Señor doctor Francisco A. Barroetaveña:
Considero prematuro el intento de escribir la Historia de la
revolución de julio, cuando todavía estamos en el principio de la evolución
orgánica que ha sido su consecuencia directa e inmediata; pero creo que no hay
inconveniente en acumular datos exactos para que el historiador futuro
desempeñe su tarea con acierto, y voy a transmitirle la relación descarnada y
simple de los hechos en que he intervenido personalmente.
Tomo como punto de partida, el “meeting” del 1º de setiembre
de 1.889.
Pasados los primeros entusiasmos de esa iniciativa fecunda,
el espíritu público volvió a extraviarse otra vez con el concepto de que era
inútil la organización cívica para luchar electoralmente con el gobierno que
dominaba los comicios por medio de la fuerza pública o adulteraba sus
resultados por medio del fraude. La inmensa mayoría del pueblo se abstuvo a
concurrir a la inscripción nacional, a pesar de que esa inscripción debía
servir de base a la elección presidencial de 1.892; el registro electoral se
llenó con los afiliados a la situación y con nombres supuestos. Desde entonces
la cuestión quedó planteada en esos dos términos: la sumisión, sin esperanza,
al sistema de gobierno que presidía el doctor Juárez, o la revolución.
Por iniciativa del doctor M. Demaría, con quien conversaba
diariamente sobre la situación del país, nos reunimos con el doctor L. N. Alem
y evocando el problema político, tal como lo planteaban los sucesos, nos
decidimos por la revolución, y resolvimos comenzar nuestros trabajos en ese
sentido. Esto sucedía en los últimos meses del año 1.889. Poco después
comunicamos nuestro propósito, individualmente, al doctor Miguel Navarro Viola,
al doctor Juan José Romero y al señor Manuel A. Ocampo, quienes aceptaron desde
el primer momento compartir con nosotros todas las responsabilidades.
El general M. J. Campos llegó de Europa a fines de diciembre
y, con el acuerdo de los doctores Alem y Demaría, fui a visitarle para conocer
cuál era el ánimo. Después de pocas palabras pude tocar el delicado asunto que
traíamos en mano y obtuve una respuesta franca y categórica: estos dispuesto,
me dijo, a entrar en la revolución, porque pienso, como ustedes, que debemos
hacer un esfuerzo supremo para librar la República del gobierno que la
deshonra; cuenten conmigo y avísenme en el momento oportuno.
Desde entonces y hasta que llegamos al “meeting” del 13 de
abril, mantuvimos una propaganda firme y perseverante, aunque cautelosa, para
echar la opinión pública en la dirección del propósito revolucionario,
aprovechando las reuniones promovidas por la Unión Cívica de la Juventud, que
perseveraba en su patriótico empeño.
La noche del 11 de abril, el señor don José M. Estrada, cuyo
concurso habíamos solicitado para el “meeting”, me pidió una conferencia, y en
ella me interrogó sobre lo que nos proponíamos y sobre el plan político que
pensábamos desenvolver. Bajo la garantía de su honorabilidad y de su
patriotismo, le declaré que no veíamos otro camino que el de la revolución y
que llegaríamos a ella si la opinión del país nos acompañaba. Veinticuatro
horas más tarde el señor Estrada me envió el nombre de varias personas
respetabilísimas que se adherían a la idea del “meeting”, y que suscribieron la
invitación. ¿Les había dejado entrever el término posible, aunque todavía
remoto, de la agitación pública que provocábamos? No lo sé; pero su arenga en
el “meeting” acredita la valentía con que personalmente se incorporaba en el
escaso grupo de los revolucionarios.
Estos breves antecedentes sirven de clave a los discursos
que se pronunciaron en aquella grandiosa manifestación, que produjo la primera
crisis ministerial.
En el “meeting” del 13 de abril quedó organizada la Unión
Cívica como centro de propaganda política y como núcleo de las fuerzas
populares que un día u otro debían convertirse en fuerzas revolucionarias.
Habíamos acordado con el doctor Alem y el doctor Demaría que la Unión Cívica
continuaría agitando la opinión en toda la República por los medios a su
alcance, mientras allegábamos, reservadamente, elementos para la revolución.
La crisis ministerial terminó con el nombramiento del doctor
Roque Sáenz Peña, del señor Uriburu, del doctor Alcorta y del general Levalle.
Ninguno de los cuatro pertenecía al círculo personal del Presidente de la
República y rápidamente cundió la esperanza de que era éste el comienzo de una
verdadera reacción política.
