Nos hallamos reunidos en momentos solemnes. En todos los
horizontes, hombres y mujeres luchan y perecen, en mares y campos de batalla,
por la pervivencia del ideal de la libertad y en las silenciosas retaguardias
extenúan sus esfuerzos para posibilitar la resistencia. Los pueblos americanos
oyen, vivas y rotundas, las voces de sus fundadores y escuchan su llamamiento
en defensa de los principios que agitaron al continente en la hora inicial de
su emancipación. En este concierto del mundo que se estremece entre los dolores
de un alumbramiento; en este concierto en que aun las propias potencias
agresoras mueven a sus multitudes alucinadas por falsos ideales, pero ideales
al fin para los seres anónimos que las forman, solo nosotros, los argentinos,
contemplamos en la inacción y en la despreocupación como los otros combaten y
como del resultado de este combate surgirá la estructura económica y social que
condicionará nuestra existencia futura. Como argentinos, nos contrista esta
realidad. Nos agobia y avergüenza ver a nuestro país debatiéndose en pugnas
minúsculas; con lideres políticos, educacionales y económicos, carentes de
impulso creador y valiente; sin ansiedad quemante de justicia; exhibiendo en
sus luchas no el coraje abnegado por colocar a nuestra patria en el clima
histórico de la época, sino la apetencia del poder como medio de disfrute.
Mientras el mundo penetra en una aurora impregnada de sentido heroico de la
vida, en los círculos directivos de la Argentina - en todos los círculos
directivos- priva el sentido del goce sensual de la vida. Pareciéramos un país
secular, entrando en decadencia, describiendo el descanso de la parábola, sin
conciencia nacional ni conexión con las fuerzas espirituales que animaron a
muchos padres, sin respetabilidad en la forjación del porvenir ni sensibilidad
para conmovernos ante el drama humano.
Y somos, sin embargo, una joven nación, que aún tiene los
huesos blandos y debiera vivir los sueños de la adolescencia.
Y somos sin embargo un pueblo joven, predispuesto a las
empresas del desinterés y el sacrificio por su tendencia emocional y porque no
es en balde, en cada uno de nosotros - hijos cercanos o lejanos de la
inmigración-, bulle el recuerdo del antecesor arrojado que rompió las ataduras
más sólidas del hombre, aquellas que lo unen a su tierra, la del trozo de suelo
en que yacen sus padres, la del trozo de cielo que contemplaron absortos los
ojos infantiles, la del dulce idioma en que los labios maternos modularon las
canciones de cuna, las ligazones de la sangre y del pasado, para cruzar el
océano y llegar a lo desconocido, a este asilo de ilusión, en búsqueda de
bienestar y libertad.
Un país poblado por un pueblo así, en cada uno de cuyos
hombres alienta tan íntima y tan valiosa herencia espiritual, no puede ser un
país silencioso ante la injusticia, un país indiferente ante las exigencias de
su deber, un país que no quiera igualarse en ideales y afanes con aquellos que
marcan la excelencia de estas jornadas.
Como aires de fronda. Es un viento que hace crujir las
viejas ramas. Es un viento que no encuentra fronteras. A sus ecos, despiertan
en los hombres de todas las razas y altitudes ideas nuevas y voluntad de darse
íntegramente en la acción para librar a las generaciones futuras de las
angustias que oprimen a la actual, con tanta intensidad, que sentimos
orgullosos el privilegio de vivir el trance en que la humanidad verifica
dolorosamente su reordenamiento, quizás por siglos.
El drama profundo de
la política argentina.
Este viento cruza también sobre nuestras pampas. Agita las
conciencias de millares y millares de argentinos. Y palpita en el escepticismo
de las últimas promociones juveniles, escepticismo fecundo, porque señala la
insurgencia ante un presente que abochorna y encierra en si, grávidas, las
posibilidades del mañana. No lo han advertido, únicamente, quienes tienen la
función natural de actuar como antenas sutiles de las ansiedades y
requerimientos del medio social y como conductores de su pueblo. Solo los
políticos argentinos en su casi totalidad, no han percibido el angustioso
reclamo que importa el retraimiento de la juventud. Y si esta ineptitud pudiera
entenderse en cierto modo explicable en los dirigentes de las derechas, hombres
de círculos e intereses limitados, implica un verdadero suicidio en quienes
militan en el Radicalismo, expresión política de ese inconcreto pero firme
ensueño de justicia y renovación que anima el pueblo argentino.
Es que nuestros partidos viven con la mentalidad de principios
de siglo y sus planas dirigentes, con los incentivos morales y materiales de
principios de siglo. Desde hace mucho, sus cuadros activos no definen la
orientación ética ni el pensamiento politicón de las corrientes populares que
deberían representar. Ese es el drama profundo de la política argentina. Y sin
que se llegue a la solución de ese drama, aunque se salve el escollo del
fraude, no habrá más que ser apariencia de un juego democrático auténtico. Que
ello suceda en las derechas tiene justificación. Desde 1930 el pueblo que no le
es adicto no elige; es mandado. La elección de sus dirigentes carece de base
popular. Pero en nuestro partido, ¿qué ocurre?
Hasta 1916 la máquina partidaria sirvió con eficacia los
propósitos que le dieron origen. Había una idea central, dominante: el sufragio
libre, causa motor del partido y aspiración vehemente de una época. Fueron sus
lideres quienes con mayor tesón, con mayor pureza, lucharon por esa aspiración,
contribuyendo a crear una conciencia del derecho en el pueblo argentino. Llegó
el triunfo en 1916. Desalojó a las oligarquías políticas de las provincias. Y
quedo como girando en el aire. No se atrevió a consumar la revolución radical -
como gustaba decir Yrigoyen - destruyendo los privilegios de la oligarquía económica.
Se limitó a una política social oportunista, actuando solo bajo el apremio de
las circunstancias, Detrás de los acontecimientos y no antes, en prevención de
los acontecimientos
.
La política del
servicio personal.
La eficiente máquina política y sus cuadros directivos,
formados en treinta años de lucha, quedaron un tanto sin los motivos
galvanizantes de su acción. La gran bandera que congregó a la masa popular, el
sufragio libre, era conquista lograda. El proselitismo, función inherente e
inseparable a la política, debió acudir a otros resortes. Y se descendió del
plano idealista, a la «política del servicio personal, la conquista de
voluntades no por motivos atinentes al país, al orden público, sino por
servicios, atenciones, empleos, favores lícitos o ilícitos, efectos,
amistades... En lugar de enaltecer el espíritu cívico de cada ciudadano, se
involucionó, trastocando las razones cívicas, por otras de tipo personal que
implicaban una corrupción encubierta del voto, función eminente de la ciudadanía,
para ser ejercida con la visión exclusiva del interés nacional. El partido
nació para obtener, purificar y prestigiar el sufragio. La política del
servicio personal desjerarquiza y desprestigia al sufragio y desjerarquiza todo
lo que de ella parte. Los ciudadanos dejan de ser tales, en el concepto cabal
del vocablo, para transformarse en meros votantes. La ciudadanía pasa de ser la
alta dignidad de una democracia, a un bien intercambiable por otros, efectivos
o afectivos. Se ha dicho que la teoría democrática reposa en la ficción del
desdoblamiento de la persona en el hombre y en el ciudadano. El primero, con
una voluntad individual dirigida por sus intereses y sentimientos de índole
personal; el otro, con una voluntad general, inspirada en el bien colectivo. El
entrelazamiento de esas «voluntades generales» es la esencia de la ciudadanía y
su exteriorización y motivación, el método de la democracia política. Los
cuadros activos del partido, en su gestión preponderante, no se dirigieron a la
«voluntad popular» de los argentinos, sino a su «voluntad individual»,
subversión y negación democrática.
