Atahualpa Yupanqui nunca ha sido demasiado preciso en el
plano autobiográfico: prefiere que se mezclen años, gente, lugares, y todo lo
cuenta con una pincelada borrosa que da dimensión de leyenda a sus andares:
«Cuando murió mi
padre, que era ferroviario, tuve que empezar a ayudar a mi casa. Corregía
pruebas de un diario: me acuerdo que un día de invierno, lluvioso y triste,
tuve que subir a la pizarra para anunciar la muerte de Rodolfo Valentino.
Trabajaba también en
una escribanía. Y me divertía con un lindo grupo de muchachos amigos... Uno
sobre todo: Moisés Lebensohn, compañero de escuela y uno de los hombres más
talentosos y buenos que he conocido... Empecé a tocar en algunos clubs. Me
acuerdo un club de fútbol donde jugaba un muchacho que se llamaba Bernabé
Ferreyra. Mis primeros cinco pesos los gané en una de esas sesiones... Cantaba
vidalitas, gatos, cosas anónimas, aprendidas de mi padre y de algunos amigos.
Pero sobre todo tocaba la guitarra: la «Serenata» de Schubert o
«Momento Musical». Los
interpreté centenares de veces, matizados con vidalitas y chacareras. Eran
canciones casi exóticas, apenas se las conocía por algunos provincianos que
pasaban por allí ganándose la vida. Yo las conocía por mi padre, que era de
origen santiagueño. Siendo un mocosito me encontré una vez con el famoso
escritor árabe-argentino Emin Arslan. Me escuchó y me dijo: "Su ambiente, joven,
está en París." Y yo le contesté: "Señor, mi ambiente está en
Humahuaca"...
A los dieciocho años
llegué a Buenos Aires. Aquí conocí a Arturo Capdevila, a Ricardo Rojas, a
tantos hombres importantes. A José Ramón Luna también, que en esa época
estudiaba agronomía y trabaja en "Crítica". Yo trabajaba en "La
Fronda", aunque éste era un diario conservador y yo era "yrigoyenista
perro", igual que mi padre... Yo toqué muchas veces en la peña
"Andrés Ferreyra", que fundaron algunos amigos radicales. Pero aquí
no cobraba nada... Era por solidaridad política»
(Revista Folklore,
Buenos Aires, diciembre de 1965).
La parrafada merece comentarios. Moisés Lebehnson, a quien
recuerda Atahualpa Yupanqui, fue un político de extraordinarias condiciones, prematuramente
fallecido en 1954; llevó adelante en el radicalismo un movimiento de renovación
partidaria que se expresaría más tarde en la presidencia de Arturo Frondizi.
Era Lebehnson oriundo de Junin, donde vivió Yupanqui varios años. En cuanto a
Bernabé Ferreyra, se trata de uno de los grandes ídolos del deporte argentino;
era el irreemplazable «goleador» de River Plate en la década del 30. El emir
Emin Arslan fue un periodista y escritor que se jactaba de su descendencia de los
califas de Bagdad: tuvo gran influencia en las letras argentinas entre 1920 y 1940,
y su cultura refinadamente europea no le impedía conocer y valorar las expresiones
populares del interior argentino. En cuanto a Ricardo Rojas y Arturo Capdevila,
escritores que tuvieron en su momento la más alta importancia, conservaron
durante toda la vida una cálida amistad con Atahualpa Yupanqui.
Cuando Ricardo Rojas, maestro de maestros, polígrafo
eminente y por sobre todas las cosas un ser humano de inusual calidad, murió en
1956, Atahualpa Yupanqui le dedicó una vidala: «Se va don Ricardo por el arenal...»
Recuerdo que una
tarde, viviendo yo en Suiza, escuché en un disco que me habían traído de mi
país, esa canción, dolida y varonil, en homenaje a un hombre a quien tanto
quise como Rojas: y recuerdo que me corrieron las lágrimas al oír la voz
apaisanada de Yupanqui evocando a este don Ricardo, que se marchaba atravesando
el arenal de la muerte...
Lo del yrigoyenismo de Atahualpa Yupanqui, expresamente
proclamado en el reportaje transcripto, merece también un comentario. Los
trabajadores del riel de la
Argentina fueron furiosamente partidarios de Hipólito
Yrigoyen, durante cuya presidencia recibieron mejoras en sus condiciones de
trabajo. Dependientes de las empresas ferroviarias inglesas, los obreros
libraron grandes luchas en esos años para conquistar mejores sueldos y
condiciones laborales más dignas. Yrigoyen los apoyó invariablemente, y en
alguna oportunidad tuvo que enfrentarse con los gerentes británicos y aún con
el embajador inglés para imponer las soluciones de su gobierno. Los
trabajadores ferroviarios, que por su especialización y salarios formaban ya
una suerte de «clase media» dentro del proletariado argentino, adhirieron al
radicalismo que lideraba Yrigoyen. No es extraño, pues, que el padre de
Atahualpa Yupanqui lo haya sido y que ese fervor fuera heredado por su hijo.
