Páginas


Image and video hosting by TinyPic

domingo, 26 de febrero de 2012

Leandro Alem: "Cesión del Municipio de Buenos Aires para capital permanente de la República" Parte II (15 de noviembre de 1880)

Sesión del 15 de noviembre de 1880

Sr. Alem - Esas palabras confirman lo que sostuve anteriormente, que quienes deseaban federalizar Buenos Aires no se fiaban de la opinión pública porque comprendían que ella no estaba con semejante proyecto y como temían que la Legislatura emanada del Partido Autonomista no abdicara fácilmente de su antiguo pensamiento, el Congreso Nacional "suspendió sobre nuestra frente la espada de Damocles, pronunció una verdadera amenaza y quiso hacer presión sobre nuestro ánimo de manera que tuviéramos que resolverla quisiéramos o no quisiéramos".
¿Con qué títulos, con qué fundamentos invocaba el mismo Congreso la opinión de los pueblos de la República, repitiéndonos que era una exigencia nacional, la solución que proyectaba y al fin resolvió? ¿En esos momentos en que cuatro provincias estaban bajo el estado de sitio, y el resto de la República se agitaba al soplo de la guerra y estaba en movimiento militar producido por sus mismos gobernadores, sin necesidad y aun sin requisición del Gobierno Nacional, cuando de todas partes venían los ciudadanos en batallones, regimientos y divisiones al campamento de la Nación, sometidos, por consiguiente, a la disciplina y a la regla militar? ¿Era allí, en esos cuerpos militarizados donde el Congreso iba a buscar la opinión pública e inspirarse sobre esta cuestión histórica?
En esta cuestión y en la forma en que se presenta, se entrañan, por así decirlo, las dos tendencias que más han preocupado a nuestros hombres públicos y más han trabajado nuestra organización política: la tendencia centralista unitaria y aun puede decirse aristocrática, y la tendencia democrática descentralizadora y federal que se le oponía.
Siempre que esta cuestión ha surgido, pretendiendo una solución como la presente, al momento también han aparecido en lucha aquellas dos tendencias y la razón es sencilla. Para el régimen centralista y unitario, dadas las condiciones de nuestro país y el estado de las otras provincias, la capital en Buenos Aires es necesaria, es indispensable, tiene que ser uno de los resortes principales del sistema, y para la tendencia opuesta, para el principio democrático y el régimen federal en que aquél se desarrolla, la capital en este centro poderoso entraña gravísimos peligros y puede comprometer seriamente el porvenir de la República constituida en esa forma y por ese sistema.
La lucha ha sido inevitable y es sobre ella que tengo que traer al debate los antecedentes necesarios, pero como yo he de hacer historia verdadera, y no romances históricos como los que he oído, apreciando los sucesos con imparcialidad y por los datos recogidos de los mejores escritores argentinos.
Puede decirse que esta lucha se presenta con sus caracteres más pronunciados y sensibles desde 1815, en cuya época la gran centralización que hacía el Director, general Alvear, empezó a producir una seria alarma en todos los pueblos de la República y en la misma Buenos Aires, que, como se sabe, arrojó del poder al Director y a la Asamblea, declarando que en adelante no quería ser más el asiento de las autoridades nacionales.
Todos los pueblos enviaron calurosas felicitaciones al Cabildo de Buenos Aires por aquel movimiento revolucionario, impulsado indudablemente por el sentimiento descentralizador y
del propio gobierno.
Vino en seguida el Congreso del año 16, instalado en Tucumán, y trasladado posteriormente a Buenos Aires en donde residía el círculo principal del unitarismo, compuesto de hombres
muy distinguidos sin duda. Sintió al momento la influencia entonces poderosa de esos caballeros, que tenían la dirección de los negocios públicos y de la ruda contienda que para la emancipación se sostenía contra la monarquía española. Esa Asamblea no fue solamente unitaria sino que fue también monarquista. Sus planes no pudieron quedar ocultos y la indignación que ellos produjeron en el pueblo, intimidó e hizo retroceder a sus autores.
