Sr. Solari Yrigoyen. — Pido la palabra.
Sr. Presidente. — Tiene la palabra el señor senador por
Chubut.
Sr. Solari Yrigoyen. — Señor presidente: aborda hoy el
Senado de la Nación el estudio de su primera ley. Es la ley de amnistía, que ha
sido calificada con razón como el instrumento inicial de la pacificación del
país.
El bloque del radicalismo ha manifestado en su proyecto
sobre el tema el deseo de que esta ley sirva efectivamente a la unión y a la
paz social entre todos los argentinos. Sabemos que no lograra por si sola tan
altos objetivos como decimos en los fundamentos, pero sabemos también que
ayudara a lograrlos.
La amnistía, que ya Trasibulo aplico en la antigüedad a los
gobernantes por el derrocados, significa un acto de olvido sobre conductas y
hechos de un periodo anterior. Ella nos sumerge necesariamente en la
consideración de la etapa histórica inmediata que hoy nos conmina a considerar
este proyecto. Y lo hacemos con alta responsabilidad y sin mas presión que la
que nos dicta nuestra conciencia de hombres militantes del pueblo y de
representantes de el en el Parlamento.
Aspiramos todos, señor presidente, a que ayer, 25 de mayo de
1973, se haya cerrado definitivamente en la Republica un periodo histórico
signado por la intervención de las fuerzas armadas en la vida política de la
Nación marginando la voluntad soberana del pueblo, como viene sucediendo desde
aquel nefasto 6 de septiembre de 1930, y cuyo ultimo capitulo, con caracteres
que a poco andar se tendrían de sangre, se empezó a escribir cuando el 28 de
junio de 1966 los intereses imperialistas, en connubio con sus aliados nativos,
derrocaron al gobierno constitucional que presidía con honor el doctor Arturo
Illia.
El análisis profundo y no meramente cronológico de este
periodo al que hoy nosotros estamos ofrendando la amnistía, nos obliga a desentrañar
su nota característica y fundamental que es sin duda la violencia y que no se
da aislada en la Argentina sino en el contexto de una realidad mucho mas amplia
en la que se enfrentan opresores y oprimidos en un clima que rompe evidentemente
la convivencia humana.
Seria un desatino afirmar que el fenómeno de la violencia
irrumpe como algo desconocido en la vida moderna. Pero no lo es, en cambio, señalar
que en este siglo la violencia se enseñorea por doquier. No basto extender por
todo el orbe en dos ocasiones la vieja violencia admitida por los hombres, que
es la que las naciones ejercitan entre si mediante la guerra. La fuerza
violenta se practica también en el seno mismo de los países para reprimir y
oprimir al servicio de sistemas económico-sociales marcadamente injustos.
La extensión de la violencia a las sociedades definidas como
civilizadas, ha roto la vieja tesis que reservaba la manifestación del fenómeno
a los pueblos en lucha para romper sus estructuras de atraso, preservadoras del
privilegio.
El «mayo francés» de 1968 puso en evidencia que elementos a
los que no se podría calificar de marginados, ni tampoco de inadaptados, también
podían rechazar los conflictos y las contradicciones de una sociedad altamente
industrializada y prospera, mediante el empleo de la violencia.
La violencia esta por todas partes, omnipresente y
multiforme, brutal, abierta, sutil, insidiosa, disimulada, racionalizada, científica,
condensada, solidificada, consolidada, anónima, abstracta e irresponsable, ha
dicho monseñor Helder Camara; y agrega: no es el momento de preguntarse si la revolución
estructural que el mundo precisa supone necesariamente la violencia. Es preciso
observar que la violencia así existe y es ejercida de modo inconsciente algunas
veces por aquellos mismos que la denuncian como un flagelo para la sociedad.
Si bien nosotros aceptamos tal realidad, deseamos de plano
la conclusión fácil que interesadamente pretenden extraer de la difusión del fenómeno
quienes afirman que la violencia es algo insito a la personalidad humana.
