Arturo Illia: Yo
tenía 29 años y era médico del ferrocarril, en Cruz del Eje, cuando fue la
revolución de Uriburu en el 30.
A los pocos días llegó el interventor de a la ciudad, y
todos fueron a saludarlo y a estar cerca de él. El médico que estaba conmigo me
dijo que sería conveniente que vayamos nosotros también a verlo, "Vaya
usted -le dije-, yo no tengo interés". Parece que lo consideraron una
falta de cortesía porque al tiempito vino el interventor mismo, que se llamaba
Albariños y era teniente coronel, para conocer de cerca al "medicullo
ése", según dijo... Yo estaba atendiendo a un enfermo cuando el enfermero
vino todo asustado a decirme que estaba el interventor en el hospital.
"Que lo atienda el otro médico", le dije. "¿No ve que yo estoy
ocupado ahora!" Le puse el termómetro en la boca a mi paciente, y en ese
momento entró este señor Albariños acompañado por el otro médico. Parece que
había pedido conocerme. Yo le dije "mucho gusto" y seguí atendiendo a
mi paciente, que seguía con el termómetro en la boca. Era una situación molesta
porque nadie se animaba a decir una palabra, y se notaba que el interventor
estaba inquieto porque yo no le daba corte. En una de esas por querer decir
algo, se dirige a mí y me dijo con tono autoritario "¿Qué tiene ese
paciente?" "Un termómetro", le contesté yo alzando la voz. Me
miró y yo le aguanté la mirada. Se fue. A la hora yo estaba exonerado por
"razones de mejor servicio". Cuando estaba haciendo las valijas en mi
hotel vino un grupo de ferroviarios que me pidieron que me quede en el pueblo,
por eso seguí allá, pero fuera del hospital. Fue mi primer derrocamiento...
"
Gente: Se había
levantado a las seis y media de la mañana. Como de costumbre, el mismo se
prepara su té con leche, a pesar de contar en su casa con varias personas de
servicio doméstico. Eran las 7.45 cuando vino a buscarlo el coche del
Ministerio. A él, como ministro de Relaciones Exteriores que era, le tocaba la
chapa Nº 6. Cuando el doctor Miguel Angel Zavala Ortiz subió al coche advirtió
que el chofer no era el de todos los días y, a pesar de no ser supersticioso,
le cruzó por la mente la idea de que ese simple hecho no auguraba nada bueno.
"Pavadas", pensó. Y se lanzó de lleno a la lectura de "La
Prensa", su diario preferido, mientras el automóvil rodaba rumbo al Ministerio
aquel 27 de junio que había amanecido frío y gris.
Arturo Illia: Pero
a mí nunca me asustó el frío; siempre pensé que es sano. Por eso me levanté sin
problemas a las siete menos cinco. Había dormido en la Quinta de Olivos.
Desayuné con té solo, como lo hago siempre; tomo poco mate en bombilla en
realidad... Los demás estaban durmiendo cuando vino a buscarme, un Rambler
negro. Eran las 7.45 más o menos. Aunque yo había ordenado, desde que empecé la
presidencia, que me sacaran las motos con sirenas, no pude evitar nunca que me
custodiaran esos dos coches negros con gente de Coordinación que me seguían a
todas partes; ¡no sé con qué necesidad! A las 8.05 entré en a mi despacho y le
pedí a Zubizarreta, mi ordenanza del turno mañana, que me trajera un té.
Entonces empecé a leer todos los diarios de la mañana..."
Gente: Se había
acostumbrado desde chico a no tomar desayuno. Lo que pasaba era que iba al
colegio por la mañana y siempre salía a último momento, apurado. Ahora que
tenía 45 años, cinco hijos, y la responsabilidad de ser Secretario de Prensa,
tampoco tomaba desayuno, pero no salía con apuro como antes. Ese lunes se había
levantado temprano, como todos los días, y salió de la casa de Uruguay al 1300,
llevando a Fernando -su hijo menor-, mientras su esposa, Marta, aún dormía un
rato más. Fernando entraba en el Colegio Río de la Plata de la calle Laprida, a
las 8.30 de la mañana; pero su padre solía llevarlo media hora antes, y a veces
más, con el mismo choche Mercedes Benz que luego lo conduciría a él mismo hasta
la Casa de Gobierno. Los choferes eran Vázques y Filipino, y se turnaban
trabajando un día cada uno. El lunes 27 de junio era Vázquez quien conducía
tarareando bajito como siempre, sin que esto molestara al doctor Luis Caeiro.