Declinación de los
cuadros partidarios.
Las consecuencias de esta política, realizada muchas veces
de buena fé, sin analizar sus resultados corruptores, fueron extraordinarias y
precipitaron la caída del partido. A sus puestos directivos llegaron en mayor
proporción quienes disponían de «capital político» con prescindencia de su
autenticidad radical, de sus cualidades morales e intelectuales y de la aptitud
para el ejercicio de la función a discernirse. El plantel dirigente se fue
inferiorizando, los militantes que desplegaban mayor actividad en recorrer los
campos, apadrinar bautismos, prestar su colaboración a los humildes en los
instantes difíciles, gestionar ventajas en la administración, curar a los
enfermos, defender a los procesados, conquistaban múltiples y cálidas
adhesiones que les permitían realizar una carrera política, al margen de
causales realmente políticas. Y entre ellos llegaron, como es suponible, muchos
que no actuaban movidos por la pasión pública sino por el cálculo de
obtener un capital político, traducido en honores o
canongias.
No es exacto que el partido se haya engrandecido
numéricamente por actividades de este género. Los radicales se hicieron por
temperamento, por sentimiento democrático, por irradiación del prestigio
místico que rodeaba la personalidad de Yrigoyen. Pero, dentro del partido, por
simpatías o servicios, apoyaban a tal o cual dirigente. Muchos los prestaron
impulsados por un sentido generoso de solidaridad, y muchos no trabajaron para
el radicalismo sino para sí. Lentamente, los cuadros activos fueron perdiendo
su fervor cívico.
El partido dejó de ser un medio de promover «la revolución»
en la República y se convirtió en un fin en sí mismo y para sus militantes.
Cayó en la deformación electoralista. Cualquier enunciación de ideas, cualquier
solución a un problema nacional que, por justa que fuese, pudiera suscitar
oposición en algún grupo de la masa heterogénea que votaba al partido, era
apartada por los dirigentes de esa mentalidad, que creían, sinceramente, que lo
fundamental era ganar adhesiones y no perder una sola. Los reclutadores de
votos ocuparon el sitio de los políticos, dejando vacante la función política.
El descanso del nivel partidario no fue visible en toda su
magnitud porque los dirigentes de ese tipo de política no tenían el comando
efectivo del partido, que se hallaba en manos de Yrigoyen. No bien los achaques
de la vejez comenzaron a obstruir las pesadas tareas políticas y
administrativas del lider, se vió crudamente cuan resentida se hallaba la
armazón partidaria. Parecía poderosísima, más cuando se produjo el motín de
septiembre, no pudo movilizar un solo núcleo ciudadano. Los millares de
argentinos que antes estaban dispuestos a entregar la vida al partido, cuando
se les incitaba en nombre de ideales, solo entregaron el voto a quienes les
invocaban amistades.
El movimiento de septiembre, y más que el movimiento de
septiembre las amenazas implícitas en las palabras y actos del Gobierno
Provisional, trajeron una revitalización del Radicalismo, que tuvo
exteriorización en la incorporación de grandes contingentes juveniles, la
victoria del 5 de abril y la Carta Orgánica de 1931, cuyos
principios básicos sobre el voto directo y representación de
las minorías se violan religiosamente en todos los distritos, con excepción de
Córdoba; se trata de implantarlos en la Capital después del contraste electoral
y nosotros en nuestro ultimo Congreso peticionamos infructuósamente que se
cumplan en la Provincia.
La historia política de todos los países nos demuestra que
los partidos se corrompen y debilitan en el poder; que tras las ventajas que
comporta, audaces e inescrupulosos trepan hasta inficionar su organismo y que,
a su vez, las minorías desposeídas del poder se fortifican en el llano. La
falta de ventajas materiales, el desarrollo de la aptitud crítica, el fuerte
grado de tensión de las masas, llevan lentamente a su frente a conjuntos
capaces, abnegados e idealistas, adecuados en sus ideas a su tiempo, que
conducen a su partido al éxito.
Este proceso, en lo que corresponde al oficialismo, fue
cumplido con exceso.
¿Por qué, en la parte que nos toca, no se verificó con
perfiles nítidos?
Porque nunca fuimos un partido sin posibilidades de llegar
al poder. Siempre estuvimos «virtualmente en el poder».
Al menos en la imaginación de la mayoría. Si el 5 de abril
hubiésemos sido derrotados, corvirtiéndonos en un minoría real, aquellos
elementos con psicología o finalidad oficialista, o sin aptitud para la recia
batalla cívica que debiéramos haber realizado, habrían abandonado sus
ubicaciones internas. El partido hubiera seleccionado sus valores de lucha,
manteniendo con ellos una conducta férreamente combativa y ya estaría derribada
la oligarquía.
El partido ganó el 5 de abril. Y la decantación no se
produjo. De donde, en tren de humorismo paradojal, pudiera escribirse un ensayo
a la manera de Chesterton, titulado: «De cómo, en el 5 de abril, fue derrotada
la democracia...»
Después del 5 de abril el clima oficialista, sin
oficialismo, fue casi permanente. Siempre estuvimos a tres meses del gobierno.
La revolución era un hecho. La mayor parte de los cuadros dirigentes no tenían
fervor revolucionario; pero temían ceder la organización revolucionaria en su
distrito, por la revolución triunfante. Claro que, salvo honrosas excepciones y
episodios heroicos que reverenciamos, se redujeron a agrupar un estrecho y
seguro conjunto de amigos y adictos, aguardando que la revolución venciese por
sí sola, por la acción de fuerzas extrapartidarias o ejércitos procedentes del
planeta Marte, para entonces, sí, tomar la comisaría y gozar del privilegio y
beneficios emergentes de la conducción revolucionaria local.
Con esta tónica revolucionaria se terminó por desarmar el
espíritu revolucionario.
Comenzó la concurrencia electoral y el juego de promesas de
próximas elecciones libres.
Primero fue Justo; luego Ortiz, con la interrupción de su
presidencia y la ascensión del vicepresidente Castillo; y las esperanzas
subsiguientes; empréstito a cambio de elecciones libres; el retorno del doctor
Ortiz y el final de la guerra, cuando millones de seres habían muerto para
entregarnos a nosotros, los radicales, quietos y cómodos, las libertades
democráticas que no sabemos ni intentamos reconquistar.
Siempre hubo, siempre hay una ilusión pendiente; siempre
estamos contenidos porque nos hallamos en vísperas de obtener el poder. Y la
oligarquía, con mucho tino, renueva periódicamente esas ilusiones, para
mantener adormecida a la masa radical y colaborar en la perduración, en las
posiciones partidarias, de ciudadanos sin vocación de lucha, tan útiles a sus
intereses. En síntesis: los cuadros dirigentes partidarios no reflejan fielmente
el pensamiento del Radicalismo y los acontecimientos de los últimos años, están
acentuando la desconexión entre ellos y éste, porque no son elegidos en función
de problemas políticos, de criterios sociales o económicos - como cuadra a una
agrupación democrática- sino de simpatías, servicios o intereses; vale decir
que no constituyen, en la mayoría de los casos, la expresión política de sus
afanes e inquietudes cívicas - con las que pueden o no coincidir-, sino el
resultado de una tarea de captación de voluntades.
