La Argentina afronta la necesidad de construir un futuro
capaz de sacarla de largos años de decadencia y de frustraciones. Como sociedad
se encuentra en una de las más serias encrucijadas de su historia en las
vísperas del siglo XXI y en medio de una mutación civilizatoria a escala
mundial, deberá decidir si ingresará a ese proceso como protagonista o como
furgón de cola de las grandes potencias hegemónicas.
La lógica del poder en el mundo del futuro no perdonará a
quienes abdiquen de la voluntad de autodeterminarse.
Sin aspirar ilusoriamente a constituirse en una potencia
mundial, la Argentina como sociedad dotada de riquezas naturales y humanas
considerables, puede y debe aspirar a desempeñar un papel significativo en este
profundo proceso de transición que vive la humanidad, tan crucial y dramático
como lo fueron hace dos siglos la revolución industrial y la revolución
democrática, que abrieron nuevos horizontes para la historia de Occidente y de
la humanidad toda.
¿Cómo hacerlo? ¿Sobre cuáles bases definir nuestro posible
futuro? ¿En qué marco colocar nuestra voluntad de transformación? Acometer una
empresa colectiva no es tarea simple. Implica una movilización de energías que
abarca no sólo la dirección política de la sociedad al Estado y al sistema
político sino también a los grupos y a los individuos para que, sin renunciar a
la defensa de sus intereses legítimos, sean capaces de articularlos en una
fórmula de solidaridad.
El futuro es siempre deudor de voluntades, de actores, de
entusiasmo y de inteligencia colectiva. No hay empresa nacional sin pueblo y no
hay pueblo sin personas conscientes de que su vida cotidiana forma parte de la
vida de la comunidad.
Frente al fracaso y al estancamiento venimos a proponer hoy
el camino de la modernización. Pero no lo queremos transitar sacrificando los
valores permanentes de la ética. Afirmaremos que sólo la democracia hace
posible la conjugación de ambas exigencias. Una democracia solidaria,
participativa y eficaz, capaz de impulsar las energías, de poner en tensión las
fuerzas acumuladas en la sociedad.
Combinar la dimensión de la modernización en el reclamo
ético, dentro del proceso de construcción de una democracia estable, implica la
articulación de una serie de valores que redefinen en su interacción, puesto
que la modernización es calificada por sus contenidos éticos y la ética lo es
por el proceso de modernización.
La modernización que se propugna ha de estar en concordancia
con las premisas y condiciones del proyecto de sociedad aquí propuesto. No se
trata de modernizar con arreglo a un criterio exclusivo de eficientismo
técnico, aun considerando la dimensión tecnológica de la modernización como
fundamental; se trata de poner en marcha un proceso modernizador tal que tienda
progresivamente a incrementar el bienestar general, de modo que la sociedad en
su conjunto pueda beneficiarse de sus frutos.
Una modernización que se piense y se practique pura y
exclusivamente como un modo de reducir costos, de preservar competitividad y de
acrecentar ganancias es una modernización estrecha en su concepción y, además,
socialmente injusta, puesto que deja por completo de lado las consecuencias que
los cambios introducidos por ella acarrearán respecto del bienestar de quienes
trabajan y de la sociedad en su conjunto.
Aquí se propone una concepción más rica, integral y racional
de la modernización que, sin sacrificar los necesarios criterios de la
eficiencia, los inserte en el cuadro más amplio de la realidad social global,
de las necesidades de los trabajadores, de las demandas de los consumidores e incluso de las
exigencias de la actividad económica general del país.
Sin duda, esta concepción integral de la modernización, que
solo es pensable en un marco de democracia y de equidad social, planteará
dificultades y problemas en ocasión de su implementación efectiva. Se sabe que
no siempre es fácil conciliar armoniosamente eficiencia con justicia. No
obstante, desde la óptica de una ética como la que aquí se promueve, se ha de
mantener que tal es la concepción más válida de la modernización, ya que sólo
hay modernización cabal donde hay verdadera democracia y, por lo tanto, donde
hay solidaridad, ya que nuestra concepción de la democracia nos obliga a mirar
a la sociedad desde el punto de vista de quien está en desventaja.
En rigor, el razonamiento implica postular la propuesta de
un proyecto de democracia - como tal opuesto a otros proyectos- y de ninguna
manera afirma que democracia y modernización estén por fuerza vinculadas
históricamente. El "trípode'' es un programa, una propuesta para la
colectividad, no una ley de la Historia. Sólo podrá realizarse si se pone a su
servicio una poderosa voluntad colectiva.
En política, los términos no son neutrales ni unívocos deben
ser definidos.
