La Constitución empieza declarando que adopta para el país la forma de gobierno representativa-republicana-federal. He ahí el substractum, la esencia del organismo político creado por ella. Lo demás son meros derivados de ese principio capital, consecuencias y desenvolvimientos necesarios para llevarlo a la práctica. Bello gobierno, sin duda, y muy digno de sus beneficios el pueblo de Mayo, más que cualquier otro de Sudamérica, por sus esfuerzos y sacrificios en pro de la libertad. La experiencia de cada día, empero, adviértenos despiadadamente que han desaparecido los elementos virtuales del sistema con la supresión del derecho de sufragio, la falta de independencia de los poderes y la muerte de las autonomías provinciales.
Si, como es notorio, los gobernantes no son la expresión de la voluntad popular, pero ni siquiera de una parte mínima de ella manifestada en comicios regulares; si el gobierno no se halla dividido realmente en las tres ramas distintas y ponderadas que deben componerle; si las provincias carecen de la autonomía e independencia que exige el funcionamiento del régimen fédero-nacional; si el presidente y los gobernadores son omnímodos o poco menos, y ni uno ni otros deben su elección al pueblo; si esto no se puede negar sin cerrar los ojos a la luz, falla por su base el sistema representativo republicano federal, y nuestro aparatoso mecanismo político, con sus múltiples y complicados engranajes, es nada más que una sangrienta y grotesca parodia de las instituciones libres.
El hecho reviste los caracteres de lo imprevisto, sale del orden común de las cosas y entra en la categoría de lo extraordinario y fenomenal.
Si, como es notorio, los gobernantes no son la expresión de la voluntad popular, pero ni siquiera de una parte mínima de ella manifestada en comicios regulares; si el gobierno no se halla dividido realmente en las tres ramas distintas y ponderadas que deben componerle; si las provincias carecen de la autonomía e independencia que exige el funcionamiento del régimen fédero-nacional; si el presidente y los gobernadores son omnímodos o poco menos, y ni uno ni otros deben su elección al pueblo; si esto no se puede negar sin cerrar los ojos a la luz, falla por su base el sistema representativo republicano federal, y nuestro aparatoso mecanismo político, con sus múltiples y complicados engranajes, es nada más que una sangrienta y grotesca parodia de las instituciones libres.
El hecho reviste los caracteres de lo imprevisto, sale del orden común de las cosas y entra en la categoría de lo extraordinario y fenomenal.
¿Pudieron, en efecto, imaginarse jamás los autores de la Constitución, que medio siglo después estaríamos, en cuanto a su observancia, en la situación en que nos hallamos? ¿Podemos dejar de confundirnos nosotros mismos, ante la terrible realidad de habernos alejado cada vez más de la práctica del gobierno democrático, a pesar de los pasmosos adelantos materiales alcanzados desde 1853 hasta el presente?
Hay que convenir que es éste un verdadero fenómeno, según decíamos, y urge que nuestros pensadores investiguen sus causas y señalen el remedio o remedios que han de extirpar al mal, antes que se torne incurable.
Sí, es indispensable hacerlo, porque el gobierno fuera de la Constitución que el país soporta acumula rápidamente estragos sobre estragos. Acaso no paran mientes en ello lo contemplan el espectáculo con corazón ligero, como cosa baladí, los que únicamente cifran la felicidad de los pueblos en la cantidad de inmigrantes y libras esterlinas que reciben, en la extensión de sus ferrocarriles y telégrafos, en el número de usinas y en los millones de riqueza que producen, y hasta en los circos de saltimbanquis y en los salones de adivinas. Pero los demás argentinos, los verdaderamente dignos de este nombre, porque no han dejado de rendir culto a la patria y la quieren libre, aunque andrajosa, antes que opulenta, pero degradada, ésos tendrán que mirar con honda pena la violación escandalosa y sistemática de nuestras instituciones.
¡Y cómo no! Anulando la libertad de sufragio, reduciendo a las provincias a meras dependencias del gobierno nacional, con menos autonomía efectiva que en la época del coloniaje, borrando la línea separativa de los poderes fundamentales del Estado y poniendo en manos de uno solo la suma de sus principales facultades, esa subversión constante de nuestra Carta orgánica ha producido el inmenso mal de suprimir la vida cívica en el país. Hállanse desquiciados los partidos, no existen comicios electorales, muda está la tribuna política, los mandatarios perpetúanse en el poder dándose los sucesores que les place sin intervención de los gobernados, generaciones enteras son excluidas de la gestión de la cosa pública, la juventud abdica de sus más nobles atributos o es relegada al ostracismo dentro de la misma patria, decae el espíritu cívico y el alma de la naciónes presa de profundo marasmo.