La proyectada nueva monarquía fracasó, pero el círculo unitario, persistiendo en sus ideas centralistas y creyéndose todavía con poder e influencias suficientes para establecer y hacer aceptar el régimen de sus simpatías, dictó la Constitución de 1819, sin atribuir gran importancia al sentimiento popular, que ya se manifestaba de una manera sensible a favor del sistema federal.
Cuáles fueron las consecuencias de este error, todos los señores diputados deben saberlo. Constitución y Congreso desaparecieron al impulso de aquel sentimiento, declarando esa misma
asamblea, que no había interpretado bien las aspiraciones de los pueblos, que debieran convocar y elegir nuevos representantes, a fin de constituir el país de acuerdo con esas aspiraciones. Y vi no después aquel momento doloroso y contemplamos ese cuadro lleno de sombras, aquella brumosa tarde que se llama "el año 20" en nuestra vida política.
Apartemos la vista de ese cuadro y lleguemos al Congreso de 1824.
Todo se presentaba en esos momentos con aspecto verdaderamente halagador, respondiendo a los propósitos de organizar la República.
Instalada la nueva Asamblea, dicta la ley fundamental cuyos términos recogía de la que había dado la Legislatura de Buenos Aires, y por la cual se aseguraba a todas las provincias su gobierno propio, estableciendo que se regirían por sus instituciones locales, mientras el Congreso trabajaba y sancionaba la nueva Constitución. Pero algo ofuscaba aquellas inteligencias distinguidas que olvidando las dolorosas lecciones de la experiencia, inician, preparan y desenvuelven una nueva reacción centralista, adoptando los medios más irregulares y los procedimientos más violentos y vituperables para consumarla. Rivadavia fue nombrado Presidente constitucional y con carácter permanente, antes de que la carta orgánica fuese sancionada y por el término que después se fijaría en esa Constitución; y ese nombramiento se precipitó de tal modo, que la asamblea unitaria no quiso esperar la integración antes ordenada precisamente para ese acto y la resolución del problema que agitaba y preocupaba a todos los pueblos, cuál era el régimen al que debiera subordinarse el gobierno de la República a constituir.
Dado el primer golpe era necesario proceder en el mismo sentido sin dejar lugar a los movimientos espontáneos ni ocasión para que la opinión pública volviera de su sorpresa, y aun puedo decir de su aturdimiento. En el mismo día Rivadavia asume el mando y sin perder horas presenta en seguida el famoso proyecto de ley sobre capital de la República Argentina. Las autoridades de la Provincia protestan, el pueblo se agita y se alarma y se indigna, pero el círculo unitario, impulsado por aquel espíritu atrevido y verdaderamente notable, decreta la muerte política de la Provincia para entregar al gobierno directo y a la acción inmediata del Poder Central, todos los elementos necesarios a fin de dirigir y reglar a todas las Provincias que debían componer la Nación, adiestrándolas, fecundizándolas y enseñándoles la subordinación de las cosas y las personas; tales eran los términos del mensaje.
Como era natural, la agitación crecía, pero los centralistas no podían detenerse. Habían echado ya los fundamentos del régimen que querían establecer, y sólo faltaba el último paso en el camino que habían emprendido. La Constitución unitaria se sancionó pues, el año 26. La obra estaba consumada pero como los cimientos eran deleznables -porque no hay nada sólido ni estable en el orden político, apartándose de la opinión pública, y contrariando las tendencias y los sentimientos de las sociedades para que se legisla-, su f in estaba también decretado de antemano.
Las aspiraciones del pueblo argentino, esto es, de las colectividades que debían formar nuestra nacionalidad, repugnaban abiertamente un sistema que abatía su autonomía y les quitaba su gobierno propio.
El círculo centralista vio el vacío a su alrededor; su obra era condenada públicamente y su poder se quebraba por instantes.
El sentimiento autonómico y la idea federal y descentralizadora, se levantaban imponentes.
