Sesión del 15 de septiembre de 1873
Sr. Alem - Si yo no tuviera una idea formada de los hombres,
extrañaría la oposición que se ha hecho por algún señor diputado al dictamen de
la Comisión, porque cuando se hace oposición un hecho para que se trate sobre tablas sin
pensarlo ni leerlo, se deja traslucir cierta opinión verdaderamente
preconcebida ese respecto. Sin embargo
creí, después de oír las explicaciones minuciosas del señor miembro informante,
que cualquier espíritu por exigente que fuera tenía necesariamente que
adoptarlas como exactas para aprobar su dictamen, y no creí, sin embargo, ír
esta oposición tan acalorada al dictamen de la Comisión, que es a todas luces
justo y equitativo. No obstante esa opinión, como he dicho, que se deja
traslucir de las palabras del señor diputado, yo creo, señor Presidente, que
aquí en este recinto solemne, donde se dictan las leyes y se establece el
derecho de las cosas, hay quien ventila los asuntos con entera independencia; capaz
de ponerse arriba de la esfera donde se ciernen los espíritus fascinados por la
exaltación o por el prestigio de pasiones arraigadas, y es por eso que he
extrañado esa exaltación, aquí donde las cuestiones deben votarse y resolverse
con el ánimo sereno, como corresponde al legislador, con el espíritu tranquilo y
justo que corresponde a los representantes del pueblo, que no son una facción,
un bando, ni un partido. Con las funciones de este elevado Cuerpo se rozan
todas las altas cuestiones que se relacionan con la humanidad, se resuelven sus
derechos civiles y políticos con la imparcialidad de que son capaces los hombres
que no tienen más credo que la justicia. Aquí no hay d i visa de ningún género,
no hay color especialmente determinado; no hay más que una aspiración, que es
hacer el bien tal como lo permita la justicia y el derecho.
Señor Presidente: yo pienso, y creo, que conmigo han de
pensar todos los hombres de reposo, que aquí en este recinto a cada diputado
débese reconocer la moralidad política a que tiene derecho a aspirar por sus
condiciones morales y materiales; y cuando venimos a ocupar este recinto, los
que investimos este carácter de diputados del pueblo, los que somos encargados
de ese poder soberano e invisible, de todas las reglas de Gobierno, nuestro
primer deber consiste en elevar nuestro espíritu a las altas regiones de la
imparcialidad, y despojarnos allí, a las puertas el templo de la ley, de todas
nuestras pasiones, de todas nuestras simpatías, de todos nuestros movimientos
de espíritu, que tienden a acercarnos con particular afección a las cosas o a
los hombres para tener propio el corazón humano, para no ser otra cosa que la
justicia y el derecho.
Si echamos una mirada rápida sobre el movimiento político social,
sobre esas luchas ardorosas que se producen en los países democráticos para
hacer predominar las opiniones, para hacer sentar a aquellos que las encarnan
en el solio elevado de las p r i meras magistraturas, hemos visto y debemos
creer que en todos ellos impera el propósito de la justicia y de la verdad,
cualesquiera que sean las afecciones personales. Y es por eso que he extrañado esa
oposición al dictamen, porque sólo el interés de partido puede hacer ciegos a
los hombres ante la ley misma de la verdad.
Señor Presidente: yo creo que un legislador, en este asunto
legislando, no debe tener pasiones o debe por lo menos hacer que se sofoquen,
para hacer que de su boca no se escuche más que la palabra austera del derecho;
y si alguna pasión fuera en él inculpable, sería ese sentimiento noble de
indignación que se produce en todo corazón bien puesto, en todo espíritu bien
templado, en presencia de la atrocidad de un crimen tan inicuo como el de Chivilcoy.
Yo sé cumplir mi deber, señor Presidente; soy un legislador,
no soy un afiliado a ningún bando político; vengo a examinar los hechos con la
imparcialidad que debe tener el espíritu de un legislador. Por eso me ha
sorprendido sobremanera esta defensa tan obstinada de las elecciones de
Chivilcoy; defensa que puede ser hecha de muy buena fe, pero no es,
indudablemente, nacida de un espíritu despreocupado, sino del resultado de una inteligencia
severa, esclarecida por el examen de los hechos. No, señor Presidente; la
pasión predomina en esta discusión.
Si alguna duda yo hubiese tenido respecto de la elección de Chivilcoy,
ella hubiese sido desvanecida, no tanto por el informe del miembro informante
sino precisamente por la acalorada defensa que se ha hecho de la elección.
No hay, señor Presidente, peor defensa para una causa, que la
que se hace dejándose traslucir ciertas ideas que implican predominio en el
espíritu, de propósitos particulares; dejando traslucir
El conocimiento de hechos que debieran estar reservados para
las confidencias en el local de reunión partidista. Pero no hacerlos conocer
aquí, en el recinto de las leyes, donde sólo debe hablarse en nombre de los
intereses generales.
