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miércoles, 30 de julio de 2014

Diego Luis Molinari: "Al Cesar lo que es del Cesar" (10 de octubre de 1932)

El 18 de diciembre de 1916 fui designado subsecretario de Relaciones Exteriores. Desempeñé este cargo hasta principios de 1922. El desacuerdo que tuve con la candidatura de Alvear - que reputaba solución con cargo. Retiré la misma porque mi disidencia nada tenía que ver con la definición y el contenido de la política seguida hasta entonces por Yrigoyen.

El 1° de septiembre de 1922, fui designado en la misión especial que se dirigió al Brasil. A mi regreso no me encargué de la Presidencia del Departamento Nacional del Trabajo hasta el 11 de octubre, a las 18 horas. El 12 de octubre, a las 10 horas, ponía en manos de Yrigoyen la renuncia al cargo, y se nombró al reemplazante.

Alvear asumió el mando en la tarde del mismo día.

Un grupo de jóvenes inició, de inmediato, la lucha esencial. A los pocos días comenzó a ver claramente cuál era la obra destructora y negativa del Gobierno.

La desviación ideológica de la nueva política reposó en estos hechos capitales:

a) la separación del gobierno de la trayectoria radical impuesta por Yrigoyen.

b) la aceptación, como hecho consumado, de la sangrienta situación sanjuanina.

c) la organización del CONTUBERNIO.

El año 1923 fue un período de dura prueba. Las columnas de “Ultima Hora” dieron hospitalidad a nuestros pensamientos, y cobijaron el trabajo que ahora se reedita.

Debo advertir que, en el transcurso de este año, de 1923, nuestra acción fue completamente autónoma, y que no retomamos contacto con Yrigoyen hasta el 1° de enero de 1924.

Comenzó la gran campaña- La muchedumbre henchida de fe, y con infinito anhelo de profunda renovación, fue levantando el ideal, hasta consagrarlo en el magnífico triunfo de 1928.

Días antes del 12 de octubre, Yrigoyen nos dijo que el primer radical había realizado la REPARACIÓN institucional; y que el segundo, que ahora se iniciaba, debió entregarse a la RESTAURACIÓN de los valores materiales y morales destruidos en el tiempo del contubernio, presidido por Alvear.

Esta postura, divergía del concepto esencial del movimiento, orgánicamente totalizada desde 1924 a 1928. Confieso, sinceramente, que nosotros creíamos que era llegada la hora de la RENOVACIÓN de la estructura social y política, y que esta definición de Yrigoyen detenido, a medio camino, la obra iniciada bajo tan gloriosos auspicios.

El 6 de septiembre de 1930 fue jornada lúgubre. Mucho se ha dicho, otro tanto se ha escrito, y más falta por referir sobre los antecedentes y consecuencias de este día.

El reventón reaccionario nos juntó, en multitud abigarrada, a todos los que buscábamos el cauce natural de la política social argentina.

Los que se colocaron, ocasionalmente, al frente del movimiento, eran aquellos a quienes la dictadura dejaba en libertad para dirigirlo. Los demás yacían en las cárceles o en el destierro.
Llegado el momento supremo, no quisieron hacer la revolución y, en consecuencia, no pudieron lograr una elección.

Instaurado el actual régimen, pretendieron dar al radicalismo el curso torcido de su política reaccionaria, conservadora y contubernista. Así hasta el 20 de febrero.

La libertad de Yrigoyen desbarató todos estos planes. Los que no lo querían, debieron aceptarlo, y haciendo tripas corazón, empezaron a vestirse con los trofeos de aquél. Tal los ve el pueblo.

Confesamos que desde que Yrigoyen declaró que “todo había terminado” y “que había que empezar de nuevo” (20 de febrero de 1932), nosotros recuperamos, lealmente, la plena autonomía de acción.

Corridos los años - ¡una década! - vuelvo sobre los acontecimientos capitales de aquel entonces: PETRÓLEO, Liga de Naciones, etc.

Y digo, ahora, lo que dije entonces; y diré siempre.

Mantengo, sin vacilar, mis juicios de antaño. No me interesa el cambio de los hombres.

Reafirmo que, frente a Yrigoyen, no podemos proceder más que por el bien que hizo; no por el mal que no pudo hacer.

Y que hay que avanzar, por encima de los individuos que caen, y más allá de los hombres que pasan.

D.L.M.

EL HOMBRE Y LA ÉPOCA

El gobierno de Yrigoyen se inició en horas luctuosas para la humanidad. La guerra que había estallado en 1914 no tenía, en octubre de 1916, perspectiva alguna de terminación. Los pueblos más alejados del conflicto eran poco a poco arrastrados hacia la vorágine, y al terminar el año 1916, el fracaso de las tentativas pacíficas alemanas, fue como el preanuncio del terrible año de 1917.

La guerra sorprendió a los distintos países en plena evolución política y social. En cada nación, los principios de justicia y de libertad, hasta ese momento, habían sido ardientemente defendidos o propugnados por los partidos políticos, y desde el instante en que los pueblos se lanzaron unos contra otros en aras de sus intereses o de sus ideales, surgió la necesidad de una definición que para comienzos de 1917 estaba desgraciadamente envuelta en los obscuros celajes de los tratados secretos, nervio y resorte de los planes militares de todos los beligerantes.

Yrigoyen tuvo desde que asumió el mando, una visión clarísima de su responsabilidad como gobernante, y de la trascendencia de las horas históricas en que le tocaba actuar.

Hoy, pasados los sucesos, puedo volver sobre aquellas tremendas jornadas con la mente libre de los espejismos que los acontecimientos motivaron, y me doy cuenta que, entre todos nosotros, él fue el único que jamás perdió su serenidad y su orientación.

La razón es simple. Yrigoyen llegaba al gobierno como encarnación de un movimiento de opinión nacional, cuyos primeros avances databan de un cuarto de siglo atrás. La lucha cívica en pro de la conquista de las libertades públicas, y el afianzamiento de los principios democráticos, venía a tener el término anhelado con su presidencia, al propio tiempo que le entregaba la pesada responsabilidad de guiar los destinos del país en la hora más difícil de la historia de la humanidad.

El era el hombre. Detrás de él, con la mirada fija en sus actos, y los brazos listos para la acción, permanecía el Partido Radical, que en este momento venía a ser la única garantía de estabilidad institucional, frente a los pavorosos problemas, económicos y sociales que el conflicto originaba.

La democracia había de ser, en muchos países, una consecuencia de la guerra mundial. Entre nosotros fue la obra de un partido poderoso guiado por un hombre fuerte. A esto debemos que en los años cruciales que van desde 1917 a 1922, pudo darse al mundo el espectáculo de un gobierno de veras. El presidente encarnaba la voluntad general del país, en todo lo que tenía de idealidad generosa, sea para establecer el imperio de los principios democráticos en la vida nacional e internacional, como para realizar los altos fines humanitarios que son, en definitiva, el contenido de nuestra civilización.

EL PRIMER PASO

El año de 1917 se inició con el anuncio de que los alemanes harían la guerra submarina sin restricciones. La contestación a este aviso fue el punto departida de una nueva política argentina con respecto de las naciones en lucha, y la célebre respuesta de Yrigoyen definió con caracteres propios la mentalidad del estadista que halló en los graves problemas del momento un motivo para la decisión ética y humana, antes que jurídica y cancilleresca. El dinamismo implícito de esta respuesta ha sido el embrión de las actitudes posteriores. La sencillez austera de los documentos internacionales emanados de Irigoyen son, con la precisión de su lenguaje y de su concepto, la evidencia de una conducta, jamás desmentida, en que el político desaparecía ante el estadista, y el estadista ante el hombre. Esta era su fuerza, y este es el timbre de honor más puro alcanzado por Yrigoyen.

Los sucesos acaecían tumultuariamente. La guerra submarina sin restricciones precedió en pocos días a la revolución rusa de mayo de 1917 Kerensky, y a la entrada en el conflicto de los EE.UU. Los capítulos más interesantes de nuestra historia diplomática van unidos a estos y posteriores acontecimientos; pero su historia sería una redundancia, puesto que ya hemos definido la primera y más capital de las actitudes de Yrigoyen. Todo lo demás es consecuencia de aquel gesto que, serena y firmemente, trazó al país la ruta de sus destinos.

UN IDEAL

Yrigoyen no descuidó la definición humanitaria de su política internacional. Las actitudes asumidas a raíz de los sucesos mismos, demostraban que la República Argentina era gobernada por un hombre cuya capacidad estaba a la altura de las circunstancias históricas que lo rodeaban, pero era menester que este pensamiento vigoroso se exteriorizase en forma condigna con el ardiente patriotismo que lo sostenía y, además, con la posición e importancia que correspondía a los países hermanos por la raza, la tradición y los ideales. Esta fue la razón de su convocatoria a un congreso latino-americano, mal denominado de los neutrales, que debió reunirse en Buenos Aires, a fin de obtener que todas las naciones convocadas estableciesen entre sí aquella solidaridad que, por identidad de propósitos y por la representación de su potencialidad común en los destinos del mundo la influencia moral y material que tenían derecho a ejercer. Múltiples factores inutilizaron los esfuerzos del Dr. Yrigoyen para realizar su pensamiento. Hoy me pregunto, después de pasados los acontecimientos si no habrá más de un arrepentimiento. El espectáculo de la conferencia de la paz y el tratamiento que tuvieron en ella los pequeños países (como los denominan los grandes) vendría a demostrarlo reunió en un haz a los pueblos latinoamericanos en los altos fines de cuya realización hubieron de ser los garantes, manteniendo incólumes, merced a él, su independencia y su dignidad.

UN INSTRUMENTO

La guerra seguía su curso. La intervención americana y la revolución rusa desarrollaban gradualmente su programa. Los pueblos comenzaban a fatigarse de los cruentos y enormes sacrificios que, parecía, no tendrían fin. La revuelta asomaba doquier, y la paz era un problema de días más o menos.

