En sus mensajes inaugurales del Congreso, Yrigoyen refleja cabalmente su espíritu y su concepción política. No se siente conductor ni inspirador de su partido, sino de un supremo esfuerzo de la nacionalidad por constituirse definitivamente. Había nacido en el año de Caseros y participado, en su mocedad, en las luchas políticas de su tiempo. Las posibilidades y los objetivos inmediatos atraparon en los vericuetos del camino a casi todos los hombres dirigentes de esa etapa de existencia nacional; mas él permaneció firme, fielmente adherido al gran propósito de organizar la República, no en sus formas y ritos, sino en sus esencias e ideales. Así llego hasta nosotros, como una proyección del espíritu de las horas iniciales. Sin comprender a este espíritu, que es la clave de interpretación histórica Argentina, no comprenderemos a Yrigoyen ni al Radicalismo.
¿Quisieron los fundadores de la nacionalidad segregarse de España para crear simplemente un país más? Otra es, por fortuna, la magnitud de nuestra revolución. Su grandeza reside en el aliento universal que la posee, en la decisión de confundir en un ideal nacional, el ideal de enaltecer la condición del hombre. En el conflicto milenario que enfrenta al mundo de las cosas, y del poder de la fuerza que le son ajenas, con el mundo moral de los hombres y su ansiedad y angustia de justicia, el pensamiento de Mayo alza las banderas de una vida nueva, en la que resplandece límpida la dignidad del hombre, y despliega un proceso paralelo de emancipación nacional y de emancipación humana.
Por eso no se detiene en los confines del país y se lanza hacia otras latitudes para combatir por la misma esperanza. Nadie revela el latido íntimo de la voluntad revolucionaria, con tanto vigor expresivo como San Martín, que proclama la independencia de Chile ante «la confederación del genero humano» y define, en Perú, la causa Argentina como «la causa del genero humano».
Por eso no se detiene en los confines del país y se lanza hacia otras latitudes para combatir por la misma esperanza. Nadie revela el latido íntimo de la voluntad revolucionaria, con tanto vigor expresivo como San Martín, que proclama la independencia de Chile ante «la confederación del genero humano» y define, en Perú, la causa Argentina como «la causa del genero humano».
Esta identificación con una causa, erigida en móvil de la nacionalidad, nos caracteriza y distingue de los paises europeos, que fueron preexistentes a los ideales que prevalecen en su seno. Un europeo puede contrariarlos, sin dejar de ser patriota, porque su patrimonio fluye ante todo, de su amor a su tierra natal. Un francés sigue siendo buen francés al margen del legado de la Gran Revolución, pues Francia, antes del 89, era ya Francia con propia significación, por su desarrollo histórico y sus aportes a la cultura y al progreso de la civilización.
La situación Argentina es distinta. Un argentino no puede ser buen argentino en oposición a las inspiraciones que promovieron nuestra formación nacional, porque la patria Argentina se constituye precisamente para realizar la concepción de vida formada en esas inspiraciones. El patriotismo argentino no es sólo el sentimiento que nos vincula al rincón del mundo en que vimos la luz primera y nos liga en un haz indestructible a sus tradiciones, recuerdos, perspectivas y emociones. Es todo eso, pero fundamentalmente a los principios de justicia y libertad que dieron nacimiento a esta tierra, a «las finalidades de la Nación», al decir de Yrigoyen. Antes de esos principios no existía la Argentina; existía la Colonia.
Suprimidlos; suprimiréis el origen y la razón de ser de nuestra patria. Regresaría el sentido de la vida contra el cual ella insurgió; es decir, la negación de la Argentina.