El centralismo tuvo, pues, que declararse vencido. Cayó Rivadavia y con él desapareció el Congreso reintegrando antes a la provincia de Buenos Aires en su autonomía y en los derechos que le arrebatara, y revocando de este modo su anterior y violenta sanción, porque el voto general de los buenos, el clamor de todas las provincias y los intereses más sagrados de la República así lo exigían,
elocuente manifestación de una Asamblea imprevisora y que debiera servirnos de ejemplo en estos momentos.
Vencido por la opinión pública el círculo centralista, fue exaltado al poder el coronel Manuel Dorrego -la encarnación más brillante entonces del sentimiento popular y de la idea federal-, y asumiendo la dirección de los negocios generales llevó la calma y la tranquilidad a todos los espíritus. Pero cuando las tendencias luchan, esa contienda es ruda y agotan todas sus fuerzas
combatientes. Un caudillo prestigioso en el ejército de línea perteneciente al círculo unitario, regresando de los campos de Ituzaingó cae de sorpresa sobre el coronel Dorrego que abandonando
la ciudad va a rendir por fin su vida en el pueblo de Navarro.
Pero ahí estaba Rosas acechando desde algún tiempo y, astuto, inteligente y ambicioso, recoge la bandera caída de las manos inertes de aquel malogrado patriota y a su sombra y a su título, conduciendo las legiones populares, derrota sin esfuerzo al general Lavalle y aprovechando las circunstancias especiales del país se hace el arbitro de la situación general. Rosas venció,
señor Presidente, al último caudillo unitario, que bregaba todavía en 1828, pero con sus instintos después conocidos y sus propósitos de una dominación absoluta y sin control, abatió en seguida todas las formas y todos los sistemas, aunque no tuvo otra ley ni otra norma de conducta que su voluntad caprichosa. El despotismo no es un sistema de gobierno porque es la degeneración de todos los sistemas. Hagamos, pues, un paréntesis en estos recuerdos históricos como aquel fue un paréntesis en nuestra vida republicana. Rosas tenía que caer y fue el general Urquiza, caudillo igualmente voluntarioso, a quien cupo la suerte de derrocarlo. Los propósitos del general vencedor no se ocultaron mucho tiempo. Una revolución le alejó de Buenos Aires. Director provisorio y rodeado
de buenos argentinos que buscaban la organización de la República, convocó la Convención de 1853. La Constitución fue sancionada y en ella aparece, por segunda vez, determinada en nuestra legislación política, la Capital de la Nación en Buenos Aires.
Y aquí es necesario, señor Presidente, que nos detengamos un momento para descubrir e inquirir los motivos de aquella resolución.
En primer lugar el general Urquiza era el Presidente de la República inevitable en ese primer período. Nadie resistiría su candidatura en las otras provincias; y el general Urquiza, gobernante absoluto de la provincia de su nacimiento, con influencia verdaderamente decisiva en esos momentos, sobre el
resto de la República, excluyendo a Buenos Aires, y con profundos resentimientos para esta última, a quien llamaba desleal, desagradecida y revoltosa, quiso hacerla sentir también su acción y su voluntad predominante, declarándola territorio nacional para tener su gobierno directo e inmediato, eliminando al mismo tiempo y de este modo aquel obstáculo único que él comprendía se podía cruzar en el rumbo de sus propósitos de dominación sobre toda la República. El general Urquiza, llamándose federal, era tan centralista y absorbente como Rosas, que se atribuyó el mismo título, y como sus tendencias no podrían realizarse gobernando a la República desde el Entre Ríos o el Paraná, desde luego dirigió sus miradas hacia Buenos Aires, pretendiendo apoderarse de este centro poderoso por sus elementos materiales y morales y cuya influencia legítima tiene que ser siempre una valla para los avances del "poder extraviado".
Así fue por la segunda vez declarada Capital de la República la Provincia de Buenos Aires, sin su consentimiento, sin que fuera consultada y al impulso de todas aquellas pasiones que agitaban el espíritu de un caudillo triunfador y preponderante, en esos momentos. Buenos Aires permanece segregada. Se libra la batalla de Cepeda, y en presencia de aquel doloroso acontecimiento, el sentimiento de la fraternidad impulsa nuevamente a los argentinos a la organización definitiva de la República, gravando previamente el pacto del 11 de noviembre de 1859. Todos reconocieron que Buenos Aires debía examinar la Constitución del 53, puesto que no había tomado participación en ella, siendo uno de los principales Estados de la Confederación, y la primera de las reformas que esta provincia discute y presenta, es la que se refiere al artículo 3o, en que se la declaraba Capital, abatiendo su autonomía y su personalidad política.
Aquí, en este mismo recinto, la Convención especial de 1860, compuesta de hombres muy notables y distinguidos, se pronunciaba decididamente contra la solución que hoy aparece de nuevo; y tan firme era el propósito y tan inquebrantable la resolución, que varios señores convencionales llegaron a sostener que esa reforma ya estaba hecha por el pacto mencionado que aseguraba a Buenos Aires la integridad de su territorio y la legislación exclusiva sobre todos sus establecimientos públicos, de modo -decían ellos- que llevar y presentar una reforma al artículo 3o sería desvirtuar hasta cierto punto la fuerza de aquel convenio y exponerse a que la Convención Nacional la rechazara y por ese mismo rechazo quedase Buenos Aires otra vez en la condición anterior.
Sin embargo, la reforma se llevó, pero se llevó como abundamiento, incorporándose también a la Constitución y como parte de ella, al pacto de 11 de noviembre.
Y bien, señor Presidente, esas reformas fueron aclamadas por la Convención Nacional de Santa Fe y puede decirse que por los mismos hombres que siete años antes habían gravado ese artículo 3o declarando a Buenos Aires la Capital de la Nación.
El general Urquiza ya no era Presidente. El general Urquiza no tenía necesidad de gobernar directamente a Buenos Aires.
Pero la unión no estaba bien consolidada, porque los recelos, las desconfianzas y las prevenciones que los hechos anteriores dejaban en los espíritus de todos no habían desaparecido completamente.
Estallaron nuevamente las pasiones y otra batalla se libró. El general Mitre fue el triunfador en Pavón. Cayó el Presidente Derqui, abandonado por el mismo Urquiza, y Mitre fue el arbitro de la situación.
Mitre se propuso derrocar todo un orden de cosas existentes. Era la espada brillante que todo lo dominaba entonces, y quiso afianzarla también con el gobierno directo e inmediato de esta influyente
provincia. Reaparece la cuestión Capital, primeramente con motivo de la convocatoria del nuevo Congreso a Buenos Aires, y desde luego todos los que ya habían aceptado franca y lealmente
el régimen federal, no obstante las tradiciones unitarias de algunos, se levantan enérgicos y decididos, combatiendo el pensamiento que ya revelaba el general Mitre, y en elocuentes y viriles
alocuciones, como las de Mármol y otros senadores de la Provincia, apuntan los serios peligros que la centralización traería para el régimen adoptado y por el cual se había pronunciado desde mucho
tiempo atrás el sentimiento de los pueblos.
Se reúne el Congreso y el Presidente Mitre, tan influyente en esa ocasión como lo era en 1853 el general Urquiza, hace sancionar en 1862 la ley que federalizaba a Buenos Aires por algunos años. Enérgica y brillantemente combatida fue por oradores distinguidos, como Gorostiaga y otros señores diputados, pero la influencia del ejecutivo triunfó al fin .
Sin embargo, esa ley tuvo que buscar en seguida los archivos del Congreso, derrotada por la opinión pública de esa provincia.
Creo inútil describirlo, porque estará fresco el recuerdo de aquel solemne movimiento popular, de aquella memorable lucha, en que un pueblo inteligente, celoso de las instituciones democráticas y comprendiendo el rudo golpe que ellos sufrirían con el sistema elegido para que fácilmente se desenvolvieran y se perfeccionaran, supo contener con laudable virilidad los propósitos del reciente triunfador. Y de allí precisamente surgió el gran Partido Autonomista, a la sombra de cuya bandera, abandonada por algunos de sus antiguos sostenedores, estoy en este momento combatiendo la evolución que entraña la tendencia completamente contraria a los principios que en ella inscribimos en 1862.
Y debemos confesarlo caballerescamente. La opinión pública fue aceptada, no apareció la espada de Damocles sobre nuestra frente y desde entonces, señor Presidente, con las nuevas derrotas que la tendencia centralista había sufrido en 1860 y en 1862 ya se hizo conciencia pública, se hizo conciencia nacional, de que Buenos Aires no podía, ni debía ser, ni sería la Capital de la República, no solamente por el derecho que tenía a conservar su autonomía y la influencia legítima que sus antecedentes y sus elementos le dan, sino también porque esa solución a la cuestión pendiente envolvía gravísimos peligros para el porvenir de la República, minando por su base, como antes lo ha hecho, el régimen de gobierno por que tanto habían batallado los pueblos que la componían. Y así veremos que en los diversos proyectos, que de esa fecha en adelante surgen en los congresos, jamás asomó ni siquiera de una manera indirecta la idea de traer nuevamente al debate esta cuestión. Esto es: en la forma en que hoy se presenta, con la mayor imprevisión, a mi juicio.
La última discusión que tuvo lugar en 1875, brillante y laboriosa, fortalece la afirmación que acabo de hacer: la opinión general rechazaba la federalización de Buenos Aires. Quiero detenerme aquí un instante, porque son de gran importancia los datos que me ofrece aquel debate y por las personas que en él intervinieron.
Con motivo de un proyecto que designaba la Capital en Rosario, si mal no recuerdo, se reunieron las comisiones de negocios constitucionales y de legislación, compuestas de muy distinguidos miembros de la Cámara, pues figuraban entre ellos personas como los doctores José María Moreno, Carlos Pellegrini, Tristán Achával, Delfín Gallo, Ruiz Moreno, Alcobendas, Villada, Vicente Fidel López, etc.
Con la cesión de la ciudad para convertirla en territorio nacional, se modifican y aun se borran varios artículos de esa Constitución. Esta ciudad es la Capital de la Provincia, declarada} en esa Carta; esta ciudad tiene por ella asegurado su gobierno propio, un régimen municipal perfectamente establecido, y examinando con más detención aquel estatuto resulta que por esta solución proyectada por la Comisión de Negocios Constitucionales se modifica y se perjudica también el sistema judiciario y el que se refiere a la instrucción superior.
¿Qué haremos de todas estas cláusulas, que se alteran unas y se borran otras completamente?
Y recién recuerdo, señor -y pido perdón a la Cámara por este desaliño en mi exposición- que ya en aquellos tiempos, cuando la Legislatura tenía esas facultades supremas, algunos hombres públicos en este mismo recinto, en 1860, le negaban el derecho de dar una resolución como la que se propone, diciendo, con sobrada razón, que no era lo mismo modificar o reformar el estatuto que hacer desaparecer la personalidad del Estado, entregándolo para territorio nacional.
Y si entonces surgía ya esta doctrina, sostenida con mucho brillo, por cierto, ¿cómo podremos defender ahora que una Legislatura constituida solamente para la legislación ordinaria ya la que expresamente se le quitan aquellas facultades, pueda borrar la autonomía de Buenos Aires, puesto que si tiene derecho para entregar la ciudad, lo tiene igualmente para ceder toda la Provincia?
Que toda la Constitución, o mejor dicho la organización que se ha dado Buenos Aires, recibirá un rudo golpe con este proyecto, no hay que dudarlo. Y, contéstese con franqueza, ¿si esta Constitución tan adelantada se hubiera dictado prescindiendo de la ciudad, la Capital histórica de Buenos Aires y no de la República, como se dice? Claro es que no, señor Presidente, porque lo que impulsó a los convencionales fue precisamente la situación y las condiciones en que se había levantado y se hallaba este gran centro, corazón y cerebro de la Provincia, como muy bien se ha dicho, emporio de riqueza material, intelectual y moral, que lanzaba sus rayos benéficos por todos los ámbitos del Estado.
