El 12 de octubre de 1916 los habitantes de la ciudad de
Buenos presenciaron un espectáculo que nunca habían contemplado: una multitud
inmensa de pueblo, delirante de entusiasmo, desengancha al frente al Congreso
los caballos de la carroza presidencial y arrastra hasta la Casa de Gobierno el
coche en que iba, de pie, el nuevo presidente de la Republica don Hipo1ito
Yrigoyen, que acababa de asumir el mando y prestar juramento ante la asamblea
legislativa.
Recorrió el largo trayecto entre la muchedumbre apretujada
que colmaba las plazas del Congreso y de Mayo y la avenida que las une, y ovacionaba
frenéticamente al nuevo mandatario. Yrigoyen saludaba al pueblo gravemente,
impasible ante esa explosión de idolatría persona. Este hombre frío, taciturno,
no mantenía contacto personal con las masas, jamás las arengaba, carecía por
completo de dotes oratorias o tribunicias, muy pocas veces se presentaba al
publico no preparaba, como lo realizan los demagogos, las manifestaciones
populares haciendo conducir a las gentes ordenadas en secciones y aleccionadas
hasta en el modo de vitorear; sus agentes no le había organizado todavía una
claque. Y a pesar de todo ello, la muchedumbre enardecida, estallaba en arrebatadas
aclamaciones a este presunto redentor a quien muy pocos veían y oían.
Habíase formado en derredor de ese personaje singular una
leyenda de misterio, mezcla de mesianismo y de taumaturgia que alimentaba con
sus actitudes extrañas y modalidades peculiares, con las formas recatadas y
originales de su vida, con sus postulados de profeta y con sus escritos,
difusos, hinchados, de difícil interpretación y de tan marraconico lenguaje
como intrincado sentido.
Percibíase, sin embargo en ellos la intención que los animaba, la de aparecer amando con sensiblería y misericordia a los pobres, demostrando acendrada pureza en los ideales políticos que sostenía, desinterés absoluto por las posiciones publicas y las riquezas, y como iluminado por el destino, que lo había ungido para regenerar y elevar al pueblo desplazado y subyugado por una oligarquía “falaz y descreída”, como él la calificaba.
Percibíase, sin embargo en ellos la intención que los animaba, la de aparecer amando con sensiblería y misericordia a los pobres, demostrando acendrada pureza en los ideales políticos que sostenía, desinterés absoluto por las posiciones publicas y las riquezas, y como iluminado por el destino, que lo había ungido para regenerar y elevar al pueblo desplazado y subyugado por una oligarquía “falaz y descreída”, como él la calificaba.
En los momentos en que Hipólito Yrigoyen conquistaba el
mando de la Argentina, el cuadro político presentaba características que
explican el triunfo de aquel. Además de los restos del Régimen conservador en declinación,
y del sector de la opinión independiente disgregada, que vacilaba sin atinar el
rumbo a seguir, surgía potencialmente una gran corriente ciudadana que antes de
la reforma electoral de Sáenz Peña estaba excluida por completo de toda participación
en la vida cívica y repudiaba al viejo régimen. Esa corriente estaba formada en
la Capital por la pequeña burguesía, por una multitud de modestos empleados de
comercio y de la administración, por casi todo el magisterio, por innumerables
cantidad de personas dedicadas a profesiones liberales, por millares de jóvenes
egresados de las universidades, y por la gran masa de hijos de los inmigrantes
que vinieron treinta o cuarenta años atrás, que lograron aquí bienestar económico
y cuyos descendientes, deseosos de actuar en política, sentíase ahogados por el
predominio de los antiguos círculos detentadores del poder.
Todo ellos vieron en el radicalismo, partido que resurgía después de una década de abstención revolucionaria y de sediciones fracasadas, la solución que satisfacía sus anhelos cívicos. En las provincias, la mayor parte de la pequeña burguesía tomó, también, ese camino, lo mismo que el humilde pueblo criollo que, dominado por los jueces de paz y los comisarios, era llevado forzadamente a las votaciones, como lo cantara Martín Fierro medio siglo antes. En la ciudad de Buenos Aires la muchedumbre extranjera de obreros nacionalizados, inquietos y combatientes en su lucha de clase, bajo el signo marxista, y muchos jóvenes de espíritu revolucionario, sostenían a los socialistas.