 En estas circunstancias, durante todo el año 1917, me dediqué febrilmente a organizar el ministerio, a fin de que, llegado el momento, estuviese en condiciones de prestar su auxilio técnico. El desorden administrativo, cuando me hice cargo de la subsecretaría en diciembre de 1916, era espantoso, y las memorias, de aquel y sucesivos años, sirven como testimonio de la labor intensa realizada. Mi mayor preocupación consistía en tener listos todos los materiales relativos a la guerra, y mandé retirar del archivo, en que estaban hacinados, todos los documentos concernientes a los asuntos promovidos durante el conflicto. Después de una ruda tarea conseguimos finiquitar las bases de una organización que, luego supimos, realizaron en E.U.A., Inglaterra y Francia, numerosas comisiones de especialistas.

Nuestro objetivo principal consistía en reunir los materiales propios para tener una idea clara de los fines de la guerra, que cada beligerante declaraba como suyos. Este aspecto de la cuestión se hizo más urgente desde la revolución bolshevike de noviembre de 1917, y la revelación de los tratados secretos, con la consiguiente renovación de los propósitos de los beligerantes, tal como se establecieron en el imponente conjunto de documentos que conocíamos por la prensa diaria.

Nuestras legaciones estaban alertadas. Vanos eran los telegramas y los reclamos: el material era escasísimo y parecíame que los plenipotenciarios no tuviesen de la guerra y de sus consecuencias más idea que la de un espectáculo que a la fuerza de la costumbre y la convivencia diaria habíanle quitaban vacías durante meses, y legación hubo de la que jamás logramos obtener respuesta.

Finalmente, y a costa de no pocos esfuerzos, merced a la información periodística, obtuvimos un material apenas suficiente para poder afrontar la responsabilidad que nos incumbía.

LA NUEVA ERA

La rendición de Bulgaria, 29 de septiembre de 1918; la de Turquía, 30 de octubre; la de Austria, 3 de noviembre y la de Alemania, 11 de noviembre cubren el período que se ha denominado de prearmisticio. Durante él se convinieron las bases políticas y jurídicas que habían de servir como punto de partida para la redacción final del tratado de paz, así como del armisticio previo, mientras aquél no se ratificara.

Recordamos aún la explosión de entusiasmo que la noticia causó en Buenos Aires, así como también el terrible trance psicológico en que se vieron envueltos los timoratos. Ignorábamos la situación verdadera delos beligerantes, y el armisticio parecía ser una consagración definitiva y aplastadora de la victoria de los aliados, prontos a castigar la entereza de un país que, como la R.A., se había mantenido en una línea de conducta inalterable, propia de los postulados humanos y morales que, en todo momento, guiaron a Yrigoyen y a la masa entera de la nación.

El tumulto tenía aún su eco, y la flaqueza no había recobrado fuerzas, cuando Yrigoyen, anticipándose a los acontecimientos y poniéndose al nivel de los principios superiores, cuyo imperio veía de hoy en más asegurados, dictó el (para mi incomparable) decreto de 13 de noviembre de 1918. En él, el gobierno argentino establecía nuevamente la preeminencia de los aspectos morales y humanos de la paz, sobre los puramente jurídicos y egoístas, que en esta hora, reaparecían vigorizados en su pretensión de fijar los destinos de los pueblos.

EL POSTULADO INICIAL

No está demás decir que la actitud de Yrigoyen fortaleció en nosotros la fe de que los días venideros serían días mejores para la humanidad. Y así lo creían, además, todos los que durante el conflicto abrigaron una esperanza de libertad, de justicia y de derecho.

Esta creencia había de experimentar el más rudo contragolpe. Firmado el armisticio, todo fue poco para activar, entre los aliados, la preparación de las bases del tratado de paz que habían de firmar los imperios centrales. Hoy conocemos, merced a las revelaciones de Tardien, Lansing y House, como fueron encadenándose los negociados, a fin de redactar las bases del tratado que, finalmente, se presentaron a los alemanes el 7 de mayo de 1918.

No tenía la misma suerte nuestra cancillería. El silencio de nuestros representantes era desesperante y dependíamos, para la información de lo que publicaban los diarios.

A la verdad que, dentro de las ideas de Yrigoyen, poco o nada nos serviría conocer detalladamente las disposiciones de un tratado en cuya redacción no participábamos, y que declaramos luego “res inter alios acta”; pero no dejaba de llamarme la atención la inercia de nuestros ministros que dan cumplimiento de los deberes de su cargo, estaban obligados a interesarse en las actividades de una conferencia que nunca tuvo otra igual en la historia del mundo.

Tardieu nos ha explicado como y por qué se redactó el tratado definitivo, pasando por alto la preparación de las bases de una convención preliminar de paz. Entonces lo ignorábamos, así como ignorábamos la documentación oficial del armisticio, que tan grande importancia técnica revestía, y sigue revistiendo.

Lo que agravó mi preocupación fue el viaje de Wilson a Europa.

El presidente americano partió el 4 de diciembre para Francia, donde desembarcó el 13 del mismo mes.

¿Qué sucedía? ¿Cuál era la perspectiva de la conferencia de paz? El lector imaginará mi zozobra al saber que no poseíamos ninguna información oficial dado el caso que tuviéramos que responder en el ministerio a estas preguntas.

Hice, entonces, presente al ministro Pueyrredón, la necesidad de obtener alguna referencia de lo que sucedía en Europa, y el ministro que ya había conferenciado sobre el particular con el presidente, dirigió al ministro en Francia el telegrama de 21 de diciembre de 1923. En él decíamos que la República Argentina tenía el derecho y la obligación de concurrir a los congresos o conferencias en que se resolviesen cuestiones de interés general para todos los Estados. Insistimos, con fecha 21 de enero de 1919, sobre este mismo concepto, pues nuestro representante no había conseguido entenderlo, a pesar de su claridad.

LA PRIMERA ACTITUD

Nuestra información seguía siendo pobre y defectuosa. Nunca dispusimos, a la verdad, de un punto de vista metódico y orgánico de las negociaciones de que era teatro el suelo de Francia. La organización de la conferencia fue adelantando de día en día, desde la reunión de Wilson, Clemenceau, Orlando, Lloyd George y Balfour, en el Quai d'Orsay, el 12 de enero de 1919 hasta la primera sesión plenaria del 18 del mismo mes, y la segunda del día 25, en que se ahogó la voz de los pequeños países en la persona de Hymans, el representante de Bélgica.

En ese mismo día se designó a la Comisión de la Liga de las Naciones, cuyo informe se discutió en la tercera sesión plenaria del 14 de febrero, publicándose su texto.

La paz, entre tanto, parecía alejándose por las dificultades que existían de llegar a un acuerdo sobre los conceptos de paz preliminar y paz definitiva, y la inclusión respectiva de la Liga de las Naciones, en el documento final.

La información de lord Cecil, de 18 de marzo, vino a esclarecer el punto, puesto que declaraba que la inclusión de la Liga en el tratado definitivo no lo retardaría, siendo por lo contrario, parte esencial del mismo, porque numerosos acápites del tratado presuponían la existencia de la Liga.

En estas circunstancias recibimos, por mano del ministro argentino en Francia, la invitación que el coronel House, con fecha 10 de marzo, extendía a los gobiernos neutrales para una conferencia privada y enteramente sin carácter oficial, que se celebraría el 20 de marzo, a fin de que manifestaran sus puntos de vista al respecto, antes de ser adoptada definitivamente por la Conferencia, el texto de la Convención.

La comunicación nos tomaba de sorpresa. Sabíamos, por los diarios, que la conferencia se había organizado, sobre el sistema del Consejo de los Diez. asistidos por las comisiones del caso. Sabíamos que la Comisión de la Liga de las Naciones comprendía dos miembros por cada gran potencia, y cinco por las más pequeñas. Esta comisión había admitido en los primeros días de febrero la presencia de delegados y planes, oficiales y semioficiales, pero a pesar de esto era nada más que una comisión que debía redactar un proyecto de Liga, que comenzaría su existencia cuando entrara en vigor el tratado de paz. Y ello ¿cuando sería y cómo sería?

Teníamos la seguridad de que todas estas consultas nos llevaban a confundirnos en la multitud abigarrada de la conferencia, que redactaba las bases de un tratado de paz, que había de ser más tarde impuesto a los vencidos y cuya firma le prestaría el carácter definitivo de que ahora carecía. En una palabra, ésta no era la conferencia general la que nos habíamos referido en el telegrama de 21 de diciembre de 1918; y el proyecto de tratado, inclusive la Liga de las Naciones, era un documento en el cual no existía la participación de los Estados en la forma que correspondía a su independencia u a su dignidad, a sus ideales y a sus intereses.

Yrigoyen tuvo la presciencia de la situación. La línea de su política en lo concerniente a la reconstrucción del mundo internacional, había sido cruzada desde su decreto del 13 de noviembre de 1918, y el telegrama del 21 de diciembre del mismo año. Esta invitación que nos llevada a quien sabe que reunión y resultados, no podía desvirtuar su inalterable decisión, determinada de antemano.

La reconstrucción del mundo había de hacerse sobre bases morales, a la vez que políticas, jurídicas y económicas. Para ello era necesario fijarlas en un congreso o reunión general, sin acuerdos previos y secretos, sino a la luz del día; y honorables, en su intención y fines.

La invitación era a concurrir a una reunión privada, en que una comisión de la conferencia de París nos atendería y tomaría en cuenta nuestras observaciones, por la dificultad que existía en escuchar de otra manera a los gobiernos neutrales.

El carácter limitativo de la conferencia de París y el mayormente reducido de la comisión de la Liga, no escapó a la penetrante mirada del Presidente argentino. De allí su respuesta que traduce claramente el concepto que veníamos explicando. El 13 de marzo de 1919, en un telegrama que redacté conjuntamente con el ministro Pueyrredón, de acuerdo con las indicaciones del Presidente Yrigoyen, el gobierno argentino aceptaba en principio la formación de la Liga de las Naciones, propuesto por el Presidente Wilson, rechazando todo valor jurídico a las distinciones del coronel House, entre naciones beligerantes y neutrales, y todo valor político a las deliberaciones realizadas en privado por un grupo exclusivo de países.