Por el contrario, lo divertía. Ni sospechaba que tiempo después Vázquez estaría
al servicio del general Repetto, y ya no se animaría más a tararear mientras
conducía.
Arturo Illia: -
Ni me acuerdo que comí al mediodía, lo que sé es que yo nunca como demasiado.
Antes de sentarme a almorzar, en la Casa de Gobierno, había recibido a mi
primer visitante del día por asuntos oficiales: el doctor Oñativia, que era
ministro de Salud Pública... Serían como las dos y media de la tarde cuando
terminé de comer. Me fuí a descansar un rato a mi piecita de la presidencia. Me
acuerdo que un ordenanza )no sé cómo se llama, hacía poco que estaba) me dijo:
"Señor presidente, ¿le traigo una frazada más? Está refrescando..."
Le dije que no, gracias, y que no me diga "señor presidente" cuando
estábamos solos; que me diga "Dr. Illia", nada más. Nos íbamos a
llevar mejor así de ahí en adelante.
Gente: Félix Gilberto
Elizalde, el presidente del Banco Central, había llegado el día anterior de un
viaje a los Estados Unidos. Estaba algo cansado; por eso durmió más que de
costumbre. No pasó por su oficina de Diagonal Norte al 600 porque no tenía
mucho tiempo. Por la tarde habría una conferencia de prensa en el Ministerio de
Economía y él debía informar sobre las gestiones realizadas para la
financiación de las obras de SEGBA y de El Chocón. Un asunto que los tenía
preocupados desde hacía un tiempo. Quizás se solucionaría pronto, por suerte.
Era ya pasado el mediodía cuando el contador público Elizalde se reunió con el
doctor Conrado Storani, que era secretario de energía y combustible, ara tratar
los temas de la conferencia y la manera en que los expondrían.
Arturo Illia: -Serían
como las cuatro menos diez cuando me levanté. Me lavé la cara en la piletita y
volví a mi despacho. Habíamos quedado de acuerdo, desde hacía tiempo ya, que se
organizaran en turnos para verme las tres personas que yo recibía
indefectiblemente todos los días: primero entraría el Jefe de la Casa Militar,
el brigadier Pío Otero (que estuvo unos 20 minutos aquel lunes=: después, el
secretario de Prensa, doctor Caeiro (una media hora) y después mi hermano
Ricardo, que era secretario general de la Presidencia y con quién estuve como
veinte minutos. Calcule que serían como las cinco cuando me avisaron que me
llamaba por teléfono Leopoldo Suárez, mi ministro de Defensa, por un asunto urgente.
Gente: El ordenanza
Zubizarreta se había ido a mediodía. Logratto, el ordenanza nuevo que trabajaba
en el turno de la tarde sólo entró una vez aquel día en el despacho del
presidente Illia. Fue para retirar una taza de té vacía. Por lo general -de
acuerdo con lo que el mismo Zubizarreta le había explicado al hablarle del Dr.
Illia- el presidente pedía una nueva taza de té a eso de las cinco y media.
Pero aquel día no. Logratto pensó que quizás había hecho algo mal. No se
explicaba por qué el presidente no lo llamaba para hacerle el pedido de siempre
y temía que le reprendieran a él por algo. Logratto era uno de esos hombres que
cuando enfrentan una situación desusada, por mínima que sea, lo primero que
piensan es que les va a pasar algo a ellos. Son un poco como los chicos. Es el
temor ante lo distinto. El ordenanza nuevo -como le decían todos porque
aseguraban que su apellido era "difícil"- había visto entrar en el
despacho de Illia al jefe de la casa militar; al doctor Caeiro con muchos
papeles en la mano (después lo había oído hablar con su secretario, en el
pasillo y se había enterado que eran expedientes que el presidente debía firmar
para la "radicalización" de un grupo de computadoras o algo
parecido), y por último, al profesor Ricardo Illia. Ya había salido éste sin
que el presidente pidiera su té. Y lo peor es que ya eran como las seis menos
diez.
Arturo Illia: -
"¿Qué pasa?", le pregunté al ministro Suárez cuando levanté el tubo.