Ya lo hicimos al precisar nuestra concepción de democracia.
También son varios los significados de modernización. Nosotros la concebimos
taxativamente articulada con la democracia participativa y con la ética de la
solidaridad.
Las crisis de los primeros ciclos de modernización han
dejado al desnudo entre nosotros las falencias con las que ellos se
estructuraron en el momento de su expansión. La Argentina creció por agregación
y no por síntesis. La modernización y la industrialización fueron así suturando
procesos de cambio a medias, incompletos, en los que cada transformación
arrastraba una continuidad con lo viejo, sobreagregándose a él. De hecho, la sociedad se fue transformando en
una suma de agregados sociales que acumulaban demandas sobre el Estado y se
organizaban facciosamente para defender sus intereses particulares. El
resultado de esa corporativización creciente fue una sociedad bloqueada y un
Estado sobrecargado de presiones particularistas que se expresaba en un
reglamentarismo jurídico cada vez más copioso y paralizante, al par que
sancionaba sucesivos regímenes de privilegio para distintos grupos. Los costos
de funcionamiento de una trama social así organizada sólo podían ser
financiados por la inflación que, como veremos, se transformó entre nosotros en
la forma perversa de resolución de los conflictos.
En las condiciones y bajo las necesidades de hoy, encarar
una nueva modernización como salida de una prolongada crisis de la anterior,
implica crear, en lugar de esa sociedad bloqueada con la que culminó el ciclo
precedente, una sociedad flexible.
¿Qué entendemos por flexibilidad de una sociedad?
Obviamente, no se trata de propugnar la disolución de todos los elementos de
orden y disciplina social, consensualmente aceptados. La flexibilidad no es la
anomia ni el rechazo de los valores que constituyen la estructura de toda
convivencia civilizada.
Pero si el respeto a las normas es indispensable para
sostener la vida en común, un exceso de rigidez en las mismas puede acarrear la
presencia de frenos para la innovación. Las sociedades tratan de buscar el
equilibrio entre la continuidad y el cambio. Tal como lo postulamos, la
flexibilidad significa posibilidad de apertura a nuevas fronteras. Implica,
además, consolidar en todas las dimensiones el rasgo más elocuente de la
modernización, que es la capacidad de elección de los hombres frente a la
obediencia ciega ante la proscripción.
Dadas las características con las que se dio nuestro
crecimiento, tenemos a nuestras espaldas bastiones de derechos adquiridos,
nichos de privilegios que se fueron sobre agregando a nuestra legislación,
haciendo que nuestro estado social no fuera el producto de una universalización
de derechos sino la sumatoria de derechos particulares que generaban una ineficiencia
generalizada. La manera en que se ha organizado entre nosotros la previsión
social y el derecho a la salud -dos conquistas fundamentales de la sociedad
contemporánea- es un ejemplo palmario de esta dilapidación de recursos humanos
y materiales.
En el caso de nuestra economía, esta rigidez es también un
elocuente testimonio de nuestros fracasos. ¿Cuántos recursos se despilfarran
por carencia de una mayor flexibilización de las normas de trabajo, de
producción y de gestión? Y esta rigidez paralizante abarca tanto al sector
público como al privado. Porque la sociedad es una y sus vicios de crecimiento
han empapado a todos los sectores.
Al plantear esta exigencia de flexibilidad en todos los
órdenes como una característica central de la modernización en la Argentina,
buscamos, además, desplazar la discusión de los ejes en los que habitualmente
se la coloca. Nos referimos a una homologación simplista entre modernización y
cambio tecnológico. La incorporación de tecnologías de punta no tiene efectos
mágicos, no moderniza automáticamente a una sociedad y, menos aun, garantiza
que la modernización sea compatible con la participación y con la solidaridad.
Transformar en eficiente una sociedad quiere decir sobre
todo y antes que nada, mejorar la calidad de la vida de los hombres. En ese
sentido el proceso procura modernizar no sólo la economía, sino también las
relaciones sociales y la gestión del Estado, dotando a los ciudadanos de cuotas
crecientes de responsabilidad, a fin de asociarlos a una empresa común.
La modernización no es tema exclusivo de las empresas; es
toda la sociedad la que debe emprender esa tarea y, con ella, la Nación,
redefiniendo su lugar en el mundo.
Modernizar es, también, encontrar un estilo de gobierno que
mejore la gestión del Estado y que plantee sobre otras bases la relación entre
éste y los ciudadanos.
