De la oscuridad del 19 de diciembre, hasta la Residencia Presidencial de Olivos habían llegado ruidos. La protesta sobre la avenida Maipú, la calle Villate, la calle Malaver, crecía al calor de cánticos. Las palabras resultaban confusas, mezcladas con sonidos de cacerolas chocando contra lo que fuera, pero el espíritu que la animaba era inconfundible. El aire transmitía la hostilidad.
El presidente Fernando de la Rua había regresado a la Residencia al crepúsculo, en medio del torbellino que desató su anuncio de que regía el estado de sitio. “Los problemas hay que afrontarlos y eso estamos haciendo”, había dicho en cadena nacional. En minutos miles salieron a la calle, mientras él se cobijaba en la seguridad de Olivos. De la Rua y algunos miembros del Gabinete cenaron el chalet; poco antes de medianoche, el presidente subió a su habitación.
A la 1.30 de la mañana, cerca del muro colorado que protege la Quinta de miradas indiscretas, había sombras.
En las oficinas de Jefatura, a unos 200 metros del chalet donde dormía el matrimonio presidencial, habían quedado rezagados el ministro Hernán Lombardi y su equipo; otros pesos fuertes del Gabinete estaban lejos, en la ciudad, en el Hotel Elevage, agotando negociaciones con gobernadores peronistas. Entonces el ministro vio venir al militar que estaba a cargo de la seguridad de Olivos.
-Ministro, tenemos que evacuar al presidente.
Lombardi no entendió.
-Esa no es mi área, soy ministro de Cultura, Turismo y Deportes -replicó.
-Pero usted es el único ministro acá presente.
-¿Cómo va a evacuar al presidente? ¿A dónde lo llevaría?
-A Campo de Mayo -explicó el militar, en referencia a la casa, ubicada en ese destacamento, que habían usado algunos presidentes de la última dictadura.
-Bajo ningún punto de vista. Es el presidente constitucional de los argentinos.
El militar pidió al ministro que lo acompañara hasta el Comando de Operaciones de Seguridad (COS). Allí, en la construcción que en tiempos de López Rega el padre del propio Lombardi había levantado para que fuese cripta de Perón y Eva, se desplegaban decenas de pantallas. Cada una de las cámaras ubicadas en el muro de la Quinta transmitía allí lo que registraba, y lo que mostraban era grave: los policías bonaerenses encargados de la seguridad del perímetro abandonaban sus puestos. Uno por uno, como llevados por una mano invisible, se retiraban.
-Nos quitaron la custodia -dijo el militar. Señaló otra pantalla-. ¿Ve esa sombra? Fijesé.
Donde se iba un policía, aparecía un hombre sin uniforme. Trepaba el paredón sin demasiado esfuerzo; se sentaba a horcajadas sobre el muro: una pierna dentro y otra fuera de la Residencia Presidencial. Como en un dominó, la escena se repetía en cada puesto de guardia. La Quinta estaba siendo rodeada. En el COS, el cálculo más conservador aseguró que los inminentes intrusos eran unos tres mil, pero alguien sugirió el doble. La previsión era que estaban esperando una orden para saltar muro adentro y aterrizar sobre el césped.
El Ministro habia comprendido.
-Qué hacemos? -preguntó.
-Si usted me da la orden, aunque acá vayan mi honor militar, mi carrera y mi vida, al presidente nadie le va a tocar un pelo -respondió el uniformado.
El precio podia ser caro, porque quienes seguían sus ordenes no usaban balas de salva, sino municiones de plomo. Un funcionario civil que no fuera el presidente no podia tomar semejante decision.
Eran las 2 de la madrugada. En el patio de honor del chalet, entre la galería de columnas y el espejo de agua, los militares habían apostado tres ametralladoras pesadas; tras cada una había un soldado dispuesto a disparar.
El muro era diferente, pero mientras las siluetas siguieran allí, el peligro persistía.
Alguien tuvo un plan B: aparecieron megáfonos. Soldados y funcionarios civiles se los distribuyeron, armaron pequeños grupos. La noche iba a ser larga. Salieron al parque armados solo con eso. Se desparramaron a lo largo de las 32 hectáreas, sin dejar nunca de caminar, mientras advertían:
-¡Señores, sus vidas corren peligro!
En las zonas iluminadas, se alcanzaba prácticamente a reconocer los rasgos de los rostros; en las zonas en sombras, se percibían con claridad las piernas colgando del muro. Funcionarios y militares no iban pegados al paredón, pero sí lo suficientemente cerca como para notarlo. Seguían caminando, esgrimían los megáfonos y anunciaban:
-Hay estado de sitio.
-¡Protesten en otro lado!
Los intrusos no se movían.
Podían entrar en la Quinta en cualquier momento, por cualquier resquicio de sus más de 2500 metros de extensión.
A las 5 de la mañana empezó a clarear. Un poco antes cantaban los pájaros más madrugadores, entremezclados con las voces cansinas que, mediante los megáfonos, seguían alertando a las sombras que no podían estar allí, que si bajaban serían repelidos, que debían retirarse. Sucedió de repente: una tras otra las siluetas desaparecieron. Posiblemente no hayan sido las voces de alarma lo que las había convencido, porque se retiraron tan sorpresiva y coordinadamente como habían llegado.
Soldados y funcionarios civiles miraban sin poder creerlo. Amanecía.
El ministro se abrazó con el jefe militar. Mientras alguien reunía los megáfonos para guardarlos, Lombardi y el jefe de seguridad caminaron hasta el chalet. Las ametralladoras pesadas seguían allí. “Para el presidente, cuando baje, no va a ser amable ver esto prácticamente en su living”, observó el ministro. “Quedesé tranquilo”, dijo el militar. Poco después, los soldados y esas armas habían desaparecido. De la Rua nunca los vio.
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