Y me siento orgulloso de pertenecer a ella, porque esa gran fuerza cívica, si
puede exhibir títulos al respeto público y al juicio de la historia, puede
exhibir, por encima de todas las cosas, una línea irreprochable de conducta en
materia internacional.
Cuando he comenzado invocando esta filiación política, no lo
hice para colocar este problema trascendental, que debe resolver el Congreso
argentino, en el plano pequeño de las banderías y de los sectores. Voy a hablar
hoy, no como diputado de un partido político, sino como un hombre del pueblo
argentino, como podría hacerlo el más anónimo de los ciudadanos de esta tierra
grande.
Comprendo las circunstancias que decidieron a algunos
señores diputados a traer escritos sus discursos. Yo prefiero afrontar esta
responsabilidad con simples apuntes, pues si improvisaré la forma no
improvisaré el contenido de mi pensamiento que es el fruto de una vida puesta
al servicio de mi país. (Aplausos).
En política internacional hay dos grandes realidades: en
primer término la Nación y el concepto de la soberanía nacional que están
íntimamente ligados; y en segundo término los demás países que
integran el concierto universal. La síntesis de la política
internacional en esta hora de crisis del mundo no podrá estar dada por un
concepto cerrado de soberanía, pero tampoco podrá estarlo por la renuncia total
de este concepto en favor del concierto universal de naciones. A través de toda
la historia hay una lucha por el predominio de las grandes potencias. Yo sé que
a pesar de ello, la humanidad avanza hacia una identificación en los grandes
ideales; sé que llegará un día en que todos los hombres formen parte de una
comunidad de hombres libres. Pero mientras tanto, lo que tenemos que considerar
es la situación actual del mundo. Somos un país débil desde en punto de vista
material, pero somos un país fuerte desde el punto de vista de los valores
morales. La idea de soberanía evolucionará como toda concepción humana. El
progreso técnico alterará nuestras creaciones espirituales. Yo sé que llegará
un día en que el concepto de soberanía que tenemos los argentinos en 1946 será
un concepto anacrónico; pero precisamente, por ser nuestro país una nación
débil desde el punto de vista material, debemos ser los últimos en renunciar a
los conceptos de soberanía.
Si los países débiles renunciasen a ese derecho frente a las
grandes potencias, estarían destinados a perder su individualidad y su esencia
nacional.
¿Cómo hemos de renunciar a la soberanía en estos momentos en
que las grandes potencias están preparando las armas más mortíferas para
defender sus ideas y sus propios intereses?
Nosotros apoyamos todo propósito de sociedad de naciones,
pero esa sociedad debe basarse en el principio de la universalidad y de la
igualdad de los Estados. Los pactos regionales en la estructuración de una
comunidad universal deben ser solamente una excepción.
Se ha hablado aquí -y yo participo también- del concepto de
la solidaridad americana, pero que se entienda bien que esa solidaridad no es
territorial, sino que es una solidaridad con los ideales democráticos que deben
defender los americanos. A nosotros no nos puede interesar una simple razón de
orden geográfico, que puede tener un sentido estratégico desde el punto de
vista militar. Si estamos aquí es para defender ideales democráticos y yo, como
argentino, me sentiría más identificado con un pueblo del Asia que defendiera
los grandes ideales de redención humana, que con cualquier dictadura americana,
aun cuando estuviera limitando con nuestro territorio. (¡Muy bien! ¡Muy bien!).
He de examinar rápidamente la evolución de la política
internacional argentina.
El señor ministro de Relaciones Exteriores dijo esta noche
que había que tener suma parsimonia en los juicios que se expresaran en materia
de política internacional, porque se podía afectar en el exterior el concepto
de la Nación que es lo permanente. Me hago cargo de esa preocupación, y a
riesgo de que mis conceptos pudieran afectar en algún sentido esos aspectos
exteriores, he de decir la verdad tal cual la siento, porque a los hombres sólo
la verdad nos hará grandes y a la Argentina sólo la verdad la salvará.
La política internacional argentina, desde Mariano Moreno en
adelante, tiene una línea conceptual que se ha mantenido de modo permanente.
Deseo nombrar como representantes extraordinarios de las concepciones
internacionales argentinas a nuestro gran líder, Hipólito Yrigoyen, y al
"canciller de Ginebra", Honorio Pueyrredón. Esa línea de conducta
internacional argentina quedó truncada hasta estos momentos por la política
iniciada por el presidente Castillo, que no tenía antecedentes en la historia
patria, porque fue una política internacional sin franqueza y sin lealtad.
En 1939 se inicia el tremendo conflicto bélico, ideológico y
de intereses, cuya primera chispa había brotado en los campos de España. El
presidente Castillo mantuvo la neutralidad del país.