La gestión de la cancillería argentina no paró allí. El ministro Pueyrredón convocó a los representantes de los Estados neutrales en Buenos Aires y les hizo entrega de un memorandum, el 14 de marzo, en que se transcribía la invitación House y los términos de la respuesta de nuestro gobierno y se añadía que el ministro argentino en Francia había sido autorizado para manifestar que el gobierno argentino estaba dispuesto a concurrir a la discusión general, con espíritu amplio y con propósito de propender a la realización y estabilidad del proyecto de la Liga de las Naciones.

La acción de la cancillería fue apreciada en otros países amigos, cuya conducta respecto de la Liga fue determinada por la actitud resuelta que en este asunto demostraba el gobierno argentino.

El representante en Francia (Alvear), cumpliendo las instrucciones formuló la declaración de la adhesión general a la Sociedad de las Naciones, haciendo las reservas consiguientes, en cuanto a la forma y la oportunidad de la discusión en particular. Ya volveremos, sin embargo, sobre el telegrama del 21 de marzo de 1919 en que comunicaba esta resultado a la cancillería, y haremos ver como a raíz del mismo, comenzó el malentendido entre la política de Yrigoyen y la de nuestro ministro en Francia.

La nota de 27 de marzo en la que se comunicaban los detalles de la entrevista llegó a Buenos Aires varios mensajes después. Yrigoyen no tuvo oportunidad de leerla como tampoco tomó conocimiento de los términos de la respuesta de 30 de julio de 1919. Lo mismo aconteció con la nota del 26 de febrero que llegó a la cancillería en mayo de 1919, y de cuyo contenido, como de los de la contestación, no pudo enterarse; como, asimismo, de la de 30 de abril de 1919, y la que se envió como acuse de recibo, el 19 de agosto de dicho año.

UNA PREGUNTA

El tratado cuyo texto no se conocía por el público, fue aprobado en la sexta sesión plenaria del 6 de mayo de 1919. Al siguiente día, el 7 de mayo, fue presentado a la delegación alemana, para su firma. La discusión de sus términos, mediante notas, terminó en las contraposiciones, que se dieron a la publicidad por los alemanes con el texto íntegro del tratado, a fines del mismo mes de mayo. De esta manera, y a través de la prensa mundial, estuvimos en condición de aprecias la obra de la conferencia, que ya había levantado una resistencia sería en la oposición republicana de los Estados Unidos de América, y muy especialmente en todo lo relativo a la Liga de las Naciones. En Francia, se temía, particularmente, que se permitiese entrar a Alemania en la Liga y la prensa hizo una campaña ardiente en contra de dicha admisión.

Tardieu ha revelado la situación crítica porque atravesó la conferencia hasta la aceptación del tratado por Alemania. La asamblea de Weimar aprobó, a su vez, la firma del tratado, 23 de junio de 1919, que los delegados alemanes signaron en Versalles el 28 de junio. La suerte de la paz estaba echada.

La ratificación de Inglaterra, Francia, e Italia siguió con mayor o menor plazo a la firma del texto, así como la de Alemania. No sucedió, empero, lo mismo con los E.U.A. Wilson era el responsable de la inclusión de la Liga de las Naciones en el texto del tratado definitivo, y previendo las dificultades que levantaría la oposición en su país se reembarcó en el mismo día de la firma, 28 de junio, llegando el 8 de julio a Nueva York. El 10 del mismo mes depositaba en el Senado el texto que estuvo destinado a no ser ratificado jamás por el Legislativo americano. Wilson comenzó entonces su decidida campaña en pro de la ratificación, y de la aceptación de la Liga de las Naciones por la opinión pública y la legislatura; pero, como sabemos, fracasó en su empresa.

A raíz de los anuncios de la próxima entrega de las bases del tratado de paz a los alemanes, preguntamos a nuestro ministro en Francia cómo y de que manera funcionaría, la Liga. Esta pregunta tenía su razón de ser. Como he dicho repetidas veces, carecíamos de información auténtica sobre el verdadero carácter de las negociaciones que se realizaban en París, y el ministerio marchaba a tientas, toda vez que deseábamos ajustar los detalles de nuestros expedientes a los acontecimientos capitales de aquella hora.

UNA ORDEN MAL ENTENDIDA Y PEOR CUMPLIDA

Yrigoyen tenía trazada la nítida línea de conducta que ya conocemos. Para él, y, por consiguiente, para la Cancillería, las negociaciones que conducían a la preparación del texto que había de someterse a la forma de los vencidos, carecían del carácter de universalidad propio de las bases establecidas para la reconstrucción moral, política, jurídica y económica del mundo internacional. La idea de la Liga, era una de las grandes conquistas morales que beneficiarían a la humanidad, según lo declaró en el mensaje de apertura del congreso, en 1919.

Nuestro ministro en Francia, en cambio, estaba dominado por el aparato de la conferencia, cuyos resortes nunca logró comprender y mucho menos explicar. Así, a raíz del telegrama del 21 de diciembre de 1918, entendió que lo que pretendíamos era intervenir en las discusiones de la conferencia que sentaría las cuestiones entre los beligerantes; y ahora, a raíz de otra pregunta que le dirigimos para que nos ilustrase sobre la estructura política fundamental del texto de la Liga, nos contestaba con su telegrama de 10 de mayo de 1919.

¿Qué significada para el plenipotenciario la Liga de las Naciones? Un rodaje del tratado de Versalles, que no se podía desprender de éste, y que comenzaría a tener entidad cuando entrase en vigor el mismo tratado de paz.

¿Qué significó para la cancillería argentina? Una idea, a la que hasta ese momento se habían adherido en general y que debía engendrar en lo sucesivo, mediante la discusión pública y universal por los Estados de sus bases constitutivas, el órgano superestadual que se había querido establecer.

La liga de las Naciones, según Yrigoyen, era independiente del tratado de Versalles y su estructura nada tenía que hacer con la situación de beligerante o neutral, mantenida previamente por los Estados particulares, y mucho menos fundarse en exclusión de cualquier Estado por razón de la guerra mundial, verbigracia Alemania o sus aliados.

La falta de inteligencia de esta situación ya producía en el ánimo de nuestro plenipotenciario la confusión que iría aumentando hasta tener su desenlace en Ginebra. Así, por ejemplo, decía que la adhesión de la República Argentina podría hacerse con una declaración de su representante, sin perjuicio de su ratificación por el congreso, oportunamente.

¿Pero cuando debía hacerse esta declaración? ¿Cuándo entrase en vigor el tratado, admitiendo así que la Liga era el organismo de garantía del mismo y aceptándolo al tiempo que se adhería la República Argentina? ¿Cuándo el gobierno lo estimase conveniente, con independencia de todo criterio de tiempo, que no contaba para la República Argentina, ajena como era a todas las sanciones de un tratado en cuya elaboración no intervenía?

La respuesta está contenida en los mismos actos del gobierno. El 12 de julio de 1919, en momentos que la idea de una Liga de las Naciones sufría el más recio contraste en los E.U.A., se ordenaba al ministro en Francia, que conforme el artículo 1° del pacto de la Liga de las Naciones, el poder ejecutivo había resuelto adherirse a él sin reserva alguna. Con ello se afirmaba una vez más, el, concepto de que, para la República Argentina, la Liga de las Naciones nada tenía que hacer con el tratado de Versalles, toda vez que no esperábamos su entrada en vigor, y por consiguiente el nacimiento de la Liga, para adherirnos a los términos del artículo primero. ¿Qué significaba ello? Que la República Argentina se disponía a entrar en la Sociedad de las Naciones como un miembro originario, en el mismo pie de derechos y obligaciones que todos los demás Estados del mundo.

Esta posición no fue entendida por nuestro ministro en Francia. Dominado, como estaba, por el aparato externo de la conferencia, no alcanzó a distinguir los presupuestos fundamentales jurídicos y políticos que inspiraban a los documentos emanados de la cancillería. Tal vez porque en las conferencias con el doctor Le Breton y el ingeniero Alvarez de Toledo, que realizaron en París durante el mes de junio, determinaron salvar el país de una política que consideraban peligrosa.

El 18 de julio de 1919, depositó en la secretaría de la Liga, la nota de adhesión, cuyos términos no consultó con su gobierno. Aún más. cuando sir Drummond le hizo presente el apresuramiento de dicha adhesión, según el criterio formalista de los que aceptaban la base jurídica indestructible del tratado de Versalles (que nosotros no habíamos aceptado), añadió por cuenta propia y sin que nadie se lo hubiese autorizado, una interpretación extensiva y concordante con la opinión de ser Drummond.

Ya la nota del 18 de julio de 1919 había planteado el caso de un modo completamente distinto al telegrama del 12 de julio. Según éste, nada teníamos que ver con las disposiciones del tratado, puesto que no esperábamos su entrada en vigor, y la constitución consiguiente de la Liga. Según la nota del plenipotenciario, y sus interpretaciones antojadizas, veníamos a aceptar el tratado, y aún a señalar un procedimiento que ninguno le había indicado y mucho menos autorizado a precisar.

Esta desinteligencia se agravó, aún más, en lo sucesivo, pues la nota del 4 de septiembre de 1919 llegó al Ministerio dos meses más tarde, y ni ella ni su respuesta de 8 de diciembre, fueron sometidas a la aprobación del presidente Yrigoyen.

LAS NOTAS ATRASADAS

En estas circunstancias me avoqué al estudio del pacto, tal como se incluyó en el tratado de paz. Necesité poco esfuerzo para comprender que el tratado de Versalles venía a transformar la situación internacional con el mecanismo superestadual de la Liga de las Naciones, y las conferencias internacionales del trabajo. No es ahora el momento de explicar las dificultades doctrinales suscitadas por el pacto de la Liga, y sus relaciones con el tratado, y mucho menos para dilucidar en qué forma afecta a los principios fundamentales de nuestra constitución.