Estructuración
provincial del radicalismo.
La estructura del Radicalismo favorece la falta de
correspondencia entre el pensamiento político de los afiliados y el de sus
presuntos representantes. En un único momento son llamados a intervenir en la
vida del partido. Cuando se eligen los Comités de distrito y, conjuntamente,
los Convencionales provinciales y seccionales.
La elección gira en torno de una persona u otra: de los
candidatos a presidente. Los afiliados prácticamente no pueden modificar las
nóminas oficializadas, porque se aplica la ley provincial de elecciones de
lista completa. Según ella, el sufragante no puede incluir candidatos y, para
eliminar uno incluido, hay que tacharlo en la mitad de los votos de la lista.
Este sistema se fundamenta en la restricción de la libertad de los ciudadanos
para fortificar a los partidos ¿Para fortificar que cosas se restringe la
libertad de los afiliados?
¿Cuál fue la intención de los adaptadores del sistema?
En estas condiciones,
la lucha se subalterniza y se reduce a una puja personal. Se vota en favor o en
contra de alguien, por vinculaciones de carácter individual y sin ninguna
orientación general. Aunque no se piense como el candidato, los lazos creados
por la vida civil o partidaria y el aspecto ingrato de la convocatoria, por el
mantenimiento o el reemplazo de la situación política local, hacen difícil la
posibilidad del debate dignificador por ideas o propósitos superiores. A pesar
de que los afiliados no concuerden con las determinaciones políticas del
presidente, que es casi invariablemente el convencional, y las cuales también
casi invariablemente se ignoran, la continuaran votando, porque esa divergencia
no alcanza a inmiscuir el afecto personal que le dispensan. La contienda
adquiere una fisonomía que la desconceptúa y aleja de ella a la mayor parte de
los ciudadanos radicales. Las minorías solo tienen representación en los
Comités de distrito, que no desempeñan ningún rol orientador, en las
Convenciones seccionales y, en dos partidos, en la Convención Provincial.
Electos él o los convencionales, éstos tienen plena potestad
en la vida interna. Gobiernan el partido a su ciencia y conciencia, sin
consultar, en otra instancia y en ningún asunto, las determinaciones populares.
Eligen los miembros del Comité Nacional, del Comité de la Provincia, los
convencionales y los candidatos a funciones electivas. Tampoco en estas
elecciones actúan en función de un criterio lógico. La tradición quiere que las
posiciones se distribuyan geográficamente. Las bancas o cargos se asignan en
candidatos iguales a cada sección. Dentro de estas se adjudican a distintos
distritos. Y exige la tradición, por ejemplo, que un convencional de la sección
tercera, enérgico y apasionado adversario del latifundio, deba votar para miembro
de la Convención Nacional por un candidato de la sección quinta, impermeable y
enceguecido latifundista. Y lo mismo ocurre con legisladores o miembros del
Comité de la Provincia. Así lo imponen las prácticas imperantes. Una ciudad,
verbigracia, tiene asignado un convencional nacional. Con igual indiferencia,
canónicamente, los delegados de su sección propondrán y la Convención elegirá a
quien señale el respectivo convencional, ya sea un hombre de la extrema
izquierda partidaria o un ultra reaccionario. Con idéntica desaprensión o
irresponsabilidad designarán un ignorante y pospondrán un valor. Y ese
convencional irá a la asamblea soberana del partido a dictar su programa...
Todos estos no son pronunciamientos democráticos; de tales no tienen mas que la
apariencia, porque no gravita ninguna razón, ningún juicio frente a los
problemas a resolver en un momento dado. Son, simplemente, el resultado de un
automatismo reparto de cargos.
La norma vigente de elección de candidatos dispone la
presentación a los afiliados de una lista de doble número al que deba elegirse.
Los precandidatos son designados por dos tercios de votos de las convenciones.
En realidad, la opinión de los afiliados es nula o muy restringida, pues en la
mayoría de los casos los convencionales que reúnen los dos tercios de los
votos, o de los grupos seccionales que entre quince o veinte personas realizan
la elección real, se encargan de formar la nómina con ciertos candidatos
posibles «al firme» y otros preestablecidos «de relleno», cuidando de que,
entre éstos, no se infiltre alguno con «chance» peligrosa para los primeros.
Desde el punto de vista de las finalidades democráticas del sistema, nos
hallamos ante su desvirtuación deshonesta, puesto que su espíritu es el
ofrecimiento de candidatos de mayoría y minoría al veredicto de los afiliados
para que decidan, y no el espectáculo de una elección en la que no hay
elección. Si los candidatos son exclusivamente los de la mayoría de la
Convención, más vale que esta los designe.
Y en efecto, para evitarse las molestias, en los últimos
años, con razones a veces y otras con pretextos, fueron elegidos sin esta
simulación de intervención popular.
Con semejante amplitud discrecional de atribuciones,
reforzada por reelecciones indefinidas, tendrían que estar ungidos de santidad
los convencionales para que en sus actitudes no influyesen los lazos de amistad
o intereses recíprocos, que el curso de los años consolida y son
consubstanciales con la naturaleza humana. Sólo seres ungidos de santidad no
reeditarían aquél ambiente de solidaridad personal, por encima de todo,
promotor de la «debacle» parlamentaria y política francesa, descrito
magistralmente hasta en el titulo de «La República de los Camaradas».
¡Ah! No podemos parafrasear, en su genuina acepción el concepto
de Churchill en el Congreso Norteamericano: «En nuestro partido, diríamos los
hombres políticos están orgullosos de ser servidores del partido y se
avergonzarían de ser sus amos». Nos falta bastante camino aún para llegar a
este aserto.
La exclusión del pueblo de las decisiones partidarias tiene
honda repercusión, hasta en el propio subconsciente popular. Un afiliado de
fila no se pregunta - ¿Que haremos?», como quien se siente parte de un todo, ni
se responde:- «Los radicales queremos tal o cual cosa».
Considera las determinaciones de su partido extrañas a la
gravitación de su pensamiento y resoluciones, como en efecto lo son, y formula
la pregunta que siempre oímos: Y... ¿que dicen los radicales?». Así, en tercera
persona. Para quien analice el mecanismo mental de este interrogatorio, su
colocación, en posición ajena, es síntoma de un naciente y gravísimo
apartamiento espiritual. La falta de participación en la fijación de las
directivas del partido, sumada al desfile de esperanzas ubicadas al margen de
su acción, hacen que los afiliados no se sientan vinculados al éxito de esas
directivas y pierdan la conciencia colectiva de responsabilidad, esencial en
una fuerza democrática.
Consecuencias del
sistema.
El sistema tiene consecuencias manifiestas en el alejamiento
de valores que no se allanan de sus modalidades; en la declinación de la
calidad cívica de los cuadros activos y de la aptitud promedio de los
representantes. Una comparación será definitiva. Nuestra provincia tiene tres
millones y medio de habitantes. El Uruguay dos y medio y posee una cultura
cívica equivalente. Allí el Partido Colorado Batilista juega un «rol» semejante
al nuestro, pero comprende a un porcentaje menor de ciudadanía. Cuenta no
obstante, con cinco o seis figuras presidenciales y con más de medio centenar
de excelentes competencias legislativas. De nuestra escuela partidaria
provincial no nació una figura presidencial y los legisladores con capacidad
para sus funciones no exceden de una docena. El fracaso en la formación de los
valores es un signo del resquebrajamiento. Es el Régimen de la política del
servicio personal y de exclusión del pueblo en la vida partidaria que realiza
una selección a la inversa, elimina los hombres con vocación política y frustra
a los que quedan, aniquilando sus aristas ponderables. Sus exponentes parecen
fortísimos y son, en verdad, tan débiles, que constantemente deben claudicar en
el ejercicio de su ministerio político.
Son víctimas de su origen. No constituyen la expresión de
corrientes de pensamiento claro.
No hay identidad entre su opinión y la de sus mandantes. Su
respaldo no nace de la coincidencia de sus puntos de vista y los de sus
comitentes, sino de una serie de relaciones sin motivación política. Cuando se
plantean problemas económicos o sociales serios, no afectan y dividen a la
población, razones primarias de conservación les incitan a eludir actitudes
concretas, porque dentro del electorado que los apoya, en el que no cumplieron
su función rectora y en el que coexisten los criterios más dispares, su
decisión los malquistaría con algún sector. Optan por la inacción. Sería
habilidosa si fuese única. Pero como esos dirigentes son al mismo tiempo
legisladores o convencionales o miembros de cuerpos ejecutivos y gran parte de
sus colegas actúan del mismo modo o, mejor dicho, no actúan, el resultado final
es que todos esos organismos no son ágiles frente a la realidad argentina y el
partido no se agita más que para elecciones o cuestiones provocadas por
elecciones. Y no porque el partido sufra perjuicio alguno. Muy al contrario,
ese desentendimiento de aspectos substanciales de su misión esta acrecentando
la decepción popular; sino porque perjudica conveniencias o intereses
particulares.
Así ha nacido un tipo característico en la psicología de la
vida pública. Nuestro político no es ya el escultor del alma nacional y de la
estructura de su país. No es conductor de masas que se lanza hacia adelante y
frente a cada necesidad y a cada contingencia señala un camino para que el
partido, en su base, el pueblo, lo siga o lo rechace. No. Su habilidad consiste
en ocultar su pensamiento, simular o disimular, flotar sobre las corrientes
contradictorias como madero sobre el mar, al que agita el oleaje, pero nada lo
separa de la superficie. He ahí su ideal. Permanecer en la superficie.
Esta categoría de seudo-políticos, que pululan en nuestro
partido ha retardado el ritmo del progreso argentino. Los organizadores de la
Nación lucharon entre si, a brazo partido, para moldear, según sus
convicciones, la patria del futuro. No aguardaron el acaecimiento de
dificultades ni las peticiones de grupos interesados. En ardoso combate cívico,
crearon las condiciones del porvenir. Estos, a que me refiero, no marchan, como
aquellos, delante de la columna. Van detrás esperando que la columna por si
sola determine su rumbo. Hasta ha aparecido una palabra aplicable. Su función
es «auscultar» lo que piensa el pueblo. No tienen que promover soluciones. Ese
era oficio de Sarmiento, que no contaría ahora con capital político. Las decisiones
del pueblo ante sus angustias deben producirse por generación espontánea. Y
cuando la opinión publica, en lerdo proceso por falta de directores, llega a
definiciones, ellos, entonces, magníficamente, conceden. Así se invierte y
anula la misión creadora de la política. Menos «auscultadores» y mas lideres auténticos
reclama el radicalismo.
Ocupan las jerarquías internas y los cargos representativos
e invaden los cuerpos altos o pequeños, impulsados por la finalidad de
conquistar el poder, entendido no como órgano realizador de justicia y medio
constructor de una Nueva Argentina, sino como fuente de beneficios y
preeminencias personales y desdeñan y se desinteresan de cualquier actividad,
por imperiosa que sea, juzguen no conducente a su propósito central.
Recuerdo una triste experiencia. Durante el gobierno de
Fresco, se implantó la enseñanza religiosa en la provincia. En una ciudad se
pidió al comité de distrito una declaración de protesta. Se aprobó, pero hubo
una firme minoría adversa, no por que no estuviese de acuerdo, sino porque no
convenía disgustar al cura del pueblo. En el resto de la provincia, quizás ni
una declaración se publicó ¿Cuántas encendidas arengas, que inflamados manifiestos, que actos emocionales
realizó el radicalismo para defender la libertad en la escuela bonaerense? No
los conozco. Así, ante nuestra indiferencia, se inicio el despojo de un
conquista por la cual la humanidad libró guerras seculares y se desangró en mil
encuentros. Así hemos dilapidado nosotros, ante las actuales generaciones, ese
acervo glorioso de luchas por la liberación espiritual del hombre, del cual
somos herederos y continuadores.
No quiero ni recordar tantas actitudes cobardes como hubo
ante la guerra civil española, que conmovió la conciencia de los hombres libres
del mundo. Ni la displicencia, salvada por dos o tres discursos parlamentarios
y una recia carta a Alvear, con que la máquina partidaria permaneció ante la
clausura de las fronteras a los perseguidos de Europa, efectuada por la
reacción en aras de bárbaros prejuicios políticos, raciales o religiosos,
clausura que traicionó la traición argentina y los verdaderos intereses de la
Nación, que pudo avanzar con la afluencia de intelectuales, técnicos y obreros
de valía.
Los cuadros militantes no sintieron herida su sensibilidad
ante tales hechos. Ni causas tan humanas y justas los movieron a la acción. Ni
estas ni otras equivalentes. Pero si alguien trata de ocupar los cargos en que
no luchan sino esperan, ¡con que ímpetu infatigable golpean puertas, recorren
campos y movilizan, desesperados, sus adherentes.
Las conclusiones del contraste son harto penosas.
En otros paises el nivel medio de los equipos políticos es
superior al del pueblo.
Son su levadura, su capa esclarecida, sus órganos de
excitación y dinamización.
En el nuestro, la relación es a la inversa. Nuestra política
es inferior a nuestro pueblo.
Nuestro partido es inferior a nuestro Radicalismo.
Infiltración de
tendencias conservadoras.
Una vida interna sin planteo de ideas, subalternizada en la
conquista de capital político, ha llevado a gran parte de las posiciones
partidarias a ciudadanos de espíritu legalista, orgánicamente conservadores,
por temperamento y tendencia. Se hallan diseminados en todos los cuerpos ¡y en
cuantos primarán! Desde el subcomité de barrio hasta el Comité Nacional; desde
los modestos Concejos Deliberantes hasta el Parlamento.
Son un freno y una traba difícil de vencer. Han arrinconado
en un folleto los principios de democracia social del programa partidario, que
no se agitan ante el pueblo ni provocan lucha tesonera por su implantación.