Y tan rudo será el golpe, que la Provincia restante no tendrá ni los recursos necesarios para establecer y desarrollar convenientemente la mayor parte de las bellas instituciones que esa Carta ha creado. Apenas su renta alcanzará a treinta y tantos millones -según el cálculo general de los recursos-, y en el servicio de la deuda interna que sube a veinte millones, y en el gasto de la policía, de acuerdo con el mismo proyecto que acaba de presentar el Poder Ejecutivo para la campaña y es de 12 millones, si mal no recuerdo, tenemos insumida ya toda su renta. Y, ¿cómo haremos en lo demás? ¿Agobiaremos al pueblo con impuestos?
Y aunque los alzáramos, señor Presidente, no sería posible obtener el resultado necesario para dar a la Provincia todo el desenvolvimiento que señala su Constitución.
Yo he oído aducir como argumento decisivo que el artículo 3o de la Constitución de la Provincia da solución a la cuestión, esto es, que por ese artículo queda perfectamente facultada la Legislatura para ceder la ciudad de Buenos Aires, y se atienen los señores diputados que esta proposición sostienen -porque se lo he oído decir muchas veces al señor miembro informante de la Cámara de Senadores-, a la letra de ese artículo que dice lo siguiente: "Los límites territoriales de la Provincia son los que por derecho le corresponden con arreglo a lo que la Constitución Nacional establece, sin perjuicio de las cesiones o tratados interprovinciales que puedan hacerse, autorizados por la Legislatura".
He aquí el gran caballo de batalla para sostener la habilidad constitucional en que se encuentra la Legislatura. ¡Pero este es un gravísimo error, señor Presidente! Y este error se ha producido por esta causa (y permítaseme usar de la palabra porque a nadie ofendo) por desidia, por no haberse tomado el trabajo de buscar la doctrina de la ley, por no haberse tomado el trabajo de revisar los debates de la Convención.
Hay aquí muchos señores legistas, y personas que aun cuando no sean legistas conocen los principios generales del derecho, y deben reconocer que, para interpretar y aplicar fielmente una ley, es necesario, antes que todo, buscar su origen, las causas determinantes, los motivos y los propósitos que tuvieron los autores.
Veamos un momento cuáles tuvieron los convencionales al designar este artículo 3o de la Constitución de la Provincia.
Esta fue precisamente una de las cuestiones más debatidas de la Convención del 73. Se nombraron dos comisiones especiales para que dictaminasen, en las cuales figuraban personas muy ilustres y distinguidas, como los señores Mitre, Vicente F. López y Luis Sáenz Peña. ¿Y saben los señores diputados por qué vino ese debate, esa solución? Fue por las cuestiones de límites con
las provincias fronterizas, y como una transacción entre los que querían fijar en la Carta los que correspondían a Buenos Aires y los otros que se oponían, dejando grandes facultades al Congreso
sobre este punto.
Las opiniones divididas arribaron a ponerse de acuerdo en este artículo, estableciendo que los límites de la Provincia eran los que por derecho le correspondían, respondiendo su segundo período a las otras cuestiones que acabo de indicar. Entiendo que, a la sazón, Buenos Aires estaba en controversia
con una o dos de las provincias vecinas.
Allí sólo se tenía en cuenta y sólo se hablaba de esos territorios desiertos y sobre los cuales podrían surgir las dudas o los pleitos, pero de ninguna manera los centros poblados, incorporados por así decirlo al cuerpo autonómico, a la Provincia reconocida.
Para esas cesiones y concesiones recíprocas fue autorizada la Legislatura; para esos tratados fue autorizado el mismo Poder Ejecutivo.
De manera, pues, que esos dos artículos del Estatuto están en pugna completamente con la solución que a esta cuestión se le quiere dar, y con ella se viene a echar por tierra una serie de prescripciones constitucionales.
