Porque, fuera de los grandes principios consignados en la Constitución, del interés fiscal y de los intereses del pueblo consumidor, no comprendo cuál sea la conveniencia acional que autorice la subsistencia de tarifas elevadas, que si, como decía el señor miembro informante, han producido alarma en las dos grandes industrias del país, la agrícola y la ganadera, también han ocasionado serios perjuicios a una clase numerosísima de nuestro país, a la clase consumidora, que ha padecido las consecuencias de ellas en la elevación del precio de los artículos de primera necesidad, por la protección exagerada a ciertas industrias que se desarrollan aquí, protección que ha excluido de nuestro comercio los artículos similares extranjeros, permitiendo a la industria nacional elevar los precios desde el momento que alejaba toda concurrencia.
Estudiando la Constitución y los principios económicos expuestos en la Constituyente al sancionar nuestra Carta, leyendo la obra fundamental del doctor Alberdi, llego a esta conclusión: que la República Argentina debe fundar su sistema arancelario, su sistema de leyes rentísticas en los principios de la libertad industrial, en el libre cambio, en la libertad comercial, que se encuentra ofrecida y garantida en más de uno de los artículos de la Carta fundamental, y que se presentan como el desideratum para el engrandecimiento económico de nuestro país.
Aquellas vistas tan trascendentales del doctor Alberdi, han
tenido la clara visión del porvenir, del desarrollo de la nación; y así, señor
presidente, por olvidarse estos principios esenciales de nuestra Carta, por
olvidarse los precedentes históricos de nuestro país, se ha llegado a una
tarifa arancelaria exorbitante, prohibicionista, respecto de ciertos artículos,
perjudicando seriamente al pueblo consumidor y las grandes industrias ganadera y
agrícola, exponiéndonos, como todo el mundo lo sabe, y lo ha recordado el señor
ministro de Hacienda, a una guerra de tarifas, a una hostilidad internacional
contra los productos de la ganadería y de la agricultura.
No tengo por qué ocultar a la Cámara con cuál de los dos
grandes sistemas económicos simpatizo.
Declaro, con franqueza, que simpatizo con el sistema del libre cambio; pero, dado el desarrollo de las industrias protegidas en nuestro país, comprendo que no se puede pasar bruscamente de un proteccionismo tan exagerado, al libre cambio completo, sino que debe irse a ese rumbo gradualmente, pero con firmeza.
Quiero dejar establecido también que siento, como todos, satisfecho mi sentimiento nacional al ver desarrollarse en nuestro país industrias que elaboran productos y manufacturas que hasta hace poco ni siquiera se soñaba producir. Pero arriba de esto debo colocar los deberes como miembro del Congreso, de ajustar el sistema arancelario a los principios de la Constitución y a las conveniencias del pueblo consumidor, a fin de no gravar el país con impuestos elevados, para proteger industrias que no tienen, en el momento histórico por que atravesamos, el medio económico para desenvolverse.
En vez de vanagloriarnos con industrias de vida ficticia,
esperemos que se haga más densa nuestra población, que se empiecen a economizar
fortunas, que se acumulen y abaraten grandes capitales, que paulatinamente se
vayan desarrollando otras industrias más adecuadas a nuestro medio económico.
En una palabra: a pesar de simpatizar con la escuela del libre cambio, dado el sistema arancelario de nuestro país, dado el desarrollo industrial a que ha llegado, soy partidario de una reducción seria en las tarifas, en mayor grado que el propuesto por la comisión nombrada por el Poder Ejecutivo y por la de presupuesto de la Cámara.
Lo digo bien claro: soy partidario de la industria viable,
de la manufactura que no exija sacrificios dolorosos al país, porque ellas
marcan el grado de civilización y el adelanto de los pueblos. Pero así como en
el régimen institucional no se pueden improvisar sistemas de gobierno, tampoco
se deben violentar las fuerzas económicas del pueblo para que produzcan en un
momento dado, lo que los medios económicos y la época no permiten.
Así, por ejemplo, pienso que gravar con la tarifa del 60 %
una serie de artículos extranjeros para proteger industrias que sólo subsisten
al amparo de derechos tan elevados, que son casi prohibitivos es ruinoso para
nuestro país. No solamente porque favorece, a costa del consumidor, el
desarrollo artificial de industrias que no estamos en la edad económica de
producir, sino porque nos expone a la guerra de tarifas con las naciones que
producen artículos similares, hostilidad que perjudica seriamente nuestras verdaderas
y grandes industrias.
Pienso también que con una reducción arancelaria mayor de la
que se propone, llegaríamos a favorecer mayormente nuestra gran producción
nacional; porque un aumento de la importación, significa igual crecimiento de
nuestros productos.
No debemos infatuarnos con la pretensión de que nuestro país
produzca todos los artículos de consumo, por más que sea a costa de derechos
prohibitivos tan elevados, pues nuestra felicidad económica no consistirá en
producir todo, sino en consumir bueno y barato.
La agricultura y la ganadería han adquirido el desarrollo
pasmoso que todos conocemos, sin protección de ninguna especie; y sería atentar
contra este engrandecimiento sólido y vigoroso, sería injusto y contrario a la
Constitución, provocar ataques internacionales a esas grandes industrias, para
favorecer otras que no tienen todavía, vuelvo a decirlo, el medio económico,
que no cuentan con los grandes capitales, que no tienen la mano de obra experta
y barata, que no tienen las maquinarias y fábricas accesorias para aprovechar
hasta el último desperdicio, como se hace en Europa, que durante muchos años no
podrían competir con la fabricación similar de las naciones del Viejo
Continente.

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