Todo ellos vieron en el radicalismo, partido que resurgía después de una década de abstención revolucionaria y de sediciones fracasadas, la solución que satisfacía sus anhelos cívicos. En las provincias, la mayor parte de la pequeña burguesía tomó, también, ese camino, lo mismo que el humilde pueblo criollo que, dominado por los jueces de paz y los comisarios, era llevado forzadamente a las votaciones, como lo cantara Martín Fierro medio siglo antes. En la ciudad de Buenos Aires la muchedumbre extranjera de obreros nacionalizados, inquietos y combatientes en su lucha de clase, bajo el signo marxista, y muchos jóvenes de espíritu revolucionario, sostenían a los socialistas.
Se explica, pues, que la caudalosa corriente ciudadana, que
se iniciaba en la política con la ley Sáenz Peña, se adhiriese con entusiasmo a
Hipólito Yrigoyen, en quien encontró a su intérprete y su caudillo.
Yrigoyen al asumir el Gobierno, no representaba al viejo
radicalismo romántico de Alem, que vivía con las armas en la mano, en constante
protesta iracunda contra lo que llamaba “los oficialismos”, dispuesto a
sacrificar la vida de sus adeptos en aras de sus vagos ideales de honestidad
administrativa y cumplimiento fiel de la Constitución, no encarnaba tampoco la
ciega exaltación de los que fueron sus antiguos correligionarios en esos “tiempos
heroicos”. Exaltación que hizo decir a Pellegrini que “el radicalismo no era un
partido, sino un temperamento”. No; él significaba el hombre calculador astuto que, no obstante su pregonado desinterés
y sus reiterados renunciamientos verbales a lo que llamaba “las efectividades
conducentes”, o sea al aprovechamiento positivo de los cargos y de las
situaciones, fue enérgicamente al sillón gubernativo para dominar en el mando,
disponer en absoluto de todos los órganos políticos y dar participación en
ellos a las masas de la clase media que lo acompañaban con las mas vehemente de
las adhesiones, desplazando de toda acción en la vida del Estado a los
policastros del “régimen”, a la aristocracia formada por los restos del
patriciado, y al sector social exponente de alta cultura que ejercía positiva
influencia en las esferas publicas.
Realizaba así, no una revolución, puesto que no traía consigo ningún contenido ideológico que transformase instituciones políticas o sociales, sino el simple desplazamiento de una clase predominantes para reemplazarla por otra. Pero ese Gobierno de Yrigoyen fue, en nuestra historia, muy representativo, realmente representativo, no porque significara el de una mayoría electoral, sino porque entregó la suerte del Estado y de sus resortes políticos al dominio de un vasto estrato de la sociedad argentina que hasta ese momento jamás había gravitado ni ascendido al poder, y que constituía una de las capas básicas en que se asentaba la nueva Argentina de la inmigración.
Realizaba así, no una revolución, puesto que no traía consigo ningún contenido ideológico que transformase instituciones políticas o sociales, sino el simple desplazamiento de una clase predominantes para reemplazarla por otra. Pero ese Gobierno de Yrigoyen fue, en nuestra historia, muy representativo, realmente representativo, no porque significara el de una mayoría electoral, sino porque entregó la suerte del Estado y de sus resortes políticos al dominio de un vasto estrato de la sociedad argentina que hasta ese momento jamás había gravitado ni ascendido al poder, y que constituía una de las capas básicas en que se asentaba la nueva Argentina de la inmigración.
El historiador debe considerar que fue necesaria, en su
momento, esa importante evolución, resultado de la reforma electoral hecha por
el Presidente Roque Sáenz Peña, quien con honda mirada de estadista vio que en
los renovados cimientos de nuestro país estaba comprimida una enorme represa ciudadanía
a la que era indispensable darle salida en la vida cívica para que no rompiera
con violencia y rebeliones el dique que la sofocaba. Cumpliose así, una vez
mas, el hecho providencial y oportuno que en las horas criticas ha dado la línea
histórica argentina –merced al esfuerzo propio de su pueblo cuando halló a su
caudillo autentico- el orden necesario para que su desarrollo no fuese
perturbado, como seguramente lo hubiera sido con gobernantes impopulares, por
la terrible conflagración mundial que trajo consigo los grandes sacudimientos
que agitaron a las naciones.
Fuente: "La historia que he vivido" de Carlos Ibarguren, 1955.
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