Si no hay duda de que por la nueva Constitución de la Provincia el pueblo se ha reservado la facultad de pronunciarse sobre todo lo que a la reforma se refiere; y si no hay duda que el artículo tercero de la Constitución Nacional no es imperativo, sino que sólo establece la facultad que las provincias se reservaron para que ellas la ejerciten del modo como en su carta orgánica lo determinen; si el artículo tercero de la Constitución provincial tampoco viene a destruir, como no podía razonablemente suceder, lo estatuido en la misma respecto a su forma, como se pretende por la interpretación lata que se le quiere dar, pues la doctrina y los antecedentes de la Convención del 73 hacen i n sostenible y aun absurda esta interpretación, ¿cuál es, entonces, el fundamento legal, las doctrinas en que han apoyado sus ideas los señores miembros de la Comisión para presentarnos ese dictamen?
Y en cuanto a mi última observación, respecto a las facultades del Congreso para legislar exclusivamente sobre el territorio de la Capital, peor sería contestarme que así sucederá, porque entonces habría que celebrar las exequias al Banco de la Provincia si ésta no conserva su legislación exclusiva sobre todo lo que se refiere a ese establecimiento, cuyos privilegios, que tanta importancia le han dado, desaparecerían al momento. Tendrá que salir inmediatamente de la ciudad o ser nacionalizado.
Pero en todo, señor Presidente, se ha procedido de una manera irregular en este asunto, y es por eso que se han comprometido gravemente muchos preceptos constitucionales, como el que recuerdo ahora y voy a leer a la Cámara. Dice el artículo 35:
"Los Poderes Públicos no podrán delegar las facultades que les han sido conferidas por esta Constitución (la de la Provincia) ni atribuir al PE. otras que le están acordadas".
¿Qué significa entonces este proyecto que autoriza al PE. para hacer los arreglos con el Poder Central, sobre las condiciones en que debe entregarse la ciudad? Yo no sé, señor Presidente.
Si la Legislatura se cree autorizada, sería también la Legislatura la única que debiera determinar el modo y las condiciones en que se hace la cesión, y de ninguna manera el P.E., porque así lo estableció la Constitución Nacional en su artículo 3o creyendo que la Legislatura podía hacerlo entonces, en razón de que era constituyente. De manera que, aun colocándome en esta hipótesis, siempre sería una facultad exclusiva de la Legislatura, quien debiera establecer el modo y las condiciones de la cesión, porque fijar las condiciones en un acto de esta naturaleza, es de gran importancia y trascendencia; de estas condiciones puede depender el acto mismo y de ella dependerá también la vida comunal que le quede a la ciudad.
Sin embargo, esta Legislatura, que se cree habilitada para pronunciarse, delega en el Poder Ejecutivo lo que no puede delegar, por esa misma Constitución a que se atiene e invoca (...).
La Provincia de Buenos Aires con la sanción de este proyecto quedará en pobrísimas condiciones políticas y económicas. Si estos perjuicios no influyesen también en mal de la Nación, sino que, por el contrario le reportaran beneficios que tanto se pregonan, entonces debiéramos ahogar todos los porteños el sentimiento de hogar, en presencia del interés general del país; pero estoy perfectamente convencido de que los perjuicios que sufrirá la Provincia de Buenos Aires no los necesita la Nación para consolidarse y conjurar peligros imaginarios, sino que, por el contrario, tal vez ello comprometa su porvenir, puesto que de esta manera se va a dar el más rudo golpe, como ya lo indiqué y lo demostraré más tarde, a las instituciones democráticas y al sistema federativo en que ellas se desenvuelven bien; porque de esta manera señor Presidente, arrojamos alguna negra nube sobre el horizonte, y acaso si hasta ahora hemos salvado de aquellos gobiernos fuertes que se quieren establecer por algunos, es muy posible que una vez dada esta solución al histórico problema político, que en tan mala situación y en tan malas condiciones se ha traído al debate, tengamos un gobierno tan fuerte que al fin concluirá por absorber todas las fuerzas de los pueblos y de los ciudadanos de la República.
La vida política es necesaria e indispensable para un pueblo libre; la vida política que se alienta, por así decirlo, y se desenvuelve eficazmente en los partidos. Estos van a desaparecer, señor Presidente; sólo habrá un círculo viviendo y obrando al calor oficial, y como dice muy bien un observador moderno y distinguido: " un pueblo en donde no hay partidos políticos es un pueblo indolente, incapaz o en decadencia, o es víctima de una opresión".