Aunque ha sido ya magistralmente aclarado por el señor
diputado Dellepiane, necesito decir que esa neutralidad del presidente Castillo
no fue una neutralidad argentina, ni tiene identificación ni semejanza alguna
con la neutralidad que decretara el presidente Yrigoyen en la guerra anterior.
Esa fue una neutralidad de gobernantes que creían y deseaban el triunfo del
nazismo en el mundo. En cambio, Yrigoyen, que fue neutral desde un punto de
vista jurídico, no fue neutral desde un punto de vista ideológico. Me basta
recordar las palabras que él dirigiera al representante de Bélgica, cuando este
país fue invadido: "La causa de Bélgica es, además, en los momentos
actuales, la causa de la independencia y del derecho de las naciones".
Se han relatado aquí, y no he de volver sobre esos aspectos,
los distintos pasos de la política internacional seguida por el presidente
Castillo y por su ministro de Relaciones Exteriores.
Quiero, solamente, insistir en que el presidente Castillo y
su ministro actuaron en el plano internacional sin franqueza y sin lealtad; y
fueron a Río de Janeiro creyendo todavía en el triunfo del nazismo y en vez de
exponer clara y concretamente el pensamiento que ellos tenían, que no era el
pensamiento de la República
Argentina, firmaron en esa conferencia de consulta una
recomendación de ruptura que no estaban dispuestos a cumplir.
Por eso reconozco que cuando se produce el movimiento
militar del 4 de junio de 1943, la situación internacional argentina era
difícil y complicada.
¿Cuál era entonces el panorama de la guerra? Europa seguía
dominada por los nazis, Japón y Estados Unidos mantenían sus posiciones con
distintas variantes. El resultado de la guerra era todavía incierto. Había
argentinos que aun creían en el triunfo nazi o por lo menos pensaban en la
duración indefinida del conflicto bélico. La proclama que dan el 4 de junio de
1943, está redactada en términos evidentemente ambiguos; tan ambiguos, en
materia internacional que la Honorable Cámara debe recordar el entredicho que se
produjo entre el general Rawson, jefe de la columna revolucionaria y entonces
embajador en el Brasil, con el general Ramírez, que ejercía la presidencia de
la República. Se dijo en ese entredicho por la voz del presidente de la
República y quedó confirmado en aquella célebre nota de los coroneles de enero
de 1944, que no estaba en los fines del pronunciamiento militar romper
relaciones.
El 26 de enero de 1944, invocando la existencia de una vasta
red de espionaje, se rompen las relaciones con el Eje. No es esta la
oportunidad de aclarar los motivos de aquella ruptura, pero yo quiero decir que
seguramente no quedará como una página brillante en los anales de la diplomacia
argentina.
Se produce la caída del presidente Ramírez, la guerra
evoluciona favorablemente y en octubre de 1944 el gobierno argentino se dirige
a la Unión Panamericana solicitando la reunión de una conferencia de
cancilleres para tratar la situación existente entre la Argentina y otras
naciones americanas. La Unión Panamericana contesta el 10 de enero de 1945 no
haciendo lugar a la indicación formulada en esa nota y poco después se reúne la
conferencia de México que aprueba las actas conocidas con el nombre de
Chapultepec. Ya saben los señores diputados que a esa reunión de México la
Argentina no fue invitada.
Pero el 27 de marzo de 1945 se produce el decreto de
adhesión a Chapultepec y la declaración de guerra a Alemania y Japón, que
estaban prácticamente vencidas. Se dijo en ese decreto que países vecinos y
amigos estaban expuestos a un ataque del Japón. Yo no creo en ese fundamento,
pero, no voy a exponer ahora cuáles fueron las causas determinantes de la
entrada de la Argentina en la guerra. No quiero entrar en ese aspecto porque
pienso que tampoco quedará como una página de gloria en nuestra historia
nacional.
Decía, señor Presidente, que no me interesa si es un
tratado.
Me basta saber que la Argentina pone la firma al pie de un
documento que compromete una política en el orden interno, una política en
materia económica y en materia financiera y esta política tiene demasiados
aspectos antinacionales. La Argentina, señor Presidente, no puede suscribir sin
reservas ni el pacto de las Naciones Unidas, ni las Actas de Chapultepec. Hay
allí obligaciones de todo tipo que la Argentina no podrá cumplir. Si se
cumplieran fielmente los acuerdos de Chapultepec, podría llegar a destruirse la
formación, no solamente de una conciencia nacional, sino también la formación
del país desde los puntos de vista económico, financiero, milita r y cultural.