El acto de ir a los comicios, señor Presidente, es una
función política que debe estar perfectamente garantida, y a mí me basta saber
que hubo justo motivo para que los ciudadanos amantes del orden no pudiesen
concurrir a las urnas electorales sin peligro de sus vidas, para condenar ese
atentado.
Y esto es evidente, evidente como el drama sangriento que se
produjo en las vísperas de las elecciones.
Se está partiendo de la base de que la Comisión ha inspirado
su dictamen en las protestas, que pueden o no ser exactas; pero eso no es
cierto. La Comisión lo ha explicado perfectamente bien: ha prescindido de las
protestas, no ha querido ver quiénes fueron los protestantes; se ha basado en
las conclusiones del sumario que ha mandado levantar el Gobierno. Es allí donde
la
Comisión ha ido a buscar el punto de apoyo de su dictamen, y
es allí donde ha visto que en la noche, víspera de la elección, entraron grupos
de los bandos que al día siguiente debían librar combate para hacer triunfar
sus ideas -de cuyo combate resultó el drama sangriento que conocemos-, y ese
combate ha producido la batalla que se anunciaba para el día siguiente según
estaba decidido.
Pero no es posible, señor Presidente, exigir a la mayoría
del pueblo, a la mayoría de los ciudadanos pacíficos y de orden, a los que
quieren que impere la ley, a los que no quieren que impere la voluntad
despótica de los facciosos, que renuncien al ejercicio de sus derechos. A los
que piensan de modo contrario, poco les importa que la justicia y el derecho
caigan bajos la planta de la arbitrariedad.
Este es el caso: en las vísperas de las elecciones, dos
grupos -yo no trato de designar bandos ni de establecer ni de salvar responsabilidades:
eso que lo hagan los partidistas; yo no soy partidista aquí- decía, dos grupos
se disputaban el triunfo de las ideas respectivas. Se trabó un combate
sangriento, combate que se prolongó hasta el otro día al amanecer, no obstante
una declaración que hay de una carta muy original que revela la previsión de
las ideas de la autoridad de Chivilcoy.
Bien, señor; los ciudadanos que no habían tomado parte en el
combate de la noche anterior, los que sabían que se iba a prolongar por todo el
tiempo que durase el sufragio, teniendo en cuenta la excitación de las
pasiones; esos ciudadanos, digo, ¿podían cumplir racionalmente la función
política que iban a desempeñar en las urnas electorales sin poner en inminente
peligro sus vidas? Es imposible. Esos ciudadanos que no van inspirados de otro
móvil que el de contribuir a la formación de los Poderes del país, para que lo
conserven y amparen en el ejercicio de sus derechos, esos ciudadanos en vista
del espectáculo sangriento que a su vista tenían, no podían ir a la matanza en
vez de caminar hacia el lugar destinado a depositar su voto.
La Cámara, indudablemente, no debe preocuparse como los espíritus
timoratos que ven visiones, que lo aumentan todo a través de su preocupación;
pero sí debe examinar con espíritu reflexivo, firme y justiciero, si hay o ha
habido motivo para que los ciudadanos aun suponiéndolos animados del mejor
espíritu- se abstuvieran de ir a buscar la muerte al precio del ejercicio de
una función que debía serles garantida, como corresponde al más precioso de los
derechos políticos.
Se contesta a esto, señor Presidente, que esa abstención de
los ciudadanos implica la renuncia a sus derechos; que los renunciaron en
nombre del miedo; que no votaron, en fin , porque no eran valientes y que, por
consiguiente, el fallo de la Cámara aprobando la elección no debía ser detenido
a causa de que la cobardía de unos cuantos les impidiera presentarse en el
lugar de la lucha; es decir: los que razonaron así querían que la elección se
aprobara a pesar de su nulidad, la elección cuyo registro viene manchado de
sangre.
No, señor Presidente; la Cámara no debe callar ante
semejante argumentación; al contrario, debe hacer oír su voz protestando contra
un sistema de elección que importaría nada menos que el ostracismo de los
hombres honrados, para favorecer a los que mediante golpes de audacia, más o
menos sangrientos y escandalosos, quieren escalar los puestos públicos alejando
del lugar del depósito del sufragio, a aquellos hombres que animados siempre de
buenas intenciones son una garantía del ejercicio de los derechos políticos a
que están llamados en estas ocasiones todos los buenos ciudadanos que desean el
imperio del orden, de la justicia y del derecho.
(Intervienen en el debate varios señores diputados. Se vota
sobre si el punto está suficientemente debatido y resulta afirmativa.
Se aprueba en seguida en general el dictamen
Fuente: Leandro N. Alem, un Caudillo en el Parlamento, 1998.
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