Los partidos se manifiestan mejor allí donde la vida política es más rica y más libre. La historia de la República Romana y el desenvolvimiento de la Inglaterra y de la Unión Americana, se explican principalmente por la lucha de los partidos, que engendran las buenas instituciones y modifican las existentes con reformas saludables poniendo de manifiesto las riquezas latentes de un país. Es un grave error creer, como algunos creen, que los partidos son una debilidad o una enfermedad de las sociedades modernas, la causa de los males que suelen sufrir. Los partidos son la expresión y la manifestación necesaria y natural de los grandes resortes ocultos que animan a un pueblo; son el resultado y el producto de las diversas corrientes del espíritu público, que mueven la vida nacional en el círculo de las leyes.
Y por fin, señor Presidente, sobre esta faz de la cuestión y recordando siempre el propósito de esta ley, ¿cómo quieren algunos de sus sostenedores, que aceptemos la sinceridad de sus deseos manifestados por levantar la influencia de Buenos Aires?
Este es el programa que levantan de continuo los que no quieren gobernar sino dominar; este es el programa, en una palabra, que usan los déspotas para desenvolver sus planes sombríos.
Dada la naturaleza de nuestro sistema de gobierno, ¿en qué debemos fijarnos más? Creo firmemente que en la respectiva posición de los Estados Federales con el Poder Central, porque esta es una verdad incontestable: cuando el Poder General por sí solo tenga más fuerza que todos los Estados federados juntos, el régimen quedará escrito en la carta, pero fácilmente podrá ser, y será, paulatinamente subvertido en la práctica y al fin avasallado completamente en un momento de extravío.
Y yo pregunto, y espero que se me conteste con espíritu desprevenido, si es posible con todo esto a la vista, sostener, como se ha dicho, que es frágil y vacilante la base de la Autoridad Nacional; si es posible que, marchando como se debe marchar y aplicándose la ley imparcialmente, pueda alguna vez peligrar la existencia de esa Autoridad y la nacionalidad argentina por disturbios y acontecimientos más graves de los que se acaban de producir. No, señor Presidente; la Autoridad Nacional tiene todas las atribuciones y todos los elementos necesarios para conservarse en cualquier emergencia, para guardar el orden y abatir todo movimiento irregular. Y, ¿no lo acabamos de ver ahora mismo? Un espíritu violento y apasionado, dirigiendo los negocios públicos de esta importante Provincia y disponiendo de todos sus elementos eficaces, promueve una convulsión. La Autoridad
Nacional, muy culpable en el desarrollo que esos sucesos tomaban, abandona en un día la ciudad y se traslada a las soledades de la Chacarita, dejando en poder del rebelde, porque quiso dejar los poderosos elementos bélicos de la Nación; y en quince días no más se encuentra rodeado de un ejército poderoso, y en los primeros pasos que avanza sobre aquél, todo ha quedado concluido. Pero si no hay peligro respecto a la nacionalidad argentina y al libre ejercicio de las funciones nacionales, ese peligro será muy grave para las libertades públicas y las autonomías provinciales el día que se entregue al Poder Nacional este centro poderoso, que quedando bajo su acción y gobierno inmediato no podrá ser en adelante un obstáculo a los avances que un gobernante mal dirigido o apasionado intente, o consumará fácilmente .
Creo, señor, que la suerte de la República Argentina federal, quedará librada a la voluntad y a las pasiones del jefe del Ejecutivo Nacional .
Descentralicemos, pues, en la Provincia y habremos conjurado todo peligro para el porvenir, pero no centralicemos al mismo tiempo en la Nación, incurriendo en contradicciones inexplicables y en el mismo mal con más graves consecuencias.


























Fuente: Alem "Un Caudillo en el Parlamento" ,1998.

No hay comentarios:

Publicar un comentario