Entonces me contó que habían detenido al general Caro. "¿No habrá sido por
el asunto de los diputados?", le dije. Y él me contestó que sí. Al general
Caro lo habían visitado un grupo de diputados peronistas entre los que estaba
el propio hermano de Caro y los diarios se habían encargado de hacer la cosa
grande... El ministro Suárez siguió hablando y me contó que Caro llamó por
teléfono al Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, el general Pistarini, y
que Pistarini le dijo que vaya al ministerio de guerra para aclarar la
situación. Cuando el general Caro fue, Pistarini le comunicó que quedaba
detenido. El secretario de Guerra de mi gobierno, el general Castro Sánchez,
quiso intervenir, pero Pistarini le contestó que desconocía su autoridad. Lo
único que atiné a decirle a Suárez cuando terminó de contarme todo eso
fue:"Esto es una rebelión". Después cortamos la comunicación y llamé
en seguida a Estados Unidos para hablar con mi hijo mayor y decirle que cuidara
a su madre, que acababan de operar y que era probable que yo tuviera que vivir
momentos muy difíciles; pero esperaba que él supiera estar a la altura de las
cosas, como siempre lo había estado. Cuando corté me quedé sosteniendo el tubo
un buen rato sin hacer nada, pensando. Lo levanté en seguida otra vez y pedí
que vinieran a mi despacho los secretarios de Marina y Aeronáutica, el contraalmirante
Varela y el brigadier mayor Alvarez.
Gente: El doctor
Caeiro había almorzado en su casa como lo hacía siempre: bife a medio cocer,
puré, tarta de manzanas y café. El doctor Caeiro nunca fumó. Cuando sonó el
teléfono -ya en su despacho- eran las cinco y cuarto poco más o menos. Alguien
de la Agencia Telam de Noticias le comunicaba extraoficialmente que el general
Caro había sido detenido. A las cinco y media entró el doctor Caeiro por
segunda vez en el despacho del presidente. "Doctor" (acostumbraba a decirle
así "doctor" a secas) "... le acaban de detener a Caro. Creo que
ahora esta gente se larga..." El doctor Illia ni siquiera levantó la
cabeza de los papeles que observaba con detenimiento. Ya conocía de sobra el
acento cordobés de Caeiro y no hacía falta mirar para saber quién le hablaba.
Hacía 20 años que conocía a su secretario de prensa. Todo lo que dijo fue:
"Está bien".
Arturo Illia: -
Les dije a Varela y Alvarez que habían detenido a Caro y que las cosas se
ponían feas. También les expliqué que como Pistarini desconocía la autoridad de
Castro Sánchez, mi secretario de Guerra, debían ir ellos y pedirle que deponga
su actitud para no llegar a mayores. Ellos se fueron y yo me reuní con la
mayoría de la gente de mi gabinete. Quería que estuvieran enterados de todo y
no que supieran lo que estaba pasando por otras bocas. Era mejor así. Las cosas
no se iban a distorsionar, ¿no cree?
Gente: Estaba vestido
con traje oscuro porque tenía una recepción en una embajada. A veces pensaba
que era uno de los trabajos más pesados de un ministro de Relaciones
Exteriores. Fue por eso, para cambiarse de traje, que volvió a su casa aquel
mediodía, contradiciendo su costumbre de comer sólo un emparedado en el
Ministerio. Su esposa Lydia, le dijo que estaba contenta de poder almorzar un día
con él, al fin. Por eso estaba con traje oscuro. Un llamado al Ministerio lo
alertó sobre la detención del general Caro y fue en seguida para la Casa de
Gobierno. Entró en el despacho del presidente a las seis y cinco. El ordenanza
Logratto no entendía nada: tanta gente entrando y saliendo y ni siquiera un
café le pedían. El doctor Zavala Ortiz salió en pocos minutos del despacho
presidencial y se dirigió a la sala de audiencias. A esa hora el doctor Illia
tenía pendientes dos entrevistas aún: una con los miembros de la Sociedad
Rural, que lo invitaban a la inauguración de la exposición anual, y otra con el
embajador de Colombia, que traía un industrial poderoso de su país que quería
conocer al presidente, cosa común en el mundo de la diplomacia.
El doctor Illia había
atendido a los de la Sociedad Rural a pesar de todo, pero pidió a Zabala Ortiz
que atendiera él al embajador de Colombia. Por eso era que el ministro de
Relaciones Exteriores se dirigía a la sala de audiencias. Después de todo
estaba dentro del reglamente: vestía traje oscuro.