A través de las generaciones frustrase el destino argentino; ora los mirajes europeizantes de quienes desconocen la índole de nuestro pueblo; ora el rebrotamiento de las raíces coloniales en la contrarrevolución agazapada o convertida en tiranía. En los pródromos del 80 concluye el ciclo de los partidos que contienden desde la caída de Rosas, y se consolidan en un régimen los grupos oligárquicos, - «variantes de una misma ignominia»-, que, preválidos de los resortes del poder, privan al pueblo de su derecho y desvían a la comunidad de sus fines. Como una bandera ensangrentada por el sacrificio de tres generaciones queda la Constitución, que condensa la filosofía política de Mayo y delinea en su preámbulo y en su ordenamiento jurídico las direcciones y los métodos de la República.
Pero es una ficción más, en el conjunto de ficciones grato al «régimen falaz y descreído», que gusta enmascararse con el ropaje de las instituciones y recita las formulas de la Constitución, mientras la torna en cuerpo inanimado vedando al pueblo el ejercicio de la soberanía.
Pero es una ficción más, en el conjunto de ficciones grato al «régimen falaz y descreído», que gusta enmascararse con el ropaje de las instituciones y recita las formulas de la Constitución, mientras la torna en cuerpo inanimado vedando al pueblo el ejercicio de la soberanía.
Con el 90 comienza la misión de Yrigoyen. Siente el clamor defraudado de la historia y concibe la Unión Cívica Radical no como un partido más: como la congregación de los argentinos en defensa de los ideales de la nacionalidad, con el espíritu religioso y romántico de una cruzada. Retorna el cauce originario y reasume la empresa constituyente de la Nación, en la Causa, en la acepción certera del Libertador.
He aquí trazadas las lineas divisorias. Por una parte, el «Régimen», con sus «figuraciones y desfiguraciones», con el aparato del Estado en sus manos, con todo lo que significa riqueza, fuerza, goce y usufructo; de la otra, «la Causa», el esfuerzo de los radicales que se apartan del poder y sus grandezas, se repliegan en su conciencia histórica y ratifican en la abstención, o en la apelación heroica a las normas, su fé en la Argentina, que no es un mero país, sino un programa y un sentido de vida, cuyo protagonista debiera ser el pueblo redimido en su personalidad.
Este ideal del Radicalismo, como concitación de las fuerzas morales en un movimiento nacional, que es la predica permanente de Yrigoyen, alienta en cada uno de sus mensajes. No es su llegada al gobierno lo que subraya en el de 1917. Es la reafirmación de la República «que ha conquistado sus poderes» y «acaba de culminar un magno esfuerzo reparatorio con el primer gobierno legitimo surgido del comicio que fuera conculcado durante más de un tercio de siglo».
Señala el cambio esencial en una contraposición definitiva: «La Nación ha dejado de ser gobernada para gobernarse por sí misma, en la integridad augusta de sus preceptos fundamentales». Yrigoyen abriga la convicción profunda sobre la aptitud y el derecho del pueblo a reconstruir su destino. Basta remover los obstáculos que la constriñen, liberando las energías latentes en la sociedad; en tanto que las oligarquías de todos los matices pretenden mantenerlo bajo tutoría, rigiéndose con la imposición de su propio criterio, resguardado «en la integridad augusta de los preceptos fundamentales», es uno de los dogmas que Yrigoyen infundió al Radicalismo.
Habían transcurrido más de cien años de la Revolución; se necesitó medio siglo para concertar la Constitución, columna vertebral de la República, y recién al cabo de otro tanto, la Carta Fundamental habría de adquirir validez al constituirse el pueblo en sujeto activo de la vida nacional. Se cerraba el proceso histórico abierto en 1810 y cumplíase la promesa inicial. Yrigoyen se vuelve hacia el amargo panorama: «Hemos llegado así a la plenitud de nuestros ensueños patrióticos». Y en el mensaje de 1921, repite: «No terminará el actual período sin que contemplemos plenamente realizado el ideal republicano con que soñaron los fundadores de la nacionalidad».