Otros países, como Suiza, han hecho del asunto un estudio tan detenido como lo merecía. El caso es que Suiza y otras naciones aceptaron desde un comienzo la posición que la comisión del pacto de la Liga les quiso dar, cuando en las reuniones privadas a que la R.A. asistió únicamente como espectadora.

La cuestión era, asimismo, grave. Opiné que debía hacerse una consulta al Senado y a la Cámara de Diputados, así como extender la encuesta para que la Suprema Corte tomase en consideración la naturaleza del pacto al que debíamos adherir. Yrigoyen desechó esta opinión, y estaba en lo cierto. Ella había sido procedente en el caso de una aceptación de los términos del pacto, pero no se necesitaba para la conducta del asunto, tal como lo había planteado en su declaración inicial.

Lo que se hizo fue realizar una reunión privada en el Senado de la Nación, y consultar particularmente los jefes de bloques de la Cámara de Diputados.

El doctor Pueyrredón tuvo la aprobación del Senado para la conducta del gobierno argentino, y está aprobación no podía tener en cuenta a las notas del ministro en Francia, cuyo texto ignorábamos, y cerca de quien fue necesario insistir como siempre, telegráficamente, para que nos comunicara como había cumplimentado las instrucciones del 12 de julio de 1919. La respuesta llegó telegráficamente el 2 de septiembre de 1919; pero el texto de las notas nos fue remitido desde París con fecha 4 de septiembre.


UN TRATADO QUE NO ES TAL

El 10 de enero de 1920 entró en vigencia el tratado de Versalles. Ese día comenzaba a tener existencia oficial la Liga de las Naciones, según el criterio de los que aceptaron su texto, pero ya sabemos que para la R.A. en nada influía esta fecha para determinar un cambio en la actitud fundamental, asumida desde la primera hora y a raíz de las primeras comunicaciones. El traspiés de nuestro representante en París, no podía, por otra parte, alterar en nada la política seguida hasta ese momento.

Clemenceau, en un telegrama fechado el mismo 10 de enero de 1920 y Sir Drummond en otro de la misma data, nos comunicaron el acontecimiento.

La respuesta a Clemenceau de 16 de enero de 1920, fue escrita por mí, bajo el dictado del presidente Yrigoyen. Recuerdo que en mi proyecto había incluido la expresión siguiente: “la formal ratificación del gobierno argentino”, y que Yrigoyen, con el sentido particular que le asiste, en todas las decisiones fundamentales, me ordenó quitar dicha palabra. Un descuido en la transcripción incluyó nuevamente esta palabra, lo que motivó un nuevo telegrama, el 17 de enero, con el texto exacto de la respuesta, y así se publicó en la circular informativa del Ministerio, N° 32. Cuando editamos el N° 2 del Boletín de la Liga de las Naciones (sección argentina), volvió a deslizarse el error, y, nuevamente debimos corregirlo en el mismo ejemplar.

Este detalle tiene su importancia. Sir Drummond había tomado como adhesión efectiva la que la R.A. había hecho por intermedio del ministro de Francia, el 18 de julio de 1919. Así, también, lo dio a entender implícitamente Pueyrredón en su nota respuesta a sir Drummond, con fecha 11 de febrero de 1920, que no conoció el doctor Yrigoyen.

Volvíamos a insistir en nuestro primitivo concepto. El trámite a que la entrada en vigor del tratado nos sometía, no venía a ser más que la confirmación de la adhesión que el gobierno argentino ordenó en su telegrama del 12 de julio, y mucho más explícitamente en su despacho del 13 de marzo y los términos del mensaje de apertura de las sesiones del Congreso de 1919.

Por otra parte, ¿qué valor podía tener para nosotros un tratado que declaramos más tarde “res inter alia acta”? ¿Acaso con esta declaración denegamos el principio de una Sociedad de las Naciones? Por supuesto, no.

LA INVITACIÓN A LA ASAMBLEA

El capítulo más palpitante de la postguerra es, sin duda, la historia de la lucha que Wilson tuvo que sostener con sus adversarios políticos, a fin de conseguir la ratificación del tratado de Versalles.

La decidida oposición de los adversarios hizo fracasar las gestiones empeñosas del presidente americano, quien no pudo ver aceptado pos su país, las ideas que incorporó al texto cuya vigencia comenzaba el 10 de enero de 1920.

No es posible disimular el golpe decisivo que la ausencia de los EE.UU. Americanos dio a todas las negociaciones posteriores. La R.A., sin embargo, había mantenido incólume su independencia de acción desde que Yrigoyen asumió con mano firme las riendas del gobierno, y simpatizando como simpatizamos en todo momento con los ideales generosos del ilustre americano, no habíamos, empero, declinado de la conducta austera, que nos correspondía como nación libre y soberana: Loor, en esto como en todo, a la sagaz profundidad de moras de nuestro ilustre ex-presidente!

Según el texto del pacto en su artículo V, el presidente de los E.U.A. debía convocar, a la primera reunión de la Asamblea y del Consejo. De acuerdo con esta disposición, el secretario de la Liga de las Naciones, por intermedio de nuestro encargado de negocios en Londres, nos comunicó el 22 de julio que Wilson convocaba para la reunión de la primera asamblea, que debía efectuarse el 15 de noviembre del mismo año en Ginebra.

El tiempo que restaba para la designación de los delegados y demás arreglos, era apenas suficiente, teniendo en cuenta nuestra distancia del lugar de la reunión. A fin de preparar debidamente la delegación que había de nombrarse, solicitamos a las legaciones por circular telegráfica del 31 de julio, la mayor amplitud en las informaciones del caso.

LA DELEGACIÓN

El primer problema era el de la composición de la delegación. Di mi opinión en el sentido de que debía constar de tres delegados: el ministro de Relaciones Exteriores, como presidente; el ministro en Francia, y el ministro en Alemania.

Fue aceptada mi manera de ver. Las razones que abonaban la designación del doctor Pueyrredón eran tan evidentes que se imponían por sí solas. El había sido colaborador inmediato de la obra de Yrigoyen; conocía a fondo su pensamiento; estaba compenetrado de la política internacional hasta el punto que su ausencia en la delegación a esta famosa asamblea de naciones se habría notado de inmediato. La fe en los destinos de la patria se unía a la convicción profunda con que había abrazado los generosos ideales de nuestro presidente. El ejemplo diario de la conducta austera del jefe de nuestra nación habíalo templado para la lucha magna en que había de embarcarse.

El ministro en Francia era un personaje de gran situación en los círculos aliados. Vinculado por el afecto u las convicciones, a los hombres a los principios de la Entente, tenía que ser un gracioso consejero del jefe de la delegación.

El ministro en Alemania tenía las mismas características que su colega de París. Además, cosa que no sucedía al anterior, había intervenido en las más graves cuestiones en que el país se vio envuelto durante la guerra. Cuando se le comunicó el nombramiento no quiso aceptar, por razones privadas. Hubo de reemplazársele con el ministro en Austria, no por la persona, sino por el concepto que se tuvo al designar a los delegados, como ya dijimos anteriormente. En la sustitución salimos perdiendo.

LOS ARGUMENTOS DE LA OPOSICIÓN

El 30 de septiembre de 1920, se reunió el Senado para prestar acuerdo a los nombramientos de los delegados. Los preliminares no carecieron de interés. La oposición, fuerte con los yerros cometidos por nuestro ministro en Francia, y adoptando el criterio puramente formal de la cuestión, venía ventilando en la prensa cotidiana la posibilidad de un rechazo de nuestros delegados, por no haber adherido la R.A. en debida forma a la Liga de las Naciones.

Ya hemos explicado el por qué de esta diferencia de opinión. Yrigoyen siempre se mantuvo independiente de las formaciones y estructuras que resultaron de las innúmeras reuniones tenidas en el viejo continente. No veía en ellas ninguna solución que pudiese obligar a la R.A., si antes no intervenía la R.A., en la discusión amplia de las bases primordiales. Esta discusión no había tenido lugar porque la concurrencia a la reunión privada de marzo de 1919 no podía tomarse como supletoria de la misma, ni tampoco los demás actos habían invalidado - antes bien, habían reforzado la actitud de primera. La asamblea a reunirse era, por tanto, la primera reunión pública a que la R.A. concurría para dilucidar las cuestiones vitales de la sociedad.

Para el ministro en Francia, imbuido del mito del tratado de Versalles y dominado por el ambiente que circunscribía su visión clara del asunto, el problema era un problema jurídico, antes que político; formal antes que sustancial.

La oposición empleó en el Senado los mismos argumentos y redujo la cuestión a los términos implícitos de los comunicados de nuestro ministro en Francia.

La sesión fue, por otras causas, memorable. En el último día de sesiones ordinarias, y luego de tratarse en sesión secreta la designación de los delegados, se dio entrada en sesión pública a un mensaje del P.E., que provocó la reacción de los opositores. A consecuencia de este entredicho, se tramitó un duelo entre el entonces presidente provisional del Senado Benito Villanueva, y el doctor Pueyrredón, estando a punto de suspenderse la partida de ésta para Ginebra.

DOS ACTITUDES INDIVIDUALES

El doctor Pablo Torello había reemplazado al doctor Pueyrredón en la cartera de Relaciones Exteriores. Conocía al doctor Torello y tenía estrecha amistad con él desde una vez que reunidos en casa del Doctor Le Bretón, con el doctor Alvear, habíamos hecho la incursión que dio por resultado el descubrimiento de la célebre urna de Morón.

Durante su interinato se produjo la gestión más trascendental de la historia diplomática de la Nación, y llevan la firma los documentos esenciales de aquella hora.

Ya hemos señalado la actitud del ministro argentino en Francia, y hemos visto como, por cuenta propia, o de sus consejeros, venía delineando una conducta política desviada del verdadero espíritu y doctrina que inspiraba a los documentos emanados de la cancillería. Hasta este momento no tuvo mayor influencia, salvo la de haber contribuido con la postura equivocada de sus puntos de vista mantenido por el presidente Yrigoyen. Ni su puede invocar a dicho respecto las notas agregadas de 22 de mayo de 1919, y 30 de julio de 1919, porque sean notas de complacencia de las que jamás tuvo noticias el doctor Yrigoyen.