El debate acerca del papel del Estado y de las relaciones
entre éste y la sociedad –que comienza por distinguir una dimensión de lo
público como diferente de lo privado y de lo estatal- deberá ser tomado por la
comunidad como uno de los temas claves del momento. Como tal, debería ser
considerado con mayor serenidad que la acostumbrada hasta ahora, cuando el
campo parece sólo ocupado por los privatistas y por los estatistas a ultranza.
Consideramos esencial revertir el proceso de centralización
que se ha venido produciendo desde hace décadas en la administración del
Estado, no sólo para alcanzar un objetivo de mayor eficiencia, sino también –y fundamentalmente-
para asegurar a la población posibilidades más amplias de participación.
Existe una relación inversamente proporcional entre
centralización y participación. Una gestión estatal muy concentrada implica
confiar el manejo de la cosa pública a un núcleo burocratizado de la población,
que desarrolla como tal conductas sujetas en mayor medida a sus propios
intereses corporativos que al interés general.
Descentralizar el funcionamiento del Estado significa al
mismo tiempo abrirlo a formas de participación que serán tanto más consistentes
cuanto mayor sea su grado de desconcentración. Descentralizar es un movimiento
no solo centrífugo sino también descendente, que baja la administración estatal
a niveles que pueden reservar a las organizaciones sociales intermedias un
papel impensable en un sistema de alta concentración. Esto permite que los
ciudadanos participen de decisiones que los afectan en instituciones inmediatas
a su propia esfera de acción. En la medida en que esas instituciones tengan
poder efectivo, esta participación no será un mero ejercicio cívico sino que
tendrá efectos trascendentes para la vida de los individuos, que asumirán con
más profundidad su papel de actores y -por lo tanto- de custodios del sistema
democrático.
Si al modernizar queremos mantener vigentes la solidaridad y
la participación, hace falta convocar a toda la sociedad, a los ciudadanos y a
sus organizaciones, para abrir una discusión franca y constructiva que permita
superar los bloqueos que nos llevaron a la decadencia. La desburocratización,
que busca liberar fuerzas contenidas por una cultura corporativa, no implica
necesariamente privatización en el sentido vulgar de los reclamos de los
ultraliberales.
Si rechazamos al estatismo agobiante que frena la iniciativa
y la capacidad de innovación, no ignoramos que la rigidez y la defensa de
bastiones privilegiados no ha sido sólo patrimonio del Estado sino también de
la empresa privada. Se trata de un problema de toda la sociedad argentina y no
meramente de una parte de esa sociedad, como es el Estado.
Ahora bien, cuando hablamos de construcción de la democracia
no nos estamos refiriendo a una simple abstracción; nos estamos refiriendo a la
fundación de un sistema político que será estable en la medida en que se
traduzca en la adopción de rutinas democráticas asumidas y practicadas por el
conjunto de la ciudadanía. Las normas constitutivas de la democracia presuponen
y promueven el pluralismo y, por lo tanto, la pacífica controversia de
propuestas y proyectos acerca del país que anhelamos. Los objetivos antes
enunciados, cuya síntesis cabe en la fórmula de una sociedad moderna,
participativa y éticamente solidaria, constituyen, en ese sentido, uno de tales
proyectos. Tenemos, sin embargo, la convicción de que no se trata de un proyecto
más; de que, sin perjuicio de ser discutido, corregido, perfeccionado, posee una
capacidad convocante que excede, por sus virtualidades propias, los puntos de vista
particulares de un sector, de una corporación e incluso de una agrupación partidaria.
Sin duda, esa capacidad ha de ponerse a prueba. Tal es, al fin y al cabo, el principal
motivo de esta convocatoria. De ser escuchada, habrá de afirmarse bajo la forma
de convergencia de fuerzas políticas y de concertación entre las organizaciones
sociales. En sus términos más sustantivos, la convocatoria implica una
propuesta de reformas específicas a nivel económico, político, social, cultural
e institucional, que deberán, como es natural, ser precisadas y desarrolladas
oportunamente con el concurso de cuan tos quieran sumarse al proyecto.
Al partido político más viejo de la Argentina, la historia
le abre hoy la posibilidad de ser la fuerza aglutinante para la construcción
del país nuevo, del país moderno. La U.C.R. está llamada a ser el partido de la
convocatoria para el futuro y esto no es fruto de una casualidad. Su primera
gran función histórica fue la de instaurar la democracia concreta en los marcos
que las fuerzas organizadoras del país habían delineado a partir de mediados
del siglo pasado, pero que se habían limitado en la práctica a un restringido
sector social. El radicalismo completó la primera modernización del país con la
incorporación de la ciudadanía a la vida política. Su convocatoria no se
redujo, sin embargo, a la mera aplicación de las reglas constitucionales en
plenitud y a la vigencia del sufragio universal y secreto. Una concepción ética
de la política y un profundo sentido de la justicia social se sumaron a la
propuesta democrática, en términos no excluyentes de ningún sector y
aparentemente desligados de las grandes líneas ideológicas que desde hacía dos
siglos canalizaban las inquietudes sociales y políticas de los países de
Occidente.
