Es en vano que se alarme a la opinión y que se propaguen
fatídicas profecías de próximos trastornos.
La revolución es un hecho consumado y las circunstancias en
que vivimos son precisamente las que más genuinamente caracterizan las grandes
crisis políticas en que la tranquilidad desaparece, los intereses todos
peligran, la ley se desconoce y el caos reina en todas las esferas de la
sociedad.
No son el estruendo de las armas y el derramamiento de
sangre los factores indispensables de las revoluciones de los pueblos. La
subversión de todos los principios, el desconocimiento de todas las leyes, el
atentado contra todos los derechos e intereses y el atropello, el desorden y la
explotación en todos los engranajes administrativos; he aquí lo que caracteriza
la esencia de las revoluciones y determina sus fatales consecuencias en la vida
de los pueblos.
Esta ha llegado a ser nuestra normalidad en todas las
manifestaciones de la vida, desde el régimen constitucional hasta el
desenvolvimiento de las transacciones mercantiles.
Vivimos en revolución latente y no es necesario que vengan a
herir nuestros oídos ni a horrorizar nuestros ojos el estampido del cañón, las
voces de los combatientes, los ayes de los heridos, la sangre de las víctimas,
ni las lágrimas de una población desolada.
Todo esto son signos externos del conflicto, sin los cuales
pueden existir y encarnarse todos los males del caos y ruina revolucionarios,
como existen y se encarnan precisamente en la situación desastrosa e
intolerable que atravesamos.
Es un mito la idea del poder, un sueño el principio de
autoridad y un cúmulo de ilusiones la administración, la hacienda, el orden y
la justicia.
¿Puede buscarse mayor desconcierto, más grande descrédito y
más profundos males en una revolución armada de un día, de tres, o de una
semana?
Nos revolvemos en medio de una revolución perenne, que dura
todo lo que duran el desconcierto, las disidencias y la esterilidad de este
gobierno.
Los ciudadanos carecen de tranquilidad; los gobiernos
provinciales falsean la Constitución y viven armados hasta los dientes; el
territorio de la República es ensangrentado por las provocaciones de los
caciques locales; la Capital vive en perpetua agitación y en incesante alarma;
el comercio, la agricultura y la industria se agostan día a día; el descrédito
cunde en el exterior y la miseria en todas las clases de la sociedad argentina;
el oro alcanza los tipos de mayor decaimiento y descalabro; la administración
es rudimentaria y parcial; todas las iniciativas provechosas son sacrificadas a
los apetitos del nepotismo, y el desbarajuste, la arbitrariedad y la injusticia
se han erigido en sistema y todo lo prostituyen y esterilizan.
Y en tal estado de cosas hay quien amenaza y amedrenta
todavía con augurios de revolución y con cataclismos de conmociones y
desórdenes ¡y hay todavía quien se estremece ante el peligro de un disturbio y
quien se atreve a señalar a los radicales como conspiradores y causantes de una
conmoción pública contra el gobierno que nos rige! Cuantas revoluciones pudiera
tramar y consumar el Partido Radical no podrían conseguir más infaliblemente
los efectos de la marcha desalentada de los hombres que tienen hoy a su cargo
la gestión de la cosa pública y los ciudadanos expertos y patriotas de nuestra
comunión política, no pueden ni quieren lanzarse a aventuras más o menos eficaces,
cuando el mismo gobierno que hoy anarquiza a la República Argentina conspira contra
su propia existencia y mantiene al pueblo en perfecto caos, en constante
agitación y en perenne agravio y descontento.
Lo repetimos. Nos encontramos en una revolución latente de
tres meses y ante sus estragos, el Partido Radical no necesita soñar en
complots ni sediciones.
Le basta cruzarse de brazos, le es suficiente dejar correr
las cosas y permanecer sereno y expectante, contemplando cómo el Dr. Sáenz Peña
y sus ineptos colaboradores se agitan entre el oleaje de sus propios
desaciertos y se hunden para siempre en el desprestigio de su inercia y bajo la
plomiza mole de sus torpezas, atropellos, egoísmo e iniquidades.
Cuanto más se agitan y desesperan los hombres del gobierno
en su impotencia y descrédito, más se acercan al fin de la jornada. A los
radicales nos basta cruzarnos de brazos para verlos morir; porque la catástrofe
es tan enorme, la fuerza del vendaval que han desencadenado es tan
irresistible, y los gérmenes de descomposición son tan corruptores y poderosos,
que ya nadie puede salvarles de la caída, ni nadie es capaz de detener la
inminencia del derrumbamiento gubernamental.
Esperemos, pues, tranquilos y confiados el estrépito
definitivo y el epílogo de la revolución permanente en que viven el Dr. Sáenz
Peña y sus ministros, desde el primer día de su ascenso al poder, hasta las
postrimerías en que se han de perder toda memoria de sensatez, de honorabilidad
y de respeto, entre el hervidero de los males, errores e iniquidades que han
desencadenado contra la patria.
Fuente: BIBLIOTECA DEL PENSAMIENTO ARGENTINO / III Natalio R. Botana – Ezequiel Gallo De la República posible a la República verdadera (1880-1910)
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