Buenos Aires, diciembre de 1909.
Honorable Convención de la Unión Cívica Radical.
Tengo el honor de poner en conocimiento de Vuestra Honorabilidad
que he celebrado dos conferencias con el Presidente de la República, a su
pedido:
En la primera, que fue a principios del año de 1907, me
manifestó que el objeto de ella era el de saludarme y cambiar ideas sobre
algunos puntos relativos a la ley de amnistía y de interés general.
Refiriéndose a la gestión que en esos momentos hacía el Comité
Popular Pro Amnistía, para que el Gobierno dejara sin efecto la disposición
ministerial por la cual se había suprimido la antigüedad de los jefes y
oficiales y se negaba el alta de otros —contra los términos de la ley de
amnistía y de su decreto reglamentario—, se expresó diciendo: que al resolver
esta cuestión, se le presentaban al Gobierno algunos inconvenientes, y entre
ellos, el de que oficiales del Ejército hacían sentir, que habiendo sido sus
sostenedores, no podían quedar en iguales o peores condiciones que los que le
habían combatido.
Creí, por mi parte, que no debía en forma alguna hacer una
discusión sobre mejor derecho, y concretándome a dejar establecido el justo
concepto de los jefes y oficiales revolucionarios, le respondí: que el Gobierno
podía resolver este asunto con los elementos de juicio que creyera más
acertados pero que le recordaba sus espontáneas declaraciones por las cuales
nos había hecho saber su deseo de que los jefes y oficiales se reincorporasen
al Ejército, asegurándonos que lo harían en sus mejores jerarquías, sin
restricción ni prevención alguna, y en iguales condiciones que todos los demás;
y que ése era el espíritu y la letra de la ley y decreto respectivos, como una
alta medida política de Gobierno, según fueron sus fundamentos.
Agregué, que si el Gobierno dejaba subsistente aquella
resolución ministerial, creía interpretar la opinión del Partido, diciéndole
también que lo miraría como una declinación de su primer propósito y un agravio
hecho a designio.
Apercibido el Señor Presidente de la importancia del asunto,
quedó en que él mismo se avocaría a la solución y así lo hizo días después,
restableciendo la antigüedad de los oficiales; pero dejando algunos de ellos
fuera de los auspicios de la ley.
Pasando en seguida a otro orden de conversación, recayó ella
sobre las vigilancias y persecuciones, y como por indicación del Señor
Presidente, se me hubieran levantado ostensiblemente las que se tenían conmigo,
le hice presente que haría bien en generalizar esa medida para todos los
ciudadanos de la Nación, evitándoles esas mortificaciones y con ese motivo el
derroche de los dineros públicos, puesto que la Unión Cívica Radical, aun
cuando está dispuesta a ir cien veces más a la prueba y al sacrificio, si sus
deberes así se lo imponían, no preparaba en esa hora labor revolucionaria, sino
de amplia reorganización, esperando el cumplimiento de las promesas del Señor
Presidente para entrar al ejercicio pacífico de la acción cívica.
Sobre este punto giró entonces el mayor tiempo de la entrevista,
en la que le hice todos los argumentos que creía oportunos para disuadirlo a la
realización de esas promesas en su más alto concepto, como ineludible necesidad
I de una reacción general cierta y eficiente, que produciría incalculables
beneficios a la República, tan pronto como ella se iniciara.
El Señor Presidente me observó que cómo sería posible esa
reacción dentro de las formas legales. Le contesté que notara cuáles habían
sido las formas legales que lo habían llevado a la Presidencia, para demostrarle
que si no se habían tenido presentes entonces, menos se podían invocar para
substraerse a las legítimas reclamaciones del bien público.
Dijo entonces el Señor Presidente que, por otra parte, no
era tan mala la situación, teniendo en cuenta que se trataba todavía de un país
nuevo y en formación.
Replíquele que si bien no teníamos más que un siglo de
existencia, ella era de tradiciones tan colosales y de desenvolvimientos tan
vastos que a esta hora deberíamos estar en la escena del mundo como factor
concurrente a la obra universal, no ya por asimilación, sino por propia
identificación civilizadora.