El doctor Pueyrredón, de su parte, iba a traer una nueva confusión en el asunto.

Antes de partir hícele presente la necesidad de que se muniera de las instrucciones por escrito que eran del caso. El doctor Antokoletz proyectó unas bases que después fueron sustituidas por otras, que son las que se publican en el libro y llevan fecha 7 de octubre de 1920.

Me veo en el caso de asumir una responsabilidad, que asumo sin temor, porque no tengo más norte que la verdad. El texto publicado dice que las instrucciones fueron aprobadas por el presidente Yrigoyen. Sin embargo, repetidas veces escuché de labios del doctor Yrigoyen que él no había dado semejantes instrucciones al Dr. Pueyrredón. Y como yo, lo han oído muchos.

Tuve conocimiento de estas instrucciones, solamente, el 24 de enero de 1921, cuando de regreso de Ginebra me fueron entregadas por el doctor Antokoletz, con los demás papeles tocantes a la delegación.

LA VERDADERA INSTRUCCIÓN

El doctor Pueyrredón se hallaba en viaje hacia Europa munido de las instrucciones verbales del doctor Yrigoyen solamente conocidas de ambos - por el momento - cuando por diversos motivos hubimos de dar una exteriorización de la gestión futura de nuestra delegación en Ginebra.

La respuesta fue para todos los casos idéntica, y me había sido dictada con anterioridad a la partida del doctor Pueyrredón por el doctor Yrigoyen en persona: “La República Argentina concurría a la asamblea de la Liga de las Naciones, sin prejuicios, con la amplitud de criterio que ha caracterizado sus actos de gobierno, y decidida a propiciar toda iniciativa que tienda a afirmar la paz general en el mundo”.

En otro caso el mismo doctor Yrigoyen volvió a dictarme la contestación a un telegrama del doctor Le Bretón, nuestro embajador en los E.U.A.: “La República Argentina concurre a la Asamblea de la Liga sin prejuicio alguno. Va sinceramente animada del deseo de la paz universal, a cuyo fin presentará proposiciones fundamentales, completamente propias y de las resoluciones de dicho congreso a su respecto, dependerá de su solidaridad, o no con los actos a realizarse”.

Estas palabras escritas el 20 de octubre de 1920, en un instante libre del señor presidente, cuando apenas contaba con pocos segundos para atender a la lectura de las notas, respondiéndolas vivazmente y sin titubeo alguno, podrían haber parecido sibilinas, pero los acontecimientos posteriores han venido a demostrar cuál era la firma persuasión que ellas resguardaban, y los nobles motivos que las inspiraron.

La compenetración en los asuntos de cancillería, que venía tratando desde años atrás, me habituó al modo de ser del ex presidente. Hoy, cuando comparo hombres y situaciones, no vuelvo en mí del grato e imperecedero recuerdo que me acompaña, como el título de honor más preciado de mi existencia. Solo en su austeridad y solo en la nítida definición, reaparéceseme el doctor Yrigoyen con la tranquila majestad que siempre le distinguía toda vez que resolvía los problemas fundamentales de la nacionalidad y sus futuros destinos.

UNA CONVERSACIÓN

Por aquel entonces estaba en Buenos Aires, de paseo, don Gonzalo Bulnes, con quien mantenía vínculos de respetuosa y sincera amistad. Residía en el Hotel Savoy y me había invitado a comer. Era el 2o de octubre de 1920, en circunstancia que de paso por Buenos Aires, agasajábamos a la misión Huneus, delegados chilenos a la Asamblea de Ginebra.

La conversación recayó sobre la Liga de las Naciones, como es de suponer. Chile ya se había adherido a la liga, aún cuando de una manera distinta a la nuestra, y de la comparación de ambas situaciones fue poco a poco surgiendo la historia de nuestras respectivas actitudes.

Exprésele el concepto que había determinado la conducta argentina; el porque de la adhesión y la forma en que se había hecho; como se había designado a la delegación; lo que creíamos debía ser la asamblea y lo que de ella esperábamos. Don Gonzalo parecía estar impresionado por la descripción, y me interrumpía a cada rato para exclamar su aprobación completa de la política de la R.A.

-Ustedes pueden hacer eso, me repetía, porque tienen gobierno de veras. ¿Habrá comprendido Huneus, en si entrevista con el presidente Yrigoyen el punto de vista de los argentinos?

-Si, le contesté. Se explica así su discurso de anoche. El presidente la ha dicho textualmente que la R.A. concurre a la asamblea sin perjuicio alguno, con propósitos fundamentales, completamente propios y sinceramente animada del deseo de paz universal, y de las resoluciones del congreso de las naciones a su respecto dependerá su solidaridad, o no, con la misma.

Como imaginará el lector, referí mi conversación con don Gonzalo al presidente Yrigoyen.

UN DEBATE INÚTIL

Entretanto carecíamos de noticias de Pueyrredón. El 3 de noviembre recibimos un telegrama en que se anunciaba la reunió, en París, de los delegados argentinos; reunión en la que se discutieron las instrucciones del ministro de Relaciones Exteriores. Conocemos las observaciones del doctor Alvear y del doctor Pérez, porque están publicadas en el libro que acaba de salir a la luz.

Corresponde hacer aquí algunas aclaraciones:

Primero, las instrucciones leídas por el doctor Pueyrredón no eran las instrucciones del doctor Yrigoyen, según ya lo hemos manifestado.

Segundo, los ministros Alvear y Pérez, eran unos diplomáticos sui géneris. Fueron designados para cumplir instrucciones (fueren cuáles fueren) y no para deliberar acerca de ellas. Si no estaban conformes debieron haber renunciado. Eso era lo correcto y la que en teoría y práctica correspondía.

Tercero, las observaciones del doctor Pérez, se publican incompletas por la cancillería. Falta el párrafo que se publicó en las columnas de “Ultima Hora”, hace algún tiempo. En él se revela la psicología de la antigua escuela diplomática: la falta de sinceridad y estrechez de miras que la ha caracterizado en todos los tiempos.

DESVIACIONES
Desde la lectura de las instrucciones la delegación argentina dejó de tener la cohesión necesaria. Mejor dicho, si tenemos en cuenta los antecedentes los delegados no llegaron a ponerse nunca de acuerdo sobre el objeto de su misión.

Pueyrredón, por un lado, Alvear por otro, venían a representar dos polos opuestos entre sí. Por otra parte, uno y otro estaban alejados del pensamiento claro y terminante que constituye el nervio de la acción diplomática de Yrigoyen en todo el curso de los sucesos que hemos venido relatando; alejamiento que concluyó por evidenciarse en el desarrollo de los acontecimientos que tuvieron por teatro la ciudad de Ginebra.

El doctor Pueyrredón, durante su estada en París, intervino en algunas gestiones que fueron recibidas en Buenos Aires como otras tantas desviaciones del objeto principal de la misión. Finalmente se puso en marcha hacia Ginebra, donde llegó el 13 de noviembre, y la primera noticia que recibimos fue el telegrama del 16 de noviembre relativo a la cuestión chileno-peruana.

El presidente me dictó de viva voz el telegrama que lleva fecha 17 de noviembre en respuesta al anterior. Los que interveníamos en las negociaciones de aquella hora no veíamos con buenos ojos las dilaciones en la cuestión esencial, y recuerdo, muy bien el énfasis natural de Yrigoyen al dictarme el contenido de la, última línea del despacho. Suponiendo que el Congreso sancionara la proposición fundamental argentina, la delegación no tendría más que llenar allí y debe retirarse.

La proposición fundamental, como supondrá el lector, era la de la admisión de todos los Estados a las deliberaciones de la asamblea. En el concepto de Yrigoyen, esta condición era la única que daría el carácter de universalidad indispensable, a fin de que la asamblea fuera realmente una reunión de la que saldrían las bases para la reconstrucción del mundo y el afianzamiento definitivo de la paz.

El 17 de noviembre pronunció Pueyrredón su sonado discurso en la Asamblea. Era el mismo día en que le recomendaba Yrigoyen de que la delegación argentina no se comprometiese en ninguna cuestión parcial no en incidencia alguna sin antes resolver el proposición fundamental.

Al siguiente día tuvimos noticia del discurso y su contenido, así como la de la constitución de las comisiones en que, según las referencias de la delegación, serían estudiadas las proposiciones vertidas por Pueyrredón en su oración del 17.

La impresión recibida en Buenos Aires sobre el discurso, había sido altamente favorable; aunque se creyó que más de un párrafo estaba demás porque alejaba de la atención del auditorio la decisión firma con que había de sostenerse la proposición fundamental. Esta impresión, desgraciadamente, se afirmó al tener noticia el mismo día 18 del programa de las comisiones que acababa de ser nombrada.

El doctor Pueyrredón recibió numerosas felicitaciones de todas las partes del mundo. Pero la actuación de la delegación se hallaba comprometida por dos causas: una era la disidencia ya pública, de los doctores Alvear y Pérez con el jefe de la delegación, otra la desviación sensible en que el presidente de la misma incurría al ceder a las trabas reglamentarias de la Asamblea, dando curso a las cuestiones que debieron ser definidas desde un comienzo y a tambor batiente.

La razón de la disidencia de los ministros en Francia y Austria, ha sido explicada más arriba. El doctor Alvear (el ministro Pérez fue en todo momento su compañero), estaba imbuido del formulismo sugerídole por la elaboración del tratado de paz, y su intervención esporádica en las gestiones de adhesión a la Liga durante las reuniones de la comisión encargada de redactar el texto del pacto.

El doctor Pueyrredón, a su vez, se dejaba impresionar por el mecanismo de la Asamblea, así como el de la Conferencia de París había impresionado al Doctor Alvear. Creía que el reglamento adoptado por la Asamblea no autorizaba el procedimiento aconsejado por Yrigoyen y que era expuesto perder la ocasión de contribuir al triunfo de las proposiciones argentinas por el hecho de esperar la resolución, quizá, lejana, que la Asamblea tomase acerca de la proposición argentina de admisión de los Estados soberanos en la Sociedad de las Naciones.

