Al doctor Francisco A. Barroetaveña:
Organizados los clubes parroquiales en la capital, disuelta
a tiros la reunión de San Juan Evangelista, y constituida la coalición política
de la Unión Cívica en el “meeting” del 13 de abril, pensé que había muchos
elementos de importancia ya preparados para imprimir una dirección enérgica a
la política opositora. Tenía la convicción de que los gobernantes sofocarían
por la violencia cualquier movimiento electoral pacífico de la oposición, pues
ése era su sistema y lo que pasaba en todas las provincias, ya daba comienzo
también en la capital, con los abusos incalificables de la política durante la
inscripción, y con el atentado de San Juan Evangelista.. No había, pues, que
esperar que nos dejaran libertad para votar; y entonces no quedaba otro remedio
de hacer prevalecer la opinión pública, de una violencia en sentido contrario,
en defensa de la Constitución, de las leyes y de todo cuanto más caro hay en un
pueblo, que los gobernantes vilipendiaban con cinismo. ¿Éramos ciudadanos de
una República o siervos de una camarilla de explotadores?. Tal era el problema
que se planteaban los hombres de bien, y que nosotros debíamos solucionar
pronto. Observé que el movimiento del 13 de abril había sido imponente; que el
pueblo respondía a las exigencias supremas de la patria. Vi que la juventud
independiente tenía el carácter y la entereza necesarios para cumplir con su
deber y con el programa de resistencia y de combate que ella misma había
trazado con mano firme. Hablé con los presidentes de los clubes parroquiales para
cerciorarme de la consistencia de esos clubes y saber el ánimo en que se
encontraban; resultando que el espíritu de resistencia revolucionaria era
general, porque el malestar también era común. Conferencié con algunos hombres
de las provincias, como los señores Santiago Gallo, de Tucumán; Delfín
Leguizamón, de Salta, Guillermo Leguizamón, de Catamarca; los doctores Mariano
N. Candioti, Agustín Landó y Lisandro de la Torre, del Rosario; los señores
Ataida y H. Román, de Córdoba, y otros encontrando en ellos y en los pueblos de
sus provincias, según me informaron, la posibilidad de secundar un movimiento
revolucionario que se iniciara en la capital. Escribí con el mismo propósito al
doctor Guillermo San Román, de la Rioja, y me contestó que esa provincia respondería
al plan revolucionario.
El malogrado y valiente Julio Campos y Alvaro Pintos, de La
Plata, deseaban promover allí el movimiento simultáneamente. Yo era de esa
opinión, pero tuve que desistir por consideraciones que presentaron los
miembros de la Junta.
Hombres influyentes de la capital, con quienes hablé en el
mismo sentido, encontraron que era una necesidad prepararnos para la lucha
armada. Debe ser entendido que no a todos les hablaba claramente de una
revolución, sino que averiguaba la disposición de su ánimo para resistir por la
fuerza en caso necesario la opresión y la violencia del gobierno.
Encontrando tanta aceptación el plan revolucionario en el
elemento civil, por estelado, no había más que proceder a la organización de
los clubes, con el propósito indicado.
Siempre pensé que triunfante una revolución en Buenos Aires,
las situaciones provinciales odiadas por el pueblo caerían solas cuando les
faltara el brazo que las sostenía contra la opinión pública. Esta convicción
que tenía de nuestro país fue confirmada por el movimiento revolucionario del
Brasil, el cual se limitó a dominar la capital, y se adhirieron en seguida las
provincias a pesar del prestigio que conservaba la monarquía, y de las
cualidades personales del monarca, muy opuestas a las que adornaban a nuestro
jefe de Estado. Pero, no obstante esta opinión arraigada, consideré conveniente
que las provincias se preparan por secundar la revolución, sacudiendo con su
propio esfuerzo los gobiernos que las oprimían y esquilmaban. Algunas
provincias del centro y norte de la República estaban prontas para alzarse en
armas, esperaban la voz del mando, que no les fue dada por el motivo que
expondré más adelante. Por otra parte, debe advertirse que las provincias me
pedían elementos que yo no podía proporcionarles, armas especialmente y por
esto también fue necesario limitar la acción.
EL EJERCITO
Desde que usted me vio para formar la coalición política que
fue aclamada el 13 de abril, yo tenía la convicción de que con el pueblo solo
sería difícil hacer triunfar un movimiento revolucionario, contra tantos
elementos de fuerza con que contaba el gobierno. Pensaba que debíamos organizar
vigorosamente el elemento civil en la capital y las provincias; pero creía en
extremo necesario buscar la participación del ejército en esta gran obra
regeneradora, contra la cual el gobierno esperaba lanzarlo. Tenía buenas
relaciones en el ejército, conocía su espíritu y los sentimientos levantados de
muchos jefes y oficiales. No podía convencerme de que un ejército que contaba
con elementos tan sanos, sirviera de guardia pretoriana a gobernantes tan
pequeños.
Mi idea, pues, desde un principio fue ésta: preparar el
espíritu del pueblo para la revolución y buscar el apoyo del ejército. Así el
movimiento conservaría su carácter popular, interviniendo el ejército en su
auxilio; y la lucha armada sería menos sangrienta y más rápida. Llevada a cabo
en esta forma, pueblo y ejército de mar y tierra habrían consumado una
revolución imponente, en defensa de las instituciones y de cuanto mas caro
tenemos los argentinos. La gloria de la jornada sería común, y quedaría este
precedente histórico, que el ejército no era una máquina automática creada para
provecho personal de gobernantes corrompidos, sino el guardián de las instituciones
y del honor nacional. Con este sentimiento, el día mismo del “meeting” del 1º
de setiembre, una persona caracterizada me indicó que un empleado de policía
quería verme con mucha urgencia. Le observé que debía asistir al “meeting”,
indefectiblemente y temiendo que quisiera revelarme algún atentado contra los
jóvenes independientes, le insté que lo invitara a pasar por el Jardín Florida
a la hora de la reunión. No pude verme con él hasta el día siguiente. Hablé con
el empleado de policía, a quien yo conocía perfectamente, y me dijo que un
grupo de oficiales del ejército con quienes estaban en relación deseaba ponerse
al habla con los opositores al gobierno, pues ellos creían que había llegado la
hora de probar que el ejército no era máquina de opresión sino milicia de
libertad.
Después traté de ponerme en comunicación con estos
oficiales, pero ya se habían desorganizado, no se valían del mismo
intermediario. Recuerdo este ofrecimiento militar, porque fue el primero que
recibí del ejército. Cuando hubo terminado la procesión cívica del 13 de abril,
nos retiramos con el doctor Del Valle al Club del Progreso, y allí vino el
comandante Joaquín Montaña a comunicarnos esta noticia importante; que acababan
de comunicarle unos oficiales distinguidos del ejército que había un grupo de
oficiales con mando de tropa, opositores al gobierno, quienes deseaban ponerse
al habla con nosotros, representándolos los capitanes Castro Sunblad, Lamas, el
teniente Berdier y el subteniente Uriburu. Muy contentos con noticia tan
halagüeña, convinimos en que los citara para el día siguiente en casa del
doctor Del Valle. No me fue posible concurrir a la cita, porque a esa hora tuve
una reunión importante con la junta Ejecutiva para dar impulso vigoroso a los
trabajos.
De la conferencia vinimos en conocimiento que había una
agrupación de oficiales de los diversos cuerpos de guarnición, una especie de
logia, formalmente juramentados y decididos a fusionar con el pueblo contra el
gobierno vergonzoso que nos afrentaba.
El doctor Del Valle tuvo varias conferencias con esos
oficiales que ensanchaban sus trabajos, y poco tiempo después me puse
directamente en relación con ellos en casa del poeta Joaquín Castellanos,
cerciorándome que eran jóvenes muy distinguidos y patriotas. La reunión fue
animada; me comunicaron todos los datos que tenían referentes al espíritu de
los cuerpos, a la cantidad de oficiales comprometidos, al mando que tenían,
etc. les pedí que continuaran los trabajos con actividad porque los
acontecimientos se iban a precipitar, y convenía no tener en suspenso una
conspiración en la que jugaban con la vida. De esta entrevista salí muy
satisfecho, y creo que a ellos les pasó lo mismo. Quedamos en que nos veríamos
dentro de cuatro o cinco días en la misma casa. Recuerdo que a esta primera
reunión concurrieron el mayor Drury, los capitanes Lamas, Castro Sunblad,
Fernández, Facio, y los tenientes Berdier, Pereyra, Ruiz Díaz, Pinto y Uriburu,
y otros más cuyos nombres no recuerdo.
Contemporáneamente había tenido una conferencia con el
coronel Julio Figueroa, en casa del señor Angel Ugarriza, y allí, hablando de
la posibilidad de un movimiento revolucionario contra el gobierno de Juárez, el
coronel Figueroa me dijo por el conocimiento que tenía del ejército, era su
opinión que más de un cuerpo vivaría al pueblo alzado contra ese gobierno
bochornoso. Y tratando más detenidamente del estado de cada cuerpo de la
guarnición, me dijo que creía con seguridad que el 9º de línea respondería al
movimiento revolucionario, pues estaban mandadas las compañías por oficiales
muy decentes y patriotas. Quedamos en que él se encargaría de ver a esos
oficiales y comunicarme el resultado. A los pocos días me dijo que podíamos
contar con el 9º, que ya había hablado con los oficiales, encontrando en ellos
espíritu más decidió, que los capitanes de compañía eran muy queridos en el
cuerpo, por sus condiciones y por haberse formado allí, unos llevaban catorce
años y otros dieciocho de vida común con los soldados; que estuviera seguro que
ese batallón secundaría el movimiento revolucionario, por lo cual él mismo lo
mandaría. Me permití dudar de la confianza con que me aseguraba el concurso del
cuerpo, y entonces me ofreció ponerme en relación directa con los comandantes
de compañía. Tuvimos esa entrevista, a la cual asistieron los capitanes
Sarmiento, Señorans y un teniente de la otra compañía, en representación del
capitán que faltaba. Allí quedé convencido de la verdad de cuanto me había
dicho el coronel y de la decisión patriótica de los oficiales del 9º de línea.