Y, además, le dije —en lo que convino el Señor Presidente—,
que uno de los errores más grandes de los Gobiernos era el de pretender
convertirse en tutores de los pueblos.
El Señor Presidente, reconociendo y valorando la sinceridad,
el patriotismo y la justicia que animaban nuestros móviles, reiteró las
promesas que públicamente tenía hechas y así terminó la conferencia.
En la segunda, que se realizó en los primeros días de 1908,
comprendí desde luego, que el Señor Presidente había variado en su tendencia
manifestada, de buscar la mejor forma de conseguir la reacción, pues se expresó
diciendo: que su Gobierno había hecho cuanto le había sido dado, y que continuando
en ese camino, el que sucediera seguiría mejorando el estado político de la
República.
Aun cuando mi primera impresión fue la de escucharlo sin
hacerle réplicas desde que no me llevaba ninguna, dándome cuenta de que el
silencio podía ser interpretado como un asentimiento tácito, le manifesté que
para emitir opiniones en asuntos de interés público debía expresarme
ampliamente y sin reato alguno y que deseaba saber si así podíamos hacerlo.
A su contestación plenamente afirmativa, le hice sentir
entonces que creía traslucir su pensamiento de inferirle a la Nación el nuevo
agravio de un sucesor.
Díjele que tal actitud implicaba en primer término el olvido
de todas sus promesas públicas, reiteradamente hechas, por las cuales había
requerido insistentemente tiempo y espera para poderlas realizar.
Le hice después todas las consideraciones que creí
conducentes y que se desprenden y surgen de la atentatoria situación política
que viene atravesando el país y llegué a la conclusión de que si fuera posible
admitir que faltara a esas promesas y a esos compromisos, tan solemnemente
contraídos, por los cuales, había conseguido mantener a la opinión pública en
expectativa, avocaría a la Nación a nuevos, grandes y dolorosos sacudimientos,
pues debiera tener bien presente —lo que es lógico y evidencia y enseña la
experiencia humana— que los puebles cuanto más avanzan en su civilización,
menos posible es que vivan tranquilos y en prosperidad fuera de los auspicios
de sus instituciones y del ejercicio de sus derechos.
Que no debiera dudar entonces, que el país se desangraría,
ya en su gobierno o después de su gobierno, tantas veces como fuera necesario,
hasta alcanzar la paz de la normalidad de su vida institucional.
Que tuviera presente que los destinos de la República estaban
en sus manos y en consecuencia la feliz y gloriosa oportunidad de evitar tan
enormes males, iniciando una era de inmensos bienes.
Que si así no lo hacía, debía estar seguro de que viviría
profundamente arrepentido, presenciando el desgarramiento de la Patria,
maldecido por la opinión pública y despreciada por las generaciones venideras.
Le dije además que no tenía motivo alguno para apartarse del
cumplimiento de esas reclamaciones porque la opinión pública lo había dejado en
completa libertad de acción, sin que pudiera invocar en su descargo la menor
preocupación de protesta armada desde que la Unión Cívica Radical, si bien cada
vez más decidida para alcanzar los fines de su controversia, no hacía sino
condensar sus fuerzas esperando la ansiada hora del ejercicio regular del
derecho político.
El Señor Presidente aceptó esas aseveraciones, reconociendo
su exactitud y con ese motivo entró en algunas apreciaciones respecto del
Partido, declarando: que no había tratado ciudadanos más altruistas y patriotas
ni de más alto pensamiento, y que no existía en el mundo un movimiento de
opinión con ideales tan levantados y tan dignos de respeto y de consideración.
Pero que era preciso convenir también que entre las exigencias de la opinión y
la realidad del gobierno había mucha distancia, la que sin duda alguna conocían
bien los hombres de la Unión Cívica Radical, y suponía que era por ello que no
querían formar parte del gobierno.
Replíquele que estaba en un error, pues que al contrario,
cada vez que soportábamos una nueva adversidad, la lamentábamos, tanto más
cuanto se alejaba la hora de los gobiernos libres de la República, que
patentizarían la noble y trascendental diferencia de ellos, con esto de
transgresiones a la Constitución y a las leyes, de usurpación al poder público
y de indignidad y de oprobio que pesan sobre el honor argentino desde hace 30
años, y por cuya desaparición clamorean los pueblos y se centuplican los
sacrificios, habiendo llegado a concebir la esperanza de que durante su
Gobierno se auspiciaría la reacción tan fervorosamente deseada.