La violencia, su espíritu y su deseo, no caracterizan al
hombre; y, por el contrario, si algo hay íntimamente unido al ser racional es
su tendencia, su vocación y hasta su amor, diría, por la paz.
Si nosotros aceptásemos que la violencia es algo propio del
hombre, tendríamos que admitir en consecuencia que constituye un fenómeno
inevitable y que la convivencia humana es una Utopia; y no es así, señor
presidente. La violencia surge donde impera la injusticia social. Si un
gobierno elegido por el pueblo no defiende e interpreta al mismo, lo traiciona,
y necesariamente crea una situación violenta para mantenerse contrariando las
aspiraciones populares. Si se llega al gobierno por la fuerza, usurpando el
poder que solo al pueblo pertenece, con mas razón hará falta la violencia ab initio para proteger a la clase
dominante que usurpo aquel.
El hombre es dinámico por naturaleza y los pueblos por esa esencia
misma de sus componentes individuales anhelan cambiar, cada uno, a su ritmo;
cada cual a su manera y con su alcance distinto; pero todos llevan el germen de
sociedades e instituciones dinámicas.
Los países estables son aquellos que cambian de acuerdo a
las necesidades y a los deseos de sus pueblos, y de ninguna manera lo son los
que se estratifican y los que se detienen.
Cuando una nación paraliza su marcha o sus gobernantes le
imponen un ritmo de cambio que no es el querido por los pueblos, que no condice
con los reclamos populares, nace la violencia. Los que manejan el timón del
Estado necesariamente, en este caso, tendrán que crear las estructuras indispensables,
adecuadas para desarticular la voluntad de cambio que emana de los integrantes
de toda esa sociedad. Y la consecuencia es inevitable: se ha roto entonces la
solidaridad humana, reina la coacción para sostener el statu quo y se difunde
la contraviolencia en distintas manifestaciones para lograr los cambios que se
niegan desde el gobierno.
El fenómeno de la violencia tiene características diferentes
según se trate de países desarrollados o de países en vías de desarrollo. En
los primeros se crean las situaciones de violencia que se exportan por la penetración
imperialista a las naciones dependientes que deben so- portarlas. Sin perjuicio
de ello, las propias contradicciones de estas sociedades desarrolladas incuban
en su seno situaciones de arrebato que se oponen al descontento del pueblo por
necesidades insatisfechas, entre las que deben mencionarse las inquietudes de
las nuevas generaciones que anhelan una sociedad mas justa, regida por valores auténticos,
que chocan con las lineas colonialistas predominantes en esas sociedades
desarrolladas.
En las sociedades subdesarrolladas, las estructuras vigentes
no responden a las necesidades de la población, ni en lo político, ni en lo educacional,
ni en lo económico, ni en lo social. El poder se concentra en manos de una
clase dominante integrada por minorías oligárquicas que van rotando
sucesivamente en el poder. Son los opresores que en la explotación y en la
injusticia ejercen coacción contra los oprimidos, temen a la libertad porque su
ejercicio es el riesgo de un cambio de la relación arbitraria existente hasta
ese momento. Como dice Paulo Freire, una vez establecida la relación opresora
esta instaurada la violencia. De ahí que en la historia esta jamás haya sido
iniciada por los oprimidos. ¿Como podrían los oprimidos iniciar la violencia
si, precisamente, la existencia misma de esos oprimidos es el resultado de la
violencia? Son los que oprimen los que engendran la coacción; son los que
explotan, los que odian, los que tiranizan, los que abusan de la fuerza.