Aun cuando el jefe y segundo jefe no habían sido vistos todavía, ya podíamos
contar seguramente con este cuerpo, pues aparte de la decisión resuelta de los
oficiales y de su influencia en el batallón, el coronel Figueroa tenía mucho
prestigio, era muy querido, lo había mandado ocho años y respondía con toda
seguridad del concurso del 9º. Era tal la confianza que tenía en ese batallón,
que había visto para el movimiento revolucionario hasta cabos, sargentos y
soldados.
Entre los oficiales con quienes hablé en casa de Castellanos
había algunos del 1º de artillería; pero aquel cuerpo tenía ocho compañías, y
era muy importante ver el mayor número de capitanes. El señor Natalio Roldán,
me puso en comunicación con su malogrado hijo, el valiente y distinguido
capitán Manuel Roldán, quien se adhirió con entusiasmo al movimiento
revolucionario, y por su intermedio vi a otros oficiales más de artillería.
Hablé también con el capitán Rojas, que se comprometió conmigo, asistió a
varias reuniones, y luego faltó haciéndonos fuego en los combates de julio.
Tuvo lugar una segunda reunión de oficiales mas numerosa que
la primera, en casa de Castellanos, y allí me convencí que ya podíamos contar
seguramente con casi la totalidad de los oficiales del 1º de artillería, del 1º
y 5º de infantería, de Ingenieros, con los cadetes de Palermo, concertados por
Hermelo, aparte del 9º y de los capitanes Calandra y Ratto, con dos compañías
del 4º, vistos por el coronel Figueroa. Todo esto sin contar con que estaban
minados los cuerpos de la guarnición, que no eran revolucionarios. En esta
conferencia comuniqué a los oficiales la resolución que formaba de lanzarnos al
movimiento revolucionario, en vista de los poderosos elementos con que
contábamos, pues ya disponíamos también de la escuadra, como se verá luego. Esa
noche convine con los oficiales en la formación de grupos civiles para
fortalecer la salida de los cuerpos y aprehender a los jefes, organizaciones
civiles que ya había encargado yo con antelación. Hasta entonces se habían
hecho trabajos para explorar la situación del ejército y ver con que elementos
se contaba, pero me parecieron éstos tan poderosos ya, que anuncié a los
oficiales la resolución trascendental, asegurándoles que los miembros de la
junta, de los cuales sólo conocían al doctor Del Valle, estarían en la misma
resolución. Ellos, lejos de mostrarse algo embarazados por el giro grave que
tomaban los acontecimientos, rivalizaron en expansiones, su entusiasmo y
satisfacción por que lleváramos adelante con mano firme el plan revolucionario.
Quedaron los oficiales de cada cuerpo en nombrar sus respectivos
representantes, y me hicieron presente la necesidad de que un jefe de alta
graduación mandara el movimiento militar. Les contesté que había varios jefes
de alta graduación en nuestra causa, y que oportunamente los conocerían.
Después, como ueste recordará hubieron dos o tres reuniones
de oficiales revolucionarios en su casa, adoptándose resoluciones importantes.
El 10º de línea se obtuvo por trabajos del mayor Soler,
capitán Rosas y Racedo, capitán Osorio y el teniente Misaglia. Una vez que fue
trasladado preso al cuartel del 10º el general Campos, se hizo de todo punto
necesario, imprescindible, conseguir este batallón. Convenía mucho para el plan
revolucionario conseguir su apoyo, y esta necesidad se hizo más apremiante,
desde que el cuartel del 10º era la prisión del jefe que debía mandar las
fuerzas militares. Si el batallón no podía adherirse al movimiento saliendo
sigilosamente, debía tratarse de sublevarlo para que quedara en libertad el
general Campos. Felizmente el día 25 de julio el capitán Rosas Racedo, en una
conferencia con Del Valle, Montaña, capitán Osorio y Missaglia, avisó que los
trabajos entre los oficiales estaban muy adelantados, y que creía sacar el
cuerpo para la revolución, lo que se puso en conocimiento del general Campos.
El batallón de Cabos y Sargentos debía entrar también en la revolución, pero
falló y no concurrió a la cita.
Deseando poner en relaciones a los oficiales de todos los
cuerpos entre sí, y con el jefe superior que mandaría las fuerzas
revolucionarias, las convoqué a una reunión en casa del doctor Copmartin, calle
Belgrano, cerca de la policía. Allí concurrieron como cuarenta o cincuenta
oficiales, los jefes superiores coronel Figueroa y el general Campos. A esta
conferencia asistí con el doctor Del Valle, como a las subsiguientes, luego que
se resolvió echarnos a la calle, según la frase que empleábamos. La reunión fue
demasiado numerosa, pero no imprudente, por hacerse a las barbas de la policía,
donde sus agentes jamás se imaginarían que se tramaba una revolución armada,
pues para esta clase de entrevistas es costumbre buscar puntos solitarios y
alejados, que la policía vigilaba mucho. Los oficiales se estrecharon las manos
con efusión, con sinceridad, con esa sinceridad de los conspiradores que se
coaligan para una obra grande y patriótica. Informaron al jefe de todos los
elementos con que se contaba en cada cuerpo, y del plan para sacar los
batallones de los cuarteles; oyeron las indicaciones de aquél; y todos se
retiraron convencidos que eran impotentes los elementos del ejército que
entraban en la revolución. Campos salió satisfecho de la entrevista.
LA ESCUADRA
El joven Ricardo Oliver me puso en relación con el mayor
Ramón Lira, quien se sentía movido también por este sentimiento patriótico de
oposición radical hacia el régimen imperante. Hablamos de política, y no ocultó
su antipatía al gobierno de Juárez; le pregunté cuál era el espíritu que
animaba a la oficialidad de la armada, y me dijo que creía que habían de
simpatizar, como el, con la causa de la Unión Cívica. Entonces le pedí que
viera a sus compañeros de la escuadra, y se cerciorara de sus afecciones
políticas, y que con habilidad inquiriese si estarían dispuestos a acompañar a
la Unión Cívica “¿Para qué doctor?”, me preguntó. “Para secundar el programa de
la Unión Cívica e ir hasta donde ella vaya”, le repuse. Nos miramos fijamente y
quedamos entendidos.
A los pocos días vino y me presentó al alférez de fragata
Leopoldo Pérez, anunciándome que ya contaba con varios oficiales de la
escuadra, cuya lista me entregó, animados de sus mismos sentimientos políticos
opositores al gobierno de Juárez, y que secundarían la Unión Cívica. Quedaron
en continuar los trabajos en los buques que faltaban, y en comunicarme el
resultado. En la misma hora en que me puse en relación con el mayor Lira, el
doctor Martín M. Torino y don Alberto Honores me abordaron con franqueza en el comité
sobre si preparaba un movimiento revolucionario, porque ellos estaban
dispuestos a prestarme toda su ayuda si tal era mi plan de campaña. Conociendo
a estos caballeros, no vacilé en comunicarles que, efectivamente, preparaba un
movimiento revolucionario, y que aceptaba su concurso. Torino me dijo, a los
varios días, que el 2º jefe de la cañonera Maipú, don Guillermo Wells, el
comisario y otros oficiales del buque, entrarían en un movimiento armado, y que
deseaba ponerme en relación con ellos. Aceptó el ofrecimiento y tuve una
conferencia con los oficiales referidos en un altillo del Mercado Modelo. Me
dijeron que podíamos contar con la Maipú, prescindiendo del jefe.
Honores me ofreció presenta al mayor O´Connor, comandante
del Villarino, porque estaba seguro que le era simpática la causa de la Unión
Cívica, y la idea revolucionaria. Le di cita en una casa del sur de la ciudad,
y antes de que llegara el día indicado, Lira, Pérez, Wells y otros oficiales de
marina, me anunciaron que las adhesiones eran numerosas y que convenía tuviese
con ellos una conferencia. Les cité para la misma casa donde debía verme con
O´Connor, una hora antes. Perfectamente de acuerdo con el mayor O´Connor sobre
la campaña política revolucionaria emprendida, llegó la hora en que se
aparecieron los demás oficiales y el mayor Lira, experimentando todos una
agradable sorpresa y entregándose a efusiones amistosas. Lira y los oficiales
que había visto, ignoraban que estuviera O´Connor ni la oficialidad de la
Maipú, y éste y los oficiales del buque nombrado, a su vez, no sabían que Lira
y los demás oficiales hubiesen entrado en relaciones con la Unión Cívica.
Así es que la sorpresa fue muy agradable para todos; para mí
porque veía congregados jefes y oficiales distinguidos de la armada, comprometidos
a ponerla al servicio de la revolución; para ellos, porque se confortaron al
ver que estaban casi todos en el plan revolucionario. Ya también estaba
conseguida la división de torpederas con su 2º jefe por los trabajos de Lira y
Pérez. Estaban en el movimiento de la Unión Cívica. El Plata, las torpederas la
Paraná, la Patagonia, la Maipú y el Villarino, es decir, estaba la escuadra con
la revolución. Les pedí que se pusieran de acuerdo para nombrar los jefes de
los buques y de la escuadra y que me comunicaran pronto los nombramientos. Al
día siguiente me dijeron que el mayor O´Connor sería el jefe de la escuadra y
el mayor Lira el 2º jefe, y quienes mandarían los buques.