Frente a la premura del tiempo, no v o y a examinar la
doctrina Monroe, que ha sido recordada esta noche, ni el fracaso de los
congresos latinoamericanos, ni los distintos congresos panamericanos; pero sí
quiero decir, porque he venido aquí esta madrugada a decir toda mi verdad, que
a través de muchos años de la historia de América, hay una lucha por la
dirección política, económica y espiritual del continente.
No podemos ocultar que en nuestra infinita pequeñez material
hemos sido en el continente americano una fuerza de oposición a ciertos
conceptos e intereses de Estados Unidos. Bastaría recordar que frente al
principio de "América para los americanos" se levantó aquel otro gran
concepto de "América para la humanidad".
No ignoro que la política internacional norteamericana ha
evolucionado mucho; no ignoro que no hay casi nada de común entre la política
de ese extraordinario ejemplar humano que fue el presidente Roosevelt, con la
política del dólar y del garrote, que aplicaron los norteamericanos en parte de
nuestro continente. Pero a pesar de esa evolución, debo mantener mi
pensamiento.
Quizás hoy, tanto como el concepto político y económico, el
panamericanismo tiene un extraordinario sentido estratégico.
Después de haber vivido, no diré toda una vida , pero si parte
de una vida en la calle, sirviendo ideales humanos, no sé si necesito decirle
al señor ministro de Relaciones Exteriores que si en este país existe un hombre
que no quiere el aislacionismo, ese hombre soy yo. (¡Muy bien! ¡Muy bien!).
Quiero la fraternidad argentina no solamente con los pueblos de Latinoamérica y
con los Estados Unidos de Norteamérica, sino con todos los pueblos de la
tierra. Y en eso, señor ministro, no estoy solamente cumpliendo el deseo de un
texto constitucional sino que estoy sirviendo una política de identificación en
los ideales humanos que debe ser consubstancial con la postura espiritual de
todos los argentinos. (¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos).
No puedo entrar por falta de tiempo al examen de las Actas
de Chapultepec, pero sería, sin embargo, extraordinariamente útil hacer un
estudio completo de esas actas. Estoy de acuerdo que Estados Unidos y los demás
países americanos reunidos en México contemplen en las actas los problemas
sobre el estado de guerra; estoy de acuerdo que en México se hagan
declaraciones de derechos generales, que nadie se puede negar a firmar; estoy
de acuerdo que en México se hagan declaraciones sociales de tipo general, que
cualquier hombre libre del m u n d o debe suscribir.
Pero mi acuerdo, señor Presidente, no llega hasta reforzar
el panamericanismo desde el punto de vista político y militar, como lo hacen,
por ejemplo, las actas cuarta, octava y novena. No estoy de acuerdo en que la
Argentina renuncie al derecho de resolver acerca de la justicia de una guerra
para intervenir en ella o no; no estoy de acuerdo en que se creen obligaciones
internacionales de tipo automático exclusivamente sobre la base de la invasión
de una nación americana; no estoy de acuerdo con la política económica y
financiera de las actas de Chapultepec –actas cincuenta y cincuenta y uno- que
nos obligan, entre otras muchas cosas, señor ministro, a ratificar en el futuro
los acuerdos financieros de Bretón Woods, que establecerán una gran central
mundial para controlar nuestro desarrollo industrial y nuestro porvenir
económico. (¡Muy bien!).
Señor ministro: las actas de Chapultepec dicen, de manera
clara, que los firmantes se comprometerán a aprobar los acuerdos financieros.
No deseo que la Argentina ponga la firma al pie de esa acta, si es que mañana
no está dispuesta a ratificarlos.
Es necesario que nos dispongamos definitivamente a hablar a
América y al mundo un lenguaje de lealtad y de franqueza. Me hago cargo de la
responsabilidad de cualquier argentino que tenga que dirigir en estos momentos
la política exterior de la patria, pero no creo que la Argentina recuperará el
puesto de honor en la política del mundo que le dan sus fuerzas morales si no
es a base de una extraordinaria franqueza de lenguaje y de una clara línea de
conducta. Tenemos que decir a Estados Unidos de América que queremos la
confraternidad de todos los pueblos de este continente, pero también tenemos
que decirle que nosotros no estamos dispuestos a renunciar a principios de
orden fundamental en materia de soberanía, en materia política y de orientación
económica y financiera.
Si yo tuviera tiempo, demostraría esta madrugada, como debe
saberlo perfectamente el señor ministro de Relaciones Exteriores, que las Actas
de Chapultepec en materia económica y financiera son absolutamente
contradictorias con la política que está desarrollando el actual gobierno.
Tendría muchas cosas más para exponer sobre este problema de
las Actas de Chapultepec, pero quiero hacer sólo una última observación.
