El amigo más íntimo de mi padre era el "coronel"
Díaz Usandivaras. Lo de coronel no sé a qué se debía, porque este encantador
salteño era empleado en el Ministerio de Relaciones Exteriores, pero así se lo
conocía en todos lados.
Un día de 1942 fuimos con papá a un sanatorio de la calle
Lavalle, donde el "coronel" se reponía de una operación sin
importancia.
Hablaron de las próximas elecciones de diputados, y en algún
momento el "coronel" dijo algo que me dejó asombrado:
-Esta vez voy a votar a los socialistas. Nunca van a llegar
al gobierno, pero son un control indispensable en el Congreso. Además, son
gente decente.
Y empezó a despacharse contra la "trenza" que
manejaba el radicalismo metropolitano, los negociados de algunos concejales y
diputados radicales, los casos del Palomar, de los colectivos, de la Chade
(Compañía Italo Argentina de Electricidad)... A mí me parecía increíble que el
fidelísimo amigo de papá no votara por el radicalismo. Pero mi padre tampoco
parecía defender a sus correligionarios con mucho entusiasmo.
Este fue el famoso comicio de marzo de 1942, en que el
presidente Castillo casi no tuvo necesidad de extremar el fraude para ganar.
En la Capital Federal, donde las elecciones siempre eran
correctas, triunfaron los socialistas por primera vez en muchos años. Semanas
más tarde fallecía Alvear.
Yo no era, entiéndase bien, más que un adolescente
interesado en la política como en tantas otras cosas, pero esa conversación con
el "coronel" me quedó muy grabada porque conmovió el cómodo esquema
con que yo funcionaba hasta entonces cuando quería optar por alguna
alternativa: los buenos eran los radicales y los malos, todos los otros,
algunos un poco menos malos, pero todos los otros. Ahora, un hombre decente,
amigo de papá, se disponía a votar por otro partido. Algo estaba pasando que no
entendía.
* * *
Meses más tarde murió Ortiz y, en enero de 1943, Justo. Y en
junio estallaba la revolución militar. Yo estaba casi recibido de bachiller y
preparaba mi ingreso a la Facultad de Derecho después de haber aprobado como
libre geometría de quinto año, la pesadilla eterna de mi vida estudiantil.
Papá no sabía nada, pero acariciaba la esperanza de que se
tratara de la revolución radical que desde 1931 se venía susurrando en algunos
círculos partidarios. Anduve ese día por la avenida que entonces se llamaba
General José F. Uriburu, frente a la Escuela de Mecánica de la Armada, donde
había ocurrido un enfrentamiento; vi caballos muertos y rastros de violencia.
Después recorrí Plaza de Mayo; a la Casa Rosada entraban
automóviles llevando militares muy serios, que resultaban totalmente
desconocidos a la gente. Más allá, algunos muchachos quemaban dos o tres
colectivos de la odiada Corporación de Transportes. Nadie sabía qué era, qué
orientación tenía esta revolución.
Cuando volví a casa, papá estaba eufórico porque en una
fotografía de los diarios de la tarde, al lado de un grupo de jefes
revolucionarios, se veía a un ex militar radical que siempre andaba en
conspiraciones. Total confusión, sí, pero que empezaba una nueva etapa en el
país, de eso no tuve dudas...
* * *
No voy a hacer aquí la historia del gobierno de facto
1943/46. Muchos años después intenté contarla en "El 45", a cuyo
texto agregué algunas de mis propias vivencias en aquellos tiempos.
Pero deseo expresar qué sentía yo frente a lo que estaba
ocurriendo en el país, porque seguramente mis dilemas eran los de muchos
muchachos que se sentían muy trabados para decidir -como hubiera hecho yo cinco
o seis años antes- quiénes eran los buenos y quiénes los malos...
Porque, por un lado, mi tradición radical y mi formación
democrática me imposibilitaban simpatizar con nada que tuviera la menor
relación con una dictadura militar, y esto incluía, por supuesto, a ese coronel
Perón demagógico y charlatán al que la gente, increíblemente, parecía querer.
Pero tampoco nos convencía este radicalismo demasiado cercano a todo lo
reaccionario y vetusto del país, sobre todo cuando esta antipática alianza
estaba virtualmente motorizada por el embajador norteamericano.
Me había hecho muy amigo de Mario y Horacio
"Boris", los dos hijos del doctor Mario M. Guido, que en 1931 fue
integrante del legendario binomio Pueyrredón-Guido. Ellos sufrían las mismas
preocupaciones que yo frente a un régimen autoritario, arbitrario, por momentos
pro fascista, que, sin embargo, estaba tutelando un proceso que cualquier
persona que no estuviera cegada por prejuicios podía percibir, bullente y
poderoso, en esa mitad de 1945.
* * *
Mi iniciación en la militancia política reconoce una fecha
concreta: el 29 de agosto de ese año decisivo. Aprovechando el levantamiento
del estado de sitio, la UCR había organizado un acto en plaza del Congreso; era
el primero desde 1942. Yrigoyenistas perros como éramos, "Boris" y yo
buscamos en las mercerías de mi barrio boinas blancas para concurrir tocados
según la mejor tradición partidaria. Nos dio trabajo encontrarlas y nos vimos
bastante ridículos con el aire de lecheros que nos daban los albos casquetes en
la cabeza, pero así fuimos a la cita.
Mientras nos abríamos paso entre la concurrencia, divisamos
una pancarta que rezaba: "Intransigencia y Renovación". Estas dos
palabras me movilizaron como si mi espíritu hubiera sido animado por una varita
mágica. ¡Sí! ¡Era lo que anhelaba sin darme cuenta! Intransigencia frente a los
que se habían emporcado con el fraude y ahora querían manipular a nuestro
partido en un frente que los absolviera de todos sus pecados. Y renovación: de
hombres, de ideas, de procedimientos, para presentar al país un buen partido,
el partido de los buenos cuya imagen tenía idealizada desde chico.
Yo no conocía a nadie del movimiento cuyo cartel nos había
atraído y fue después cuando me enteré de la Declaración de Avellaneda y su
contenido, que se había suscripto en abril.
Fue una tarde gloriosa. No sé quiénes hablaron, pero
recuerdo que nos desgañitamos gritando consignas contra la dictadura. Curioso:
el nombre de Yrigoyen, desaparecido doce años antes, se coreaba como si fuera
un candidato... Al terminar la parte oratoria, la multitud enfiló por Callao en
dirección a la Casa Radical.
La policía había cortado Corrientes y nos avanzó con sus
caballos. Yo no soy valiente, pero esa tarde estaba como enajenado. Agarré el
asta de una bandera que alguien dejó caer ante la atropellada policial y fui
retrocediendo gallardamente y a gentil compás de pies amenazando con la punta
lanceada del asta al cosaco que se me venía encima, hasta que unas manos
compasivas me metieron en una confitería.
Así fue mi ingreso a la política activa. Hasta entonces
había sido un muchacho más o menos preocupado por lo que pasaba en el mundo y
en el país, un heredo-radical pasivo y tranquilo. Ahora, en vísperas de mis 20
años, me sentía un ciudadano con obligaciones y responsabilidades.No sería, sin duda, lo que me esperaba, el plácido cursus
honorum que me auguraba la tradición de mi familia paterna, sino una
consagración desinteresada y pura a una causa cuya victoria era difícil y poco
presumible. Pero a mí me bastaba para sentir que estaba haciendo lo que debía
hacer por la democracia y la libertad, que eran las condiciones inherentes a mi
concepción de patria.
Fuente: Félix Luna / "Encuentros a lo largo de mi vida"
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