JEFES
Después del “meeting” del 13 de abril, encontré un día, por
la calle Florida, a los coroneles Julio Figueroa y Mariano Espina, quienes me
preguntaron cuál era la actitud que asumía la Unión Cívica en presencia de los
escándalos gubernativos, cada día más desvergonzados. Que era necesario
preparar el pueblo para un movimiento serio, al que muy probablemente seguiría
el ejército, o al menos no hostilizaría. Insistieron en que no mirara al
ejército como enemigo del pueblo, siguiendo una creencia general de que el
presidente dispondría discrecionalmente de las fuerzas creadas para defender
las fronteras y el honor nacional. Tomé la palabra a estos jefes y les dije que
estábamos organizando previamente los elementos populares y que en oportunidad
solicitaría su concurso.
El general Manuel J. Campos era muy conocido como opositor
radical y vehemente al gobierno del doctor Juárez Celman; terminado el meeting
del 13 de abril, fue llevado preso por la policía, lo que contribuyó a aumentar
su antipatía a los gobernantes. Sabía por el doctor Del Valle que el general
Campos era hombre dispuesto para un movimiento subversivo contra Juárez; yo
también había hablado, en general, con él de la necesidad de hacer algo serio
para salvar el país; pero sin concretar ninguna fórmula, ni menos comunicarle
todavía los elementos con que contaba para un movimiento armado contra el
gobierno que todos condenábamos.
Pedí al doctor José Juan Araujo que, con la habilidad
necesaria, hablara con el general Domingo Viejobueno de política opositora, y
según como lo tratara, concertase una entrevista de este jefe conmigo. En
seguida me informó que lo había encontrado muy bien dispuesto y que tal día nos
veríamos. La conferencia fue breve, porque al momento adhirió a la idea
revolucionaria, y entonces le dije que era conveniente tuviésemos una
conferencia con el general Campos en casa de éste, en la cual le comunicaría
los elementos con que contaba. En seguida hablé con Campos, fijando día para la
conferencia con Viejobueno. Allí les expuse todos los elementos con que contaba
para el movimiento revolucionario, y meditando con suma seriedad y cautela,
pusieron en duda que los oficiales sacaran los cuerpos contra los jefes,
dijeron que los oficiales se dejaban llevar con frecuencia por su entusiasmo, y
no medían todas las dificultades de una empresa llena de peligros. Conviniendo
conmigo que era una base muy sería la que teníamos en el ejército, me
aconsejaron que continuásemos los trabajos en los cuerpos y que pusiera la
oficialidad en contacto con uno de ellos, con Campos, porque no convenía que se
hiciera notable la participación de Viejobueno, Jefe del Parque. Entonces fue
cuando dispuse aquella reunión de oficiales en casa del doctor Copmartin, de la
cual salió muy satisfecho el general Campos. Vio que la oficialidad era
distinguida y que estaba resuelta hasta llegar al sacrificio. Estos dos jefes
eran de la misma graduación , generales de brigada; y por la circunstancia del
puesto de feje del Parque, tan delicado e importante, que ocupaba Viejobueno,
el cual no convenía, bajo ninguna forma, exponernos a perderlo, haciendo
intervenier a éste demasiado en los trabajos revolucionarios, y por la extrema
miopía que padece este distinguido general, convinieron ellos que Campos
tuviera el mando de las fuerzas.
Ya le he dicho que en casa de Ugarriza me puse de acuerdo definitivamente
con el coronel Figueroa y cuál fue el valioso contingente que trajo a la
revolución el 9º de línea, dos compañías del 4º, y su consejo y ayuda en los
trabajos revolucionarios, pues desde entonces formó parte del grupo o junta que
preparaba la revolución.
El doctor Del Valle habló con el general de división don
Joaquín Viejobueno, quien adhirió al movimiento de la Unión cívica, aunque sin
tomar una participación muy directa. Como era general de división, a el
correspondía el mando del ejército revolucionario, él lo hubiera obtenido; pero
una circunstancia imprevista y que debíamos atenderla con toda necesidad, hizo
que, al estallar la revolución, el general Joaquín Viejobueno tuviera que salir
de Buenos Aires. Esta circunstancia hizo que continuara en el mando de las
fuerzas el general Campos.
Tuve también una entrevista con el general Racedo; este jefe
no deseaba tomar parte en el movimiento revolucionario de la capital, sino
conseguir uno o más buques de guerra y algunas tropas de línea, para
convulsionar el litoral, especialmente Entre ríos, donde tenía elementos
populares organizados. No obstante su propósito, influyó con el comandante
Ruiz, jefe del 5º para que nos acompañara en la revolución; y con el mismo
objeto decidió al comandante Casariego, jefe del batallón de ingenieros, quien
no pudo entrar por haber sido preso. Quedó el general Racedo en ver al
comandante José García, feje del 9º de línea, pero no pudo hacerlo.
Don Natalio Roldán y yo hicimos ver al capitán Mon, 2º jefe
del 9º, con su propio señor padre, para que entrara a la revolución. El cuerpo
quedó listo para ponerse en movimiento, hasta con su 2º jefe. Momentos antes de
estallar la revolución como a las 3 de la mañana, recién los oficiales del 9º y
el mayor Mon informaron al comandante García del plan revolucionario, adhiriendo
este jefe al movimiento.
El mayor Bravo, 2º jefe del 5º , me ofreció su concurso,
porque le gustaba la causa, y porque sabía que los oficiales estaban en la
revolución. Tuve dos conferencias con él, en casa de Miguel Páez. Ya sabíamos
que este distinguido jefe había mandado ofrecer sus servicios y que estaba en
la revolución desde el principio, según lo aseguraron a su nombre los oficiales
del 5º. En los últimos días que precedieron a la revolución, el general Racedo
habló con los comandantes Ruiz y Casariego. Como he dicho, ellos aceptaron
entrar al movimiento y ofrecieron su espada, pero ya los oficiales de los
cuerpos habían abrazado la causa revolucionaria.
Estaban en el plan revolucionario, y me habían prestado su
ayuda los coroneles Morales, Irigoyen, comandante Joaquín Montaña, y mayores
Vázquez, Carranza, Soler y Drury. Concurrieron al Parque cuando estalló la
revolución, los generales Napoleón Uriburu, Eduardo Racedo, los coroneles
Mariano Espina, Martín Guerrico y Julio Campos, el comandante López, el
comandante Córdoba, mayor Ricardo A. Day y varios jefes más de guardias
nacionales y de línea, cuyos nombres no recuerdo en estos momentos, pero que ya
son conocidos del pueblo. Las peripecias del distinguido mayor Vázquez, son muy
conocidas.
PLAN DE LAS OPERACIONES MILITARES
La revolución hubo de hacerse de día, y ya estaban tomadas
todas las disposiciones para lograr un éxito que yo creí siempre seguro, cuando
fue necesario cambiar de hora y de teatro, porque la oficialidad consideraba
imposible o muy peligroso el sacar de día algunos cuerpos sublevados de los
cuarteles, mucho más cuando habría que tomar medidas violentas contra los jefes
si se presentaban a impedir la adhesión del ejército. Yo insistía en que la
revolución fuese de día, entre otras razones poderosas que después se dirán,
porque así tendría su verdadero carácter popular, debiendo operar primeramente
el elemento civil atacando la Casa Rosada y el Congreso y apresando a las
autoridades. El ejército vendría entonces en su apoyo.
La revolución estuvo, primero, combinada para hacerla de día
a las 3 de la tarde. Tenía tomadas varias casas en puntos estratégicos, y el
combate debía librarse en la plaza de Mayo. Se haría una interpelación ruidosa
al Ministro de la Guerra, lo que atraería al Congreso al doctor Pellegrini y a
los generales Roca y Levalle. Como se trataría de un asunto tan sensacional, el
presidente asistiría a su despacho. Así que en la plaza de Mayo estarían todos
los personajes que debíamos prender, y estaba toda tan bien combinado que
ninguno iba a escapar. Tenía organizados varios grupos populares a rémington.
Estos grupos, distribuidos convenientemente, llevarían, en
el momento oportuno, el ataque a la plaza de Mayo. Las divisiones serían
mandadas por el coronel Morales, comandante Montaña y Mayor Felipe Vázquez y
otros más. El doctor Miguel Goyena representaría a la Junta revolucionaria en
el ataque a la casa de Gobierno, y el doctor Mariano Demaría tendría igual
representación en la columna que atacara al Congreso. Los cuerpos
revolucionarios saldrían de sus cuarteles antes de que el pueblo llevara el
ataque a la plaza de Mayo para llegar oportunamente, más que a pelear a
presentar armas al pueblo levantado contra un gobierno bochornoso, como sucedió
en la revolución del Brasil. Tenía listos diez hombres con buenos caballos para
impartir órdenes. El general Campos, yo y demás miembros de la Junta estaríamos
en el estudio de Del Valle, casi en la plaza, para dirigir el movimiento en el
teatro mismo de los sucesos. Estaba todo tan bien combinado, que creo
hubiésemos triunfado, al menos, hubiéramos tomado prisioneros a los hombres que
podían organizar la defensa del unicato. La oficialidad, como le he dicho, se
opuso al fin a este plan, porque creía muy difícil sublevar, en pleno día,
algunos cuerpos revolucionarios.
Después convinimos hacer estallar el movimiento a las 9 de
la noche, atrayendo a un teatro, con algún espectáculo extraordinario, o
durante las fiestas julias, al presidente y demás hombres que necesitábamos apresar.