Hablamos mucho de Roosevelt, pero no creamos en la masa apetencia peor por las
realizaciones de Roosevelt, ni imitamos su guerra contra los núcleos de capital
financiero, ni proponemos los altos impuestos sobre el privilegio,
indispensables para costear los servicios sociales del New Deal. Quien instara
a un despliegue de todas las fuerzas partidarias para lograr su
establecimiento, aquí, - un New Deal argentino-, seria mirado sonrientemente y
calificado de utopista e impolítico. ¡Cuantos mirarían como herético o demente
a quien tuviera la osadía de proponer, no ya los impuestos a la renta y a las
sucesiones del radical Roosevelt, sino aquellos con los cuales se gravó a si
mismo el gran capital ingles, cuando gobernaba por intermedio del conservador y
reaccionario Chamberlain! Sufrimos la inflación de un espíritu cerradamente
conservador.
Contemplemos un asunto de estricta actualidad. Somos el
único partido democrático del mundo que no ha propugnado todavía destinar al
país las sobre ganancias provocadas por la guerra. Mientras el interior
agrícola en la miseria y en nuestra dieta se excluye el alimento tradicional,
los ganaderos enriquecen vertiginosamente. Un derecho de exportación sobre las
carnes, en magnitud suficiente, que entregue a la comunidad el sobreprecio
traído por el conflicto bélico, proporcionaría ingentes recursos para impulsar
el trabajo y subsidiar aquellas actividades nacionales de anteguerra. Yo
concibo el país como una unidad orgánica, de componentes solidarios y unidos
entre si, en la buena y mala fortuna. Así lo es para el Radicalismo; pero su
máquina política no se atrevió a reclamar aún esta elemental medida de
justicia.
¡Sigue siendo intocable la clase social de los ganaderos!.
Yo no creo que los ganaderos verdaderamente radicales se
opongan a estas soluciones. Su espíritu radical les impulsará a anteponer el
sentido de justicia de los intereses superiores de la Nación a conveniencias
particulares. Si no lo hicieran, dejarían de ser radicales. Y el partido
ganaría en fortaleza moral lo poco que perdiera en cantidad.
El Radicalismo no es una etiqueta que se coloca sobre un
hombre como sobre un frasco en una droguería. Es un contenido. Quien no alienta
pasión de justicia y a su influjo gobierna su vida, no es radical por más que
así se titule y por alta que sea su ubicación en el escalafón partidario.
Radicalismo no es una mera adscripción a un partido. Cual la democracia, es una
norma de conducta, un estilo de vida.
Hemos estado pendientes de posiciones personales y perdido
el nexo con los grandes ideales y con la historia dolorosa en que se constituyó
la concepción democrática de vida, que no es una mecánica eleccionaria, sino un
orden de existencia. Esos ideales, que son la bandera y la razón de ser de
nuestro partido, no encontraron en sus cuadros activos los miles de corazones
inflamados en su grandeza, defensores y predicadores, fervientes y tenaces, que
los sostengan y difundan con fé ardosa, excitando en todos y cada uno de los
argentinos, esa reserva de idealismo, ese afán de justicia que late en cada ser
humano, dignificándolo y ennobleciéndolo.
En 1886, en la gran aldea que era Buenos Aires, cuarenta mil
personas se lanzaron a la calle, jubilosas, celebrando como victoria propia la
abolición de la esclavitud en el Brasil. En la Capital de hoy, diez veces
mayor, no veríamos ni lejos esa multitud. El año pasado en Montevideo,
convocados por los partidos democráticos, cien mil ciudadanos dieron la
bienvenida a un barco estadounidense, en homenaje a la solidaridad americana.
Para ese fin, los radicales no lograríamos reunir la décima
parte.
Esa es, en gran parte, la obra de los cuadros entregados a
la política del servicio personal, que alejaron a la masa radical de sus
inquietudes idealistas y cultivaron en ella preocupaciones superiores. Las
situaciones partidarias, en sus manos, no fueron instrumentos de acción y
educación popular. El adoctrinamiento en los ideales democráticos llega al
pueblo argentino de la prensa, de la tradición o de otros factores y no,
desgraciadamente, de la organización política destinada a ese objetivo. Tal
abandono es una de las causas principales de su letargo.
La reorganización
próxima.
La reorganización que se anuncia fracasaría si se realiza
como si fuese una simple operación formal. Encasillada en las normas actuales,
se frustrarían las clamorosas exigencias de la opinión pública. Restringida la
participación de los afiliados a la elección de distrito, se obtendrá, a lo
más, dado lo inmediato del dilema personal, una ratificación o rectificación de
simpatías a dirigentes locales, por parte de pequeñas minorías. Sería cerrar
los ojos a la crisis profunda que afecta al partido, crisis que no vió la luz
el 7 de diciembre, sino que se viene gestando desde hace muchos años; que no es
crisis de un comité ni dimana de una resolución, sino que es crisis de un
sistema, crisis de cuadros activos que se niegan a asumir el «rol» asignado al
partido por su historia y exigido por el desarrollo nacional, crisis que lo
mismo hubiera acontecido y con mayor gravedad, si hubiéramos llegado al Gobierno.
Una obligación de lealtad democrática debe inducir a quienes tienen la facultad
pertinente, a organizar los medios que posibiliten el pensamiento y a las
directivas políticas de la masa radical, sin deformaciones de carácter
personal, hallar las vías de su expresión auténtica. Yo creo que el primer paso
debe consistir en la modificación de la estructura partidaria provincial
mediante la adopción generalizada del voto directo y la representación de las
minorías. Elijamos con estas normas todos nuestros cargos y candidaturas.
Levantada la mira sobre la visión del campanario, sin la subalterna pugna de
grupos de aldea, se podran plantear los debates de fondo que impongan las
circunstancias y se elevará el nivel cívico al sufragarse por la orientación, y
no por hombres. Los afiliados podrán ser actores con conciencia y
responsabilidad, y no espectadores pasivos de la definición de las direcciones
que comprometen el destino del partido. Los hombres de vocación política
hallarán un escenario, y los jóvenes, campo para la brega dignificante en favor
de sus puntos de vista. Tengo fé en la capacidad de nuestro pueblo,
medularmente
sano, para el ejercicio integral del procedimiento
democrático. Si no la tuviera, miliaría en una agrupación que proclama ese
descreimiento, y no en la nuestra. La estructura vigente es, en sus esencias,
la misma del 90. Intentar la subsistencia de sus bases es pretender que medio
siglo ha corrido en vano.
En un partido que levanta la bandera de la Ley Saenz Peña,
que consagra la representación de las minorías, es inmoral la invalidez de ese
principio en su vida interna.
En víspera de la transformación de todas las instituciones
que traerá la post-guerra, son indispensables la representación minoritaria,
porque, ademas de efectos vigorizantes de crítica y control, permitirá la
evolución gradual del radicalismo; la elección general que superiorizara
nuestra masa y nuestra vida interna mediante el debate enaltecedor de ideas y
líneas de conducta; las incompatibilidades, que, al cumplir la
descentralización fijada por la Carta Orgánica Nacional, evitarán el
entrelazamiento de afectos e intereses que engendra el espíritu de aparcería.
