Sr. Pellegrini:
Voy a votar, señor Presidente, en favor de este proyecto,
pero como no lo voy a hacer, precisamente, por las razones que acabamos de
escuchar, me permitirá la Cámara que funde brevemente mi voto.
Se pretende que ésta es una ley de olvido, que va a
restablecer la calma de la situación política y a fundar la paz en nuestra vida
pública.
No es cierto.
Ni los acusados ni los acusadores, ni ellos ni nosotros,
hemos olvidado nada. Puede decirse de todos lo que se decía de los emigrados
franceses después de larga emigración: ¡nada han aprendido y nada han olvidado!
Lo único que se ha olvidado y se olvida son las lecciones de
nuestra historia, de nuestra triste experiencia. Se olvida que esta es la
quinta ley de amnistía que se dicta en pocos años y que los hechos se suceden
con una regularidad dolorosa: la rebelión, la represión, el perdón. Y está en
la conciencia de todos, señor Presidente, que esta amnistía, que se supone ser
la última, no será la última; será muy pronto, tal vez, la penúltima.
¿Y por que, señor Presidente?
Porque las causas que producen estos hechos subsisten, y no
só1o subsisten en toda su integridad, sino quo se agravan cada día.
El año 93 se encontraba la República en una situación difícil;
estaba convulsionada. Un gran partido buscaba la reacción institucional y la
verdad de los principios constitucionales, por medio de la revolución; otro
partido, en el que también tenía yo el honor de figurar, buscaba los mismos
fines, pero por medio de la evolución pacífica.
Llegó un momento, señor Presidente, tan difícil, que el
partido a que pertenecía, a lo menos sus principales hombres, desesperaron de
la tarea; y en esa circunstancia, solicitado por el señor presidente de la
República, doctor Sáenz Peña, manifesté francamente mi opinión, y le dije: que
creía que, para alcanzar el fin que todos nos proponíamos, debería el
presidente de la República llamar a otros hombres, porque nosotros estábamos
vencidos en la jornada, y le indiqué entonces, que entregara la dirección
política del país a una de nuestras más grandes inteligencias, a uno de
nuestros más grandes estadistas, a un hombre cuya honestidad política, cuyo
sincero patriotismo eran indiscutibles, un adversario decidido mío, al doctor
Del Valle. Y la razón que tuve para darle este consejo, era que esperaba que
él, con la autoridad que le daban sus vinculaciones políticas y su influencia
personal, pudiera dominar esa tendencia revolucionaria, y con el apoyo de
todos, buscar el ideal que todos perseguíamos y llegar a la verdadera reacción
institucional, al verdadero respeto de los principios constitucionales. El
presidente Sáenz Pena aceptó mi consejo, y mi amigo personal y adversario
político, el doctor Del Valle, fué llamado al ministerio de la Guerra.
Tuvimos una larga discusión en que, desgraciadamente,
resaltó la completa divergencia de nuestras ideas. Yo era partidario, como lo
he sido siempre, de la evolución pacifica, que requiere como primera condición
la paz; él no lo creía: era un radical revolucionario. Creía que debíamos
terminar la tarea de la organización nacional por los mismos medios que
habíamos empleado al comenzarla.
Me alejé de esta capital a las provincias del norte, y le
dejé en la tarea.
Desgraciadamente, se produjo lo que había previsto. La
dificultad que tiene la teoría revolucionaria es que es muy fácil iniciarla y
muy difícil fijarle un límite. Recordé, entonces, como ejemplo, que, queriendo
el emperador Nerón sanear uno de los barrios antihigiénicos de Roma, resolvió quemarlo,
y dió fuego a la ciudad; pero, como no estaba en su mano detener las llamas,
ellas avanzaron, y no sólo quemaron los tugurios, sino que llegaron también a
los palacios y a los templos.
Efectivamente, señor Presidente; a pesar de todo el sincero
patriotismo, de toda la inteligencia del primer ministro en aquella época,
llegó un momento en que la anarquía
amenazaba conflagrar a toda la república. No necesito continuar: vinieron los
cambios y los sucesos que todos conocemos.