Por cierto que el radicalismo era una fuerza renovadora y
opuesta al conservadorismo, pero no se definió como liberal o socialista, ni
tendió a reflejar algunos de los matices intermedios de estas dos opuestas
posiciones. Fue en su modo de actuar un partido de síntesis, un partido donde
las reivindicaciones y principios de la libertad, el progreso y la solidaridad
social encontraron un cauce abierto. Por ello recibió frecuentes críticas de los
partidos dogmáticos y se le imputó no pocas veces vaguedad ideológica y falta
de rigor teórico. La ironía de la historia ha permitido que esa supuesta
ambigüedad sea hoy una de sus mayores riquezas, pues si algo caracterizó al
radicalismo en su casi un siglo de
existencia es el sentido ético de la política y su adscripción a ultranza al sistema
democrático. Estos dos valores constituyen el punto de arranque de quienes intentan
en el mundo contemporáneo, desde la perspectiva de las grandes corrientes políticas
históricas, superar las dicotomías que tuvieron sentido o funcionalidad en el pasado
pero que ya no se corresponden con los profundos cambios sociales y económicos
de la segunda revolución industrial.
Valores que eran defendidos por liberales o socialistas, y
las diversas posiciones intermedias, sin excluir al conservadorismo lúcido y al
social cristianismo, quedaron incorporados a la cultura, a la práctica política
y a las instituciones de la mayor parte de Occidente. Las involuciones
totalitarias fueron superadas en esa área del mundo luego de la Segunda Guerra
Mundial, en un proceso que arrancó de la derrota del nazi fascismo y que
culminó con el derrumbe de los regímenes autoritarios en España y Portugal y el
fracaso de la aventura de los coroneles griegos. En América Latina, cuyas naciones
surgieron a la vida independiente bajo la inspiración de las ideas democráticas
y progresistas, la amenaza autoritaria continúa aún presente, pero en los últimos
años se está desarrollando un proceso generalizado de democratización.
Nuestros pueblos son conscientes, cada vez más, de que ni el
desarrollo económico ni la democracia pueden ser el privilegio de algunos pocos
pueblos elegidos. El radicalismo argentino debe provocar la síntesis, suscitar
la modernidad, abrir el futuro.
Los valores y las metodologías políticas rescatables y
todavía vigentes del pasado, tanto internacional como nacional, deben encontrar
en nuestro partido una síntesis armoniosa y superadora, en consonancia con las
nuevas exigencias y los nuevos problemas que se plantea la humanidad. El
radicalismo argentino debe sumarse con su aporte a esa búsqueda colectiva de la
humanidad para delinear los marcos éticos políticos y organizativos de su
futuro. Debe quedar bien en claro que el rechazo del dogmatismo y de las
concepciones mecanicistas y deterministas decimonónicas no abre paso a la
vaguedad sino a la concreción, a la racionalidad y a la experimentación consciente
de nuevas fórmulas de convivencia entre los hombres. En virtud de su tradicional
rechazo de las concepciones dogmáticas y sectarias, el radicalismo está en condiciones
óptimas para convertirse en el instrumento político y social capaz de asumir y
encarnar con flexibilidad las exigencias de la sociedad en transformación, de la
sociedad que marcha hacia una nueva etapa productiva y organizativa. Esta flexibilidad
no se contrapone al rigor, sino que lo exige, pero es el rigor de los principios
de la investigación, de la búsqueda racionalmente orientada, del estudio abierto
y valiente.
Pero, además, debemos facilitar el surgimiento de las nuevas
ideas, de los nuevos estilos y de las nuevas propuestas que la sociedad
argentina necesita para orientar su marcha al futuro, a fin de que se
incorporen a la empresa común todos aquellos argentinos que sientan y
comprendan que ha comenzado un nuevo siglo de nuestra historia y de la historia
de la humanidad. Nuestra propuesta de modernización implica la integración y la
participación de todo el pueblo.
Sin solidaridad no se construye ninguna sociedad estable y
el primer deber que nos impone la ética de la solidaridad es incorporar al
trabajo común a todos aquellos que, sin renegar de su historia, se sientan
convocados por un proyecto como el que hemos definido. Pensamos en primer
término en quienes fueron condenados por políticas injustas a la miseria y a la
marginalidad. Pensamos también en las jóvenes generaciones que han sufrido el
enclaustramiento de una educación autoritaria y la falta de oportunidades y se
integran hoy a la vida política con su impulso decidido y su energía vital dispuestos
a construir un mundo nuevo.