Una reforma de fondo semejante, que convierta al pueblo radical en dueño de si
mismo; una prédica perseverante contra las desviaciones de la «política del
servicio personal», en favor de la selección de valores humanos y de la
primacía de valores cívicos, y el planteamiento constante, ante los afiliados y
para su resolución, de los problemas del país y del Radicalismo, colocaran a
nuestro partido y a sus adherentes a la altura de las exigencias y deberes de
esta hora definitiva. No concibo un demócrata sincero que pueda oponerse a
estas aspiraciones. Y ya que se estila el «auscultar» el pensamiento popular,
consultese a cien afiliados, y cien dirán que las comparten.
¿Qué es lo que decorosamente puede impedir su sanción?
Esta es la era del hombre del pueblo. El será el factor
decisivo de la victoria, dijo, los otros días, el vicepresidente Wallace. Si es
que queremos alcanzar la victoria, no temamos la participación dominante del
hombre del pueblo, que es nuestra única fuerza.
Que él sea la figura central de nuestro partido. Démosle voz
en las asambleas primarias de distrito, que no se realizan, para que opine en
los asuntos locales y en los generales; démosle el poder de decisión en las
cuestiones fundamentales, que el Radicalismo, para retomar el fervor idealista
de los años luminosos en que surgió como una emancipación de las virtudes
nacionales, necesita volver a su raíz, al hombre del pueblo.
Me he ocupado extensamente del exámen de fallas de la vida
partidaria. No me he referido a hombres. He analizado un sistema cuyos errores
congénitos están destruyendo al Radicalismo y dañando al país. O el partido
concluye con este sistema del caudillismo, o este concluirá con el partido.
Esta es mi convicción, y yo no seria leal con mi propia vida, al servicio del
partido y con mis correligionarios, si no dijera tal como la siento.
En política hay que tener el coraje de ver las cosas como
son y de decirlas sin subterfugios.
«Tanta franqueza - decía recientemente Josué Gollán, comentando
un discurso de Hutchins- no traduce desaliento; al contrario, es una forma
inteligente de estimular, de sacudir fuertemente a los que, inadvertidos o
confiados no aprecian debidamente la gravedad del momento».
Este es el sentido de mis palabras.
Quiero terminar este capitulo con un pensamiento del
presidente Benes:
«El colapso definitivo del régimen democrático se producirá inevitablemente - sostuvo en su ultimo libro- si no se revisan a fondo las debilidades y deficiencias del presente sistema de partidos y de sufragio; si no se armoniza mejor el funcionamiento de sus órganos - partidos, prensa, opinión publica y elementos directivos- y si tales órganos no son más apropiados a los verdaderos intereses del Estado y de la Nación de lo que han sido hasta ahora». Y quien formula esta predicción no es un ciudadano de una democracia incipiente, sino el lider de una que fue magistral.
«El colapso definitivo del régimen democrático se producirá inevitablemente - sostuvo en su ultimo libro- si no se revisan a fondo las debilidades y deficiencias del presente sistema de partidos y de sufragio; si no se armoniza mejor el funcionamiento de sus órganos - partidos, prensa, opinión publica y elementos directivos- y si tales órganos no son más apropiados a los verdaderos intereses del Estado y de la Nación de lo que han sido hasta ahora». Y quien formula esta predicción no es un ciudadano de una democracia incipiente, sino el lider de una que fue magistral.
Las fallas de la vida
interna se reflejan sobre la acción partidaria.
Las fallas y debilidad de la vida interna se proyectan sobre
la acción exterior del partido. Sin decisión, sin fervor y sin aptitud para la
lucha, se cayó en una política posibilista. En lugar de asumir con entereza la
noble tarea impuesta por las circunstancias, y de enfrentar a los
acontecimientos, el partido se colocó a su zaga. Aguardó la restauración de las
instituciones libres, por sucesos eventuales y ajenos a su propio esfuerzo.
Confió en la «buena voluntad» y el «patriotismo» de gobiernos surgidos de la
entraña oligárquica.
Procuró no irritar los intereses del privilegio económico y
social, soslayando la guerra contra estos, para centrar sus fuegos contra las
camarillas políticas oficialistas, que son meros y serviles instrumentos de
aquellos. Así, impremeditadamente, facilitó el juego de la oligarquía al
llevarse al ánimo popular confusionismo peligroso sobre la trascendencia de la
batalla entablada por el bienestar, la felicidad y la libertad de los
argentinos, reduciéndola al aspecto de simple contienda entre grupos
disputantes de posiciones. No se movilizó la capacidad potencial del pueblo con
soluciones concretas, de temple y sentido radical, ante los problemas que
entenebrecen la nacionalidad. Se prefirió eludirlos, intentando vanamente ganar
buena voluntad de los círculos privilegiados, con la absurda demostración de
que sus intereses opresores no serían afectados con el acceso de las masas
populares a la dirección efectiva del Estado. Anhelando la tolerancia de las
fuerzas del privilegio para que concedieran, en acto de gracia, el poder que
detentan, se comprimió la acción legislativa a términos inofensivos; se
abandonó la organización de la reacción del pueblo ante los atentados cometidos
contra sus intereses materiales o sus tradiciones espirituales; se omitió la
agitación candente y arrolladora contra las injusticias que están clausurando
el derecho a una vida digna a las capas laboriosas de nuestra población,
actuándose con intensidad unidamente en los procesos electorales.
Tales errores trajeron en las masas la progresiva decadencia
de su fé, al tiempo que aumentaron la jactanciosa confianza de los
usufructuarios del gobierno, que perdieron el respeto y hasta el temor de un
despertar nacional, controlado por quienes, en obsequio a su tranquilidad y
bienandanza, introducían reiteradamente gérmenes de conformismo. Ante cada
fracaso se levantó un nuevo miraje, siempre ajeno a la propia acción y al
pueblo, siempre providencial y justificativo de la quietud partidaria. ¡Cuantas
veces reeditamos la escena de Chamberlain, al descender del avión después de la
claudicación de Munich, mostrando, alegre e ingenuo, el papelito de Hitler!.
Aún esperamos nuestro discurso de Churchill, el discurso de «sangre, sudor y
lágrimas», el discurso de la verdad y el honor, del sufrimiento y la lealtad.
Nos hemos circunscripto, en los últimos años, a levantar
como consigna fundamental la libertad de sufragio. ¿Por que el pueblo, si es
que quiere votar por la libertad de sufragio, no pelea por ella?... ¿Por que
nosotros no peleamos? ¿Por que basta el dedo de un vigilante para defraudar a
una población? ¿El pueblo argentino esta formado, acaso, por cobardes? ¿Somos,
acaso, cobardes todos los militantes y dirigentes del partido? ¿Por qué hace
cuarenta o cincuenta años, los argentinos peleaban y morían por defender el
sufragio?
¿ Y por que ahora no lo hacemos?.
El sufragio no es la
consigna obsesionante de la hora.
Los hombres del 90 o del 900 creían sinceramente que lo
único que faltaba para integrar la nacionalidad y realizar la felicidad de los
argentinos era el sufragio, la verdad institucional. Era la concepción
obsesionante de esa época, y porque así creían, por ella se sacrificaban.
Estaban dispuestos a la entrega de la vida, porque, de acuerdo a sus
convicciones, valía la pena perder la vida en encubrir el tramo final hasta «la
grandeza de la patria y la dicha y el honor de sus habitantes», según decían y
pensaban.