Sí, es indispensable hacerlo, porque el gobierno fuera de la Constitución que el país soporta acumula rápidamente estragos sobre estragos. Acaso no paran mientes en ello lo contemplan el espectáculo con corazón ligero, como cosa baladí, los que únicamente cifran la felicidad de los pueblos en la cantidad de inmigrantes y libras esterlinas que reciben, en la extensión de sus ferrocarriles y telégrafos, en el número de usinas y en los millones de riqueza que producen, y hasta en los circos de saltimbanquis y en los salones de adivinas. Pero los demás argentinos, los verdaderamente dignos de este nombre, porque no han dejado de rendir culto a la patria y la quieren libre, aunque andrajosa, antes que opulenta, pero degradada, ésos tendrán que mirar con honda pena la violación escandalosa y sistemática de nuestras instituciones.
¡Y cómo no! Anulando la libertad de sufragio, reduciendo a las provincias a meras dependencias del gobierno nacional, con menos autonomía efectiva que en la época del coloniaje, borrando la línea separativa de los poderes fundamentales del Estado y poniendo en manos de uno solo la suma de sus principales facultades, esa subversión constante de nuestra Carta orgánica ha producido el inmenso mal de suprimir la vida cívica en el país. Hállanse desquiciados los partidos, no existen comicios electorales, muda está la tribuna política, los mandatarios perpetúanse en el poder dándose los sucesores que les place sin intervención de los gobernados, generaciones enteras son excluidas de la gestión de la cosa pública, la juventud abdica de sus más nobles atributos o es relegada al ostracismo dentro de la misma patria, decae el espíritu cívico y el alma de la naciónes presa de profundo marasmo.
¿A dónde vamos por este camino?
Que la falta de libertad electoral es la causa principal del descalabro de nuestras instituciones, es un hecho evidente e incontestable. Mientras ella existió, aunque con las imperfecciones inherentes al atraso social del país, la opinión pública interesóse más o menos en las contiendas políticas; hubo partidos medianamente organizados que agruparan en torno de sus banderas a la masa cívica y dieran animación y vida a los comicios; los clubes y las plazas resonaron con los acentos de la tribuna popular; la lucha democrática fue asunto de preferencia en las columnas de la prensa; y la juventud, siempre a la vanguardia, prestóla el calor de sus puros y nobles entusiasmos. En una palabra: sintióse palpitar en todos los ámbitos de la República el anhelo y la pasión de las lides políticas encaminadas a darle gobernantes que labraran su felicidad. Pero todo eso fue desapareciendo a medida que el fraude, la violencia y la corrupción coartaron primero, y suprimieron después, el derecho de sufragio, piedra angular de las instituciones libres. Así se explica cómo cuarenta años atrás pudo haber, y hubo realmente, mandatarios menos divorciados de la opinión que en estos tiempos de brillante progreso económico e intelectual. La pequeña dosis de libertad política, especialmente electoral, de que entonces se gozaba, preservó a la nación del retroceso institucional que caracteriza la época presente.
Y no se diga, para excusar la supresión del voto, que el pueblo desdeña ejercerlo, por egoísmo, indiferencia o falta de educación democrática, porque los hechos desmienten rotundamente esa desdorosa e irritante imputación. Apelamos a sucesos que, siendo de ayer, están en la memoria de todos. Tras larga y ardorosa brega en la prensa, en los comicios y hasta en los campos de batalla, los partidos cayeron en la inacción y vieron deshechas sus filas en los primeros años de la presidencia que se inaugurara el 12 de octubre de 1886. Es que el pueblo había sido notificado, en forma bien expresiva como para no dejar lugar a dudas, de que las urnas quedaban cerradas con doble llave para en adelante; siguiéndose a ello la advertencia de que podía ocuparse de todo menos de política. Jamás se apagaron tanto los alientos cívicos de la nación. Hubo entonces un verdadero eclipse de su altivez y virilidad tradicionales. Empero, prodújose la reacción de 1890, cayeron de lo alto promesas de justicia y libertad que iluminaron el horizonte y abrieron los pechos a la esperanza; y ese mismo pueblo, abatido poco antes hasta el anonadamiento, lanzóse lleno de bríos al palenque político, y la República toda fue conmovida con movimientos de opinión sin precedentes en los fastos nacionales.