En este recinto he escuchado muchas veces hablar contra el
capitalismo, y yo puedo asegurar a los señores diputados que han hecho
exposiciones de tipo anticapitalista, que si existe una estructura jurídica
capitalista es la que resulta de las Actas de
Chapultepec, que no sólo en su base teórica es capitalista,
sino que representa, también, una política económica y financiera totalmente
capitalista.
No sólo en las afirmaciones de orden económico las Actas de
Chapultepec obligan a la dirección patronal, sino que dicen otra cosa muy
importante: el empleo efectivo del trabajo depende de la iniciativa de los
patronos.
En cuanto al Pacto de las Naciones Unidas, tampoco tengo
tiempo de analizar su contenido. Naturalmente, no niego los aspectos favorables
de este extraordinario esfuerzo para llegar a una sociedad universal de
naciones; no niego que es una tentativa más en el esfuerzo de la humanidad,
para una organización jurídica; pero como ya he adelantado en una interrupción
la declaración sobre igualdad jurídica de los Estados, que se formula en el
artículo 2o del pacto, no está de acuerdo con la estructura del Consejo de
Seguridad que lo resuelve todo, con un Consejo de Seguridad que tiene un poder
discrecional y casi absoluto, que no es democrático, y no está de acuerdo con
las funciones restringidas que se le dan a la Corte Internacional de Justicia.
Para ello basta leer el capítulo quinto de la carta.
El cumplimiento de las sentencias de la Corte Internacional
de Justicia está supeditado en la práctica al Consejo de Seguridad, conforme a
la disposición del artículo 94 que establece que "si lo cree
necesario" el Consejo de Seguridad dictará medidas con el objeto de que se
lleve a efecto la ejecución del fallo. Y sin poder judicial obligatorio no hay
comunidad de derechos ni igualdad jurídica: se trata simplemente de un régimen
de poder.
Pero, también, la mayoría de este cuerpo va a votar el Pacto
de las Naciones Unidas sin ninguna reserva y s in salvar por lo menos los dos
principios fundamentales de la política internacional argentina: la
universalidad del organismo y la igualdad jurídica de todos los Estados, que no
depende de una declaración teórica que se formule en el pacto, sino de la
estructuración de los distintos organismos.
Sin renunciar a nuestros principios esenciales, yo deseo
para mi patria una política internacional de amistad y de comprensión en
América y, como he dicho, una política de fraternidad universal.
Cuando he criticado la política de Estados Unidos, como
cuando he criticado la formación del Consejo de Seguridad que da preeminencia a
las grandes potencias del mundo, no he querido regatear mi solidaridad a los
pueblos que lucharon por la democracia.
Yo sé, señor Presidente, y no lo he de ocultar aquí, que los
argentinos como cualquier otro hombre deben estarle agradecidos al pueblo de
Estados Unidos que mandó sus hijos a morir en los campos de Europa y en el
Asia, deben estarle agradecidos al pueblo inglés, que soportó estoicamente
todos los sufrimientos y deben estarle agradecidos al pueblo ruso, que se batió
en Stalingrado y que junto con las demás potencias aliadas terminó para siempre
con ese fantasma terrible del totalitarismo. (¡Muy bien! ¡Muy bien!).
Desde hace más de medio siglo venimos dedicándonos los
argentinos a construir nuestra nacionalidad. Yo recuerdo en este momento, para
mí solemne, al gran maestro argentino Ricardo Rojas, que hace casi cuarenta
años escribiera aquel libro magnífico "La Restauración Nacionalista"
concitando a los argentinos a construir un país sobre la base del nacionalismo,
como él lo entendía, que nada tiene que ver con las formas del totalitarismo
que se pueden disfrazar bajo esa denominación. Pero fuimos interferidos por
problemas extraños, se tuvieron solamente preocupaciones materiales, fuimos
campo de lucha de intereses extranjeros y aquí estamos todavía, en 1946,
necesitando construir la Argentina. Volvamos para ello al punto de partida y el
punto de partida está dado en materia internacional por Mariano Moreno en estas
palabras extraordinarias que quiero leer a la Cámara, para terminar mi
exposición:
"Seremos respetables a las naciones extranjeras no por
riquezas que excitarían su codicia; no por la opulencia del territorio, que
provocaría su ambición; no por el número de tropas, que en muchos años no
podrán igualar a las de Europa; lo seremos solamente cuando renazcan entre
nosotros las virtudes de un pueblo sobrio y laborioso; cuando el amor a la
patria sea una virtud común, y eleve nuestras almas a ese grado de energía que
atropella las dificultades y desprecia los peligros".
Yo desearía que estas palabras tutelares sirvieran para
orientar la política exterior de mi patria, para defender su integridad como
nación soberana, y para salvar su destino espiritual y su porvenir económico.
(¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos).
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