Eso éramos. Nuestro Coran era El pensamiento escrito de
Yrigoyen, de Gabriel del Mazo, y Amadeo Sabattini era nuestro profeta. Nos
fascinaba la limpia trayectoria de don Hipólito, su intransigencia y su
misterio.
El 3 de julio fuimos, apenas abrieron la Recoleta, a
rendirle homenaje, como si fuera un padre muerto hace unos días; después nos
enteramos que los forjistas de Jauretche los muchachos del Comité Nacional se
habían trompeado al lado mismo del mausoleo.
Solíamos andar por la Casa Radical como perdidos, entre
bolches y unionistas, que nos miraban con lastima o con bronca. Instintivamente
sabíamos que en la lucha contra la dictadura caminábamos en malas compañías. Y
entonces nos íbamos al «Pepe Arias» o al «Mare Nostrum» a hablar mal de los
figurones y a lamentar que Pueyrredón se estuviera muriendo. A veces nos
dejábamos arrastrar por las manifestaciones.
Tomábamos una manifestación que nos dejaba en Florida y
Corrientes y después nos embarcábamos en otra para descender en la Facultad...
Volvíamos roncos y felices de habernos desahogado. Pero (muy
en el fondo) algo nos decía que las chicas que habían ido del brazo con
nosotros por un cuarto de hora, desatadas y audaces, los caballeros de rostros
enrojecidos por el placer de putear a Perón, los niños bien que habíamos
descubierto entre la multitud, no eran precisamente el pueblo que buscábamos.
Faltaban curdas; sobraban voces que sabían cantar La Marsellesa demasiado
correctamente.
Fuente: El cuarenta y cinco "Crónica de un año decisivo", Editorial Sudamericana.
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