se me encogió la garganta, sentí que aquel hombre que
había combatido durante su vida entera iba a morir en su ley: combatiendo hasta
el último momento, con el coraje y el estoicismo que lo habían señalado a lo
largo de su existencia. Y así fue.Y luego tuvo que rendir sus armas.
Pero esa rendición fue su último y más memorable triunfo en
su largo combate por la libertad: el pueblo argentino fue sacudido por su
muerte, un silencio augusto se abatió sobre la Nación, por encima de clases y
de opiniones sentimos que alguien que importaba había dejado de ser; alguien
que con coraje inalterable, con denuedo ininterrumpido había peleado a lo largo
de todos sus días por la libertad.
Esta emoción callada a veces, con lágrimas en muchos ojos de
mujer y hasta de hombres, este conmovido recogimiento, demostró que la
Argentina, más allá de cualquier otra condición, ama esos valores republicanos
estampados en nuestra Carta Magna, esos principios que austera y valientemente
estaban encarnados en el último de los caudillos.
Caudillo que nació en cuna humilde y murió en la humildad.
¿Qué elogio más grande puede hacerse de un hombre que tuvo a
su alcance todos los bienes materiales? ¿En una crisis moral tan profunda como
la que atraviesa la patria, en medio de tanta corrupción, ¿qué más
significativo que esta inclinación de las cabezas ante su cadáver?
Sus funerales han sido –quien lo pueden dudar- los funerales
del despotismo. Su muerte ha sido la vida de la libertad.
Fuente: Publicado en la revista “Vigencia” - Ernesto Sabato: "Homenaje al Dr. Ricardo Balbin" (octubre de 1981)
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