Y bien, señor Presidente: han pasado trece años; hemos
seguido buscando en la paz, en el convencimiento, en la predica. de las buenas
doctrinas, llegar a la verdad institucional; y si hoy día se me presentara en
este recinto la sombra de Del Valle, y me preguntara: -¿Y como nos hallamos?-
;¡tendría que confesar que han fracasado lamentablemente mis teoría evolutivas
y que nos encontramos hoy peor que nunca!
Y bien, señor Presidente: si ésta es la situación de la
República, cómo podemos esperar que por esta simple ley de olvido vamos a
modificar la situación, vamos a evitar que se reproduzcan aquellos hechos? Si
dejamos la semilla en suelo fértil, ¿acaso no es seguro que mañana, con los
primeros calores, ha de brotar una nueva planta, y hemos de ver repetidos todos
los hechos que nos avergüenzan ante las grandes naciones civilizadas?
¿No nos dice esta ley de amnistía, no nos dice esta
exigencia pública, que viene de todos los extremos de la república, esta
exigencia de perdón que brotó al día siguiente del motín, que hay en el fondo
de la conciencia nacional algo que dice: esos hombres no son criminales; esos
hombres podrán haber equivocado el rumbo, pero obedecían a un móvil patriótico?
Ha habido militares que han sido condenados, que han ido a presidio, que han
vestido la ropa del presidiario, y cuando han vuelto nadie les ha negado la
mano, ¿por que?, porque todos sabemos la verdad que hay en el dicho del poeta:
“es el crimen, no el cadalso, el que infama”.
Bien, señor Presidente; sólo habrá ley de olvido; sólo habrá
ley de paz, sólo habremos restablecido la unión en la familia argentina, el día
en que todos los argentinos tengamos iguales derechos, el día que no se les
coloque en la dolorosa alternativa, o de renunciar a su calidad de ciudadanos,
o de apelar a las armas para reivindicar sus derechos despojados.
Y no quiero verter esta opinión sin volver a repetir, para
que todos y cada uno carguemos con la responsabilidad de lo que está por venir:
no sólo no hay olvido, no sólo todas las causas están en pie, sino que la
revolución está germinando ya. En los momentos de gran prosperidad nacional,
los intereses conservadores adquieren un dominio y un poder inmenso, y entonces
son imposibles todas estas reivindicaciones populares; pero ¡ay del día, que
fatalmente tiene que llegar, en que esta prosperidad cese, en que este
bienestar general desaparezca, en que se haga más sombría la situación naciona!
¡Entonces vamos a ver germinar toda esta semilla que estamos depositando ahora,
y quiera el Cielo, señor Presidente, que no festejemos el centenario de nuestra
Revolución con uno de los más grandes escándalos que pueda dar la República
Argentina!
Voy a votar, pues, esta amnistía respondiendo al anhelo
público; pero al hacerlo, he querido pronunciar estas palabras para llamar a
los gobernantes al sentimiento de su deber, para decirles que no es con frases,
sean sinceras o sean mentidas, que vamos a curar los males que hoy afectan a la
República, sino con voluntad, con energía, con actos prácticos, con algo que
levante el espíritu, con algo que haga clarear el horizonte y que permita a los
ciudadanos esperar en la efectividad de su derecho renunciando a estas medidas
violentas.
Tal vez, señor Presidente, sea este nuevo pedido un eco más
que se pierda. Por mi parte aprovecharé siempre todo momento para continuar en
esta prédica. No abandono los principios que siempre he profesado. Condeno y
condenaré siempre los actos de violencia; pero será doloroso que llegue un día
en que tenga que convencerme que todas estas invocaciones sinceras al patriotismo
y al deber han sido estériles, y que haya que abandonar a los hechos la suerte
que el porvenir les depare.
Pero, señor Presidente, si voy a acompañar a la Comisión en
este voto, no puedo en manera alguna acompañarla en la amplitud que ha dado a
esta ley, y votaré por el proyecto tal como lo presentó el Poder Ejecutivo.