Tomé casas en las cercanías de la Opera y el Politeama. En la hora convenida,
estallaría la revolución, atacando al teatro los grupos civiles; nos
apoderaríamos de los personajes aunque se desmayaran las damas con el primer
sobresalto, porque en seguida aplaudirían al pueblo .Los cuerpos saldrían
oportunamente de sus cuarteles para llegar en el momento preciso, detener la
policía y ocupar la ciudad. Pero también desistimos por dificultades para sacar
los cuerpos en las primeras horas de la noche, y cuando ya empezaba a
vigilarnos mucho la policía. Este plan hubiera dado buenos resultados, aunque
era ya más difícil el apresamiento de los personajes, caso de que no fueran.
El plan definitivo de las operaciones militares fue
confeccionado en la penúltima reunión que tuvimos con los oficiales
representantes de los cuerpos en casa del doctor Castro Sunblad, a la cual
asistieron éstos, el general Campos, los coroneles Figueroa e Irigoyen, el
doctor Del Valle y yo. En la subsiguiente y última conferencia se comunicó el
día que debía estallar la revolución. El plan era el siguiente: a las 4 de la
mañana saldrían los cuerpos de sus cuarteles marchando en seguida con rapidez
al Parque, lugar de reunión de todos nuestros elementos. Reunidas las fuerzas
revolucionarias en la plaza del Parque, inmediatamente se desprenderían dos
columnas compuestas de infantería y artillería; una de ellas llevaría el ataque
a la Policía Central, donde estaba el cuerpo de bomberos y vigilantes
escogidos, si no se entregaban, se les batiría. La otra columna atacaría en sus
cuarteles a los cuerpos de línea afectos al gobierno, intimándoles rendición, o
batiéndolos en seguida, si no se sometían. Ambas columnas de ataque, debían
obrar con suma rapidez y energía, porque de su éxito dependía el apoderarnos de
la ciudad, después de batir las fuerzas enemigas. El Parque sería defendido por
alguna infantería de línea, artillería y los cívicos, con lo que se creyó
suficiente para resistir un ataque posible.
Una vez tomada la policía y rendidas o dispersadas las
fuerzas gubernistas, debíamos ocupar inmediatamente la casa de Gobierno, el
telégrafo, las estaciones de ferrocarriles y todas las posiciones estratégicas;
en una palabra dominar toda la ciudad.
Posesionados así de la capital de la República, partirían en
seguida a Córdoba y al Rosario algunos cuerpos de línea para favorecer las
revoluciones de las provincias.
La escuadra, cuando observara las señales convenidas, haría
algunos disparos de cañón sobre el cuartel de Retiro y sobre la plaza de Mayo y
casa de Gobierno, debiendo cesar su fuego por señales igualmente convenidas.
Este plan no se modificó hasta el 26 de julio en el Parque por indicaciones del
general Campos, como verá usted más adelante.
La prisión de los doctores Juárez y Pellegrini y de los
coroneles Roca y Levalle nos había preocupado mucho, creyéndola de gran
importancia. Se trataba de impedir que los dos primeros organizaran la
contrarrevolución en la capital o en las ponencias. Valiéndose de su título
legal, que el ministro de la Guerra usara su influencia en la guarnición de la
Capital, y que el general Roca moviera sus adeptos del interior y dispusiera de
sus elementos en el ejército.
Cuando se iba a hacer de día la revolución, yo había tomado
todas las medidas para la aprehensión de estos hombres, y garantía a los
miembros de la Junta, que serían ellos tomados en la casa de Gobierno y en el
Congreso. Pero cuando se decidió hacer estallar el movimiento a las cuatro de
la mañana ( de noche todavía), hice presente a la Junta, en la penúltima
reunión referida, todas las serias dificultades que imposibilitaban la prisión
de esos señores. Les dije: que no había podido encontrar ninguna casa cercana a
la del Presidente y del Vice, que la casa de Juárez era una fortaleza, cuidada
por fuerza armada a rémington en la comisaría del lado, y que en la misma casa
había fuerzas de la prefectura, igualmente armadas y bien municionadas, que la
policía vigilaba constantemente los alrededores de esa casa, no permitiendo que
nadie se detuviera por allí, ni dejaba pasar grupos, y arrestaba a quien
suponía sospechoso, que en tal situación sólo con fuerzas disciplinadas y
tomando lugares estratégicos, podría tomarse dicha casa, después de pelea
reñida, que era imposible apostar gente en las cercanías para que atacaran en
el momento oportuno, que si nos esforzábamos en llevar un ataque a la referida
casa, corríamos el peligro que se descubriera el movimiento y las fuerzas
gubernistas nos atacaran en el acto, dificultando la marcha de nuestros
cuerpos, que en presencia de estos inconvenientes insalvables, creía preferible
no ocuparnos en el primer momento de estos hombres, dominar rápidamente la
ciudad según el plan adoptado, y en seguida, tomarlos en sus casas o donde se
hubieran ocultado. En cuando a las prisiones de los generales Roca y Levalle,
les hice presente la desconfianza que tenía en que pequeños grupos aislados
pudieran apresarlos; pero que, a pesar de esto, tenía tomadas casas en lugares
convenientes donde podrían ocultarse los hombres encargados de esa misión tan
delicada, para obrar en el momento oportuno. Recuerdo que llegué a decir a los
miembros de la Junta respecto de la prisión de estos cuatro personajes:” Si la
revolución se hace de noche, no respondo de ninguna prisión. Asaltar de noche
con pequeños grupos aislados cuatro domicilios, de los cuales algunos eran
fortalezas, echando puertas abajo, con una vigilancia y una policía como la que
teníamos, era punto menos que imposible para obtener buen resultado. Acaso sólo
hubiéramos conseguido producir la alarma, despertar al enemigo y entorpecer la
marcha y el movimiento de nuestras fuerzas”.
Pesando los miembros de la Junta las consideraciones que les
hice, dijeron: “poco importa que no sean aprehendidos en el primer momento,
pues, dueños de la ciudad, en seguida los tomaremos; en todo caso, agregaron,
aun cuando viniera la guerra civil por escapar alguno de estos personajes, ella
es preferible a la situación vergonzosa en que vivimos”. Respecto del doctor
Pellegrini, se consideró, últimamente, que como quedando en libertad Juárez, el
no ejercía la presidencia de la República, y sólo quedaba el hombre, si no
había posibilidad de encontrar casa, se dejara de lado. Quedó convenido
entonces, en la Junta revolucionaria, que era imposible contar con seguridad
con las prisiones, y que se hiciera lo posible para arrestar, cuando menos, a
los generales Roca y Levalle, por las razones indicadas.
Se consiguió tomar casas próximas a los edificios de estos
jefes, para que allí se apostaran los grupos cívicos, que debían prenderlos.
Ordené a Fermín Rodríguez que transmitiera las siguientes
instrucciones a los jefes de esos grupos: Si dadas las cuatro de la mañana del
día 26 de julio, o en el momento en que hubieran sentido la revolución, salían
de sus casas los generales Roca y Levalle, los prendieran inmediatamente,
conduciéndolos al Parque en seguida; si abrían las puertas de sus casas, que
penetraran en ellas para arrestarlos y conducirlos luego al lugar indicado.
Sólo que los jefes resistieran con armas, harían uso de las suyas para
rendirlos.
Estas fueron las instrucciones terminantes que ordené a
Rodríguez trasmitiera a los jefes de esos grupos.¿Porqué Roca y Levalle no
fueron presos? Lo ignoro. No dije una palabra de que esperaran para obrar la
señal de un cañonazo, o que se retirara el vigilante de la esquina. Todo ello
es una solemne mentira, pues fácilmente se comprende que hubiera sido verdadera
insensatez despertar al enemigo con cañonazos al aire.
Esto es cuanto ha pasado respecto de las prisiones de los
jefes referidos, y de los doctores Juárez y Pellegrini, repitiendo que no se
han tenido en cuenta en el plan concertado para llevar el ataque al enemigo en
los primeros momentos, y que con ellas y sin ellas, el ataque estaba resuelto.
Las comisarios tenían orden del jefe de policía de
reconcentrarse al Departamento cuando sintieran movimientos subversivos. El
jefe les había trasmitido esta orden reservadísima: es inminente que estalle,
de un momento a otro, una revolución; cuando Ud. la sienta, se reconcentrará al
Departamento sin perdida de tiempo, arreando los caballos y trayendo los
vehículos que encuentre en su marcha. En el lugar de la reconcentración, se
pondrá Ud. a las órdenes del infrascrito, o de quien le presente una orden
firmada por mí, y si no se le presenta esta orden, obrará según su criterio.
Guarde Ud. la más estricta reserva del contenido de esta comunicación, no
debiendo hablar palabra de ello, ni a los empleados de mayor confianza, ni a
sus propios colegas.
Yo tuve copia de esta orden, tan luego como se dictó.
El Ministerio de la Guerra había hecho levantar un plano,
recomendando la mayor reserva, para saber con exactitud cuál era el menor
tiempo, con indicación de cales a recorrer, que necesitaría cada cuerpo de la
guarnición para llegar desde su cuartel a la plaza de Mayo. También tenía yo
copia de este plano. Por esta medida deduje que los jefes de los cuerpos de la
guarnición habían recibido orden de reconcentrarse a la plaza de Mayo, cuando
sintieran la revolución.
La escuadra debía proceder cuando se le hicieran del parque
las señas convenidas, que eran tirar cohetes y globos. El doctor Miguel Goyena
era el encargado de esta operación, me consta que valiéndose del doctor
Liliedal hizo llevar al Parque los cohetes y las bombas, las cuales se tiraron
y fueron vistas del Andes ( aquel no estaba todavía en la revolución) y de la
Maipú. La nave capitana estaba lejos, y por eso no pudo ver las señas.
