Al filo de los 86 años, internado en un geriátrico y fuera
ya de la vida política, falleció esta semana Luis Agustín León, correntino
achaqueñado, radical de cepa, carne y hueso, hombre bueno y político decente
como ya –casi– no quedan.
Fue mi amigo y más que eso: un prócer para mi pequeña
familia, compuesta por casi todos radicales que en los ’50 y ’60 recorrían los
comités del Chaco, por caminos de tierra, bosques y aguadas, haciendo una
docencia política formidable porque se basaba en ideales, discursos y
postulados éticos, y no en dádivas clientelistas.
Seductor, tanguero, simpático, caballeroso en el cuidado de
las formas y en su vestimenta, el Bicho fue, para mí, modelo de varón y de
político. De traje o con su atuendo favorito –saco azul de tres botones,
pantalón gris, camisa blanca o celeste y corbata al tono– era una especie de
dandy, un raro cajetilla populista con entrada segura en el pobrerío
provincial. Jugador de loba y de póker hasta el amanecer (o hasta que lo
desplumaran) timbeaba por gusto y no por vicio, y jamás se le arrugó ni la
corbata. “Que nunca se te afloje el nudo”, era uno de sus consejos, guiñando el
ojo.
Le encantaban los apotegmas. “Sólo mostrar la blanca espuma”, me decía sonriente. “Bueno que no te vean lo negro del culo,
pero mejor tener el culo limpio”, y encendía un puro barato, un Avanti,
porque solía tener más deudas que fortuna. Claro que lo fumaba como un
aristócrata, como Hemingway o Fidel Castro, con quien más de una vez compartió
tabacos.
Yo era pibe cuando lo acompañaba a “hacer campaña”, como se decía, porque mi cepa también fue radical.
Mi viejo, socialista, miraba de soslayo aunque al final siempre votaba a “Don Ricardo”, como llamábamos
familiarmente a Balbín, ese prócer de voz ronca y tabacal que venía a comer a
casa como un tío querido, traído siempre por el Bicho. Mi vieja, conservadora,
hacía silencio y quién sabe qué votaría. Pero mi hermana y mi cuñado, de
nombres Beby y Buby, eran capaces de seguir al Bicho hasta la muerte. Y
confieso que yo también, aunque nunca milité a su lado.
En el ’69, después del Cordobazo que me tocó bajo bandera,
fue el Bicho quien me llevó a Buenos Aires. Yo era un joven izquierdista que se
peronizaba velozmente, como les sucedió a miles de mi generación. El Bicho
estaba en baja porque Onganía era el dueño de las urnas, y yo estuve a su lado
varios años haciéndole de secretario, chofer, cómplice y confidente, mientras
estudiaba Derecho y me iniciaba como periodista y él era socio de un
restaurante de segunda sobre la avenida Callao. Allí hacía política como podía,
yo lo acompañaba en sus gestiones bancarias (siempre estaba en descubierto) y
todos los días comíamos junto a la magra caja, donde más de una vez hice de
adicionista. El lo que hacía era mirar con nostalgia hacia el Congreso. “Un día de éstos volvemos”, prometía,
encantador. Y se cruzaba a la Confitería del Molino para rosquear con
correligionarios, o –si andaba en la buena– nos íbamos a la otra cuadra a comer
pucheros en El Tropezón, donde siempre había ex legisladores de todo pelaje.
Por lo menos una vez al mes, viajábamos a Resistencia en
coche. Le gustaba mi estilo de manejo: “Con
vos duermo tranquilo”, decía, en un tiempo en que viajar de noche por la
ruta 11 no era lo que es hoy. Trece o catorce horas en un Peugeot 404, alguna
vez un Falcon, o un Valiant, “siempre
cambiando de monta”, decía. “Pero
siempre de segunda mano”, bromeaba yo. “¿Y
qué querés? Ya se van a ir a la mierda los milicos, Barbija”, me decía
sonriente, porque yo lo llamaba Bigotillo. “Las
naciones soportan tiranías, pero ninguna tiranía es eterna.”