Es por razones mucho más fundamentales que las que se han
expuesto, que voy a dar este voto limitado.
Yo creo, señor Presidente, que se trata de algo fundamental,
de algo que afecta nuestra misma organización política, nuestro porvenir como
nación. No es admisible, en ningún caso, bajo ningún concepto, sin trastornar
todas las nociones de organización política, equiparar el delito civil al
delito militar, equiparar el ciudadano al soldado. Son dos entes absolutamente
diversos. El militar tiene otros deberes y otros derechos; obedece a otras
leyes, tiene otros jueces; viste de otra manera, hasta habla y camina de otra
forma.
Él está armado, tiene el privilegio de estar armado, en
medio de los ciudadanos desarmados. A él le confiamos nuestra bandera, a él le
damos las llaves de nuestra fortaleza, de nuestros arsenales; a él le
entregamos nuestros conscriptos y le damos autoridad para que disponga de su
libertad, de su voluntad, hasta de su vida. Con una señal de su espada se
mueven nuestros batallones, se abren nuestras fortalezas, baja o sube la
bandera nacional, y toda esta autoridad, y todo este privilegio, se lo damos
bajo una sola y única garantía, bajo la garantía de su honor y de su palabra.
Nosotros juramos ante Dios y la Patria, con la mano puesta
sobre los Evangelios; el militar jura sobre el puño de su espada, sobre esa
hoja que debe ser fiel, leal, brillante como un reflejo de su alma, sin mancha
y sin tacha. Por eso, señor, la palabra de un soldado tiene algo de sagrado, y
faltar a ella es algo más que un perjurio.
Y bien, señor Presidente, es este el cartabón en que tienen
que medirse nuestros jóvenes militares, para saber si tienen la talla moral
necesaria para ceñir la espada, que es el legado más glorioso de aquellos
héroes que nos dieron patria; para vestir ese uniforme lleno de dorados y
galones, que sería un ridículo oropel si no fuera el símbolo de una tradición
de glorias, de abnegación y de sacrificios que obligan como un sacerdocio al
que lo lleva.
No, señor Presidente, no podemos equiparar el delito militar
al delito civil. Sarmiento decía, una vez, repitiendo las palabras que San
Martín pronunciara con relación a uno de los brillantes coroneles de la
Independencia:
“El ejército es un león que hay que tenerlo enjaulado para soltarlo el día de la batalla”.
“El ejército es un león que hay que tenerlo enjaulado para soltarlo el día de la batalla”.
Y esa jaula, señor Presidente, es la disciplina, y sus
barrotes son las ordenanzas y los tribunales militares, y sus fieles guardianes
son el honor y el deber.
¡Ay de una nación que debilite esa jaula, que desarticule
esos barrotes, que haga retirar esos guardianes, pues ese día se habrá
convertido esta institución, que es la garantía de las libertades del país y de
la tranquilidad pública, en un verdadero peligro y en una amenaza nacional!
No, señor Presidente. Establezcamos la diferencia, salvemos
la disciplina, siquiera sea en la forma benévola en que lo hace el Poder
Ejecutivo; pero, de cualquier manera, establezcamos esta equivalencia que
importa destruir lo más grande, lo más eficaz, lo más fundamental que tiene el
ejército, más que el saber y más que los cañones de tiro rápido: las ordenanzas
y la disciplina; y que nuestros regimientos repitan siempre lo que los viejos
regimientos decían al terminar la lista de la tarde, cuando se unían en una
sola voz la de los jefes y los soldados: ¡Subordinación y valor, para defender
la patria!
Fuente: Proyecto de Ley - Amnistía General de Civiles y Militares, Cámara
de Diputados de la Nación, Sesión del 11 de junio de 1906. En Carlos Pellegrini, Legislador y Hombre de Estado. Prólogo, Selección y Notas de Enrique Germán Herz. Colección: Vidas, Ideas y Obras de los Legisladores Argentinos,
Publicación del Círculo de Legisladores de la Nación Argentina.1998.
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