Arturo Illia: Cuando
volvieron Varela y Alvarez y me dijeron que no había nada que hacer, terminaron
por confirmar que aquello era un golpe de estado liso y llano. Quise hablar por
radio y televisión, pero no pude, ya estaban tomadas las líneas de la Central
Cuyo. Nos reunimos otra vez con los ministros y les pregunté qué opinaban de
aquello y si veían alguna solución. Acepté una sugerencia y quise trasladar
todo el gobierno a otra provincia para luchar desde allí. Llamé a Córdoba, a Entre
Ríos, a Santa Fe. Pero no había nada que hacer: la revolución era en todo el
país. Ya eran las ocho y media de la noche. Estuvimos una hora y media más en
reunión y a las diez llamé al coronel de Elia, que era jefe del regimiento de
Granaderos para pedirle que venga con tropas a la Casa de Gobierno. De Elía me
contestó que era imposible porque ya estaba cercada totalmente la manzana de la
Casa de Gobierno y no podría pasar. Cuando a las doce de la noche firmé un
decreto destituyendo a Pistarini ya no me quedaban esperanzas de que las cosas
cambiaran. Fue sólo una fórmula, casi...
Gente: El presidente
del Banco Central y el secretario de Energía y Combustible, Elizalde y Storani,
se reunieron en la salita que quedaba junto al gran salón donde estaban dando
la conferencia de prensa. Les habían avisado por teléfono lo que estaba
sucediendo y comentaban los hechos resolviendo qué debían hacer. Al fin
decidieron abandonar la conferencia de prensa que había comenzado cuarenta
minutos después de lo previsto y se dirigieron a la Casa de Gobierno. Allí
estuvieron junto a los demás, hasta que el presidente les encargó la tarea de
ir a buscar al vicepresidente, Perette. Por eso fueron hasta el Hotel Savoy,
donde aquél se hospedaba. Por eso volvían ahora a la Casa de Gobierno en el
coche de Elizalde mientras escuchaban a Perette repetir continuamente:
"¡Qué barbaridad, qué barbaridad"!. Por eso todo lo que pudieron
comer después del almuerzo de ese día fue un sandwich frío a las diez y media
de la noche en el despacho de Caeiro, el secretario de Prensa.
Arturo Illia: - A
partir de la medianoche lo único que hice fue esperar que llegara esta gente a buscarme.
Le pedí a Perette, que había venido con Elizalde y Storani, que trate de
conseguir algún contacto. No quiso irse de mi lado, y casi llegué a rogarle que
vaya.
Logratto, el
ordenanza, había terminado su turno a las siete de la tarde y llegó a su casa
con bastante dificultad. Le dijo a su señora que algo estaba pasando en el
gobierno, porque vio a muchos militares entrar y salir durante el día. Su
señora le contestó que era lo de siempre, que al final nunca pasa nada, que
siempre se arreglan entre ellos y asunto terminado. Se llama Silvia. Después le
preguntó qué quería comer para la cena.
Arturo Illia: -Creí
que vendrían en seguida pero recién apareció el general Alsogaray a las cuatro
de la mañana. Venía de uniforme, pero no llevaba armas de ningún tipo. Yo
estaba rodeado de gente amiga, y justo cuando iba a firmar una foto a pedido
del secretario de Caeiro, de apellido López, entraron sin pedir permiso, y
Alsogaray me dijo de dejar lo que estaba haciendo. Terminé de firmar y le
pregunté quién era. Me dijo: "Soy el general Julio Alsogaray y vengo a
cumplir órdenes del comandante en jefe". Le contesté que el comandante en
jefe de todas las fuerzas era yo por ser presidente de la República, pero él
pareció no escucharme; dijo que en representación de las Fuerzas Armadas me
pedía que abandone ese despacho y me garantizaba una custodia de granaderos. Al
lado de Alsogaray había un señor de civil que yo no conocía y se metía a hablar
a cada momento. Al final le pregunté quién era, y me dijo que era el coronel
Perlinger. Alsogaray seguía insistiendo en que abandonara el despacho, y la
gente que me rodeaba se estaba poniendo nerviosa y gritaban cosas que yo no
alcanzaba a entender. Le dije a Alsogaray una vez más que no iba a irme. Me
contestó que yo estaba llevando las cosas a un terreno que no correspondía. Fue
entonces cuando mi hijo menor, Leandro, quiso agredirlo. Pero lo detuvieron
entre todos. Yo le recriminé lo que hizo, más tarde. Alsogaray se dio media
vuelta y se fue. Con él se fueron los que lo acompañaban.
Gente: No sabía muy
bien por qué, pero Caeiro sintió que de alguna manera cumplí con su deber
cuando redactó su último comunicado de prensa contando la entrevista de Illia
con el general Alsogaray. Eran las cinco de la mañana del martes 28 de junio.
Elizalde y Storani se asomaron a la ventana de la Secretaría de Prensa y
pudieron ver mucha gente reunida en grupitos y varios carros de asalto de la
Policía. Casi no había soldados. El doctor Zavala Ortiz seguía junto a Illia.