A esto agregó el Sr. Presidente que haciendo uso de la
franqueza con que estábamos hablando, se permitía decirme que había un poco de
lirismo en nosotros.
Le respondí, que ese juicio era según desde el punto de vista
en que se miraran las distintas actitudes de la vida y que desde el suyo era
lógico que así pensara.
Pero que estuviese convencido de que todos y cada uno de
nosotros sabíamos bien, que cuando menos, valíamos tanto como todos y cada uno
de los demás, siéndonos muy fácil comprender, cómo se entraba y se salía a los
gobiernos, utilizando todas las ventajas y beneficios.
Que cuando a todo eso habíamos declinado en términos
irrevocables debía pensar que estábamos poseídos de sagradas y profundas
convicciones y sentimientos hacia el bien público, a los intereses generales y
los destinos permanentes de la República.
Me preguntó luego el Señor Presidente, qué era en síntesis
lo que entonces se le pedía.
Que principie el Señor Presidente, le dije, por hacer quemar
en las plazas públicas, si cabe, todos esos registros que son el cuerpo del
delito político y la viva demostración de sus impudicias, como la primera
satisfacción a los anhelos públicos, y después de haber levantado un nuevo
registro verdaderamente puro y legal de las garantías inherentes al ejercicio
de la soberanía nacional.
Que más que como Presidente, como argentino, debía reconocer
que cuando el país había pasado 30 años fuera de sus derechos electorales, no
podía volver a ellos sino en condiciones legales y honorables, so pena de que
la calamidad que, únicamente era de los gobiernos, se convirtiera en fatalidad
nacional y creyéramos ante nosotros mismos y ante el mundo entero en pleno y en
total descontento. Y que si, desgraciadamente, para la Nación y para él mismo
no se decida a responder a las legítimas exigencias públicas, como tanto lo
había asegurado, que se recogiese entonces y dejase que los pueblos mismos
produjesen la reacción: esto es, que se colocará en la misma situación que lo
hizo el doctor Del Valle, presidiendo el Ministerio en el gobierno del doctor
Sáenz Peña, y 48 horas después tendría ocasión de darse exacta cuenta de la
insensatez de los que acudían a la mesa de su gobierno a descontar, como en una
banca, los estados de la República; pero que luego no procediera como aquel
Gobierno, haciendo ahogar en sangre con las armas de la Nación los esfuerzos
libertarios.
—La Constitución es lo
único que me detiene para eso— respondió el Señor Presidente.
A esto le contesté que tenía que recordarle nuevamente que
no conocía ningún gobierno de origen constitucional en la República.
—Convengo en ello—
me dijo el Señor Presidente; pero soy un hombre de ley, y eso me detiene para
proceder en aquel sentido.
Olvida el Señor Presidente que eso es precisamente lo que
somos nosotros, y es en nombre de la ley suprema que requerimos la reparación
nacional cuya necesidad ha reconocido y prometido satisfacer. Me respondió que
lo pensaría y que daría oportunamente la contestación.
A esto le dije que se apercibiera que jamás un problema más
grande había tenido sobre su frente y que le pedía que su contestación fuera
terminante, tal como lo requería la magnitud y la gravedad del asunto.
—Así lo comprendo y
así lo haré—, concluyó diciéndome el Señor Presidente. Más tarde me remitió
copia de las comunicaciones y proyecto de ley electoral que había enviado al
Congreso, y que tengo el honor de acompañar, transmitiéndome todo género de
seguridades de que sería ley antes de que llegara la hora de la elección del
Poder Ejecutivo Nacional.
Es este el resumen de las conferencias tenidas con el Señor
Presidente a las que asistí, como lo he hecho siempre que cualquier funcionario
o ciudadano me las ha solicitado.
Creo haber interpretado al Partido con las opiniones
vertidas, los juicios formulados y las reclamaciones hechas, asumiendo en este
caso, como en todos, las responsabilidades consiguientes.
Presento a V. Honorabilidad, mis mayores respetos y
consideraciones.
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