El grupo opresor teje toda una red con los hilos de la violencia. La policía y las fuerzas armadas se ponen a su servicio. Los medios de comunicación colectiva se censuran o se autocensuran. Cualquiera que pretenda abrir o romper esta red en pos de condiciones de vida mas humanas es un enemigo del régimen. La hipocresía de este pretende cambiar los términos de la situación: quien resiste a la opresión pone en peligro la legalidad e incurre en la subversión. El sistema solo admite a los complacientes o a los indiferentes que no molestan; el que se opone, si es obrero es extremista, si es político es destructivo, si es intelectual es disolvente. No cabe duda alguna, entonces, que esta violencia que califica la vida moderna es el resultado de una sociedad injusta en la que unos seres humanos oprimen a los otros. Y en esta situación opresora la violencia tome distintas formas. Hay violencia estructural cuando una minoría usufructúa para si todo el acervo tecnológico, qua pertenece a toda la humanidad, y cuando pone los resortes económicos a su servicio. Hay violencia institucionalizada cuando se racionaliza y se ordena la opresión en estructuras que engarzan a las sociedades subdesarrolladas en la dependencia económica de las naciones industrializadas. Hay violencia educativa cuando la enseñanza sirve a los intereses de la minoría gobernante; se prepara al joven para que tenga éxito en la sociedad de consumo, o para que la acepte o para que, en definitiva, se resigne ante la misma.
El grupo opresor teje toda una red con los hilos de la violencia. La policía y las fuerzas armadas se ponen a su servicio. Los medios de comunicación colectiva se censuran o se autocensuran. Cualquiera que pretenda abrir o romper esta red en pos de condiciones de vida mas humanas es un enemigo del régimen. La hipocresía de este pretende cambiar los términos de la situación: quien resiste a la opresión pone en peligro la legalidad e incurre en la subversión. El sistema solo admite a los complacientes o a los indiferentes que no molestan; el que se opone, si es obrero es extremista, si es político es destructivo, si es intelectual es disolvente. No cabe duda alguna, entonces, que esta violencia que califica la vida moderna es el resultado de una sociedad injusta en la que unos seres humanos oprimen a los otros. Y en esta situación opresora la violencia tome distintas formas. Hay violencia estructural cuando una minoría usufructúa para si todo el acervo tecnológico, qua pertenece a toda la humanidad, y cuando pone los resortes económicos a su servicio. Hay violencia institucionalizada cuando se racionaliza y se ordena la opresión en estructuras que engarzan a las sociedades subdesarrolladas en la dependencia económica de las naciones industrializadas. Hay violencia educativa cuando la enseñanza sirve a los intereses de la minoría gobernante; se prepara al joven para que tenga éxito en la sociedad de consumo, o para que la acepte o para que, en definitiva, se resigne ante la misma.
En el contexto descrito de la violencia, la rebeldía juvenil
ante una sociedad enferma no admite comprensión; la sociedad opresora puede
matar impunemente la vida nueva o industrializarla en el alcohol, la pornografía
y las drogas, y la hipocresía del sistema vuelve una vez mas a aflorar mostrándose
como una sociedad justa, la que, en realidad, se asienta sobre bases corrompidas.
La violencia sistemática, estructural, institucionalizada es la que engendra también
la contraviolencia.
El panorama sociológico-político descrito en ámbito amplio
mundial es el que marca asimismo las notas de la violencia en la Argentina en
los últimos siete años.
El 28 de junio de 1966 fue desalojado del poder —como ya se
ha dicho antes— el presidente Arturo Illia. Su gobierno se había caracterizado
por el enfrentamiento a los monopolios internacionales o empresas
multinacionales, como se las llama ahora con una benignidad digna de mejor
causa. Ese enfrentamiento se había hecho critico en el campo de los
hidrocarburos, de la energía eléctrica y del comercio exterior, particularmente
de granos, al igual que en otros aspectos en que los intereses extranacionales
y sus aliados locales habían sido seriamente lesionados por las medidas económicas
de un gobierno que reivindicaba en todos y cada uno de sus actos nuestra soberanía
nacional.
Los monopolios internacionales afectados no podían entonces
perdonar el desplazamiento del poder económico al campo nacional que se estaba
operando y que prometía la consolidación de un sistema en el que la economía salía
de su postración. La satisfacción de las necesidades populares era un
imperativo; las elecciones libres y la plena vigencia de las libertades y
derechos fundamentales eran la esencia del sistema democrático. Y empleo el
termino «democracia» con su autentica acepción y no en la manoseada tergiversación
de quienes lo han identificado con concepciones capitalistas y liberales y
quienes pese a sus invocaciones no han titubeado en escarnecer a esa democracia
que mentan.
No he de hacer aquí el análisis de ese periodo positivo de
nuestra historia en consideración a la celeridad que queremos imprimir a este
debate, Pero si debemos señalar sin agravios, pero con autentica objetividad,
que fueron esos intereses ocultos y bastardos los que derrocaron, al cabo de
treinta y dos meses de realizaciones, al gobierno de Arturo Illia, valiéndose
de un grupo de hombres de armas que, aspiro, pasen a ser en la hora de la reconstrucción
de la Republica, maestros negativos de las nuevas generaciones militares, o
ejemplos de lo que nunca se debe hacer: usurpar el poder popular cuando lo
ejerce un gobierno respetuoso de la Constitución Nacional.
Y anhelo, así mismo, que cuando se desentrañe el alcance del
rol militar de aquel entonces, los ejemplos de las jóvenes generaciones de las
fuerzas armadas sean generales como Rosas, Soria y Caro, que supieron pasar a
retiro cuando se margino la Ley Fundamental, que ellos juraron defender.
Sr. Caro. — Agradezco, señor senador, la referencia al
ilustre general Caro.
Sr. Solari Yrigoyen. —Es un acto de justicia, señor senador.
El nuevo sistema instaurado por los grupos triunfantes en 1966
significaba un regreso imposible en la historia a un sistema capitalista
despiadado y a una economía de dependencia y satelismo. A poco andar, los
resultados quedaron a la vista. El incremento de la desocupación, la expansión
de la marginalidad social y la desigualdad clasista de ingresos en desmedro de
los sectores populares mostraban la esencia del régimen de la denominada revolución
argentina».
El gobierno militar necesitaba contar con una clase
dirigente económica, política, sindical y universitaria alienada y contó con
ella y con su complacencia. El ejercicio de las libertades quedo en manos de la
policía y de las fuerzas armadas. Para quienes no entraron en la complacencia o
en el consenso, como se lo llamo con jactancia y hasta con falacia, se
construyo paso a paso el aparato represivo apto para ejecutar la violencia necesaria
para desarticular cualquier movilización popular.
Con el tiempo no dudo que la exegesis histórica coincidirá
en resaltar que lo mas positivo que ha tenido esta época que termino de reseñar,
es la rebeldía popular que se manifestó en diversos hechos, pero
fundamentalmente en esa síntesis de la resistencia a la opresión y en favor de
los derechos del pueblo conculcados o suprimidos, que fue el cordobazo.
Un integrante del Ejercito, colaborador del gobierno de
facto, ha dicho con razón —me refiero al general Juan Guglialmelli— en un estudio
sobre las fuerzas armadas y la subversión interior, que si se acepta que los
conflictos y rupturas de la cohesión de la comunidad nacional se originan en la
opresión que sufren los sectores sociales angustiados por una situación económica
que no satisface sus propias aspiraciones, la función de las fuerzas armadas,
como parte de la comunidad, no debe limitarse a resguardar el orden o reprimir
la subversión. Expresa el mismo militar que nuestra Nación se ha forjado a través
de largas y cruentas guerras civiles.
De ellas salieron nuestras instituciones. Recuerda las
revoluciones violentas como las del 74, 80, 90, 93 y 1905, estas tres últimas
inspiradas por el radicalismo y que estuvieron motivadas por razones profundas
que existían con anticipación a los estallidos espontáneos. Y luego recomienda
Guglialmeli efectuar el análisis de los fenómenos actuales con igual serenidad.
