Mediante una cartita
de recomendación, y gracias a los buenos oficios del señor Guzmán Rodríguez,
hombre de confianza y secretario del doctor Pelagio Belindo Luna, he logrado
ver al nuevo Vicepresidente de la República y actual Presidente del Honorable Senado.
Confieso que sentía
cierto temor antes de entrevistar al doctor Luna, de cuyas hazañas políticas
habían llegado a mí graves noticias. Además, la crónica diaria de los
periódicos de oposición, le atribuye medidas tan «radicales» dentro del Senado,
que francamente, imaginaba encontrarme frente a un hombre terrible.
Pero me volvió la
calma al cuerpo y pasó mí zozobra, al encontrarme frente al apacible ciudadano
que completa la fórmula radical, y convencerme, oyéndole hablar con calma
provinciana, de que «es más el ruido que las nueces».
El doctor Luna es un
hombre tranquilo, de aspecto sereno, sin duda, como vulgarmente se dice, es de
los que «las matan callando», pero sin que su rostro se altere ni se
descomponga su silueta.
De regular estatura,
enjuto en carnes y edad petrificada en los cincuenta abriles, es amable en el
trato y a ratos chacotón, como buen criollo.
El doctor Luna vino al
mundo el día de los Reyes Magos, el 6 de enero de 1867; cumple, pues, medio
siglo de existencia el año próximo.
Enterado el doctor
Luna de que deseo hacerle un «vulgar» reportaje, me ofrece asiento a su lado y
se dispone pacientemente a contestar mis preguntas.
— Nada he de
preguntarle, doctor, — me apresuro a decirle, — sobre sus pensamientos de
gobierno. Quiero sólo que me cuente usted algunos detalles de su vida de
estudiante, de sus campañas políticas... de su pasado, en fin.
— Hice mis primeros estudios en el Colegio Nacional de La
Rioja, habiendo comenzado los primarios en la entonces llamada «Escuela de la
Patria».
— Fueron mis padres don Domingo H. Luna y doña Filomena
Herrera de Luna, emparentados con la familia del doctor Abel Bazán, que fué
miembro de la Suprema Corte de Justicia Nacional.
— Recibí mi grado de doctor en la Faculta d de Derecho de
est a capital, el año 1889, es decir, a los veintidós aÑos de edad, y recuerdo
entre los compañeros del curso a los doctores Lisandro de la Torre, Federico
Helguera, Fernando Saguier, Felipe Arana, Jacinto Cárdenas, Horacio Calderón,
Enrique Figueroa, Emilio Gouchón, Eduardo Coronado, Pedro Acevedo, Severo Del
Castillo, y otros, cuyos nombres escapan a mi memoria.
— Ya ve usted, no pensan pensando jamás en ocupar el puesto
a que hoy me ha traído la voluntad popular, escribi mi tesis sobre «El mandato
y las obligaciones del mandatario».
— Puedo contarle a usted un hecho interesante. Estudiaba yo
el segundo año de derecho y ocupaba en el aula de «Derecho Romano» una silla de
la última fila, junto a la puerta que daba al patio; era profesor de la materia
el doctor Pedro Goyena, que tenía la costumbre, al terminar su clase, de hacer
una pequeña plática con los alumnos. Yo he sido siempre algo huraño y apenas
terminaba la clase, abandonaba rápidamente el aula sin formar parte de la rueda
de muchachos que rodeaban al doctor Goyena le tenía intrigado. Un día, no bien
terminó su interesante conferencia, en vez de acercarse a sus alumnos, como de
costumbre, salió rápidamente a mi alcance, y me detuvo poniéndome la mano sobre
el hombro, en las gradas de la Facultad.
«¿Cómo te llamas?, me dijo».
«Pelagio Luna», le respondí secamente.
«¿Y de dónde eres tú?», volvió a preguntarme.
«De La Rioja, doctor».
«¿Y sabrías decirme quién era Pelagio en la historia?»
«Sí», le respondí. «Un gran hereje que discutió con San Agustín y dio lugar a las sectas conocidas en la historia con el nombre de Pelagianas ».
«¡Bravo, muy bien¡ » ... me dijo el doctor Goyena, y agregó interesado:
«¿Quién te ha enseñado historia? »
«La he aprendido en el colegio de mi tierra, doctor ».
Don Pedro tragó la pildora, creyéndome en realidad, muy versado en historia. Pero no era así...
El secreto de mi erudición estaba en que la víspera de ese día había yo ido a la Librería de Igón Hermanos a comprar un libro, y mientras el dependiente fué a traerlo de una estantería que había en el fondo del establecimiento, yo me puse a hojear un texto de historia eclesiástica que encontré sobre el mostrador, hallando con gran sorpresa en una de sus páginas, la célebre discusión entre Pelagio y San Agustín. Naturalmente me la leí íntegra y quedó grabada en mi memoria...
Crea usted que aun conservo el remordimiento de no haber
confesado al doctor Goyena esta mistificación, dejándolo morir en la creencia
de que yo era un erudito en historia.
— Inicióse mi vida política a los veintidós años. Concurrí a la Revolución del Parque y a la Convención del Rosario; formé parte del Comité Nacional, como representante de La Rioja, y cuando se dividió la Unión Cívica, continuó formando parte del radicalismo, incorporándome al Comité Parroquial de Monserrat, que en ese tiempo presidía el doctor Enrique S. Pérez.
— Pertenezco al partido radical desde el año 1889, sin haber actuado jamás en otro partido o fracción política.
Dediqué siempre mis actividades a mi profesión y a mi partido, ejerciendo la primera en Buenos Aires "a raíz de mi doctorado durante algunos años, hasta que me trasladé a La Rioja, donde abrí estudio y me puse al frente del radicalismo de aquella provincia, siendo presidente de la Junta de Gobierno. Fui candidato de la Unión Cívica Radical, en
Dos veces fui electo también diputado provincial, pero la
Legislatura Riojana me negó su entrada al cuerpo por ser radical; así resulta
que si el régimen, piloteado en 1913 por el Dr. Indalecio Gómez, no hubiera
arrebatado el triunfo de mi candidatura a gobernador en forma tan torpe, hoy
tal vez no sería Vicepresidente de la Nación, porque la elección me hubiese
sorprendido desempeñando el cargo de gobernador.
— En efecto, he sido víctima de muchas persecuciones
políticas por parte de los oficialismos, y hasta fui encarcelado en La Rioja,
en 1913, a
raíz de la supuesta revolución que debió estallar antes de hacerse cargo de la
gobernación, el ex gobernador Vera Barros. Cuando la célebre intervención Díaz,
tuve que huir de La Rioja y refugiarme en esta capital, para escapar a las
persecuciones de aquel gobierno.
— Conocí a don Hipólito Irigoyen en el Comité Nacional, en
el año 1892, época en que presidía el Comité de la Provincia de Buenos Aires.
— Sólo he desempeñado puestos públicos en La Rioja, durante
un año y medio, en cuyo lapso fui sucesivamente Juez de 1° Instancia,
Procurador Fiscal y Ministro del Superior Tribunal de Justicia. He desempeñado
una cátedra de literatura en el Colegio Nacional, desde 1900 a 1912, que renuncié
cuando acepté la candidatura a Diputado Nacional, y muchos cargos ad honórem,
Vocal del Consejo de Educación de la Rioja, Presidente de la Comisión de la
Defensa Agricola, Presidente de la Biblioteca Popular. Finalmente, fui
Comisionado de la Provincia de La Rioja en la cuestión de límites con San Luis
y San Juan.
— Me dediqué al ejercicio de mi profesión hasta el día en que fui electo Vicepresidente de la Nación. Mi estudio ha sido el más popular de La Rioja, pues ha sido siempre refugio de cuantos correligionarios y amigos víctimas de los atropellos policiales o persecuciones de los gobiernos. Traté siempre de hacer bien a mis comprovincianos, y por eso todos tienen palabras de cariño y respeto para este viejo amigo de los riojanos.
Interrumpe nuestra conversación su amigo señor Guzmán
Rodríguez, nombrado recientemente Prosecretario de la Cámara do Senadores, y
como de sus palabras deduzco que la hora es avanzada y un «tufillo» llega a mis narices, resuelvo marcharme. Al
salir, observo que, sobre una mesa, hay un cuadernillo de papel en el que
cuidadosamente están pegados los artículos y caricaturas que hasta hoy se han
publicado sobre el doctor Luna.
Sí, señor; todos los conservo, hasta algunos graciosísimos,
en que a este amigo fiel lo han convertido en mi sobrino.
Juan de Armas.
Fuente: Entrevista al Vicepresidente de la Nación Dr. Pelagio Luna por Juan de Armas para la Revista Caras y Caretas, 18 de noviembre de 1916.
No hay comentarios:
Publicar un comentario