De las propias palabras del acta se desprende, pues, que la proposición fundamental se había esfumado en manos de nuestros delegados, quienes habían añadido de su cuenta otras proposiciones. Y en la discusión que se había de trabajar en el seno de las comisiones, la delegación entendía que debía contribuir a hacer triunfar las demás proposiciones, sin perjuicio de asumir la actitud enérgica si no se aceptaba la fundamental.

EL CELO DEL CONCEPTO

La falacia de este criterio, que conocemos hoy por las actas, y que entonces solamente entrevimos en las comunicaciones, determinó la segunda comunicación del 20 de noviembre de 1920.

El presidente Yrigoyen, durante todo el transcurso de su período, acudía desde muy temprano a su despacho, y recibía desde muy temprano a su despacho, y recibía a numerosos conciudadanos, empleando en ello las primeras horas de la tarde. Habitualmente yo aprovechaba de los pequeños intervalos que las múltiples ocupaciones le permitían, leyéndole los despachos del día y redactando a vuela de pluma sus respuestas.

Las informaciones de los periódicos y de los despachos directos confirmaban la noticia de que la delegación argentina diluía sus actividades en el seno de las comisiones, peligrando, por tanto, la fundamental actitud que estaba encargada de asumir. Teníamos escasas referencias sobre la disidencia de los delegados, por no decir ninguna, y veíamos en la declinación de la línea de conducta una influencia natural del ambiente, que amenazaba la tesis esencial.

La conversación que mantuve ese día con el presidente, tuvo la virtud de motivar la renovación de sus juicios, e interpretándolos fielmente nos reunimos el doctor Torello y yo en la sala de acuerdos para redactar el proyecto de telegrama, que debíamos enviar a nuestros delegados.

El doctor Yrigoyen se nos unió al instante, citando a los ministros para un acuerdo. Terminé de redactar el proyecto que fue sometido a la consideración de todos los ministros presentes. El doctor Yrigoyen, con la precisión de conceptos que siempre le he admirado, corrigióme las expresiones que no traducían su pensamiento y, que no traducían su pensamiento y, luego de viva voz, me dictó la parte restante del despacho, que con el número 6 se remitió a Ginebra.

“Hay que ser radical en todo y hasta el fin, levantando el espíritu por sobre el medio y el ambiente; cualquiera que él sea”, decía a los delegados. Y volvía a insistir en la actitud definitiva que debía ser la consecuencia lógica de la proposición fundamental.

Al siguiente día, 21 de noviembre al recibir el despacho de Ginebra fechado el día anterior, que explicaba y justificaba la conducta de la delegación, el doctor Yrigoyen volvía a dictarme las frases definitivas del telegrama: “Hay que mantener el celo del concepto para no llegar a desprestigiar su alto significado. Por eso dije a V.E. en mi telegrama número 6, que debe mantenerse en una actitud radical, desde el principio hasta el fin, en el fondo y en la forma “.

UN ERROR FUNDAMENTAL

Las noticias que nos llegaban de nuestros delegados, se reducían a simples comunicaciones de trámite, y nada sabíamos sobre la actitud ulterior que habían determinado seguir. Hoy tenemos las actas que nos revelan las opiniones divergentes de Pueyrredón por una parte y Alvear y Pérez de la otra.

A pesar de esta divergencia, se trabajaron las proposiciones que fueron sometidas a las comisiones respectivas, no obstante la categórica instrucción en contrario que se había enviado a la delegación. No teníamos conocimiento, de esto cuando recibimos el 25 de noviembre el despacho que el doctor Pueyrredón envió al señor presidente con fecha 21 del mismo.

La parte sustancial del despacho, que no nos explicábamos entonces, pero que hoy con las actas de Ginebra aparece nítida en su motivo y consecuencias, era la que a juicio del doctor Pueyrredón (que había sido impresionado por los argumentos del doctor Alvear, o que acudía a un recurso político para satisfacer la oposición de nuestro ministro en París a la actitud definida que la delegación debía asumir), señalaba otro procedimiento que el ordenado por el doctor Yrigoyen. Según Pueyrredón “la protesta de la delegación y su retiro no sería considerada aquí (en Ginebra) con el valor y la trascendencia de ese acto y su forma u oportunidad, podría juzgarse fuera de las normas usuales a observar ante estas asambleas meramente deliberativas. Sea que el voto admitiendo a los Estados satisfaga al gobierno o que por el contrario no lo considera suficiente, es a mi juicio indudable que es allí donde debe producirse el acto, ratificando la adhesión de la República Argentina, o retirándose de la Liga. Insisto en creer que, procediendo en la forma que indico, si en definitiva la Argentina resolviere retirarse de la Liga, nada perderán en elevación y firmeza los principios proclamados y mucho ganará la energía de nuestra actitud por la solemnidad del acto”.

El ministro, como se ve, confundía los conceptos, porque una cosa era retirarse de la Liga y otra de la Asamblea. Además no podía escapársenos que como momento solemne el más propicio era, justamente, el de los días de reunión de la Asamblea y no la ejecución en frío y en el aislamiento del gran designio señalado por el presidente.

EL GOLPE DE TIMÓN

Recuerdo perfectamente la impresión desagradable producida por este despacho. Esa tarde, en un momento de descanso, el presidente mantuvo una conversación con el diputado Agesta y conmigo sobre las cuestiones palpitantes de la Asamblea. Era el 25 de noviembre. Recordaré siempre la exposición del doctor Yrigoyen sobre los puntos esenciales de la política mundial que entonces dominaba nuestros espíritus. Su palabra salía mesurada y profunda, en breves sentencias que iban revelando un torrente de pensamiento nutrido en la meditación de los grandes destinos de la patria. Muchas veces hemos recordado, Agesta y yo, aquella conversación con que nos honró nuestro presidente. Fue, para mí, lo confieso, una lección de moralidad internacional y de honda filosofía, que me valió muchas horas de enseñanza y muchos libros devorados en la ansiedad del conocimiento y de la prudencia política.

El sábado 27 de noviembre, como no teníamos aún noticias de la conducta de nuestros delegados (hoy sabemos que estaban empeñados en los trabajos e comisiones), me encargó el presidente que redactase un proyecto de respuesta al despacho último de Pueyrredón.

El domingo 28 de noviembre, en las horas de la mañana, redacté el proyecto de respuesta. La tarea era fácil. Bajo la impresión de las ideas de Yrigoyen, no hice más que transportar al papel el conjunto de principios que veían a constituir la doctrina de aquel instante. Son, pues, los conceptos del despacho, los conceptos del doctor Yrigoyen, y valen tanto como las instrucciones finales de aquel entonces.

El mismo día, por la tarde, reunióse el acuerdo con asistencia de Del Valle y algunos más, que ahora no recuerdo. Di lectura al documento. Al terminar se hace un silencio general y el doctor Yrigoyen requiere de cada uno su opinión. Finalmente, como de costumbre, reléese el texto una, dos, tres veces; hasta que se produce la conformidad acerca de sus términos. Las correcciones del presidente, con las que, como siempre, añaden energía y definición, siendo de especial mención el cuidado que pone en evitar la palabra “Liga” o “Sociedad de las Naciones”. El despacho salió sin cifrar, y con el N° 13, en ese mismo día. La línea de conducta a que debía ajustarse el doctor Pueyrredón, está marcada en las palabras siguientes: “La labor realizada en las comisiones, los juicios vertidos, serán considerados por este gobierno como el aporte individual de cada uno de los miembros de la delegación a la tarea de la conferencia, pero el verdadero objetivo de la misma consiste, solamente, en la proposición planteada en el discurso inicial, que debe ser resuelta en su primera reunión pública.

“Si ella es postergada o rechazada, la delegación argentina procederá de acuerdo con las instrucciones contenidas en mis telegramas 6 y 7, que son exactamente iguales a las que V.E. llevara, y se retirará, acto continuo del seno de la Asamblea, dando por terminada su misión”.

Las instrucciones a que ese despacho se refiere son las instrucciones verbales dadas por el doctor Pueyrredón, por el doctor Yrigoyen. Por otra parte, la energía del concepto en el presidente era de tal naturaleza que le oí expresar que, si la delegación seguía en la línea de conducta que hasta ese momento llevaba, se haría necesario un decreto dando por terminada su misión.

La respuesta a este telegrama no se hizo esperar. La delegación recibió el despacho el 30 de noviembre y el jueves 2 de diciembre, al anochecer, llegaba a la cancillería el telegrama número 30, fechado el 1° de diciembre en Ginebra, que fue enviado inmediatamente a casa del presidente.

El doctor Pueyrredón adoptó, desde ese momento, las instrucciones finales del doctor Yrigoyen, resuelto a cumplirlas sin declinar de una actitud que, decía, había sostenido desde el primer momento.

DECLINACIONES

Hasta entonces no teníamos ninguna exteriorización de la disidencia que existía en el seno de la delegación.

Resuelta la actitud que el doctor Pueyrredón asumiría frente a la primer circunstancia favorable, quedaba por ver cual sería de los delegados Alvear y Pérez. Estos, ante la inminencia de un paso que creían fatal, rompieron el silencio y se manifestaron por fin, ante la cancillería en la luz de sus respectivas posiciones.

Hemos visto la intervención que el doctor Alvear tuvo en los pasos iniciales de la adhesión argentina a la Liga de las Naciones.

Su intervención en las reuniones privadas convocadas por el coronel House, y las notas cambiadas con ser Drummond ponían de relieve su incomprensión de los fundamentos de nuestras actitudes. El adoptó un criterio externo, puramente formal, y consideraba la cuestión en sus aspectos jurídicos. Si algunas reflexiones políticas acudían en sus argumentos, eran las que contiene el acta y que más valiera hubiese silenciado. El aparato formidable del tratado de Versalles volvía a presentársele con su imponencia, sin dejarle entrever el verdadero carácter de las relaciones que la Liga de las Naciones podía o debía tener con el tratado mismo; y la existencia de la Sociedad con la adhesión, o no, al pacto, tal como estaba incluido en el convenio de paz.