Nosotros discrepamos con la posición de los teóricos de la
violencia revolucionaria que, desde Sorel a Fanon, la indican como el único medio
de oponerse a un orden social congelado por minorías que no admiten ningún
traspaso del poder; pero aquí hay que ser claros en poner al descubierto, así,
descarnadamente, que en el ciclo que ayer concluyo la principal fuente de
violencia provenía de las minorías que no aceptaron en modo alguno coartar sus privilegios.
Y sobre esta afirmación hay que insistir, puesto que quienes la ejercitaron
trataron de recubrir la verdad que estoy denunciando con apelación a «vocación
de sacrificio» y otras semejantes mientras la violencia institucionalizada que había
depuesto al presidente constitucional con policías lanza gases, había irrumpido
en la universidad a golpes y cachiporrazos y había tornado los sindicatos
disidentes a punta de ametralladora como comienzo de un periodo signado por el
empleo de la fuerza; estos cuerpos tuvieron la pretensión de constituir «la
legalidad». A estos herejes del cuerpo político, usando la terminología de
Maritain, hay que decirles que de nada vale la tergiversación permanente de los
conceptos. Bien lo decía Cristo, según lo registra San Mateo: «No todo aquel
que me dice ¡Señor! ¡Señor! entrara en el reino de los cielos, sino el que hace
la voluntad de mi Padre que esta en los cielos.
En la hora del triunfo de la soberanía popular, tras múltiples
sacrificios y sacrificados para lograrla, queremos iniciar una nueva etapa de
concordia, una etapa que tiene fines superiores y que reclama cambios
trascendentes. Es justo entonces que nuestra primera preocuparon sea cerrar el
ciclo con una amnistía amplia y generosa para los delitos políticos, los
delitos comunes conexos y los delitos militares también conexos.
El olvido comprende a todos sin excepción, tanto a los perseguidos
de ayer como a los perseguidores que hubieran cometido este tipo de delito. De
mas esta decir —como lo ha señalado mi compañero de bloque— que damos al delito
político el alcance real de quienes han sido impulsados por un ideal noble y
altruista, como se expresa en los fundamentos de nuestro proyecto, excluyendo
de la ley a los delitos comunes que no tienen esas notas distintivas, como no
las tienen las torturas, por ejemplo, o los casos que ha señalado el señor
senador Martiarena de abuso de poder.
Deseamos también terminar con ese tribunal repugnante a
nuestra Constitución, que conozco muy bien por haber actuado en el intensamente
como defensor en su triste existencia. Ese tribunal repugna a nuestra Constitución
porque esta prohíbe el juzgamiento por comisiones especiales y en provincia extraña
a la que se hubiere cometido el delito, como se consigna en los artículos 18 y
102 de la Carta Magna.
Queremos también concluir con toda la legislación represiva.
Aun mas, deseamos hacer un estudio a fondo de todas las normas que tengan esa connotación
y que en este momento no se derogan, para que con urgencia podamos hacerlo y no
quede ni vestigio de ese tipo de legislación en el país.
Como legisladores del radicalismo cumplimos con un mandato
de nuestra doctrina, recogida en todos los documentos partidarios, particularmente
los del comité nacional en estos últimos tiempos, y también en la practica
autentica de la democracia que han hecho todos los gobiernos nacionales,
provinciales y municipales del radicalismo en los 83 años de su historia.
Pero nuestro reclamo, señor presidente, para terminar, no se
agota en la restauración de las libertades fundamentales, de las libertades públicas,
por cierto bien importantes. Somos radicales que creemos en el avance continuo
de nuestras ideas, y por eso nosotros también hoy lanzamos nuestro desafío a
todos los sectores populares que integran este Parlamento, libre- mente
elegido, para trabajar en una tarea legislativa que tienda a remover desde sus
cimientos, en todo lo que haga falta, las bases de la sociedad en que vivimos
para terminar con los privilegios que están negando permanentemente la libertad
y también la justicia. (Aplausos.)
Fuente: Honorable Cámara de Senadores de la Nación Argentina
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