La acción de la escuadra era de poca eficacia para el
movimiento revolucionario de la capital, y tan poca importancia le dieron los
miembros de la Junta, que cuando les informé de que contaba con la Escuadra, no
le reconocieron influencia material inmediata. La participación de la escuadra,
aún cuando para las operaciones militares de la capital no nos fuera tan útil,
era de gran efecto moral, dominaría el puerto y los ríos, podría impedir la
venida de tropas del interior, la escapada de Juárez y Pellegrini por agua, y
servirnos para conducir expediciones militares al litoral. Pero no se le asignó
papel de importancia en el movimiento revolucionario de la capital. Se le
ordenó que efectuara algunos disparos al cuartel del Retiro, donde había un
cuerpo del gobierno, y otros a la plaza de Mayo, casa de gobierno y bajo de la
Aduana, porque se calculaba que en alguna de las dos plazas se concentrarían
los cuerpos del gobierno, si escapaban al ataque que debíamos llevarles a sus
cuarteles, y porque cerca de la Aduana estaba un cuerpo enemigo. Pero no debía
hacer estos cañonazos, sino cuando se hicieran las señales convenidas, porque
podrían ser innecesarios para nuestras operaciones y perjudiciales para el
vecindario.
Ya ve usted que poca participación debía tomar la escuadra
en el movimiento militar revolucionario de tierra, y cómo el plan de guerra de
la ciudad, no podía ni debía jamás esperar que la escuadra rompiera las
hostilidades contra las fuerzas del gobierno, pues debían ser batidas en detalle
sin dejarlas reconcentrar.
Yo concurría al Parque de tres a cuatro de la mañana del 26
de julio, y allí debían ir trescientos o cuatrocientos hombres decididos; lo
cual se ejecutó con la exactitud y destreza que exigía una cita revolucionaria
de honor en medio de una activa vigilancia policial. Resuelta la revolución de
noche, las organizaciones o agrupaciones civiles quedaron sin misión inmediata,
debiendo concurrir al Parque en los primeros momentos, como efectivamente
concurrieron.
Unas agrupaciones populares debían ayudar la salida de los
cuerpos y prender a los jefes si se presentaban, otras estarían listas para
acudir al Parque cuando aclarase el día. No quisimos ensanchar mucho las
agrupaciones de civiles, por el peligro de confiar a tantos el secreto
revolucionario, y exponerlo a posibles indiscreciones. El movimiento principal
y eficaz debían realizarlo los cuerpos comprometidos, que obedecían como
máquina a sus oficiales, y estos, por discreción y porque les iba la vida,
guardarían la mayor reserva de todo.
Es falso que la Junta revolucionaria hubiese resuelto que se
cortaran los hilos telegráficos y que se interceptaran las líneas férreas.
Lejos de eso, como la ejecución del plan militar nos haría dueños de la ciudad
inmediatamente, de las estaciones de ferrocarriles y oficinas telegráficas,
lejos de pensarse en interrumpirlas, se dispuso que no se obstruyeran para
comunicarnos en seguida con las provincias, y poder enviar las expediciones
militares referidas antes. Yo tenía organizado un cuerpo de telegrafistas y
empleados competentes, bajo la dirección del ingeniero Krausse, para tomar
inmediatamente la administración de esas oficinas y hacerlas servir a los fines
revolucionarios; sin embargo en los últimos momentos se ordenó cortar el
telegráfo. Tan creíamos dominar la ciudad en los primeros momentos y
expedicionar a las provincias, que el coronel Irigoyen fue ya listo para
dirigir la primera expedición al interior.
El gobierno revolucionario fue designado por la Junta en una
de las reuniones que procedieron a la revolución. La Junta, por mayoría, me
designó para presidente, a Demaría para vice- presidente, y a los doctores
Goyena, Lastra, Torrent y general Joaquín Viejobueno, para ocupar los cinco
ministerios del gobierno provisorio. El doctor Costa fue designado primero para
el ministerio del Interior, pero no aceptó. El doctor Tedín fue designado para
Justicia y sustituido después por su parentesco con el doctor Zavalía.
En vísperas de la revolución, para atender como era debido
tantos detalles importantes, el doctor Del Valle se hizo cargo de todo lo que
se refería a la Escuadra. Yo tenía que estar en todo, y verlo todo, recorrer la
ciudad de un extremo a otro, bajo una vigilancia policial más fastidiosa que
hábil; atender y allanar cuantos inconvenientes se presentaban, cuidad de la
organización civil y de los cuerpos comprometidos.
Si la repartición policial me seguía los pasos fastidiándome
muchas veces, no por su habilidad, sino por la grosería del espionaje, yo, a mi
vez, sabía cuanto pasaba en esa repartición, sin el aparato del espionaje. La
policía me seguía sin descanso. Yo la despistaba, cambiando tres o cuatro veces
de carruaje en cada viaje comprometedor, dejando el coche lejos de la casa
donde iba. Entraba último a las reuniones de jefes y oficiales, que iban de
particular, y salía primero que todos. Algunos agentes que llegaban en su
pesquisa hasta la casa donde había entrado, me seguían cuando me retiraba,
hasta que iba a dormir, sin vigilar los que pudieran quedar en la casa de donde
venía. Los conjurados entraban de a uno o de a dos, y se retiraban lo mismo
cada cuarto o media hora. El día que iba a la cita más peligrosa, salía en
carruaje con mi familia a paseo; en lugar conveniente tomaba otro coche y me
dirigía al lugar de la entrevista. Los agentes se alejaban desde que me veían
salir con mi familia; y si había alguno demasiado tenaz, yo sabía burlarlo
hasta que los despistaba completamente.
La policía tenía conocimiento de la organización de los
grupos civiles; yo fomentaba mucho esas agrupaciones, para desviar la
vigilancia policial de los cuerpos de línea, porque consideraba que las tropas
veteranas que habían entrado en la revolución eran suficientes para dominar la
ciudad, aunque los grupos civiles no acudieran bien organizados en el primer
momento. Los gubernistas contaban en los cuerpos de línea, porque tenían mucha
seguridad en los jefes, y cuando llegaron a desconfiar de éstos, ejercieron
vigilancia en los cuarteles, especialmente para observar a los mismos jefes. De
los oficiales no se cuidaban, porque creían tener el cuerpo segurísimo, desde
que el jefe pertenecía en cuerpo y alma a la situación; aparte de que los
oficiales conspiradores eran muy cautos en su proceder y en sus conversaciones.
El inmenso personal de policía no descubrió nada de la
organización militar de la revolución, a pesar de la traición de Palma, visto
en mala hora sin mi opinión y sin mi conocimiento; la capital estaba en plena
tranquilidad, y los vigilantes en sus puestos acostumbrados, como si no se moviera
un solo hombre en son de guerra, cuando llegó a la plaza central del Parque una
división de mil trescientos hombres de línea, con un regimiento de artillería.
Los rondines policiales y los vigilantes encontrados por los cuerpos que venían
al Parque eran desarmados y conducidos en calidad de prisioneros.
El doctor H. Irigoyen, de acuerdo con la Junta, cambió ideas
con varios funcionarios de policía que le merecían confianza de conducirse con
honor, aceptaran o no el movimiento, dirigiéndose especialmente al cuerpo de
Bomberos, que podía ser más útil, y como es notorio, entre esos funcionarios
figuraban los distinguidos capitanes Bullinós, Algañaráz y teniente Dalmedo,
que tan noblemente cumplieron su deber. La acción de estos elementos no fue
eficaz por el cambio de plan de las operaciones militares. Yo no quise hacer
trabajos revolucionarios en esa repartición, porque tenia desconfianza de los
empleados policiales, en general. Consideraba suficiente el pueblo, toda la
artillería que estaba en la capital, la mayor parte de la infantería, y la
Escuadra. Aparte de todos estos elementos, nosotros teníamos la elección de
hora para atacar, lo que equivalía a poderlos sorprender cuando quisiéramos,
como efectivamente sucedió. Cuando se hubo de hacer estallar de día la
revolución, se comprendió la necesidad de una divisa que no pudieran usar
fácilmente los gubernistas, y cuyos colores no se confundiesen con los de una
bandera extranjera; se adoptó el blanco, verde y rosa. A Fermín Rodríguez
encargué de este trabajo delicado, y él, según me dijo, hizo confeccionar las
divisas por su propia señora. Una vez que se resolvió hacer de noche la
revolución, fue necesario proveernos de faroles de colores combinados, para
reconocernos y evitar un choque entre nuestras propias fuerzas. Oportunamente
se ordenó el reparto de esos faroles a los cuerpos y si algunos no los trajeron
al Parque, será porque, en la confusión quedaron olvidados en los cuarteles. Yo
tenía como trescientas carabinas rémington con buena dotación de municiones,
proporcionalmente distribuidas en puntos estratégicos y de allí eran cambiados
a otros cuando se alteraba el plan del movimiento, valiéndome para estas
operaciones peligrosas del doctor Liliedal y de Fermín Rodríguez. La policía no
los descubrió jamás, a pesar de sus innumerables agentes y de las
arbitrariedades que cometían.
RECAPITULACION DE LOS TRABAJOS REVOLUCIONARIOS
Ahí tiene usted expuestos, a grandes rasgos, los trabajos
revolucionarios, los elementos con que nos lanzamos a la lucha armada, y el
plan de campaña militar adoptado por la Junta, con el que creíamos contar
seguramente, y por mi parte sigo creyendo que si se hubiera ejecutado tal como
se acordó, la victoria habría sido nuestra, pero, como se verá más adelante, el
cambio radical de estrategia, en el momento supremo, al llegar la columna
revolucionaria al Parque, fue la causa verdadera del fracaso del movimiento
armado.
Como usted ha podido observar, me han ayudado eficazmente
para preparar esta grande y justísima revolución, los caballeros que componían
la Junta revolucionaria, siendo el doctor Mariano Demaría, el doctor Aristóbulo
Del Valle y yo, los primeros que resolvimos preparar un movimiento armado, los
miembros de la Junta Ejecutiva de la Unión Cívica, casi en su totalidad, el
doctor Liliedal, señores Natalio Roldán, doctor Martín M. Torino, Angel
Ugarriza, Albano Honores, los jefes y oficiales del Ejército y de la Escuadra,
cuyos nombres omito porque ya le he designados muchos y porque no tengo memoria
de todos, y sentiría incurrir en alguna omisión que fuese mal interpretada, y
porque ya son todos conocidos por los partes oficiales y publicaciones hechas.
Estoy plenamente satisfecho de casi todos los que han tomado parte en esta
revolución, he contemplado con gusto la unión de la juventud civil y militar
con los hombres prestigiosos, con jefes distinguidos y con el pueblo en defensa
de una causa justa y eminentemente patriótica; todos han sabido cumplir
dignamente con el supremo deber. No solamente se han portado bien en el momento
de la lucha, sino que he admirado su temple moral, cuando inmediatamente
después de la capitulación, todos reaccionaron y me ofrecieron su concurso para
derribar al juarismo con una segunda sacudida revolucionaria, más enérgica y
dirigida con mayor experiencia de los hombres y de las cosas; usted recordará
que estaba adelantada la reparación del segundo movimiento, cuando la renuncia
de Juárez vino a desarmarlo. Es allí donde se prueba el temple de los hombres,
en el infortunio, en el desastre más lamentable de una revolución que tenía
elementos sobrados para triunfar. Le repito, estoy muy satisfecho de los
revolucionarios de julio, son ciudadanos dignos de merecer un buen gobierno, y
ellos lo exigirán y lo obtendrán.
Cuando la traición de Palma y la salida del 1º de línea
hicieron postergar el movimiento revolucionario, tuve que hacer frente con
serena energía a las impaciencias de los unos, a las protestas amargas de los
otros, al desagrado general, y a este aviso que comprometía seriamente la causa
de la Unión Cívica, que los grupos de oficiales, y especialmente los de
artillería, retiraban su compromiso. Tenía la seguridad de que íbamos a un
descalabro seguro si cedía a las exigencias obstinadas de los impacientes,
porque yo abarcaba todo el campo de acción, tenía en mis manos todos los hilos,
conocía los movimientos y las fuerzas del gobierno, el estado exacto de
nuestras tropas, y todo esto lo miraba con la seria frialdad de un hombres
maduro, que siente sobre sus hombres el peso inmenso de todas las
responsabilidad de un movimiento revolucionario. Los jóvenes impacientes
miraban y conocían sólo una fase de los acontecimientos, y crean que el valor,
el arrojo y el entusiasmo todo lo vencen y lo dominan. Pero esta lucha que
tenía con mis propios amigos en cada postergación, aún cuando me fatigaba y me
obligó, más de una vez, a imponer mi autoridad del presidente de la Unión
Cívica, y el jefe de la revolución, me animaba mucho, porque me hacía ver hasta
que extremo estaba decidida a la acción la juventud civil y militar.
Recuerdo que en una de esas ocasiones los miembros jóvenes
de la Junta Ejecutiva me interpelaron formalmente por la demora en el
movimiento y porque no les daba más intervención en los trabajos
revolucionarios, conseguí aplacarlos y quedaron satisfechos. En seguida viene
el teniente Pintos a pedirme, a nombre de los oficiales de los cuerpos, que
precipitara el movimiento revolucionario, porque, de no hacerlo así, ellos
retiraban su compromiso, no me afectó tanto la amenaza, sino la pasión exigente
con que Pintos me hablaba. Yo bien presumía que la amenaza no era más que una
estratagema para hacernos obrar pronto; pues aquella juventud patriótica creía
que, si no se precipitaba el movimiento, ellos no tendrían tal vez la gloria y
el honor de ayudarla con la eficacia que podían hacerlo desde los cuerpos.
Tranquilizado parcialmente Pintos, todavía me restaba entrevistarme con el
capitán Roldán en casa de su señor padre, y tendría que hacer desistir de su
retiro de la revolución a la oficialidad de artillería. En esto llega al comité
el mayor Drury a rogarme casi con desesperación que nos echáramos a la calle en
son de guerra, pues tenía la seguridad que los cuerpos de la guarnición nos
secundarían; hablé algo con este amigo, y luego pedí a Montaña que concluyera
de apaciguarlo.
Por la noche me notificó el capitán Roldán que los oficiales
de artillería, del valiente 1º de artillería, se retiraban de la causa
revolucionaria, por la demora y por la última postergación. Empiezo a
argumentarle cariñosamente en esta forma: “¿Ustedes no son patriotas, entonces?
¿Quieren que la revolución estalle sin pies ni cabeza? ¿Qué haga sacrificar
estérilmente tantas nobles vidas en una pelea descabellada? ¿ Se imaginan que
yo postergo la revolución por temor o por capricho? ¿ No ven que hay fuerza
mayor que se opone? ¿ Que tal vez se haga el pronunciamiento antes de una
semana? Pareciera que ustedes todo lo hacen depender de un instante, como si no
pudiera tal vez triunfar con más seguridad en otro momento. Convengamos,
capitán, en que los oficiales iniciadores, lo que quieren es el honor de la
iniciativa militar que ha organizado las fuerzas de línea nuestras, aunque sea
un sacrificio estéril, y esto no es lo que la patria exige de sus hijos. Me
parece, agregué, que ustedes no piensan separase de la causa del pueblo, sino
hacer presión sobre mi ánimo para que precipite el movimiento, lo cual no
conseguirán, pues bajo mi dirección la revolución no estallará sino cuando
tenga casi la seguridad del triunfo; lo demás es impaciencia peligrosa, que nos
expone a grandes sacrificios estériles, a retrogradar nuestra causa de
principios y a consolidar en el poder a los mercaderes que nos proponemos
derribar. “Conmovido y llenando de alegría a su noble padre, me interrumpió: “
No nos separaremos de usted, doctor, efectivamente, queríamos precipitar los
sucesos, creyendo que se postergaba el estallido por negligencia o por
desconfianza en los cuerpos. Estoy seguro que los oficiales de artillería
seguirán la causa del pueblo, como la sigo yo desde ya”. Al día siguiente me
comunicó que todos los oficiales de su regimiento seguían la revolución.
El espíritu revolucionario era poderoso, hasta la tropa de
los cuerpos estaba entusiasta por la causa del pueblo. Sin que ningún oficial hubiera
comunicado nada a los soldados, éstos sabían que se conspiraba contra el
gobierno; les gustaba la causa, y se entusiasmaban leyendo con placer los
diarios opositores mas radicales, que compraban con su propio dinero y oían
luego al lector en círculo. Este espíritu revolucionario estaba en el ejército,
en la policía, en el comercio, en Ias clases conservadoras, en los centros
sociales, en la capital, en las provincias, animaba a los viejos, a los
jóvenes, y hasta a las mujeres y a los niños. Todo clamaba por que se derribara
con las armas el infame unicato.
Ya conoce usted estos trabajos revolucionarios, cuya
historia completa requiere un grueso volumen. Por ellos la causa de la
revolución contó con el pueblo, que pronto iba a revelar su entereza para el
combate; con el regimiento 1º de artillería de línea; con los batallones 1º (en
viaje al Chaco), 5º, 9º y 10º,Ingenieros, dos compañías del 4º, los cadetes
mayores del Colegio Militar; y con casi toda la escuadra nacional. Quedaban en
contra, a favor del Gobierno, el 6º y 11º de caballería, el 4º, 6º, 8º, 2º de
infantería, cuerpo de Bomberos y la Policía, que contaba con 3.080 vigilantes,
muchos de pelea aunque dispersos en las comisarías. Nos pareció en la Junta
que, como nosotros teníamos que llevar el ataque cuando lo juzgáramos oportuno,
era también otra ventaja el poder sorprender al enemigo, porque, así
inutilizaríamos muchas fuerzas adversas batiéndolas en detalle y de sorpresa.
Hecho el balance de las fuerzas revolucionarías y gubernistas, no vacilamos en
considerar bastante seguro el triunfo, y nos lanzamos a la revolución.
En política el movimiento revolucionario iba a ser radical;
ningún mal funcionario del tiempo de Juárez quedaría en su puesto conspirando
contra el bienestar público. La capital, la nación y las provincias
experimentarían ese cambio benéfico, en todas las ramas administrativas, y el
Congreso y las Legislaturas de los Estados serían compuestas por verdaderos y
genuinos representantes del pueblo. El juarismo había envenenado todo nuestro
ambiente y era necesario un huracán para purificar esa atmósfera que nos
rodeaba, que nos asfixiaba, que nos envilecía. Era el momento supremo en que la
entereza argentina nos ponía de pie y nos mandaba a derribar a cañonazos un
régimen de opresión y de vergüenza. La revolución iba a implantar en las esferas
del gobierno el imperio de todas aquellas reglas fundamentales que hacen el
bienestar de los pueblos civilizados y la grandeza de las naciones; la
revolución iba a realizar en todas sus partes el programa de la Unión Cívica, y
créame qué al frente del gobierno provisorio habría tenido , la.fuerza de ánimo
suficiente para cumplir con mí deber gobernando con arreglo a ese programa y a
nuestras leyes.