Ese era el sueño de Yrigoyen, definido en una palabra: la Reparación, es decir, «la reintegración de la nacionalidad sobre sus bases fundamentales». Para esa función eminente, que predicó como un alucinado, «para dignificar ante todo la vida Argentina», se sabe titular de una «magistratura» o de un «mandato histórico». Es el concepto que corresponde a la doctrina de la Reparación y que subraya en 1921: «Se bien que no soy un gobernante de orden común, porque en ese carácter no habría poder humano que me hiciese asumir el cargo».
No venía a realizar un gobierno, Así fuese un gran gobierno desde el punto de vista normal; venía al cumplimiento de una misión superior enraizada en los orígenes de la nacionalidad. «La nueva época se caracteriza por una renovación de todos los valores éticos y constitutivos», dirá el mensaje de 1917. La Reparación será ante todo moral, - «desagraviada la Nación en su honor y restaurada la soberanía»-, institucional en sus formas, y cultural, económica y social en su contenido, para que el pueblo fuere dueño de sí mismo y organizase su vida en función de justicia. Bajo su égida la causa sanmartiniana, «la causa del genero humano», encontrará ámbito geográfico y mundo moral.
Ni la oligarquía ni la clase dirigente creen en esta empresa nativa de contornos históricos, ni piensan en la Argentina como un mensaje tendido hacia la humanidad. No creen sino en el orden material de nuestro suelo, ni perciben las vibraciones de nuestro espíritu. Habían venido cantando las voces del Himno y repicando con las palabras de la Revolución, más despojándolas de contenido hasta convertirla en odres vacíos y un ritmo maquinal. Cuando comenzaron a oirlas, restituidas a su autenticidad, transfiguradas por el dolor y la esperanza, siguieron sonando en sus oídos a vagas abstracciones. Por eso ni la oligarquía ni la clase dirigente entendieron el espíritu de los mensajes de Yrigoyen y ridiculizaron su lenguaje. Pero el pueblo los comprendió, y sintió en su convocatoria, sublimada por los sufrimientos de la lucha, el despertar de los anhelos inexpresos y comprimidos que alientan y moran en el corazón de los hombres.
En sus mensajes inaugurales Yrigoyen plantea los grandes temas de su gobierno.
El pueblo, como fuente de los poderes; el concepto radical del Estado y de la democracia; el sentimiento de la solidaridad nacional y la preservación «en el alma del pueblo del amor y el respeto hacia lo que constituye nuestro patrimonio histórico»; su posición ante la Sociedad de Naciones «para asegurar la paz de la humanidad», «la energía con que sostiene los derechos inalienables de la soberanía Argentina, reconocidos y respetados en su altiva neutralidad» y «la identidad de origen e ideales de los pueblos de América», «cuya armonía será resultante de la independencia de criterio»; la defensa de la salud moral y de la salud física, y de «la condición moral y económica de los hogares», «elementos primordiales y factores constitutivos del bienestar de las sociedades y de la grandeza de los pueblos»; la educación popular y el «espíritu nuevo» del régimen universitario; las nuevas exigencias de la «justicia social y común» que deben erigir nuestra «Constitución social»; la subdivisión del suelo y la radicación de los colonos; la defensa de la producción y de la industria, «puntos capitales del programa de este gobierno, que cifra en la actividad fabril la independencia economía que el país anhela conquistar», en suma, las grandes lineas de una construcción nacional de valor humano que enmarcan la transformación querida por la Unión Cívica Radical.
Junto a estas preocupaciones, que hacen al porvenir argentino, adviértense, tratados en primer plano, dos cuestiones vinculadas al proceso de reordenamiento institucional: la significación de las intervenciones enviadas a las Provincias para reconstruir sus gobiernos sobre la base del sufragio popular y la obstrucción del Congreso a la legislación proyectada por el Poder Ejecutivo. Las dos preocupaciones tienen un mismo origen: el ingreso del Radicalismo a la legalidad ficticia del régimen.