Nosotros no creemos eso, y cuando el momento de enfrentar la
carabina policial, el argentino siente que no vale la pena perder la vida por
el sufragio. Siente que si llega a morir en la empresa del triunfo radical, de
sus consecuencias inmediatas y visibles no nacerá una Argentina nueva, tan
justa, libre, grande y feliz, que sus hijos justifiquen la pérdida de sus
padres. Siente que las transformaciones profundas de su patria no van a ser tan
hondas que valga la pena morir por ellas. Por eso no afronta la muerte. Y sin
decisión de morir, no hay combate. Y el propio dirigente siente que no vale la
pena; lo siente sin pensarlo, sin raciocinio, porque la vocación de sacrificio
no nace de un proceso intelectivo, sino de un proceso preconsciente. Y porque
este le ordena que no vale la pena, le aflojan los brazos cuando llega el
momento de la acción. No existe la convicción intima indispensable.
Es que el sufragio libre, aislado, por sí solo, no es la
conexión obsesionante de esta época. No lo es la Argentina ni en el resto del
mundo. Hace poco, leía un ensayista ingles: «La lucha en el siglo pasado fue
por el sufragio; en este, por el pan». Es decir, por la justicia social.
Cambiaron los tiempos, los conceptos y los móviles determinantes de la
resolución humana.
Ese mismo argentino, si sintiera que el gobierno radical
cambiará a fondo el panorama de la vida nacional; que reestructurará el país
sobre nuevos cauces de verdadera justicia; si sintiera que para sus hijos, en
sustitución del clausurado horizonte actual, se abriría un porvenir luminoso, y
que él y todos los habitantes de esta tierra y los innúmeros que quisieran
poblarla se librarían de las angustias que oprimen el corazón; si sintiera que
nosotros luchamos por banderas tan altas y nobles, que ninguna consideración de
interés ni persona interceptará nuestra ruta a una Argentina soñada y frente a
ese salto hacia el futuro se interpone la muralla de privilegios e injusticias
amparadas por el fraude, ese mismo argentino no vacilará un segundo en ofrendar
su sacrificio por una patria mejor. Y como él, millares y millares, tantos, que
instantáneamente habría elecciones libres, no por respeto a la legalidad, sino
porque el camino de la legalidad sería el camino de retirada menos riesgoso
para la oligarquía.
Solo al influjo de
grandes ideales habrá capacidad combativa.
La clase gobernante no entregará el poder graciosamente. Sin
conciencia revolucionaria en el pueblo que amenace su estabilidad, los
gobiernos usurpadores no daran paso a las fuerzas populares. Y no habrá
conciencia revolucionaria en el pueblo sino al influjo de los grandes ideales
de construcción de una nueva Argentina.
¿Qué es lo que impide que nuestro partido, que es el de las
masas populares, pueda recoger el aliento íntimo que late en las masas
populares?
Dos cosas.
Primera: De orden moral. No se desprende de su vida interna y de la pública y privada de sus dirigentes, grandes y pequeños, ese hábito de grandeza moral; ese impulso apasionado de justicia en lo personal, partidario y colectivo; esa voluntad encendida de imprimir existencia y obras, categoría ejemplar; ese sentido místico de consagración a una causa, que llevan a los hombres a la admiración, la devoción y el sacrificio.
Primera: De orden moral. No se desprende de su vida interna y de la pública y privada de sus dirigentes, grandes y pequeños, ese hábito de grandeza moral; ese impulso apasionado de justicia en lo personal, partidario y colectivo; esa voluntad encendida de imprimir existencia y obras, categoría ejemplar; ese sentido místico de consagración a una causa, que llevan a los hombres a la admiración, la devoción y el sacrificio.
Segunda: De orden programático. Los elencos predominantes se
niegan a sostener, en los hechos, reformas que lesionen intereses económicos de
cierta gravitación electoral, y no puede haber realizaciones vitales de
justicia social sin afectar intereses económicos y en especial en nuestro país,
los de la tierra. Se niegan porque su mentalidad política no concibe la perdida
posible de apoyo eleccionario, dentro del partido, y para sus personas, de
sectores pudientes que viven en un clima anacrónico. Defienden con ahínco las
reivindicaciones de los obreros ferroviarios; pero ni por asomo se atreverían a
sostener un justiciero régimen de vida paralelo para los obreros de las
estancias, casi sin excepción explotados miserablemente, porque los estancieros
votan y mueren muchos votos.
De donde las fallas políticas y psicológicas del sistema de
acción caudillesca, que yo denomino del servicio personal, alejan al partido de
su función insigne, lo uncen a intereses subalternos, frustran la evolución
nacional y colaboran, en grado principal, y muy a pesar de sí mismas, en la
subsistencia de los gobiernos fraudulentos.
El problema central del partido es, pues, ante todo,
problema de reajuste de la maquina partidaria, de su adecuación a las
circunstancias y exigencias presentes, de un nuevo espíritu y de nuevos métodos
de lucha, de ideas y de valerosa lealtad a esas ideas.
La experiencia
extranjera.
Dije hace unos instantes, que el sufragio libre, solo, no es
la concepción dominante de la época. El hombre contemporáneo - tal es la
dolorosa realidad- ha devaluado los aspectos políticos de la democracia.
Resigna su libertad de sufragio y todas las libertades civiles y políticas, con
tal de suprimir la angustia que dimana de la inseguridad de su futuro.
Esta es la lección del fascismo. El joven que encuentra
ocupados los lugares de la vida; el hombre que ignora si al día siguiente
llevara un trozo de pan a su hogar, ni que será de él y de los suyos al
sobrevenir la desocupación, enfermedad o muerte; el hombre que se siente ante
el duro existir de una sociedad sin piedad, que rodea con pulso trémulo el
temblequeante pedacito de carne humana que es carne de su carne y se estremece
al pensar que será de él si falta su brazo para acorazarlo de las inclemencias
de la vida; ese joven y ese hombre entregaron sus libertades a los regímenes
totalitarios a cambio de la eliminación de esas incertidumbres.
Recojamos y adoptemos
la enseñanza europea.
El presidente Roosevelt probó como puede eliminarse la
inseguridad humana en el régimen democrático. El «New Deal» reorganizó la vida
nacional, cuidó la niñez, abrió perspectivas a la juventud, dió trabajo y
seguridad a los hogares ante los eventos del porvenir, devolvió la confianza en
sus ideales a un gran pueblo y Alejó, como dice la Declaración del Atlántico, «el
miedo a la vida». Pero el «New Deal» tuvo que vencer a inmensos, poderosísimos
intereses, y contó con una férrea oposición aún dentro de la máquina política
del propio partido demócrata, que padecía de muchos de los vicios del nuestro y
estaba muy influenciado por el capital financiero. Con el apoyo de la opinión
pública y la colaboración de la Organización de la juventud del partido
Democrático, promovida y estimulada por el Presidente Roosevelt, los
«new-dealers» fueron venciendo en las elecciones primarias a los viejos
dirigentes sordos a los reclamos de los tiempos. Y, en ocasiones, cuando
triunfaron en su partido candidatos contrarios al New Deal, el presidente
Roosevelt se dirigió públicamente, en cartas abiertas, incitando a los
electores demócratas a votar por candidatos del partido adversario,
sostenedores de las reformas sociales. Por sobre el espíritu de facción primaba
en el gran lider su solidaridad con el destino nacional. Con esa valentía
impuso Roosevelt el New Deal. Con igual valentía cuidó el orden moral. Frente a
los candidatos municipales del Comité Central de su partido, en Nueva York, la
ciudad más grande del mundo, con presupuesto superior al nuestro nacional,
apoyó decididamente a un candidato opositor, a Fiorello, por repugnancia a los
métodos corruptores de Tammany Hall.