Cuenta don Atahualpa que un día advirtieron que el padre
anda serio, callado, «enculado». —No le
hablen a papá— les decía la madre por lo bajo. Ese estado de rabia
silenciosa duró varios días: era cuando el radicalismo se había dividido entre los
partidarios de Yrigoyen y los de Alvear... ¡Los buenos yrigoyenistas sentían
ese cisma como un dolor personal! Después de 1930, tras la caída de Yrigoyen,
algunos radicales formaron la «Peña Andrés Ferreyra», donde, bajo pretexto de
hacer música y charlar, se discutía furiosamente de política y se urdían
innumerables conspiraciones contra el régimen militar de Uriburu y su sucesor,
el de Justo, basado en el fraude electoral. Años después, Atahualpa Yupanqui se
sintió llamado por otros entusiasmos políticos. Pero en sus años mozos su
sensibilidad ante la miseria del pueblo pudo canalizarse a través del
radicalismo yrigoyenista.
Por otra parte, el yrigoyenismo de Atahualpa Yupanqui no
quedó en actitud: trascendió a una militancia riesgosa. A fines de 1933 estaba
en Entre Ríos cuando lo convidan a participar en una revolución contra el
régimen conservador. La dirigirían los hermanos Kennedy, unos estancieros de
origen irlandés, pero acriollados hasta el tuétano. La «patriada» estaba —se
suponía— vinculada con movimientos similares que estallarían contemporáneamente
en otras provincias.
El día señalado, cuando el reloj de la iglesia de La Paz, un
pequeño pueblo entrerriano sobre el río Paraná, marcó las doce del mediodía,
una treintena de radicales yrigoyenistas se lanzaron al asalto de la comisaría
local. Hubo algunos disparos y algún policía cayó en la refriega. Instalados
allí, los eufóricos revolucionarios esperaron las comunicaciones que iban a
certificar el triunfo del movimiento en otros puntos del país. Se hizo la una
de la tarde, las dos, las tres.
Ninguna señal llegaba... Atahualpa, al lado de uno de los
jefes de la revolución, aguardaba ansiosamente las novedades. Cuando promediaba
la tremenda siesta de ese verano llegó una comunicación a los insurrectos:
tropas gubernistas avanzaban sobre ellos...
De inmediato los Kennedy ordenaron desconcentrarse. La
revolución había fracasado.
—Vos, vení conmigo...
— dijo su jefe inmediato a Atahualpa.
Montaron a caballo, y después de un galope largo llegaron a
una isla. La «isla de las víboras». Dejaron los caballos y se metieron por
cauces secos, pantanos y malezas. Los mosquitos dejaban sin sangre a los
fugitivos.
—¡Sacate las botas!
Así no dejamos huellas...
Atahualpa se resistía:
—Me voy a lastimar
todo, con las espinas...
—¡Embromate!
Llegaron, finalmente, a un monte bajo, imposible de
localizar. Allí estuvieron varios días. «Comíamos
iguanas —relata don Atahualpa—
tratando de que el humo no nos delatara.» Al fin llegó un botero que los
llevó a la vecina República del Uruguay.
Aquí, en Uruguay, estuvo Atahualpa dos años. Tocaba la
guitarra y cantaba en bibliotecas y escuelas. Ganaba muy poco, pero se las
arreglaba para vivir.
«Siempre encontraba
otro más pobre que yo, para darme el gusto de invitarlo a comer...»
Hacia 1936 una ley de amnistía le permite regresar al país.
Vuelve a Entre Ríos y allí se emplea como periodista.
—Pero nunca pude
cobrar un peso... Menos mal que con mi guitarra me defendía, tocando en las
parrilladas de la costa.
De allí sigue su viaje interminable. Rumbea ahora hacia el
interior mediterráneo de la Argentina. Vive en Córdoba varios años, en una
pensión —calle Palestina— que llegó a ser célebre como lugar de reunión o
paradero de toda clase de personajes: estudiantes, bohemios, artistas,
activistas políticos. Allí conoce a uno de sus grandes amigos, Deodoro Roca,
personalidad fascinante, intelectual de izquierda fantástico en sus rasgos de
humor y sus genialidades. De cuando en cuando, sucede que algunos de los que lo
admiran y quieren es elevado, por obra de los azares políticos, a algún cargo
expectable en una provincia: entonces se lo invita, se le organiza un recital o
alguna tarea, y Atahualpa vive unos meses con sus honorarios. Y alguna vez
—años más tarde— buscado por la Policía por sus actividades políticas, abandona
la pensión de la calle Palestina para instalarse en la casa de un amigo,
¡frente mismo al domicilio del jefe de Policía!
Foto: Atahualpa Yupanqui por Eduardo Grossman. |
Fuente: Atahualpa Yupanqui de Félix Luna, Ediciones Jucar “Los
Juglares”, 1974.
Don Atahualpa era un monumento viviente al criollo argentino.
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