Este ingreso no se encontraba en el plan ni en las ideas que Yrigoyen fue madurando a medida que el curso de los acontecimientos esclarece su juicio. Su mente era la revolución radical; el pueblo organizando la legalidad autentica, al reparar el origen de los poderes, para promover «la reconstrucción fundamental de su estructura moral y material, vaciada en el molde de las virtudes originarias». Este pensamiento guía la conducta de la Unión Cívica Radical y mueve la gestión revolucionaria que la caracteriza.
En 1910 se producen las entrevistas entre Yrigoyen y el presidente electo, Roque Saenz Peña, que provocan el cambio sustancial del cuadro político. Saenz Peña ofrece la coparticipación en el gobierno para afrontar las reformas postuladas por el Radicalismo. Yrigoyen rehúsa el poder y acepta colaborar en el examen de las medidas necesarias a la protección de las libertades cívicas. Se establecen las bases de una nueva era de pacificación y legalidad; reforma electoral con el padrón militar e intervención a todos los Estados, para garantir los comicios. De las sucesivas renovaciones partiría la legitimidad de los futuros gobiernos provinciales y la representación nacional. Yrigoyen logra la demanda previa del Radicalismo: el rescate de la soberanía popular, sin sacrificios de sangre. Saenz Peña desarma la revolución radical y le abre un cauce institucional.
La reforma electoral se sancionó, pero las intervenciones no se dictaron.
Encastilladas en sus feudos las oligarquías provinciales les habrían de reincidir en el fraude.
Encastilladas en sus feudos las oligarquías provinciales les habrían de reincidir en el fraude.
Interviénese Santa Fe, por un conflicto interno. La Unión Cívica Radical debe determinar su conducta. Yrigoyen sostiene la abstención. No se ha cumplido en su armoniosa integridad el plan previsto para afianzar los derechos del pueblo. Pero la Convención Nacional, en la que habíase hecho fuerte la tendencia posibilista, resuelve la concurrencia.
De ésta decisión, que tuerce la línea del Radicalismo, nacen consecuencias que configuran el drama argentino de las últimas décadas. Los cuarenta años grávidos de sucesos, transcurridos desde 1911 hasta ahora, muestran la claridad política de Yrigoyen. Desde la perspectiva actual resulta evidente que el régimen hallábase en trance de caducidad cuando la Convención Nacional cedió a la atracción electoral, y que, en pocos años más, - un breve lapso en el tiempo histórico- habríase impuesto el concepto revolucionario y el país hubiera ahorrado el cortejo de vicisitudes sobreviniente.
El Presidente Yrigoyen pudo cumplir el mandato del «veredicto nacional» enviando las intervenciones que se establecieran con Saenz Peña, para «restaurar la legitimidad de las representaciones públicas». Pudo asegurar las libertades políticas y la verdad del sufragio en todo el territorio de la Nación, pero no pudo efectuar la reivindicación económica y social del pueblo, sino en los limites del poder presidencial.
Desde sus reductos legislativos las expresiones políticas del privilegio traban el desarrollo de la gestión renovadora. En 1918 el Radicalismo obtiene mayoría de la Cámara joven, pero el Senado del «Régimen» sigue bloqueando la transformación de Yrigoyen, a fin de conservar intacta la armazón jurídica representativa de sus intereses económicos y sociales.
La convivencia entre el poder legitimo y los poderes espurios no se ajusta al pensamiento de Yrigoyen, pero debió consentirla, ante la decisión de los órganos superiores de la Unión Cívica Radical. «Todo lo que sea de orden ilegitímo, tiene necesariamente que derrumbarse», había de decir, fijando su concepto, en el mensaje de 1919. Y en el decreto de intervención de La Rioja, reafirma su tesis revolucionaria sobre la invalidez jurídica de los actos de los «gobiernos de hecho», como les llama repetidamente. «En cuanto a las autonomías provinciales - expone-, ellas son atributo de los pueblos, y no de los gobiernos, y menos de los que detentaron la representación publica y su derecho soberano. No se puede argumentar, pues, moral ni jurídicamente, con la autonomía de los Estados, para sostener la aplicación actual de las leyes de su pasado. La autonomía es lo que recién ahora se ha de consagrar; y cuando ello se consiga, habrá llegado el momento de amparar a sus gobiernos y respetar sus leyes». Este habría sido su criterio.
El Senado del «Régimen» y del Frente Unico fue el reducto infranqueable de la oligarquía durante sus dos gobiernos. Cuando encontrábase en vísperas de obtener una mayoría que permitiría sanciones esenciales, se produce el golpe de 1930. Desde entonces regresa el «Régimen», con nuevas modalidades, ofreciendo el cambio alternativo de los términos de un mismo binomio: libertades publicas sin sufragio, o sufragio sin libertades públicas.
El jaqueo a las reformas de Yrigoyen fue implacable. Constituyó la expresión despiadada de una clase que se aferra al statu quo y permanece insensible ante los padecimientos del pueblo y de la nacionalidad. El daño inferido al desarrollo nacional surge de la sola enunciación de los proyectos orgánicos de Yrigoyen, frustrados por la oposición legislativa. Problemas del trabajo: reglamento del trabajo ferroviario; asociaciones profesionales; contratos colectivos, con los consejos de tarifas; de conciliación y arbitraje; salario mínimo; Código de Trabajo; fomento de la vivienda; jubilaciones y pensiones de empleados y obreros del comercio, la industria, el periodismo, etc., convertido en ley Nº 11.289, que derógase en el período siguiente. Problemas agrarios: Banco Agrícola Nacional, presentado en 1916, modificado en 1919 y reproducido en 1921; fomento y colonización mixta agricolo-ganadera; cooperativas agrícolas; locación agraria y juntas arbitrales del trabajo Agrícola.
Problemas educativos: ley general de enseñanza, cuya necesidad señala Yrigoyen en cada mensaje; plan de edificación escolar para toda la República; asociaciones cooperadoras de educación. Problemas económicos: régimen de explotación del petroleo, presentado en 1916, modificado en 1919 y reiterado en 1921; creación de la Marina Mercante Nacional y astilleros navales; navegación fluvial y costera; plan de vinculación ferroviaria de las Provincias del norte y del oeste, al cual refiérese el mensaje de 1922, en una emocionante apelación a la solidaridad nacional. Problemas financieros: creación del Banco de la República, destinado a estimular la producción y el desarrollo económico, en cuyos fundamentos afirmase que el primer deber del Estado es afrontar la construcción económica y que a la moneda y al régimen bancario están supeditados la vida, el desarrollo y el valor de la producción nacional; impuesto a los réditos; reforma impositiva, con la desgravación de los territorios de La Pampa, Chaco y Misiones.
Problemas educativos: ley general de enseñanza, cuya necesidad señala Yrigoyen en cada mensaje; plan de edificación escolar para toda la República; asociaciones cooperadoras de educación. Problemas económicos: régimen de explotación del petroleo, presentado en 1916, modificado en 1919 y reiterado en 1921; creación de la Marina Mercante Nacional y astilleros navales; navegación fluvial y costera; plan de vinculación ferroviaria de las Provincias del norte y del oeste, al cual refiérese el mensaje de 1922, en una emocionante apelación a la solidaridad nacional. Problemas financieros: creación del Banco de la República, destinado a estimular la producción y el desarrollo económico, en cuyos fundamentos afirmase que el primer deber del Estado es afrontar la construcción económica y que a la moneda y al régimen bancario están supeditados la vida, el desarrollo y el valor de la producción nacional; impuesto a los réditos; reforma impositiva, con la desgravación de los territorios de La Pampa, Chaco y Misiones.
En el segundo gobierno malógranse la nacionalización del petroleo, como pieza fundamental del proceso de industrialización y emancipación económica; el convenio de créditos recíprocos con Inglaterra; la reforma a la ley de arrendamientos agrarios y al Banco Agrícola Nacional, reclamado desde 1916 para subdividir la tierra y prestar colaboración económica a los productores agrarios.