Así se salvó Estados Unidos de un cataclismo. Así se salvó,
para la esperanza del mundo, la gran democracia del Norte. Sepamos, también,
recoger su enseñanza.
La lucha por el
sufragio auténtico.
Defendamos, sí, el sufragio, instrumento insustituible de la
democracia, arma de una permanente e incruenta evolución. No se le defiende con
solo garantir la emisión del voto. En ese momento se opta entre una lista y
otra. Protéjasele antes y después, en el seno de las agrupaciones que canalizan
las corrientes cívicas. Que en ellas, sea el pueblo y no pequeños círculos,
quien elija a los gobernantes y fije los rumbos primordiales. Frente a cada
cuestión decisiva haya un pronunciamiento de la ciudadanía, garantido por la
ley en el comicio general y en el seno de los partidos, cuyo funcionamiento
debe condicionarse a las exigencias del régimen. Pero este pronunciamiento debe
ser honrado, inspirado en razones de orden público. Digamos a quienes ejercen
sus derechos cívicos conducidos por motivos personales, con prescindencias de
los dictados de su conciencia, que miren solo el interés colectivo; que de no
ser un traidor a la función de la ciudadanía. Y quien procura adquirir
sufragios de tal modo, un enemigo de la democracia.
Que la armazón administrativa no corrompa a los ciudadanos.
Apartémosla del juego de partidos. Provéanse los cargos por concurso,
suprimiendo el favoritismo que degrada y envilece, conforme a las normas de
justicia y equidad, sin las cuales el sentimiento republicano es una ficción.
Sean los empleados del Estado servidores del pueblo, amparados por un estatuto
legal que señale los procedimientos de provisión de puestos, ascensos y
estabilidad y no los sirvientes incondicionales de caudillos que los condenan
al hambre si no acatan sus órdenes. Y propiciemos la implantación de ese
estatuto desde ahora mismo, con lo que depuraremos nuestras filas de exitistas,
daremos prenda al pueblo de la sinceridad de nuestros propósitos y se
desmoronará el aparato del fraude, que no hallará empleados que lo sirvan -
pese a su íntima reprobación- por falta de independencia.
Los verdaderos
horizontes del partido.
Los hombres de la juventud radical queremos una política de
ideales, clara y definida, como fue la política argentina en las grandes épocas
de nuestra historia. Ansiamos que nuestro partido luche por la democracia,
considerada no cual mero régimen electoral, sino como ideal de vida; que se
convierta en instrumento de liberación espiritual, forjando conciencias libres;
que no eluda ninguno de los problemas del trabajo, la cultura y el bienestar y
consagre su preocupación a la formación y futuro de la juventud; que batalle
por una Argentina justiciera, libre y humanista, sin hijos y entenados, en la
que cada ser humano encuentre amplias e iguales posibilidades de
desenvolvimiento de su personalidad, y en la que el hombre, en su unidad, el
argentino y el extranjero incorporado a nuestra tierra, sea el centro de donde
irradien los impulsos y la finalidad vital y última de las actividades
nacionales.
Los hombres de la juventud radical juzgamos que las
libertades civiles y políticas deben integrar el clima de dignidad humana con
una efectiva democracia económica, y ansiamos que el partido imponga un orden
de justicia que garantice el derecho igual de todos a la libertad, el derecho
de todos al trabajo, a la cultura, a un standard de vida correcto, a la alegría
de vivir, a un hogar confortable. Proclamamos objetivo eminente del Estado el
cuidado de las nuevas generaciones, su desarrollo y educación, que muestre
idénticas perspectivas de pleno desenvolvimiento físico, cultural y moral a los
hijos de todos los argentinos, en comunidad de condiciones e igualdad de
oportunidades.
Proclamamos que esta etapa de la historia debe concluir aquí,
como en el resto del mundo, con la abolición de la angustia humana, de la
inseguridad del hombre ante su porvenir, ante los riesgos de la desocupación,
de la enfermedad y de la vejez y ante la incertidumbre de la existencia de sus
descendientes.
Para llegar a este estado de justicia social estamos
dispuestos a luchar contra todas las situaciones de privilegio y contra todas
las injusticias que oprimen la vida argentina.
Nuestra tarea.
Arde en nosotros la voluntad de reconstruir al país.
Ansiamos en reforma política y una valiente, justiciera y abnegada reforma
social, fundamentada necesariamente en la reestructuración de su economía sobre
bases renovadas. Y solo podremos iniciar esta trayectoria, con una honda
reforma moral de la vida pública y de las finalidades individuales. Frente a la
moral del éxito, del goce y del poder, representada en nuestra sociedad por la
conquista del dinero y de las posiciones políticas y sociales, perecida con el
fracasado mundo de ante-guerra, alcemos el tono moral de una generación que
sintoniza los reclamos profundos de la hora y quiere ennoblecer sus días
consagrándolos al servicio de un ideal nacional, confundido en un ideal de
superación y dignificación de la condición humana.
Hace pocos días Harold Laski escribía: «No libramos esta
guerra para retornar a la Gran Bretaña de 1939, a la Europa de 1939 o
al mundo de 1939. Los conceptos con arreglo a los cuales estaba organizada la
civilización de preguerra, pertenecen ya a la historia antigua. Lo han
comprendido instintivamente así los pueblos de todo el mundo».
No luchemos nosotros por la Argentina de 1939 y menos por la
de 1930. Que lo sepan. No nos conforma el país que nuestros ojos divisan. Ni el
que ambicionan nuestros hermanos mayores y satisface a los actuales directores
de la política, la economía y la cultura. La humanidad entra en un Mundo Nuevo.
Trabajemos para una Argentina Nueva en la cual tenga su lugar bajo el sol, la
felicidad de todos los hombres que deseen compartir nuestro techo y nuestro
pan. Una Nueva Argentina en un Mundo Mejor. Desde aquí, seguimos, con el
corazón anhelante los avances y retrocesos de este mundo nuevo que rubrican con
sus vidas los hombres jóvenes de la libre Gran Bretaña, la heroica Unión
Soviética, de los potentes Estados Unidos y de la Legendaria China. En esta
guerra horizontal que se libra en todos los ámbitos de la Tierra por la futura
liberación del hombre, queremos, debemos tener participación. Será una lucha
amarga, una lucha por años, una lucha para una generación, una lucha que se
librara a pesar de los pequeños intereses de los pequeños hombres refugiados en
las trastiendas de los comités. Los hombres jóvenes que la asuman sufrirán
muchos trabajos, pero cuando cierren los párpados en el sueño eterno, una
sonrisa florecerá en sus labios.
Fuente: "Discurso inaugural del V Congreso de la Juventud Radical de la Provincia de Buenos Aires", pronunciado por Moises Lebensohn en Chivilcoy el 24 de mayo de 1940
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