Sr. Antille -
Pido la palabra.
De tiempo en tiempo, aparecen en la vida de los pueblos
hombres singulares que parecieran destinados a marcar rumbos a la sociedad,
iluminando sus caminos y señalando sus derroteros a la luz de las más nobles
ideaciones. Llevan en la mente el claro destello de sus altas concepciones y en
el corazón la fe encendida del creyente.
Hipólito Yrigoyen fue uno de ellos. Llegó en la hora
propicia, en la hora en que el país se debatía en medio de las dificultades de
una democracia incipiente y cuando anhelaba encontrar las rutas que lo llevaran
al ejercicio efectivo de sus auténticas instituciones.
Adoptada la más libre de las constituciones del mundo,
declarada en ella la forma republicana de gobierno, la representación popular,
la libertad política y la igualdad democrática, la República no había dado
todavía, en medio siglo de existencia legal, con los resortes necesarios para
realizar en los hechos los principios consagrados en la letra de su Carta
Fundamental.
Vanos habían sido los sacrificios de los hombres del 90;
vanos los esfuerzos de Alem, de Del Valle, de Estrada y de tantos otros.
Un muro impenetrable les ofrecían las viciadas prácticas
electorales, las corrompidas costumbres políticas y la recia oposición de la
oligarquía. En esa época, el sufragio libre no existía; la expresión de la
voluntad ciudadana era un simple enunciado doctrinario; la elección de los
representantes, una parodia cuando no un delito; la corrupción electoral, la
inmoralidad ambiente y la coacción o la venalidad imperaban en los actos
políticos como una consecuencia de la falta de ética en los hombres de
gobierno.
Faltaba en los partidos el principio fundamental, la
espiritualidad esencial, el concepto moral que constituirían las bases sobre
las cuales Alem e Yrigoyen edificarían más tarde la agrupación llamada a crear
la democracia argentina y a salvar la dignidad ciudadana.
Había nacido Yrigoyen con señalada vocación política. Desde
joven se consagró por entero a la obra que él llamó con acierto "la
reparación nacional"; todo debería ser reparado en el país; los organismos
partidarios, los métodos de gobierno, la función pública, la pureza del
sufragio, la moral administrativa. A ello se dedicó con ensueño de apóstol y
con pasión de misionero. Ni las persecuciones ni las cárceles, ni los desastres
ni las ingratitudes de los hombres, lo apartaron de la ruta emprendida. Era su
obsesión dotar al sufragio de las garantías necesarias para hacer de ese
instrumento la expresión exacta de la voluntad ciudadana.
El cuarto obscuro, la libertad en la emisión del voto y el
secreto del sufragio, fueron ideas suyas incorporadas más tarde a la ley Sáenz
Peña como puntos esenciales de la reforma electoral. El padrón cívico a base
del registro militar fue otra de sus concepciones y con ellas, y con los
conceptos morales que infundió al partido y al gobierno, promovió la más grande
de las revoluciones que llevó al país hacia la vida institucional y a la verdad
de los principios democráticos.
La reforma substancial consistió, principalmente, en la
igualación social y en la abolición de todo privilegio; la libertad de sufragio
puso en juego el poder de las masas, hasta entonces ahogadas por el poder de la
oligarquía. La igualdad de derechos políticos trajo la igualdad de los grupos sociales
y la clase media y la clase obrera se elevaron hasta la altura de la
seudoaristocracia.
Las representaciones públicas, los cargos de gobierno no
estuvieron ya reservados solamente a la clase dirigente, a las personas de
fortuna o de apellido conocido. Las bancas del Congreso pudieron ser ocupadas
por los hijos de inmigrantes o por los hombres sin holgada posición económica.
Y esta transformación se hizo frente a los enemigos
tradicionales, frente a los partidos en que se agrupaban las fuerzas
conservadoras y el obrerismo socialista. Los primeros se defendían en sus
últimos reductos de provincia y los segundos se mantenían débilmente en la
Capital Federal; pero faltaba en ambos el calor que da la convicción y el
entusiasmo que da la razón.
El partido que fundara Yrigoyen tenía en cambio el fervor
místico de un dogma nuevo y el empuje ardoroso de los movimientos populares. Su
ideología se había ido plasmando poco a poco, a medida que los hechos
estructuraban la doctrina. Después de la enorme conquista de la libertad de
sufragio, defendió los derechos de la clase obrera frente a los excesos del
frío capitalismo, y sostuvo el principio de la fraternidad y de la igualdad
humanas en las relaciones económicas de los hombres.
Y como si ello no bastara, bajo la influencia de su
conductor, un hondo sentimiento nacionalista impregnó la entraña misma del
radicalismo, superando el egoísmo de los grupos conservadores y el exótico
materialismo del dogma socialista.
Bajo tales circunstancias, Yrigoyen llegó a gravitar en las
actividades todas de la Nación, al modo de un demiurgo antiguo o de un héroe
epónimo. Fue aclamado por las muchedumbres, y su palabra escuchada con respeto
por el pueblo. Sufrió, es cierto, la crítica despiadada de sus enemigos y la
oposición decidida de sus adversarios, pero el tiempo atenuó las demasías y el
saldo histórico de esta hora arroja a su favor la incontestable y justa
admiración que se le tributa en las esferas todas de la sociedad.
Pero si su intervención en el orden político y social dio a
Yrigoyen el derecho a ser recordado con amor por las generaciones argentinas,
su actuación en las ramas de la enseñanza media y superior le dio el privilegio
de ser considerado en los centros de cultura como un innovador sin precedentes.
Democratizó la enseñanza; abrió las puertas de las aulas universitarias a las
clases humildes y purificó el ambiente de los claustros dando acceso al
estudiante hasta los consejos directivos, y terminó con los círculos cerrados
al abrir el escalafón a los jóvenes maestros retardados en su carrera por las
camarillas impenetrables de los viejos profesores.
Los alumnos llegaron hasta su despacho de presidente para
defender los postulados de la reforma, como habían llegado los obreros para
recabar el amparo a sus derechos ante la injusta opresión de los patronos.
Hay algo, sin embargo, señor presidente, en la obra de
Yrigoyen superior a todo esto. Es su actuación internacional; su defensa de la
soberanía de la Nación; su amor a la paz y su concepto sobre la independencia y
la igualdad de los Estados soberanos. Este capítulo de su vida señala al hombre
superior, al hombre de carácter y de convicciones arraigadas, capaz de caer con
estrépito antes que abjurar de sus principios fundamentales. En dos
oportunidades resalta esa posición suya inquebrantable. En la gran
conflagración del 14, cuando casi todas las naciones rompen sus relaciones o
declaran la guerra a Alemania, Yrigoyen mantiene la neutralidad de nuestro
país, no obstante la enorme presión de los aliados, la efervescencia popular y
los intereses económicos que aconsejaban la ruptura; lo hace, porque odia el
derramamiento de sangre entre los hombres y porque venera un principio
evangélico. Pero si llega el caso de hacer respetar la soberanía como cuando es
hundido el barco "Monte Protegido", o el "Oriana", o el
"Toro" que navegan bajo el amparo de la bandera argentina, no trepida
en reclamar con energía la violación del principio de la libertad de los mares,
y exige no solamente las reparaciones materiales y morales, sino también el
desagravio al pabellón argentino. Y, cosa extraña, la Alemania poderosa acepta
la reclamación e indemniza los perjuicios; y terminada la guerra, en un día de
septiembre de 1921, rinde honores a nuestra bandera, izada sobre la cubierta
del "Hannover", presentando las armas de su tripulación, mientras los
acordes del Himno Argentino ponen una nota de emoción y de patriotismo que se
difunde en toda la extensión de la América asombrada. (Aplausos en las bancas y
en la barra).
Igual concepto mantiene cuando el pensamiento de Wilson
sobre la Liga de las Naciones se concreta en Ginebra. El principio de la
igualdad de los Estados soberanos defendido hasta los últimos extremos.
Yrigoyen envía a la conferencia a su ministro de Relaciones Exteriores y al
embajador argentino en Francia. Ambos llevan instrucciones precisas. Todas las
naciones deben tener asiento en la asamblea y obrar como Estados soberanos; el
consejo ejecutivo debe ser elegido democráticamente por el voto de la mayoría.
Ello es consecuencia de la personalidad de los Estados, que no puede ser
olvidada en ningún momento. La pretensión, es desoída por los Estados victoriosos
que aspiran a lograr la paz del mundo, no por la inspiración de los principios
de igualdad, sino por el mantenimiento de los predominios bélicos. Entonces el
presidente ordena el cese de la representación y el retiro de sus ministros. Y
su grito de paz: "La victoria no da
derechos", queda vibrando, sin eco, en el seno de las naciones que
triunfaron en la guerra.
Hoy, pese a todos los reparos, se hace de este modo cada vez
más grande la figura de Yrigoyen. Los pueblos de América miran con asombro la
persistencia y valentía con que defiende los principios humanitarios de la paz
y los conceptos de la soberanía y la independencia de los Estados. El pueblo
argentino aplaude al fin sus decisiones, porque pasada la guerra encuentra
razonables y justas las bases en que se fundó Yrigoyen para que la Nación
adoptara en estos difíciles acontecimientos de la vida internacional la
posición que le correspondía.
Señores senadores:
no deseo fatigar con exceso vuestra atención; no he de ocuparme por esto de
estos aspectos, tal vez igualmente interesantes, de la vida y de la obra de
Hipólito Yrigoyen.
Pero no sería completo este homenaje si olvidara su
preocupación constante por la dignificación de la clase proletaria. Ello le
impulsó a concretar ante el Congreso iniciativas económicas, sociales y culturales
que levantaron su nivel de vida y tornaron saludables los ambientes de trabajo.
La jornada máxima de labor, el salario mínimo del empleado, la protección de la
madre obrera, los dispensarios antituberculosos, la reforma de la ley de
accidentes del trabajo, las escuelas nocturnas para adultos y profesionales y
la protección del menor asalariado, son el resultado de su ininterrumpido afán
para mejorar las condiciones en que la masa obrera prestaba el servicio de sus
músculos al adelanto de las industrias y al progreso del país.
Concretaba Yrigoyen a este respecto la razón de su posición
frente a las condiciones del obrero con las palabras magníficas que paso a
reseñar:
"Solamente los
que no se han sentido pobres nunca, o los que no hayan puesto su magnanimidad
al alivio de las escaseces ajenas, pueden ignorar la amargura que importa esa
situación frente a los que se enriquecen a expensas de su angustia".
Y resumía su pensamiento respecto a los conflictos obreros
con estas justas palabras que constituyen una categórica sentencia:
"Cuando la fuerza
colectiva del trabajo oprime al capital, destruye su propia fuente de vida;
cuando el capital domina una huelga, dejando sumidas en la miseria a millares
de familias, no ha solucionado el conflicto; antes bien, ha ahondado sus raíces
y la sociedad sufre sus consecuencias".
Ante estos hechos, ante estas actividades que la historia
testifica, pareciera inadmisible que el pueblo mismo que lo llevó al gobierno,
un día infortunado, con intervención de las fuerzas armadas, le impidiera
terminar el período de su gobierno en la segunda presidencia. Parece más
inadmisible todavía que le colocara en situación de sufrir prisiones,
confinamientos y vejámenes en los que más que el escarnio a su persona brilla
el atentado contra todos los principios de justicia. La filosofía de la
historia ha de explicar alguna vez estas inconstancias o mutaciones de juicio
de los pueblos que, al parecer, nunca valoran con juicio inalterable los hechos
y la conducta de sus gobernantes.
En esta etapa de su vida muestra Yrigoyen la grandeza de su
alma y las nobles virtudes que adornan su espíritu. Ni una queja sale de sus
labios, ni una protesta le arranca el atropello, no alza la voz contra los que
lo encarcelan injustamente, ni deja oír su reproche contra los hombres que lo
abandonan. Un manto de resignación cubre sus actos y un fondo de dignidad
acompaña sus acciones.
La Honorable Cámara ha de permitirme que recuerde en este
momento un hecho que me es personal: en esas horas de angustia, cuando el
presidente no encontraba entre todos sus amigos ni entre sus beneficiados un
profesional que le prestara asistencia, asumí, espontáneamente, el honor de su
defensa. Y esa circunstancia me permitió conocer a fondo la injusticia de su
prisión, injusticia que hoy proclamo con orgullo ante esta Cámara. Y conocí por
ello también la grandeza de su espíritu, que en ningún instante pudo ser negada
por nadie.
Y, ¡cosa admirable!, cuando pasado el tiempo y puesto en
libertad, el procesado volvió enfermo a su domicilio, el pueblo tornó a
rodearlo con su adhesión y con su afecto, como si la tragedia hubiera lavado
todos sus pecados. Ese sentimiento se acentuó a medida que la enfermedad se
tornaba inexorable, y cuando la muerte lo arrebató de entre los suyos, un
clamor hondo y sincero llenó de congoja el pecho de todos los argentinos.
Recuerdo el instante dramático de su deceso y el instante triste de su sepelio.
Recuerdo con emoción el doloroso espectáculo: una muchedumbre compacta, venida
de todas partes, marchaba silenciosa junto al cadáver, transida de llanto y de
pena. La angustia del corazón y el dolor de las almas estaban marcadas en todos
los rostros. Nunca, desde las exequias de Sarmiento, había presenciado Buenos
Aires un cortejo más nutrido y una congoja más honda. Y en su última morada, el
día mismo del sepelio, se oyeron las primeras palabras reivindicatorías.
Hablaron los grandes oradores, los de la Capital y los de las provincias más
lejanas; los que representaban al partido y los que alzaban su voz en nombre de
las clases proletarias.
Me cupo en esa ocasión pronunciar estas palabras, que fueron
como un anticipo de las que debía pronunciar en este acto:
"Hipólito
Yrigoyen: custodian vuestra tumba las banderas enlutadas de la patria; las
provincias del Plata han vibrado bajo un hondo sentimiento de pesar; las
campanas de las iglesias han llenado el espacio con la queja de sus bronces;
los pueblos de América han llorado la pérdida que sufre nuestro pueblo. ¡Que
vuestro espíritu reciba en ultratumba esta ofrenda del dolor, como un anticipo
de la estatua que os espera!"
Señor presidente:
el bloque de legisladores en cuyo nombre hablo, ha querido ofrecer, por mi
intermedio, el homenaje de sus sentimientos cívicos al gran demócrata argentino
en el decimotercer aniversario de su muerte. He cumplido el mandato en la
medida de mis fuerzas; pero no creería completo el homenaje si no aprovechara
la oportunidad para solicitar del honorable cuerpo que despache con voto
favorable el proyecto de ley que, en unión con otros legisladores, he
depositado en Secretaría. En él se autoriza a levantar una estatua y a erigir
un mausoleo como el más justo homenaje que se pueda tributar al más grande
hombre público que haya cruzado los escenarios de la patria.
Nosotros, que hemos llegado a estas bancas traídos por un
movimiento político y social, que es en el tiempo la continuación del que
promoviera Hipólito Yrigoyen; nosotros, que reconocemos como líder a un
ciudadano que llegó a la presidencia imitándole en sus virtudes, en su amor a
los humildes y en su fe en la grandeza de la Nación, tenemos el deber de
perpetuar la memoria del precursor, haciendo que su figura se destaque en el
bronce al lado de las estatuas de San Martín y de Belgrano y junto a las de Rivadavia,
Sáenz Peña y Sarmiento, las glorias más puras de nuestra patria.
He dicho. (Aplausos prolongados en las bancas y en las
galerías).
PROYECTO DE LEY DEL SENADOR ANTILLE Y OTROS SENADORES
El Senado y Cámara de Diputados, etc.
Artículo 1 -
Autorízase al Poder Ejecutivo Nacional a erigir una estatua que perpetúe la
memoria del eminente demócrata Hipólito Yrigoyen y juntamente un mausoleo que
guarde sus restos mortales. Su emplazamiento se efectuará en el punto céntrico
de la avenida Nueve de Julio, en el lugar que hoy ocupa el obelisco de este
paseo.
Artículo 2 - La
estatua llevará las siguientes inscripciones, en sus cuatro costados de la
base, para enseñanza de las generaciones argentinas: frente Norte: La Nación
Argentina, parte integrante del mundo, nacida a la existencia con tantos justos
títulos como cada una de las demás, no está con nadie contra nadie, sino con
todas para el bien de todos; frente Sur: La gratitud de la Nación Argentina a
Hipólito Yrigoyen; frente Este: La democracia no consiste sólo en la garantía
de la libertad política, entraña a la vez la posibilidad para todos de poder
alcanzar un mínimo de bienestar siquiera; frente Oeste: Nació en Buenos Aires
el 13 de julio de 1852, y falleció el 3 de julio de 1933. Donó sus sueldos de
profesor y de presidente de la República para "mitigar el infortunio de
los desvalidos y la pobreza sin amparo".
Artículo 3 - El
Poder Ejecutivo dispondrá que el acto público inaugural del monumento se
efectúe en un aniversario del nacimiento del ilustre ciudadano, ordenando las
ceremonias y honores civiles y militares que correspondan.
Artículo 4 - La
estatua y mausoleo se costearán por colecta pública y con los fondos que
oportunamente autorice el Congreso para contribuir al homenaje.
Artículo 5 - El
Poder Ejecutivo llamará a concurso de proyectos para la estatua y mausoleo,
dentro de los noventa días de promulgada la presente ley, destinando la suma
que para premio del mejor proyecto sea costumbre disponer en estos casos.
Artículo 6 -
Autorízase a la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires a designar con el
nombre de "Hipólito Yrigoyen" la avenida Colón de la Capital, en
homenaje al esclarecido ciudadano argentino.
Firmantes: Armando G. Antille - Gilberto Sosa Loyola -
Alberto Durand Juan Carlos Basaldúa - Felipe Gómez del Junco - Diego Luis
Molinari - Francisco R. Luco - Samuel Gómez Henríquez Ernesto F. Bavio -
Alfredo Busquet - Oscar Tascheret - Vicente Leónides Saadi - Lorenzo Soler -
Miguel A. Tanco - Alejandro Mathus Hoyos.
El Senador Nacional Dr. Armando Antille en su época de Interventor en la Universidad Nacional de El Litoral. |
Fuente: "Monumento a la memoria del ex Presidente
Yrigoyen" Proyecto de Ley del señor Senador Dr. Armando G. Antille y
otros, 4° REUNION - 3 SESION ORDINARIA Cámara de Senadores de la Nación Argentina, 3 de julio de 1946.
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