Cuál no había sido de justa, próspera y ejemplar la situación Argentina se desde hace treinta y cinco años, rigiese esa legislación, junto a aquella que se aprobó ante la presión popular, y a las decisiones que el Poder Ejecutivo adoptó dentro de sus facultades, que bastaron, sin embargo, para promover una transformación fecunda en las condiciones de la existencia nacional. ¿Revestiría acaso su candente gravedad el problema de la tierra si en 1916 hubiera comenzado el proceso nacional de subdivisión y colonización, aún no iniciado sino en dosis homeopáticas? ¿ A que justicieras e insospechadas renovaciones asistiríamos en el campo social, si desde 1919 funcionasen los mecanismos institucionales rectores del contrato colectivo de trabajo y de la conciliación y arbitraje, que debieran actuar, por exclusiva virtualidad de los derechos obreros, y si desde 1921 se aplicare el Código de Trabajo y desde 1922, el régimen general de Jubilaciones y pensiones? Yrigoyen ocúpase en sus mensajes de la contumacia obstruccionista con elevación y serenidad sorprendentes. Responde con el planteamiento público de grandes cuestiones, y cuando la actitud del Senado llega a detener el funcionamiento normal del gobierno, proyecta someter las divergencias entre los poderes políticos al arbitraje de la Suprema Corte, a tal punto prevalece en su animo la razón de Estado, aún sobre sus más caras aspiraciones de gobernante: «No tuve nunca una palabra de reproche en ningún sentido - dirá en uno de los memoriales de Martín García-, sino de las más altas concitaciones para el bien de la Nación», y «nunca tomé medidas ni envié al Congreso proyectos o mensajes que no llevaran impreso el sentimiento de la solidaridad nacional». Agrega que jamás se sintió inducido a invadir las esferas de los otros poderes ni a buscar su concurso por medios artificiosos, «prefiriendo el vacío o la negativa a la labor común, porque toda mi acción fue siempre de enseñanza en principios y doctrinas».
Desde el Senado y la Cámara de Diputados, desde la prensa y la judicatura, desde las posiciones clave del mundo económico y de la «inteligencia, la oligarquía le combate acerbamente, perturba su obra, agota los recursos de agitación. Todo el país es un ágora inmensa. Nueve décimas partes del periodismo le ataca con saña, le zahiere, le tuerce sus palabras y retuerce sus propósitos. Caricaturistas y revisteros afilan sus lápices e intenciones. La ofensiva alcanza su máxima cuando se pretende la participación Argentina en la guerra. La neutralidad de Yrigoyen, de genuino corte sudamericano, irrita a los sectores del privilegio nacional e internacional y a quienes miran desde el país hacia afuera, y no a su jugosa intimidad, a sus sueños y a su destino. El Presidente calla. En cada uno de sus mensajes ensalza la función insigne del poder judicial. Escoge interventores entre los jueces, que ya lo eran antes de ejercer el gobierno. No se enturbiará con una represalia. No adoptará una medida represiva, ni siquiera intentará defenderse. Conoce al pueblo y confía en el pueblo. Prisionero en Martín García, podrá decir que «nunca, ni en ningún caso o circunstancia alguna, se arrestó a nadie, ni se suspendió un diario ni se tomó medida coercitiva alguna, no obstante el maremágnum de rebeldías, diatribas y procacidades».
Yrigoyen calla. Confía en el pueblo. En la hora de la opción había preferido la conciencia de su apostolado a la fugacidad del poder, apenas «una realidad tangible». No seria el pueblo quien habría de impedir la consumación de su obra. En las sombras movíanse otros factores, en la lucha eterna como los días del hombre, entre quienes estrujar y quienes quieren extender el radio de la libertad y de la dignidad humana. En el pueblo quedarían su vida; su modo de concebir a la República Argentina, la causa que alentó sus sueños, como una grande y límpida bandera de redención y de esperanza, «como una espiritualidad que perdura a través de los tiempos».