La cuestión que precipitó la diferencia no tardó en presentarse. En la sesión del día 2 de diciembre, el doctor Pueyrredón se opuso a la postergación de las enmiendas al pacto para una asamblea posterior. La votación fue desfavorable a la tesis de nuestro delegado. El único voto en contra de la postergación fue el de la Argentina.

La cuestión era grave dentro de los reglamentos de la Asamblea, porque se requería la unanimidad para la sanción de estas resoluciones. A nuestro modo de ver, la cuestión era fundamental, y requería el voto unánime, para resolverse en el sentido que interesaba a las grandes potencias. Viviani sostuvo que era una cuestión de procedimiento, y que la simple mayoría bastaba para la sanción. El doctor Pueyrredón aceptó, por el momento, esta opinión que más tarde rechazaría.

La cuestión, empero, era fundamental; y tan fundamental que significaba la vida o la muerte de la Asamblea. Una vez más se dejó escapar la oportunidad de producir la decisión final.

LA DESESPERADA TENTATIVA

El viernes 3 de diciembre llegó el telegrama número 32, de fecha 2 de diciembre, dirigido por el doctor Alvear al doctor Yrigoyen. El ministro en Francia jugaba su última carta. A pesar de los términos categóricos de nuestro telegrama n° 13, creyó que la invocación a la amistad lo autorizaba para decirnos que desde acá no nos podíamos dar cuenta exacta de la situación de los delegados en la Asamblea, y que nunca había pensado que las instrucciones de Pueyrredón tuvieron carácter imperativo.

El telegrama N° 13, sin embargo, habíale despertado a una realidad que desde noviembre de 1918 se negaba a ver. Ante el decidido golpe de timón del presidente Yrigoyen, lanzábase en la postrer tentativa de corregir el rumbo de una política exterior que creía nefasta. Todo fue inútil.

En el acuerdo de dicho día, fueron leídos los despachos de Pueyrredón y de Alvear, y no dejaron lugar a duda sobre la disidencia producida en la delegación; disidencia de la que, por primera vez teníamos conocimiento oficial.

El presidente resolvió no contestar a ninguno de los dos despachos, dejando que nuestros delegados asumiesen la línea de conducta propia de la responsabilidad que le correspondía. El ya tenía trazada la ruta y no habría poder humano capaz de separarlo de ella. En la noche del mismo día, siguiendo su costumbre, se ausentó para su establecimiento de campo.

EL GRAN DIA

El sábado 4 de diciembre me despertó una comunicación telefónica de Del Valle. En “La Nación” aparecía el editorial con una violenta crítica a la actitud de Pueyrredón, en la sesión del día 2, y era necesario contestarlo. Redacté la respuesta que leí al doctor Torello y a Del Valle, mientras almorzábamos en el Hotel España. Las noticias cotidianas habían ya suscitado la expectativa pública, y los espíritus ardientes vibraban ante la inminencia de un gesto histórico. A última hora me avisa Del Valle que ha recibido un lacónico telegrama anunciando el retiro de Pueyrredón de la Asamblea. ¡Por fin el paso ha sido dado!

El lunes 6 de diciembre, no habíamos recibido todavía el texto de la nota de retiro y hubimos de servirnos de la que publicaban los periódicos. Esta nota y los demás antecedentes fueron llevados al acuerdo, donde se procedió a su lectura. El presidente, satisfecho con el paso dado, ordenó la preparación de los materiales que había de darse a la publicidad y postergó toda decisión sobre el asunto.

LA DESERCIÓN

El mismo día 4 recibimos un telegrama fechado el 3, y enviado por los delegados Alvear y Pérez. Según si texto, comprendimos que el doctor Pueyrredón, a pesar de su adhesión a la moción Viviani, había vuelto sobre el mismo decidiéndose a ejecutar el acto definitivo que el doctor Yrigoyen venía reclamándole desde el primer telegrama. Había dejado pasar la oportunidad de producir el gasto en la sesión pública de la Asamblea, pero restaba el camino de la presentación de una nota que la reemplazara. Fue lo que hizo.

Esto es lo que nos revelan las actas. Y Pueyrredón decidió esperar aún 48 horas, para proceder de acuerdo con la esperada respuesta del doctor Yrigoyen a los telegramas número 32 y número 33.

Yrigoyen no contestó el despacho número 32. El despacho número 33 llegó estando él en el campo, el día 4. El silencio del grande hombre pesó una vez más, en los destinos de la nacionalidad y definió, en la rigidez del concepto, la actitud final de los delegados.

Una vez cumplido el plazo de las 48 horas, se presentó la nota anunciando el retiro de la delegación argentina. Los delegados Alvear y Pérez se deslizaron de toda responsabilidad. Era el mismo día 4 de diciembre, y el ministerio recibió una breve comunicación con la noticia del caso.

CON NADIE CONTRA NADIE

Aún no se había dicho la última palabra. El doctor Yrigoyen maduraba las respuestas que habían de cerrar el episodio de mayor trascendencia internacional en la historia de la República.

El día 7 recibimos un telegrama de Pueyrredón, en el cual la buena doctrina se abría paso, a pesar de su actuación en la Asamblea, declarando que “solo un acto del vigor del realizado es capaz de sacudir un ambiente reacio a la aceptación de los principios argentinos”. ¡Principios y vigor que trascendían de las comunicaciones del doctor Yrigoyen, sin una declinación, ni un desmayo, desde el día mismo en que se pronunciaron entusiastas las palabras de la paz!

La respuesta, generosa e idealista del presidente Yrigoyen, lleva el sello inconfundible que él pone en todos sus documentos. Las deliberaciones de varios días terminaron en la exclusión de todos mis proyectos de respuesta para dar lugar al telegrama que, el 11 de diciembre, me dictó desde la primera a la última palabra. Escojo la que, a mi entender, definió acabadamente el postulado ético y humano de aquella hora. “La Nación argentina, parte integrante del mundo, nacida a la existencia con tan justos títulos como cada una de las demás, no está con nadie contra nadie, sino con todas para bien de todas”.

Los terribles pronósticos de los timoratos sobre las consecuencias dela actitud argentina, así como el temor a la responsabilidad que tuvieron Alvear y Pérez, fueron desmentidos casi a la hora de manifestarse.

El doctor Pueyrredón recogió de inmediato los frutos de una conducta que obedecía a los generosos impulsos de la potente mentalidad de Yrigoyen.

Está demás que recordemos las palabras pronunciadas por Cecil en la sesión del día 6 de diciembre, cuando se presentó a la Asamblea la nota argentina, que tenía fecha 4 del mismo mes.

El paso del doctor Pueyrredón por la ciudad de París, donde se creía que estallaría una clamorosa protesta en contra de la actitud argentina, se señaló por el banquete con que le honró la municipalidad de dicha capital, y si hemos de mencionar un hecho que conocemos extraoficialmente - el ministerio de Relaciones Exteriores francés, por boca de M. Berthelot, coadyuvó en el éxito de una reunión que fue el testimonio evidente de lo que consigue una diplomacia honesta, a la luz del día e inspirada en nobles y humanitarios fines.

Aconteció lo mismo en Inglaterra, donde el ministro argentino fue declarado huésped de la nación. La conducta de los gobiernos de la Entente venía a demostrar todo lo contrario de lo que pronosticó el editorialista de “La Nación”. Aun más; tengo mis motivos para decir que en ese momento la República Argentina vino a clarificar una pesada atmósfera que rodeaba a los gobiernos, pues los pueblos desconfiaban de la verdad y sinceridad de propósitos que habían provocado la reunión de Ginebra.

Los actos más significativos son los que exteriorizan la opinión americana, expresada por los representantes de las dos grandes corrientes en que se divide la gran democracia.

Wilson estaba por terminar su mandato y Harding, el presidente por el partido republicano, próximo a su asunción de las riendas del gobierno. El senador Mr. Kormik, republicano, estaba en Francia, como agente personal del futuro presidente y mantuvo con el doctor Pueyrredón una entrevista en que no ocultó su aprobación de la conducta de la delegación argentina. Sabemos los motivos. Son los republicanos los que han movido más opinión en contra de los planes de Mr. Wilson, y la siguen moviendo en el momento actual. ¡Por qué la prensa oficialista no toma nota de la política yanki, y, la coteja con la que sigue, hoy por hoy, la cancillería argentina?

¿Por qué me reproduce los argumentos de aquel entonces?

UNA SANCIÓN ELOCUENTE

El 4 de diciembre de 1920 (es decir, el mismo día en que la delegación argentina asumía la conocida actitud), el embajador americano en la República Argentina, confirmaba una comunicación anteriormente recibida en el ministerio, según la cual Mr. Bainbridge Colby, secretario de Estado, manifestaba sus deseos de llegar hasta la ciudad de Buenos Aires, “para encontrarse en esa oportunidad con los miembros del gobierno y los hombres públicos bajo cuya dirección la República Argentina ha alcanzado una posición tan eminente entre las naciones del mundo”.

La decisión de Mr. Colby era tanto más apreciable por cuanto la ciudad de Buenos Aires estaba fuera de su itinerario oficial, y venía con ella a pulverizar la oposición del ya conocido grupito regimentado, Rojas, Palacios, J. Anchorena, etc. que hizo en todos los momentos, su blanco del doctor Yrigoyen, sin llegar, empero, a preocuparlo en ningún instante.

Mr. Colby llegó a Buenos Aires el 1° de enero de 1921. Eran los días de una huelga como las que se veían en tiempos de Yrigoyen. El aspecto de la ciudad le llamó poderosamente la atención y, sobre todo, el escaso aparato de fuerza. En efecto, al llegar a la Casa de Gobierno para visitar al Dr. Torello, no vio más que a los granaderos de guardia (por aquel entonces existía en cada entrada principal).