Véase, pues, cómo las vibraciones más intensas de la vida cívica han coincidido con la posesión, siquiera a medias, de la libertad electoral, o con la esperanza fundada de alcanzarla; y cómo, a la inversa, las épocas de mayor depresión del sentimiento público han sido aquellas en que estuviera eclipsada y su savia dejara de circular por el organismo social.
En presencia del tristísimo espectáculo de la subversión constante de nuestro régimen constitucional, ha llegado a dudarse por algunos de que la actual sociedad argentina sea apta para el gobierno libre; y hay quienes piensen que el fracaso de dicho régimen dimana de que no el federal establecido por la Carta orgánica, sino el unitario es el que se adapta a la complexión social del país y reclaman sus necesidades, tendencias y aspiraciones. En el sentir de los unos, el pueblo argentino debiera ser educado convenientemente, bajo rigurosa tutela, antes de entrar en el goce de sus derechos y libertades; y en opinión de los otros, debería adoptarse sin dilación el sistema unitario, armonizando así la teoría con la realidad.
Para refutar lo primero basta observar que nunca funcionó en el país, de un modo completo y permanente, el régimen creado por la Constitución, y que por lo tanto mal puede afirmarse que sea incapaz de practicarlo. Contra ese género de objeciones, además, escribió Macaulay, setenta y tres años ha, estas conocidas palabras que no envejecerán:
“Los políticos de la época presente acostumbran a establecer como principio de verdad incontestable y evidente por sí misma, que ningún pueblo debe ser libre antes de hallarse en aptitud de usar de su libertad; máxima digna de aquel loco que determinó de no echarse al agua hasta saber nadar, porque si los hombres hubiesen de aguardar la libertad hasta que el ejercicio de la esclavitud los hiciera dignos de ella por su prudencia y su virtud, esperarían siempre en vano”.
Y no se diga, para excusar la supresión del voto, que el pueblo desdeña ejercerlo, por egoísmo, indiferencia o falta de educación democrática, porque los hechos desmienten rotundamente esa desdorosa e irritante imputación. Apelamos a sucesos que, siendo de ayer, están en la memoria de todos. Tras larga y ardorosa brega en la prensa, en los comicios y hasta en los campos de batalla, los partidos cayeron en la inacción y vieron deshechas sus filas en los primeros años de la presidencia que se inaugurara el 12 de octubre de 1886. Es que el pueblo había sido notificado, en forma bien expresiva como para no dejar lugar a dudas, de que las urnas quedaban cerradas con doble llave para en adelante; siguiéndose a ello la advertencia de que podía ocuparse de todo menos de política. Jamás se apagaron tanto los alientos cívicos de la nación. Hubo entonces un verdadero eclipse de su altivez y virilidad tradicionales. Empero, prodújose la reacción de 1890, cayeron de lo alto promesas de justicia y libertad que iluminaron el horizonte y abrieron los pechos a la esperanza; y ese mismo pueblo, abatido poco antes hasta el anonadamiento, lanzóse lleno de bríos al palenque político, y la República toda fue conmovida con movimientos de opinión sin precedentes en los fastos nacionales.
Véase, pues, cómo las vibraciones más intensas de la vida cívica han coincidido con la posesión, siquiera a medias, de la libertad electoral, o con la esperanza fundada de alcanzarla; y cómo, a la inversa, las épocas de mayor depresión del sentimiento público han sido aquellas en que estuviera eclipsada y su savia dejara de circular por el organismo social.
En presencia del tristísimo espectáculo de la subversión constante de nuestro régimen constitucional, ha llegado a dudarse por algunos de que la actual sociedad argentina sea apta para el gobierno libre; y hay quienes piensen que el fracaso de dicho régimen dimana de que no el federal establecido por la Carta orgánica, sino el unitario es el que se adapta a la complexión social del país y reclaman sus necesidades, tendencias y aspiraciones. En el sentir de los unos, el pueblo argentino debiera ser educado convenientemente, bajo rigurosa tutela, antes de entrar en el goce de sus derechos y libertades; y en opinión de los otros, debería adoptarse sin dilación el sistema unitario, armonizando así la teoría con la realidad.