Cuál no había sido de justa, próspera y ejemplar la situación Argentina se desde hace treinta y cinco años, rigiese esa legislación, junto a aquella que se aprobó ante la presión popular, y a las decisiones que el Poder Ejecutivo adoptó dentro de sus facultades, que bastaron, sin embargo, para promover una transformación fecunda en las condiciones de la existencia nacional. ¿Revestiría acaso su candente gravedad el problema de la tierra si en 1916 hubiera comenzado el proceso nacional de subdivisión y colonización, aún no iniciado sino en dosis homeopáticas? ¿ A que justicieras e insospechadas renovaciones asistiríamos en el campo social, si desde 1919 funcionasen los mecanismos institucionales rectores del contrato colectivo de trabajo y de la conciliación y arbitraje, que debieran actuar, por exclusiva virtualidad de los derechos obreros, y si desde 1921 se aplicare el Código de Trabajo y desde 1922, el régimen general de Jubilaciones y pensiones? Yrigoyen ocúpase en sus mensajes de la contumacia obstruccionista con elevación y serenidad sorprendentes. Responde con el planteamiento público de grandes cuestiones, y cuando la actitud del Senado llega a detener el funcionamiento normal del gobierno, proyecta someter las divergencias entre los poderes políticos al arbitraje de la Suprema Corte, a tal punto prevalece en su animo la razón de Estado, aún sobre sus más caras aspiraciones de gobernante: «No tuve nunca una palabra de reproche en ningún sentido - dirá en uno de los memoriales de Martín García-, sino de las más altas concitaciones para el bien de la Nación», y «nunca tomé medidas ni envié al Congreso proyectos o mensajes que no llevaran impreso el sentimiento de la solidaridad nacional». Agrega que jamás se sintió inducido a invadir las esferas de los otros poderes ni a buscar su concurso por medios artificiosos, «prefiriendo el vacío o la negativa a la labor común, porque toda mi acción fue siempre de enseñanza en principios y doctrinas».
Desde el Senado y la Cámara de Diputados, desde la prensa y la judicatura, desde las posiciones clave del mundo económico y de la «inteligencia, la oligarquía le combate acerbamente, perturba su obra, agota los recursos de agitación. Todo el país es un ágora inmensa. Nueve décimas partes del periodismo le ataca con saña, le zahiere, le tuerce sus palabras y retuerce sus propósitos. Caricaturistas y revisteros afilan sus lápices e intenciones. La ofensiva alcanza su máxima cuando se pretende la participación Argentina en la guerra. La neutralidad de Yrigoyen, de genuino corte sudamericano, irrita a los sectores del privilegio nacional e internacional y a quienes miran desde el país hacia afuera, y no a su jugosa intimidad, a sus sueños y a su destino. El Presidente calla. En cada uno de sus mensajes ensalza la función insigne del poder judicial. Escoge interventores entre los jueces, que ya lo eran antes de ejercer el gobierno. No se enturbiará con una represalia. No adoptará una medida represiva, ni siquiera intentará defenderse. Conoce al pueblo y confía en el pueblo. Prisionero en Martín García, podrá decir que «nunca, ni en ningún caso o circunstancia alguna, se arrestó a nadie, ni se suspendió un diario ni se tomó medida coercitiva alguna, no obstante el maremágnum de rebeldías, diatribas y procacidades».
Yrigoyen calla. Confía en el pueblo. En la hora de la opción había preferido la conciencia de su apostolado a la fugacidad del poder, apenas «una realidad tangible». No seria el pueblo quien habría de impedir la consumación de su obra. En las sombras movíanse otros factores, en la lucha eterna como los días del hombre, entre quienes estrujar y quienes quieren extender el radio de la libertad y de la dignidad humana. En el pueblo quedarían su vida; su modo de concebir a la República Argentina, la causa que alentó sus sueños, como una grande y límpida bandera de redención y de esperanza, «como una espiritualidad que perdura a través de los tiempos».
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