CAMBIO DE PLAN MILITAR EL 26 DE JULIO
La mañana del 26 de julio estaba impaciente en el Parque por
la demora de la columna donde debía venir la artillería, pues ignoraba si
habrían, sobrevenido serias dificultades o si, el enemigo hubiese atacado la
columna. Recordé que el 11 de caballería vigilaba con mucha prevención al 9º, y
que tal vez hubiese impedido su salida o se habrían trabado en combate. Sabía
qué en la comisaría de Smith estaban más de cien hombres, elegidos, con
caballos listos, para vigilar la artillería. En semejante expectativa, envié a
mi ayudante Ricardo Oliver a que pasase por el cuartel del 10º, se fijara si
estaban allí el batallón, y luego observara si se sentía la marcha de la
columna que esperaba, pues como venía la artillería, se haría sentir desde gran
distancia. Volvió Oliver y me informó que no estaba el 10º en su cuartel, y que
se sentía rumores como de marcha de la columna esperada, en dirección de la
Recoleta.
Aquellos eran momentos de solemne expectativa y de verdadera
ansiedad. Podía descubrirnos y sorprendernos la policía. ¿Cuál era la suerte de
nuestros batallones? ¿Habrían salido felizmente a la hora señalada? El reloj
estaba en la mano a cada momento. El coronel Irigoyen, que había bajado para
observar los alrededores, nos anunció poco antes de las cinco, que el 5º e
Ingenieros llegaban al Parque. El 5º venía con un gran grupo de civiles
organizados por Torino y Honores, y encabezados por éstos y el teniente Bravo.
Al poco rato, al aclarar, llegó la columna revolucionaria a
la plaza del Parque, después de una marcha sin ningún inconveniente, pues ni el
11º había agredido al 9º, que salió del cuartel muy temprano para el ejercicio
de tiro, ni la artillería había sido atacada por nadie. Los cadetes del Colegio
Militar salieron sin ser sentidos.
Cuando llegó la columna con Ia artillería el Parque estaba
ya defendido por el 5º, el cuerpo de Ingenieros, sacado por el teniente Ruiz
Díaz, una compañía del 4º mandada por el capitán Calandra, que vino de la Casa
de Gobierno, y además como cuatrocientos cívicos arriba de la azotea. Todos
bien armados, municionados y listos para el combate.
La llegada de la columna del norte y cerca de Ia cual habían
sido disputados los doctores Del Valle, López e Irigoyen, al mando del general
Campos, nos llenó de satisfacción, pues a pesar. de los inconvenientes habían
salido con felicidad de los cuarteles los cuerpos, y llegaban al punto de
reunión sin haber hecho un tiro. Igual suerte habían tenido las demás fuerzas
que estaban en el Parque. Todo me revelaba que habíamos sorprendido
completamente al enemigo, que tal vez no se había apercibido del movimiento
revolucionario, y en esta creencia me confirmó la circunstancia de que las
fuerzas nuestras desarmaron y trajeron como prisioneros a los vigilantes y
rondines policiales que encontraron en Ia marcha. El comandante Ramón Falcón,
que estaba autorizado para representar al jefe de policía y tomar el mando de
los vigilantes, caso de no encontrarse el jefe en la Central, si llegaba a
estallar un movimiento revolucionario, sintiendo algún rumor extraño se
presentó al Parque a tomar el mando de las fuerzas que lo guarnecían. Se le
dijo que sé aceptaría sus servicios si venía a plegarse a la revolución contra
Juárez, y como protestara contra la invitación, pasó preso y desarmado a una
pieza interior. Esto me demostraba que el movimiento se hacía con toda suerte,
y que en una o dos horas más dominaríamos toda ciudad, ejecutando el plan de
campaña aprobado por la Junta anteriormente.
La primera parte del plan revolucionario, aquella que
ofrecía serias dificultades y peligros que tal vez hicieran fracasar el movimiento,
se había ejecutado matemáticamente y con toda felicidad. Quedaba el segundo y
supremo esfuerzo, esto era, atacar inmediatamente al enemigo en Ia Policía y en
sus cuarteles, batiéndolos en detalle y quizá por sorpresa. Veía entonces muy
seguro el éxito de Ia revolución. Gritos de alegría partieron de todos lados
cuando llegó la columna al mando del general Campos y en verdad que había
sobrada razón para alegrarse.
Salí a recibir al general Campos cuando enfrentó la puerta
del Parque, y una vez que me informó del movimiento ejecutado con suerte y
acierto, le dije que correspondía ahora llevar al instante el ataque al
enemigo, cumpliendo el plan aprobado, El general Campos me hizo las siguientes
objeciones. Que era necesario que los cuerpos entre sí se conocieran, y se
estableciese la verdadera solidaridad entre esos cuerpos. Que hasta podían
comer algo allí las tropas. Que ciertas informaciones lo autorizaban a suponer,
muy fundadamente, que el 4º y el 6º de infantería de línea, se someterían a la
revolución si se les pasaba una intimación enérgica y patriótica. Que ignoraba
el lugar donde se encontrarían en ese momento las tropas fieles al gobierno, y
temía que si enviaba columnas del ejército, revolucionario en su persecución,
fuesen, atacadas por retaguardia y batidas. Que tal vez las fuerzas que se
desprendieran del Parque, viéndose aisladas, se desbandasen, aumentando estos
temores la circunstancia de hallarse varios cuerpos sin sus jefes. Que, creía
que las tropas del gobierno se pasaran en seguida a la revolución, o que muy en
breve se les podría rendir fácilmente, evitándose efusión de sangre. Que
esperáramos que contestasen a la intimación que me pidió les pasara a los jefes
de cuerpos y al jefe de policía. Que si no se entregaban pronto, los haría
pedazos con los elementos de que disponíamos. No me preguntó absolutamente nada
de la prisión de Roca y Levalle; ni fundó sus objeciones a seguir el plan
trazado, en esa circunstancia de la falta de prisión de los generales
referidos.
Yo asentí a Ias modificaciones del plan militar
revolucionario, que en aquel momento supremo, me hizo el general de nuestro
ejército, invocando la serie de argumentos referidos y otros por el estilo; y
en consecuencia envié las intimaciones a los jefes de cuerpos de gobierno y el
jefe de policía. Reconozco que fue un error de graves consecuencias, el haber
aceptado yo estas modificaciones al plan militar combinado con todo acierto de
antemano; pero como se trataba de operaciones de guerra, a las que el general
del Ejército ponía tantas objeciones terminé por ceder. Para mí, el fracaso de
la revolución consistió en no haberse ejecutado él plan militar hecho por la
Junta Revolucionaria. Comprendiendo ahora la inmensa trascendencia que tuvo esa
modificación del plan referido, veo que debí someter a una junta de guerra esa
modificación tan radical del movimiento revolucionario, y no aceptar yo solo
semejante responsabilidad. Por el cambio de plan, de dueños de la ciudad que
debíamos ser tan luego como llegaran las fuerzas al Parque y, atacaran
inmediatamente a la policía y las tropas gubernistas, apenas dominamos la plaza
del Parque y sus adyacencias, dejando la ciudad en poder del enemigo, que
reaccionó en seguida de la sorpresa y nos llevó el ataque, sitiándonos más
tarde. Lamento que los jefes subalternos no me reclamaran del cambio ni me
pidieran junta de guerra. Después he sabido que reclamaban a Campos la
ejecución del plan, y él les contestaba como a mí, que pronto iba a llevar el
ataque decisivo. Entiendo que igual contestación dio a otros miembros de la
junta que aisladamente le interrogaron.
Las fuerzas del gobierno nos atacaron de 8 1/2 a 9 de la
mañana, habiéndoseles dejado más de dos horas, a causa de las modificaciones
del plan propuestas por el general Campos; nos atacaron formando línea de
cantones ocupados por vigilantes, y nosotros hicimos otro tanto, quedando ya
reducida la revolución a defenderse en el Parque y sus inmediaciones.
Empezó el fuego bastante fuerte, y yo creía que sería el
combate decisivo, porque no conocía las líneas militares. No hablé con el
general Campos en las primeras horas del combate; después me dijo que el
combate iba bien; que pronto concluiría la batalla, porque tenía dominado al
enemigo. Así se perdió el 26 hasta que al anochecer cesó el fuego de ambas
líneas. El 26 a
la noche, observé que entraban al Parque nuestras fuerzas de artillería, mejor
dicho, me lo hizo observar el coronel Espina, y preguntándole al general Campos
la causa de esta operación, me contestó que tenía fundados motivos para creer
de que al amanecer las fuerzas del gobierno traerían un ataque decisivo, que
deseaba facilitarles el ataque retirando las fuerzas y que con igual propósito
había hecho retirar las fuerzas avanzadas.
Creía que encajonado el enemigo en una calle o en una plaza,
le sería fácil combatirlo. Pareciéndome raro el plan, le observé que juzgaba
inconveniente el retiro de las piezas; pero él me replicó: "Déjeme,
doctor, facilitarles el ataque, y verá cómo, en cuanto se encajonen los hago
pedazos". Durante el 26 y en la misma noche estaba seguro que si el
enemigo nos traía un ataque decisivo, la victoria sería nuestra; por esto no
hice más objeciones al general, sobre la reconcentración de la artillería
dentro del Parque.
Como yo no recorría las líneas militares, ignoro por qué no
avanzaban rápidamente nuestro tropas cuando el enemigo retrocedía o era batido.
Los informes que recibíamos del general Campos eran muy buenos. Creo que no se
tomó el Arsenal porque en el Parque debía haber 560.000 tiros, y porque no se
dominó ampliamente la ciudad, como estaba convenido en el plan hecho por la
Junta, para lo cual había suficientes municiones en el Parque.
FALTA DE MUNICIONES
Según los informes que tenía la junta, en el Parque debían
existir 560.000 tiros de rémington.