Mucha gente entraba y salía. Todavía no había aclarado. En esa época del año
suele aclarar muy tarde. "Ese que está allá abajo, ¿no es Mancera, el de
la tele?". El soldado se levantó un poco el casco y achicó los ojos para
distinguir el hombre que señalaba su compañero. Estaban en el techo de la Casa
de Gobierno y tenían las solapas del capote levantadas porque hacía frío.
"Sí, che, es Mancera..."
Arturo Illia: Perlinger
apareció otra vez a las seis de la mañana y volvió a pedirme que me fuera.
Alsogaray no venía con él esta vez. Le dije que no me iría, y entonces hizo
entrar a una docena de policías con casco y lanzagases. Me dijo que yo podía
irme con todas las garantías, pero nadie se haría responsable de lo que
sucediera a los que me estaban acompañando. "Andate", le dije a
Palmero, mi ministro del Interior. A él y a Rabanal eran a los únicos que yo
tuteaba de mi gobierno; nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. "No. Me
quedo", dijo él, y los demás también, y empezaron a gritar. Los policías
se pusieron en línea con los fusiles lanzagases en las manos. A todo esto se
habían hecho ya las siete y cuarto más o menos. Yo pensé que no era bueno
exponer a todos los demás. Cuando esos dos oficiales de policía vinieron hacia
mí, por orden de Perlinger, les dije que no era necesario; me levanté y comencé
a caminar hacia la puerta... Había un griterío bárbaro. No sé que decían...
Zavala Ortiz salió de
la Casa de Gobierno y unos amigos lo llevaron en coche hasta su departamento de
Callao al 2400. Lydia, su esposa lo estaba esperando levantada. Eran las ocho
de la mañana. Zavala Ortiz dio un beso en la mejilla a su mujer y no dijo nada.
Se preparó un té con leche, que bebió sin hablar ni una palabra, y después se
fue a dormir.
Arturo Illia: A
los policías que entraron en mi despacho les dije antes de salir que lamentaba
mucho que obedecieran sin saber a quién lo hacían, me daban lástima. Cuando
pude llegar a la puerta de salida de la Casa de Gobierno rodeado por un montón
de gente que seguía gritando, vi a un muchacho que reconocí como el vendedor de
diarios de Plaza Mayo, con el que yo solía charlar de vez en cuando. Estaba
subido a una columna y me decía algo con los ojos llenos de lágrimas. Estaba
gritando, pero yo no podía entender lo que decía en medio de esa gritería.
Quisiera ahora volver a verlo. Me ofrecieron un choche de la presidencia, pero
lo rechacé. Yo quería un coche de alquiler. Pero un minuto después me dí cuenta
de que sería algo tonto ponerme a esperar un coche de alquiler ahí, delante de
todos. En eso vi que se acercaba entre la gente el que había sido mi ministro
de Educación, Alconada Aramburú, y me decía que vaya con él. Yo lo seguí y nos
metimos en el coche de él. Adentro íbamos siete personas. Me acuerdo que mi
hermano Ricardo iba sentado en las rodillas del subsecretario Vesco... Así
llegamos hasta Martinez, hasta la casa de Ricardo...
Gente: -"Ya debe
haber terminado todo, ¿no?" Mas que una pregunta era un ferviente deseo
del soldado Luciano Rizzo desde el techo de la Casa de Gobierno. El otro, Rubén
Grispe, a su lado, apartó la metralleta que los separaba y le contestó con otra
pregunta: "¿Tenés miedo al final?" "No, qué miedo ni miedo.
Estoy cansado. ¿Qué habrá pasado allá abajo?". Luciano sacó un cigarrillo
y lo encendió debajo del capote para que el sargento no lo viera. Aunque el
sargento estaba abajo, tratando de averiguar lo que ellos se preguntaban. Rubén
le pidió una pitada antes de decir: "Mi viejo dice que en este país lo que
se necesita es tener los pantalones bien puestos y además hacer cosas. Yo me
estaba amargando, nunca pasaba nada..." El del cigarrillo era uno de esos
que no pueden dejar al otro con la última palabra. Por eso quizás
agregó:"El que tiene razón es mi viejo.
Dice que en todas las
cosas que pasan hay una razón, que todo tiene sus etapas y nosotros estamos
para superarlas. Tiene razón, después de todo, la historia no se va a escribir
sola, ¿no?"
Fuente: Revista Gente "Arturo Illia "Su ultimo día como Presidente" (28 de junio de 1967) digitalizado por Magicas Ruinas.
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