En esos días, el comandante Joaquín Montaña, que estaba
informado del propósito revolucionario y era uno de los adherentes más
eficaces, nos manifestó al doctor Alem y a mí, que un grupo de oficiales del
ejército deseaba entrar en comunicación con nosotros. Les dimos cita para el
día siguiente, a las 8 de la noche, en mi casa. Concurrieron a esa hora el
comandante Montaña, el capitán Diego Lamas, del Estado Mayor, y el capitán
Castro y Sunblad, del 1º de línea. El teniente Verdier, del 5º que debía
acompañarnos, no pudo hacerlo por estar de servicio. El doctor Alem tampoco
pudo concurrir.
Después de un breve cambio de palabras, el capitán Lamas me
manifestó que traía, con su compañero, la representación de treinta y tres
oficiales del ejército que se habían obligado, bajo juramento, a cooperar en la
obra patriótica de salvar el país de la ruina y de la vergüenza a que le
arrastraba el gobierno del doctor Juárez, agregando que no buscaban provecho ni
ventajas individuales; que no podían ni querían ascensos; que no aceptarían
recompensas de ningún género; que no pretendían mando alguno; que habían sabido
que existía una Junta revolucionaria secreta; de que yo formaba parte, y que
veían a ponerse a sus órdenes, con la fuerza de que disponían, para defender
las libertades públicas, como ciudadanos y como soldados de un pueblo libre,
para quienes la Constitución era la ley suprema de la tierra. El capitán Castro
y Sunblad me hizo declaraciones análogas, empeñándose ambos, noblemente, en que
me diera cuenta exacta del desinterés y de la elevación de miras que los
animaba, a ellos y a sus representados.
El único jefe comprometido hasta ese momento era el sargento
mayor Félix bravo, del batallón 50 de línea; los oficiales pertenecían al
Estado Mayor, el batallón de ingenieros, al regimiento 1º de artillería y a los
batallones 1º y 5º de infantería.
Acepté, a nombre de la Junta, el concurso que se le ofrecía,
y mostrándoles que ésta era digna de su confianza, porque no tenía en vista
otra cosa que el bien del país, les hice presente cuál era la nueva situación
creada por la crisis ministerial y la conveniencia de proceder de acuerdo con
la opinión pública. Sin dificultad alguno convinieron conmigo en que la
revolución era un recurso extremo, únicamente justificable por necesidades
supremas, y que no se debía precipitar la lucha armada, mientras fuera razonable
esperar que la influencia del nuevo ministerio produjera una reacción benéfica
en la política presidencial. En consecuencia acordamos que los oficiales
juramentados se mantendrían a la expectativa, vinculados como estaban, y en que
esperarían ordenes.
Dos meses más tarde, todas las esperanzas de reparación
política y reorganización administrativa se habían desvanecido. El telegrama
del Presidente al coronel Ortega, puso en evidencia su falta de sinceridad. La
discusión de las emisiones clandestinas mostró hasta dónde llegaba el abuso en
la emisión de moneda, la profunda inmoralidad de la administración y las
complacencias del Congreso. La permanencia del doctor Pacheco en el Banco
Nacional ocasionó la segunda crisis ministerial bajo estos malos auspicios.
La revolución era ya inevitable, el país la reclamaba a
voces; el comercio siempre conservador la esperaba con anhelo; los hombres de
Estado la autorizaban explícitamente. Hacía cuatro meses que el doctor Vicente
F. López me había manifestado que resistía la idea de que su hijo, el doctor
Lucio V. López, figurase como candidato para diputado al Congreso por la
provincia de Buenos Aires, agregando que, si se tratara de hacer una revolución
le aconsejaría que tomase parte en ella y aceptase sus responsabilidades. El
general Mitre, a quien le hice saber, el mismo día de su partida, los datos que
había recogido sobre las emisiones clandestinas, me dijo que si tales hechos
eran ciertos, no había gobierno posible, y que la revolución estaría
justificada. El doctor Irigoyen, a quien le comuniqué nuestro pensamiento, lo
aprobó sin limitación, ofreciéndonos cooperar a su buen éxito con sus valiosas
informaciones. El doctor Leopoldo Basavilbaso, cuyo consejo reflexivo busqué,
me manifestó análoga opinión.
Los trabajos revolucionarios habían seguido adelante y era
llegado el momento de darles impulso decisivo.
El doctor Alem, estaba ya en comunicación con los oficiales
de la escuadra, y con el coronel Julio Figueroa, antiguo jefe del batallón 9º
de línea, que le había ofrecido su concurso.