En 1974, cuando la vida argentina empezó a calentarse,
estuve preso unos días tras un allanamiento a la sede central de la JTP
(Juventud Trabajadora Peronista) en San Juan al 900. Una reunión sindical
“cantada”, todos contra la pared y apareció un impresionante arsenal: decenas
de armas de todos los calibres, nunca supe si “de la casa”, digamos, o “plantada”
por las “fuerzas del orden”.
Seguramente las dos cosas. Una veintena caímos en los sótanos de Coordinación
Federal, en Moreno al 1500, en cuyos separos de 2 por 1 todo era oscuridad y
miedo.
Yo no lo sabía, pero quien más se movió por mi pequeña
suerte fue el entonces senador nacional Luis León. Seguro pidió por todos y
todas, pues éramos jóvenes veinteañeros y él sabía lo que era eso porque cuando
estudiaba Bioquímica en los ’40 y ’50 también había sido detenido. Pero por mí
se movió como por un hijo.
Cuando salí fui a verlo al Senado. Me abrazó con una emoción
que nunca le había visto. Después me miró a los ojos, duro, y me disparó:
–Bueno, pendejo, ya
conociste las mazmorras justicialistas.
–No seas gorila,
Bicho –le dije yo.
–Gorila nunca. Pero
admití que los peronistas siempre saben irse a la mierda. Tienen talento para
eso.
Y enseguida bromeó: “Necesito
un buen asistente, si querés”.
No quise o no hizo falta, no importa. Y ya no nos vimos
hasta que años después, dictadura videlo-masserista mediante, nos reencontramos
en México en el ’78 o ’79.
Llegó por el Parlamento Latinoamericano, organismo del cual
fue fundador y que en tiempos de dictaduras era su refugio político. Me molestó
cuando me advirtió que no quería reunirse con “la gente del exilio”. “Los
perucas se perdieron una oportunidad histórica. Sus quilombos internos siempre
joden a toda la República”, se despachó de entrada. “Pero vamos a marchar juntos toda la vida –dijo al toque–, porque somos como hermanos: nos peleamos
pero nos necesitamos, y en el fondo nos queremos.”
Ya en el desexilio, nos veíamos esporádicamente. Cada vez
que venía a Resistencia, sus camaradas de la Lista Rosa (su línea interna
dentro del radicalismo, predecesora del MAY, Movimiento de Acción Yrigoyenista)
prácticamente copaban su casa familiar de Corrientes 89, donde todavía ha de
estar la chapa que reza “Dr. Luis A.
León. Bioquímico”.
A finales de los ’90 solía verlo en el restaurante del Club
Social. Hasta que se cerró, hace unos años, el mejor sitio para conversar
tranquilamente con él. Mi hermana lo adoraba y esos encuentros no eran
políticos sino familiares, aunque él siempre estaba enhebrando costuras del
Partido, como se llamó siempre en mi casa a la UCR. “El Partido y con mayúsculas, carajo”, decía él, que había puesto a
mi hermana en el Comité de Conducta. Quizás “al
cuete”, rezongó ella antes de morirse, enojada por las roñas partidarias.
Y un día desapareció de Resistencia. Dejó de venir y nadie
supo de él. Pasaron meses y nos extrañó su silencio. El restaurante del Social
se cerró; los casinos extinguieron las timbas en las que él fue taura alguna
vez; el Bar La Estrella es hoy una negación de los chaqueños. Un día de 2003 o 2004 mi hermana me pidió
que averiguara su paradero, porque nadie le daba razón de dónde estaba “y dicen que en un geriátrico porteño”.
Hice consultas sin fortuna. Nadie sabía, o no decían, pero era evidente que no
estaba bien. Y después, en 2005, su ausencia en el entierro de mi hermana fue
demasiado explícita. Alguien dijo que el alemán innombrable había copado su
mente y su memoria. Acaso su enfermedad fue su mazmorra.
Uno sabe que la hora de la muerte es inexorable. Nos gana de
mano y más cuando le toca a los mejores.
Descanse en paz, Bicho León.
Fuente: Adiós al amigo Bicho León Por Mempo Giardinelli en Página/12,
enero de 2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario