Una ola de odio sopla sin cesar desde la Casa Rosada hasta los lugares más apartados del país, creando motivos de discordia para todos, para los hombres de su mismo partido, como para los de las distintas clases sociales. Diríase que el odio de todas las razas muertas del desierto, hubiera encontrado asilo en el corazón del señor Yrigoyen y se hubiera propuesto tomar desquite de la civilización europea, del riel, del libro, del frac, del guante blanco, de la cultura que las barrió de la superficie de la pampa. La injuria ha sido erigida en sistema de gobierno; ni una palabra sale desde la Presidencia y las demás oficinas públicas sin que el insulto deje de acompañarlas como la sombra al cuerpo.
Desesperados, los ciudadanos que aman a su país ante la calamidad en que se ha traducido su gobierno, llegan hasta renegar de la conquista más trascendental alcanzada por el pueblo argentino en los últimos sesenta años ––la ley Sáenz Peña––, fulminando de incapacidad, a la vez que se intenta justificar los errores y las culpas del pasado, de los que el momento presente no es más que una consecuencia, y por lo tanto su peor condenación. Debemos defendernos de dos errores que, de arraigarse en la mente popular, podrían tener consecuencias funestas. El pueblo cuando se dictó la ley electoral en vigencia y de tiempo atrás, estaba capacitado para hacer uso de ella. El desastre, es consecuencia de varios factores ajenos a su capacidad, factores que he de estudiar en otra parte. Se trata simplemente de un percance, del que no están libres en su vida ni las naciones ni los hombres.
La ley llegó en un momento en que el pueblo estaba cansado de mandatarios que sólo buscaban en la política un fin personal. Por otra parte, nadie pudo sospechar un caso de simulación igual al del señor Yrigoyen. Es cierto que se le sabía de corta inteligencia, exigua ilustración y sin dotes de estadista; pero ni aún sus más encarnizados enemigos ponían en duda su honestidad y patriotismo.
La ley llegó en un momento en que el pueblo estaba cansado de mandatarios que sólo buscaban en la política un fin personal. Por otra parte, nadie pudo sospechar un caso de simulación igual al del señor Yrigoyen. Es cierto que se le sabía de corta inteligencia, exigua ilustración y sin dotes de estadista; pero ni aún sus más encarnizados enemigos ponían en duda su honestidad y patriotismo.
¿Quién respetaría como él la Constitución de la que había hecho durante tantos años programa de partido?
Ni sus más encarnizados enemigos soñaron que pretendiera volver al país a la situación en que se encontraba antes de 1852, suprimiendo en la práctica todas las conquistas alcanzadas para hacer una verdad nuestra ley fundamental.
Fuente: Irigoyen: el último dictador de Benjamín Villafañe,
Editorial Moro, Tello y cía., 1922.
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