El domingo 27 empezó el combate muy temprano, con un ataque
que nos trajo el enemigo. Un fuego vivísimo se continuó en las primeras horas.
En un principio yo creí que traerían el asalto de que había hablado el general
Campos la noche del 26, y que todo concluiría pronto; pero me desagradó el que
se prolongara el fuego tan nutrido hasta cerca de las diez de la mañana.
Ese mismo día me dijo el general Campos que tenía que
comunicar a la Junta algo muy grave. Acabo de saber, nos dijo, que estamos sin
municiones; que las que hay sólo alcanzarán para sostener el fuego a la
defensiva apenas durante dos horas, y si quisiéramos avanzar no tendríamos más
que para cincuenta minutos de combate. Pregunté: ¿Qué municiones tendremos?
Habrá como de 35 a
40.000 tiros, me contestó, que se acabarán en ese tiempo de fuego. ¿Cuántas se
han gastado?, volví a preguntarle. Como de 120 a 130.000 tiros ayer y lo
que va hasta ahora. ¿Pero, le dije, no había en el Parque 560.000 tiros? Según informes
del general Viejobueno me repuso habría esa cantidad; pero según me acaba de
informar el sefíor Pedro Sequeiros, encargado de los depósitos del Parque,
resulta que sólo existían 200.000 tiros.
Al momento vi que era una falta grave en un jefe militar que
no hubiera verificado los elementos de guerra cuando llegó al Parque, pero no
quise hacerle recriminaciones en ese momento supremo de rudo batallar (porque
el fuego de fusilería y cañón seguía con mucha violencia). Tratamos en la Junta
de llevar un ataque definitivo al enemigo, entonces, cuando teníamos diezmadas
sus fuerzas y carecía de artillería; pero el general Campos insistió en que
semejante ataque sería infructuoso, porque, a lo mejor, se acabarían las
municiones, habiéndose conseguido tan sólo un derramamiento de sangre
inútilmente. No hagamos, nos dijo, derramar sangre estérilmente; es imposible
el triunfo por falta de municiones 1; aun cuando arrolláramos en el primer
momento al enemigo, luego quedaríamos con los brazos cruzados, sin más municiones;
y yo, les prevengo, que no cargaré con esa responsabilidad; no mandaré el
ataque. Creí que cambiar de jefe en ese momento supremo, cuando tendría que
saberse la causa del cambio que era producido por negarse el general Campos a
llevar ataque decisivo por falta de municiones, traería, seguramente, el
desconcierto y la dispersión en nuestras filas, y. no me atrevía a nombrar otro
jefe. La situación era angustiosa y desesperante. El combate seguía recio, y
según los informes y la opinión del general Campos, dentro de dos horas no
podríamos responder a los fuegos enemigos. ¿Qué hacer?
Entonces, se dijo, veamos un pretexto para ganar tiempo y
poder buscar municiones. De ahí vino el armisticio, pedido por nosotros para
enterrar los muertos, ocultando la verdadera causa de la suspensión de las
hostilidades. Había que aprovechar el tiempo y buscar con toda actividad
municiones. En esto se ocuparon cuantas personas se creyeron aptas. Gregorio
Ramírez, el doctor José María Rosa, el doctor Arévalo, el doctor Liliedal y
usted mismo. Se enviaron cuatro comisiones a la escuadra, el doctor Abel Pardo,
que cayó prisionero, los hermanos Páez y De la Barra, con encargo de traer las
municiones que hubiese a bordo de los buques. Estos comisionados se comunicaron
con la Escuadra. A pesar de todos los esfuerzos para buscar municiones, sólo se
consiguió una cantidad escasa para lo que necesitábamos. Ahí tiene usted cuanto
ha pasado respecto a la falta de municiones.
FIN DE LA LUCHA
Ya he explicado a usted lo que aconteció con las prisiones
de los generales Roca y Lavalle. Como lo había pronosticado en la Junta
repetidas ocasiones, sucedió que no se arrestó a ninguno de los dos. Ignoro si
fue porque los grupos encargados de esa misión delicada no supieron cumplir con
su deber, o si esos arrestos dejaron de hacerse por alguna intervención
pérfida. En tal situación, la Junta revolucionaria resolvió el lunes 28, reunir
una junta de guerra de los jefes y oficiales con mando de cuerpos. Reunida esa
junta de guerra les expuse todo lo que había, y les dije cual era la opinión
del general Campos, quien les explicaría militarmente nuestra situación,
previniéndoles que la Junta revolucionaria haría lo que resolviese la junta de
guerra, pues se trataba de operaciones militares,; que una comisión mediadora
estaba esperando nuestra última palabra, la cual dependía de la resolución que
adoptara la junta de guerra, sobre si debía llevarse ataque decisivo,
continuarse las hostilidades, o capitular. Concluí insistiendo en que esperaba
su resolución, pues la junta revolucionaria haría lo que los jefes resolvieran.
La junta de guerra deliberó largo rato; el general Campos
insistió en que era inútil toda resistencia; en fin: la junta da guerra, por
gran mayoría, adhirió a la opinión del general Campos, creyendo que toda
resistencia sería estéril, pues ya el gobierno había recibido poderosos
refuerzos y entre ellos el regimiento 2º de artillería que estaba en Río IV.
Allí tuvo , lugar una discusión entre el mayor Day y el general Campos, reclamando
también Espina, pero fue aquélla la opinión general.
Pensamos exigir que todo quedara como antes de la
revolución, cuerpos, jefes y oficiales, pero los jefes se opusieron a que
pidiéramos nada para ellos; sólo nos dijeron que tratáramos de conseguir que no
se dieran de baja a los ofíciales, ni se disolvieran los cuerpos. Nuestra
proposición fue ésta: que no se siguiera procesos por los hechos de la
revolución, y que los cuerpos y oficiales quedaran como antes del 26 de julio.
Como se sabe el gobierno pactó el desarme aceptando estas bases menos la
continuación de los oficiales en Ios cuerpos, lo que se nos hizo creer sería
momentáneo.
La acción inmediata de la Escuadra en el movimiento
revolucionarlo era limitada; produciría más efecto moral que material. Ni el
confeccionar la Junta el plan militar, ni cuando se modificó por indicación del
general Campos, se tuvo la Escuadra como base de las operaciones de guerra.
Al terminar, creo que no debo pasar en silencio un incidente
importante. El lunes por la mañana se presentó en el Parque el señor don Máximo
Paz, anunciándose a Hipólito Irigoyen. Iniciando nuestra conferencia, Paz me
manifestó que iba a ofrecernos su interposición a fin de que la contienda
tuviese una solución decorosa y equitativa, sabiendo que nos encontrábamos en
situación muy mala. Antes de proseguir, me pareció conveniente llamar a los
doctores Del Valle y Goyena para continuar la conferencia. Reunidos todos, el
señor Paz repitió su ofrecimiento, y entonces, por nuestra parte, se le pidió inmediatamente
que, con las fuerzas de Buenos Aires de que disponía, se pronunciase por la
revolución; que así ésta se salvaría sin duda alguna, y con ella se salvaría la
patria, recibiendo un timbre de gloria aquella noble provincia y él, Máximo
Paz. -Mi corazón está con ustedes -nos contestó-, la revolución es santa, pero
graves consideraciones políticas me lo impiden-. Insistimos con argumentos
fundamentales, pero todo fue inútil. Comprendiendo que su resolución era firme,
yo me levantó dejándolo con los doctores Del Valle y Goyena, quienes después de
algunos momentos, volvieron con las mismas tristísimas impresiones.
El mismo día (el lunes), a la tarde, se presentó el
presidente de la Cámara de Diputados, don Máximo Portela, y lleno de
contratiempo y entusiasmo, nos anunció que las fuerzas de La Plata venían en
camino y en apoyo de la revolución, pidiéndonos que enviáramos un miembro de la
junta en su compañía para recibirlas. Mucho dudamos por lo que había sucedido y
queda dicho, pero era tal el entusiasmo y la convicción de Portela, que
inmediatamente se comisionó a los doctores Mariano Demaría e Hipólito Irigoyen
con el objeto indicado, llevando instrucciones del caso para proceder en
combinación y como correspondía. El desengaño fue terrible; las fuerzas venían
a ponerse a las órdenes del gobierno nacional.
La última esperanza quedó desvanecida. Que la historia pronuncie
su juicio y su fallo.
Cuando tuvo lugar el desarme y retirada de las fuerzas,
usted sabe bien lo que pasó. ¡Cuántas escenas o incidentes conmovedores! Estuve
hasta el último momento y he podido presenciar muchos. ¿Para qué contarlos
ahora? No es fundamental para esta narración histórica.
Contesto, ahora, su última pregunta, respondiéndole ,en mi
opinión, el fracaso de la revolución de julio fue debido, casi exclusivamente,
a no haberse ejecutado el plan militar combinado por la Junta revolucionaria quedando
a la defensiva y sitiados en la plaza del Parque, en lugar de dominar
rápidamente la ciudad y en seguida la República. Reconozco la responsabilidad
del desastre, y que no sea víctima de verdaderas mistificaciones con que se
engaña al público, fijando su atención en fruslerías y detalles sin valor,
rodeados de misterio y completamente desfigurados. Yo tuve la nobleza de
aceptar, solo, la responsabilidad del desastre de la revolución más popular que
se haya hecho en nuestro país. Ahora es tiempo de que distribuyamos el fardo de
esas responsabilidades, sobre todo cuando no se sabe apreciar mi conducta y se
pretende mistificar al pueblo.
Fuente: La Union Civica: su origen, organizacion y tendencias de Francisco Ramos Mejía (1890)
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