Para refutar lo primero basta observar que nunca funcionó en el país, de un modo completo y permanente, el régimen creado por la Constitución, y que por lo tanto mal puede afirmarse que sea incapaz de practicarlo. Contra ese género de objeciones, además, escribió Macaulay, setenta y tres años ha, estas conocidas palabras que no envejecerán:
“Los políticos de la época presente acostumbran a establecer como principio de verdad incontestable y evidente por sí misma, que ningún pueblo debe ser libre antes de hallarse en aptitud de usar de su libertad; máxima digna de aquel loco que determinó de no echarse al agua hasta saber nadar, porque si los hombres hubiesen de aguardar la libertad hasta que el ejercicio de la esclavitud los hiciera dignos de ella por su prudencia y su virtud, esperarían siempre en vano”.
Lejos de que el pueblo argentino (hablamos de su inmensa mayoría) sea el causante y el responsable de la falsificación de nuestro sistema de gobierno, puede sostenerse con entera conciencia que si él no existe en la práctica es precisamente porque se le ha negado y se le niega, privándosele del voto, de la intervención legítima y necesaria que en su funcionamiento le corresponde.
Désele esa intervención leal y sinceramente, devuélvasele el derecho de sufragio, y llámesele a juicio en seguida y pídasele cuenta del uso que haya hecho de él.
Respecto de lo segundo, es innegable, como lo hemos consignado, que el unitarismo más audaz y represivo es una de las características del gobierno, de mucho tiempo a esta parte. Pero lo es asimismo que tal atentado a las instituciones es rechazado por el sentimiento nacional. Sea como quiera ¿cabe esperar que la adopción del régimen unitario mejoraría la situación? Es difícil concebirlo, porque exigiendo él también la intervención
del ciudadano, por medio del voto libre, para la designación de los magistrados que han de ejercer el poder público, la falta de libertad electoral impediría siempre a práctica del sistema. El hondo mal que en el orden político aqueja a la República no consiste únicamente en que se haga un gobierno unitario en vez del federal que prescribe la Constitución. No: hay algo más grave, mucho más grave que eso, y es que él no emana de la voluntad popular, que ésta es completamente extraña a su formación, que no se la tiene en cuenta para nada; en suma: que no existe en el hecho gobierno representativo republicano, ni unitario ni federal. Es esto lo más grave, repetimos, porque presenta el caso estupendo de un pueblo con cuatro millones de habitantes, ilustrado, rico, heroico y altivo gobernado permanentemente fuera de la Constitución.
Désele esa intervención leal y sinceramente, devuélvasele el derecho de sufragio, y llámesele a juicio en seguida y pídasele cuenta del uso que haya hecho de él.
Respecto de lo segundo, es innegable, como lo hemos consignado, que el unitarismo más audaz y represivo es una de las características del gobierno, de mucho tiempo a esta parte. Pero lo es asimismo que tal atentado a las instituciones es rechazado por el sentimiento nacional. Sea como quiera ¿cabe esperar que la adopción del régimen unitario mejoraría la situación? Es difícil concebirlo, porque exigiendo él también la intervención
del ciudadano, por medio del voto libre, para la designación de los magistrados que han de ejercer el poder público, la falta de libertad electoral impediría siempre a práctica del sistema. El hondo mal que en el orden político aqueja a la República no consiste únicamente en que se haga un gobierno unitario en vez del federal que prescribe la Constitución. No: hay algo más grave, mucho más grave que eso, y es que él no emana de la voluntad popular, que ésta es completamente extraña a su formación, que no se la tiene en cuenta para nada; en suma: que no existe en el hecho gobierno representativo republicano, ni unitario ni federal. Es esto lo más grave, repetimos, porque presenta el caso estupendo de un pueblo con cuatro millones de habitantes, ilustrado, rico, heroico y altivo gobernado permanentemente fuera de la Constitución.
Fuente: BIBLIOTECA DEL PENSAMIENTO ARGENTINO / III Natalio R. Botana – Ezequiel Gallo De la República posible a la República verdadera (1880-1910)
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