La entrevista con el doctor Torello fue cordialisima. De allí pasó con su comitiva a visitar el doctor Yrigoyen, que lo esperaba en su despacho.

Serví de intérprete durante la conferencia y pude apreciar las condiciones del ministro de Estado americano, tal como nos las había anunciado el embajador Le Breton. Era un representante muy completo de la clase gobernante de la gran nación, lleno de simpatía individual. A su vez, Mr. Colby recibió del doctor Yrigoyen una impresión como la que el presidente siempre ha conservado de él. Recuerdo como uno de los honores más altos de mi carrera, la intervención personal que me tocó tener en las entrevistas sucesivas, sostenidas entre los dos eminentes estadistas.

La conversación serene, rápida, incisiva, no se perdía en detalles. Los grandes problemas de la humanidad, que entonces sacudían la entraña del mundo, fueron abordados, expuestos, analizados y explicados conforme a una identidad de miras y elevación de conceptos que causaba mi admiración al propio tiempo que los vertía en el correspondiente idioma.

Todos recordamos al afectuoso discurso de Mr. Colby en el salón del ministerio cuando el banquete que se le ofreció.

Es para mí un verdadero placer mencionar los conceptos de Mr. Colby expresados en toda ocasión que se refirió al doctor Yrigoyen y que, sin vacilar, dio a la prensa de esta Capital: “la impresión que me hizo superó por completo los anticipos que me habían hecho mediante mis conocimientos sobre su carrera sorprendente y magistral. Como todo hombre de positivo valer, se mostró sencillo y mesurado. Como todo hombre de entendimiento claro, la expresión de su pensamiento fue lucida y acertada. Es un profundo conocedor de los problemas sociales e industriales y sin duda se acerca ellos in una genuina y honda pasión en favor del bienestar y el mejoramiento de las condiciones bajo las cuales la masa vive y trabaja”.

Al despedirse de él (después de invitarlo a un viaje a los E.U.A., donde el pueblo y el gobierno lo habrían de recibir con manifestaciones que el mismo doctor Yrigoyen no sospechaba), le reiteró el concepto de ser él el vivo testimonio de los deseos de amistad del presidente Wilson, y le auguró muchos años de vida para que pudiese llevar adelante su gran obra en bien de su país y de la humanidad.

Estas frases - de cuyo fervor y sinceridad fui el traductor - venían a poner punto final ala innúmera serie de homenajes que el presidente argentino recibió, dentro y fuera del país, como ratificación patriótica y mundial de los postulados esenciales que, con pulso firma, había hecho culminar en una hora de desorientación y de universal angustia.

EL PERDÓN

El último capítulo de la agitada actitud del doctor Yrigoyen ante la cuestión de Ginebra se refiere a los telegramas del ministro argentino en Francia.

Nos dejó llamarse la atención, y así lo hice notar, que desde el despacho enviado por Alvear el 2 de diciembre, ya no tuviésemos más noticias directas de su procedencia, y que los informes de París las firmase un quidam sin personería oficial para realizarlo.

Los diarios anunciaban, por otra parte, ciertos propósitos de renuncia.. Un telegrama privado que recibí el mismo día 1 de diciembre, me dio a entender que algo sucedía por aquellos pagos; procuré fijar un compás las de espera con una respuesta que me valió una reprimenda.

El doctor Yrigoyen, de acuerdo con sus hábitos, maduraba una contestación que evitase el formalismo burocrático de costumbre. Existía, además, una poderosa razón efectiva, de cuya profundidad y leal consecuencia veríamos más tarde el fruto.

No necesitó mucho para decidirse en dar los últimos toques al documento. Pasaron algunos días. El viernes 31 de diciembre fui llamado a su casa-habitación, y allí me dictó el telegrama final, que lleva fecha 30 de diciembre. La razón de ser de toda la conducta política del doctor Yrigoyen, está contenida en esta personalísima pieza, exteriorización de la unidad profunda que han guardado sus actos. La fe en la grandeza de la patria anima todas las sentencias; y el fundamento de sus concepciones es la sincera profesión de un convencimiento ardiente, en la trascendencia de los esfuerzos empleados en su enaltecimiento moral.

El doctor Alvear, finalmente, parecía aceptar los puntos de vista del presidente Yrigoyen. Tuvo conocimiento de su respuesta el 13 de enero de 1921. Habíala recibido directamente del doctor Yrigoyen el 7 del mismo mes y decía así: “Cualesquiera que sean las divergencias que en esta oportunidad haya existido y que consisten más en forma que en el fondo mismo de la cuestión, puedo dar al presidente y al amigo la seguridad de que me encontraré siempre con todo entusiasmo, sin ninguna reserva y exento de preocupaciones personales, completamente decidido a cooperar con él como lo he hecho en toda mi vida política, sin incertidumbre ni desfallecimientos, a la prosperidad y grandeza de nuestra patria”.

El ministro Pérez hubo de ser llamado a cuentas de actitudes que en él no eran abonadas por título alguno; pero al cabo de unos días, cuando Yrigoyen envió su último telegrama al doctor Alvear, estimó que el asunto quedaba debidamente terminado y como correspondía a la magnitud de la empresa.

EL ACTA FINAL

El doctor Pueyrredón concluyó por reconocer la bondad de la tesis y del procedimiento señalado por el doctor Yrigoyen, como ya hemos dicho.

El doctor Alvear, a su vez confesaba que el desacuerdo legado más bien en la forma que le des; pero y a pesar de esto era nada más que una cuestión formal y no una cuestión de principios; y desde ese día reanudó sus tareas en la legación que había abandonado por un tiempo con propósito de renuncia.

El país entero se alzaba como un solo hombre para declarar su identificación con los propósitos del repúblico que guiaba sus destinos.

No quedaba más que dar cuenta al congreso dela actitud asumida y del concepto que no se imponía triunfante, sobre los colaboradores que en un principio no le habían aceptado, o que caso lo condujeron al fracaso; como sobre los que vieron en la paz la reconstrucción del mundo un problema formal y no una cuestión de principios éticos fundamentales.

La parte correspondiente del mensaje de apertura del 60° período legislativo, en mayo de 1921, fue escrito bajo el dictado del presidente Yrigoyen. Ella resume fielmente la posición de la República Argentina frente a la Sociedad de las Naciones; posición que hemos procurado esclarecer mediante el relato de todas las actuaciones del asunto.

El mensaje dice así: “El P.E. se había adherido a la idea de una Liga de las Naciones, con el fin de fundamentar la paz universal. Invitado a dar opinión sobre el proyecto del pacto, rehusó adelantarla en la forma privada u enteramente sin carácter oficial que se le pedía contestando que animado del más amplio espíritu, se disponía a concurrir a la discusión pública con el firme propósito de propender a la realización y estabilidad de la misma y de acuerdo con este concepto expresó si adhesión sin reserva a la idea esencial.

“Invitado más tarde a concurrir a la discusión pública que debía tener lugar en la primera asamblea que se reunió en Ginebra el 15 de noviembre de 1920, y entre cuyos objetivos figuraba la discusión de las enmiendas del Pacto, la delegación argentina propuso como esenciales los principios de la universalidad de la Sociedad de las Naciones y de la igualdad de todos los Estados soberanos”.

“Postergada la consideración de estos principios, el gobierno argentino entendió que sin la aceptación de dichas bases fundamentales no se llenaba el ideal que él tuvo en vista al adherirse a la formación de la Liga de las Naciones, para asegurar la paz de la humanidad, y en consecuencia, postergada su consagración, la delegación argentina procedió a retirarse del seno de la Asamblea”.

Estas palabras definitivas concluyen con todo el accidentado proceso de la adhesión de la República Argentina a la Sociedad de las Naciones. La claridad las eximió de cualquier comentario. Su precisión excluye cualquier otro documento anterior; es la palabra del jefe de la Nación al cuerpo que la representa. La majestad de este concepto anula, por sí, todos los actos que durante el transcurso de las negociaciones se hayan producido, ya como una desviación, ya como una declinación y, lo que no necesita decirse, los que no se ajustaron a las instrucciones o las excedieron, o las tergiversaron.

El doctor Yrigoyen ordenó que el ministerio interrumpiera, desde ese momento, toda relación oficial con la Liga de las Naciones. Los documentos que nos enviaban eran acusados con memorándum, y así mantuve la situación en la esfera de mi responsabilidad. La nota de sir Drummond de 2 de enero de 1921, su respuesta del 31 de mayo del mismo año y la nueva nota de sir Drummond de mayo de 1921, no se llevaron a conocimiento del Presidente.

De la misma manera, toda vez que, apremiados por los telegramas y comunicaciones mentábamos al doctor Yrigoyen el pago de las cuotas que se nos habían fijado de acuerdo con los datos estadísticos solicitados oportunamente, se rehusaba a dar trámite a la cuestión. No por lo que en sí montaba la suma, sino por el celo del concepto, que siempre recomendada a sus colaboradores.

El gobierno actual ha quebrado esta línea de conducta. Veremos, más adelante, como su actitud, incalificable por la ligereza, viene a subalternizarnos en el concepto y la práctica de los nobles y generosos postulados del doctor Yrigoyen.

El doctor Alvear - llamado por Yrigoyen a más grandes destinos, - no supo desprenderse de sus prejuicios. Olvidó su deserción de las responsabilidades en la hora más trascendental de la diplomacia argentina; olvidó su sumisión a la evidencia de un designio que reconoció como el más preclaro norte de los destinos de la patria; y parece que no ha conseguido darse cuenta, todavía, de la obligación ilevantable que tiene de guardar lealtad y amor hacia los fundamentos éticos y humanos de la política internacional del maestro, cuyo ejemplo juró seguir. "


Diego Luis Molinari







Fuente: "Al Cesar lo que es del Cesar" por el ex Senador Nacional por la Capital Federal, Dr. Diego Luis Molinari, publicado en "Avanzar", Año 1 Nº 7  Bs. As. 10 de Octubre de 1932.

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