Señores:
Un rudo e inesperado golpe acaba de herir el alma de la
sociedad argentina. Uno de sus hijos más altamente conceptuados ha caído en el
momento de pisar el umbral del medio siglo, siniestro para los hombres de mi generación.
En plena madurez de espíritu, en plena conciencia de su misión, absorbido por
la labor mas noble que el destino pueda deparar a un hombre sobre la tierra,
ilustrar la inteligencia y levantar el corazón de la juventud con la enseñanza
de la historia patria.
Aristóbulo del Valle desciende a la tumba, roto el cerebro
por un esfuerzo supremo.
Era la más clara, brillante y esplendorosa inteligencia que
he conocido; su luz intelectual parecía irradiar del corazón, tan impetuosa surgía
y tan impetuosamente le guiaba. El pensamiento escrito no cuadraba a su índole
batalladora y por una necesidad imperiosa de su organismo, solo la palabra, la
palabra soberana que arrastra pueblos, derroca tronos y crea glorias, podía
traducir los movimientos amplios y generosos de su alma. Tenia, para dirigir la
marcha de los sucesos humanos calidades e inconvenientes colosales. La altura y
la pureza de su ideal político, esa sociedad soñada, en la que todos los
hombres fueran libres, todos los derechos respetados, todos lo decoros
guardados, le estremecía de impaciencia ante la lenta y pausada marcha que el
pueblo argentino, como todos los organismos que se consolidan, prosigue hacia
su perfeccionamiento.
Vivía en el anhelo irritante, intolerable, de la justicia
absoluta; nada le arredraba y jamás el escepticismo obscureció sus ideas ni
desalentó su empuje.
Por acelerar de un día ese reinado casi evangélico del
derecho, que le perseguía como una visión, hubiera dado su vida y hasta el amor
de su pueblo, que adivinaba en los rostros tendidos hacia él, cuando irguiendo
su figura irradiante de simpatía, buscaba en los tonos mas dulces de sus voz
maravillosa, los acentos mas nobles para dar a sus ideas el irresistible
dominio que subyuga las inteligencias.
Otros juzgaran fríamente su actuación política; yo solo
puedo decir que uno de lo mas grandes honores de mi vida ha sido la amistad
constante de ese hombre. En este constante batallar de nuestra acción publica,
alguna vez el ha surgido en el momento de mi caída. Perseguíamos el mismo ideal
por distinto camino, pero por diverso que fuera nuestro criterio, la sinceridad
de los propósitos de del Valle, la enérgica valentía de su acción, el supremo
desprendimiento personal de todos sus actos, me impusieron siempre un respeto
profundo. Tenía una intransigencia orgánica contra el abuso y comprendía de tal
manera la altísima misión de regir los destinos de la patria que a veces confundía
y execraba con igual violencia bajezas y miserias imperdonables, con
tolerancias tal vez indispensables.
¿Qué movimiento del espíritu humano no se reflejo en su
vasta y luminosa inteligencia? Era un maestro de la ciencia del derecho público,
y el último año de su vida dejara el recuerdo de la más brillante enseñanza que
se haya dado en nuestras facultades. Poned a del Valle en la Sorbona o el
colegio de Francia en el momento sombrío en que el derecho de reunión, buscaba
un interprete de sus angustias y sus esperanzas, y su nombre habría vivido
glorioso en el mundo civilizado. Si la impetuosidad de su acción en el poder
sobrecogió un instante al pueblo, quedó en el corazón de la masa un vago
sentimiento de confianza. Se le sabía en su casa ocupando su actividad en otro
rumbo del espíritu; pero allí estaba y nada conforta tanto como saber, si el
momento supremo llega, donde hay un hombre.
Ahora llamaremos en vano a las puertas de aquella casa tal
vez única en nuestro mundo americano, donde se respiraba la atmosfera serenadota
del arte y la cultura intelectual. Ya no oiremos aquella voz flexible y
armoniosa que reflejaba con la expresión de fuerza y lealtad de aquella cara,
una bondad orgánica sin límites.
Nació pobre y sin alcurnia; con su esfuerzo cultivo su espíritu
hasta darle, en materia de arte, el refinamiento exquisito que, en medios mas
propicios, solo alcanzan los privilegiados, Fue una gloria del parlamento
argentino; sirvió a su patria con su brazo, con su cabeza, con su alma entera,
y en los campos de batalla, en las luchas políticas, en la labor intelectual,
usó siempre honestamente de las facultades extraordinarias con que la
naturaleza le había dotado.
El reposa ya de las fatigas de esta nuestra ruda oída, pero
el corazón del pueblo sangra al ver doblegarse, una a una, las frentes
luminosas que eran su honor y su orgullo.
Hace treinta anos, salía de nuestra universidad un grupo de
hombres que la Providencia parecía depararnos para formar una sociedad
civilizada sobre la pampa libre que nos legaron nuestros padres, cuya memoria
sea bendecida.
Si fuerte era la tarea, buenas armas tenían en su
inteligencia y en su carácter. Sobre ese grupo ha pesado gran parte de la carga
común; los que sobreviven, tienen el derecho de pedir se reconozca que, tanto
los que partieron como ellos mismos, han cumplido como buenos sus deberes para
con la patria. Hoy esta dislocado, disuelto casi, porque los que partieron se llamaban
Delfín Gallo, Pedro Goyena, José Manuel Estrada, Ignacio Pirovano, Lucio V. López,
Aristóbulo del Valle!
¡Confianza! y lanzo esta palabra, porque si el de del Valle
me escucha, se ha de estremecer de contento. ¡Confianza! Atrás de nosotros
viene una nueva y vigorosa fuerza, una juventud que ha visto días sombríos, oídos
altas lecciones y contemplado grandes ejemplos. El momento de su acción se
acerca.
Tú, reposa en paz, amigo querido; aquí, sobre esta tumba que
el cariño y el respeto del pueblo rodeará, recibe con mi adiós supremo, toda mi
gratitud por tu afecto fraternal y por el consuelo que, en mis grandes dolores,
halló mi corazón en el tuyo.
Miguel Cané
Fuente: Discurso pronunciado en la inhumación de los restos
de Aristóbulo del Valle el 30 de enero de 1896. Discursos Selectos de Aristóbulo
del Valle, Editorial Jackson.
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