Pensamos además en quienes fueron desplazados de la vida
política efectiva por la marcha de la historia, herederos de los ideales y
ambiciones que guiaron a buena parte de los hombres que en las últimas décadas
del siglo pasado comenzaron la edificación de la Argentina moderna. En quienes
enaltecieron hasta el límite el valor de la libertad como el más preciado por
encima de cualquier doctrinarismo económico. En quienes son herederos de la
acción ejemplar del socialismo humano, democrático y ético. En quienes buscaron
conjugar su creencia religiosa con la construcción de un mundo inmediato mejor
para los hombres y que no han logrado incorporar ese noble ideal a la práctica
política concreta de vastos sectores sociales. En quienes comprendieron que no
hay país posible sin desarrollo y entienden la exigencia ineludible de la ética
política y del método democrático. En quienes se desprendieron del viejo tronco
radical en busca de marchas más veloces. En quienes procuran una vía efectiva
para terminar con la injusta división del país entre un centro relativamente
próspero y un interior relegado, acudiendo a mecanismos locales. En quienes
fueron protagonistas de una experiencia histórica donde la justicia social
conmovió como proyecto a nuestra sociedad y veían en la democracia su necesario
sostén.
A todos ellos convocamos hoy para que, en pluralidad de
ideas y de propuestas pero en comunidad de aspiraciones y, de ser posible, en
una acción conjunta y un ámbito común, construyamos el país del futuro. Una
convocatoria que, además, comprende a ese vasto conjunto de instituciones,
comunidades y organizaciones a través de las cuales se expresa la riqueza
espiritual y la voluntad de compromiso y participación de la sociedad, tanto
aquellas cuya presencia se remonta a los orígenes de la Patria como a las que
han ido surgiendo como respuesta a las exigencias de este tiempo o al compás
del dinámico crecimiento social. Ya ha terminado en el mundo la era de las convicciones
absolutas del siglo pasado, la era de los mesianismos y de los historicismos
fáciles. El futuro no está predeterminado ni en un papel vacío donde podemos
diseñar en forma absoluta nuestra voluntad. Venimos de un pasado y a partir de
él podemos poner cauces racionales al porvenir sin renegar de nuestra herencia pero
sin esclavizarnos a ella. Ella nos pone límites, pero desde esos límites no hay
un solo camino. Elijamos el de la libertad, el de la solidaridad y el de la
tarea conjunta para afianzar la unión nacional. Ya pasó la era en que se pudo
llegar a creer que la felicidad del género humano estaba a la vuelta de un
episodio absoluto, violento, definitivo, que al otro día inauguraría la vida
nueva. La revolución no es eso ni lo ha sido nunca. Revolución es una etiqueta
que los historiadores ponen al cabo de siglos a un proceso prolongado y
complejo de transformación. Pero también se terminó la época de las pequeñas
reformas, de la ilusión que con correcciones mínimas se podía cambiar el rumbo
de una sociedad que, como la nuestra, fue empujada paulatinamente al desastre.
No hablemos ya de reforma ni de revolución, discusión anacrónica. Situémonos,
en cambio, en el camino acertado de la transformación racional y eficaz.
Nuestro país debe emerger de su prolongada crisis con vigor; y este vigor encontrará
su alimento en la decisión de participar de todos los componentes de la
sociedad los responsables de interpretar y representar las necesidades y aspiraciones
de los distintos sectores sociales deben asumir con firmeza y vocación de servicio
esta exigencia Debemos aprender a unirnos y a sumar el trabajo de cada uno con
el del otro y crear así la transformación y lo nuevo. Es la unión de lo que
cada uno de nosotros produce desde su lugar. El discurso político debe llegar
con este nuevo espíritu de construcción a todos los argentinos. Estemos
dispuestos a marchar juntos.
Debemos lograr la unión de lo desunido.
Debe tratarse de una disposición, de una voluntad, pero
también de un compromiso para alcanzar la concreción de las ideas en la vida
real de las personas. En cuanto a nosotros, los radicales, debemos comprender
que es necesario estar a la altura de esta misión, poner al servicio de las
demandas y urgencias del país nuestra fuerza histórica, seguros que al hacerlo
comenzamos a solucionar esas demandas y esas urgencias y evitamos quedar
cautivos de los bolsones de la Argentina vieja. Despojados de toda arrogancia y
de todo prejuicio, trabajemos, estudiemos y preparemos junto a nuestros compatriotas
el país nuevo, el país del futuro.
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