El general Compas concurría diariamente a mi estudio, y el
doctor Alem y yo le habíamos dado conocimiento de lo que hasta ese momento
habían hecho los oficiales juramentados que no descansaban en su empeño de
buscar adherentes firmes y leales para le empresa en que iban a jugar su
porvenir y su vida.
Para darnos cuenta de la situación, bajo sus fases diversas;
para apreciar la importancia de los elementos de que disponíamos y adoptar una
línea de conducta clara, nos reunimos en casa del doctor Juan José Romero,
éste, el doctor Alem, el doctor Demaría, el general Campos, el señor Manuel A.
Ocampo, el doctor Manuel Gorostiaga y yo. La opinión unánimemente manifestada
fue que los elementos reunidos eran poderosos; pero que no bastaban para
asegurar el éxito de la revolución. Se adoptaron algunas resoluciones y
acordamos volver a reunirnos en breves días, quedando así constituido, de
hecho, núcleo de la Junta revolucionaria, del cual se separó poco después el
doctor Gorostiaga, porque, según me dio a entender, no estaba de acuerdo con el
rumbo que tomaban los acontecimientos.
Entre las resoluciones que adoptamos fue una de ellas
ponernos en contacto más directo con los oficiales juramentados para tomar
datos exactos sobre su verdadera fuerza en los cuerpos a que pertenecían.
A ese fin los invitamos a una reunión general que tuvo lugar
en casa del doctor Eduardo Copmartin y a la cual asistimos, en representación
de la Junta, el doctor Alem, el general Campos y yo. Concurrió también el
coronel Figueroa, invitado especialmente por el doctor Alem. No puedo precisar
el nombre ni el número exacto de los oficiales que estuvieron presentes: eran
por lo menos cuarenta, jóvenes todos, decididos, entusiastas por la causa que
habían abrazado.
Se pidió al oficial más caracterizado de cada cuerpo los
informes necesarios y llegamos a este resultado general:
En el regimiento 1º de artillería, contábamos con tres
capitanes y siete oficiales subalternos: 150 individuos de tropa.
En el batallón de ingenieros con un capitán y tres
tenientes, dos de los cuales mandaban compañía: 200 individuos de tropa.
En el batallón 1º de infantería, con dos capitanes, dos
tenientes y tres alféreces: 130 individuos de tropa.
En el batallón 4º, con un teniente y dos alféreces.
En el batallón 5º, con un sargento mayor, un capitán, tres
tenientes, de los cuales uno mandaba compañía, y un alférez: 200 individuos de
tropa.
En el batallón 9º, con tres capitanes y dos tenientes.
El coronel Figueroa, fundado en su prestigio de antiguo jefe
del 9º y en el valor de sus oficiales, aseguró que saldría al frente del
batallón en el momento que se ordenase.
Otro tanto dijo el sargento mayor Bravo con relación al 5º.
Los oficiales de Ingenieros, de artillería y del 1º de infantería, dieron
seguridades análogas, respecto de los cuerpos a que pertenecía, reconociendo,
sin embargo, que tendrían que vencer graves dificultades si los jefes se
encontraban en los cuarteles en ese momento.
La tropa de todos estos cuerpos sumaba aproximadamente
novecientos hombres. No contábamos todavía con ninguno de los jefes, excepto el
segundo del 5º.
El resto de las fuerzas de la guarnición se componía, según
las listas de revista de dos o tres meses atrás, de:
Batallón 4º de
infantería.................................... 255 plazas
Batallón 6º de
infantería.............................................. 217 plazas
Batallón 10º de
infantería............................................ 213 plazas
Regimiento 11º de
caballería...................................... 217 plazas
Cadetes.......................................................................
180 plazas
Cabos y
sargentos....................................................... 100 plazas
Bomberos.....................................................................
430 plazas
Vigilantes......................................................................
3.076 plazas
Total..............................................................................4.688
plazas
La opinión del general Campos y del coronel Figueroa fue que
se necesitaba vigorizar, principalmente, los elementos del regimiento de
artillería, del batallón de Ingenieros y del batallón 1º de infantería, para
tener la seguridad absoluta de que estos cuerpos concurrirían al movimiento con
todo su poder.
La Junta revolucionaria, integrada con el doctor Miguel
Goyena, el coronel Figueroa y el comandante Joaquín Montaña, tomó en
consideración estos datos y resolvió proceder de acuerdo con lo aconsejado por
el general Campos y el coronel Figueroa.
Cada uno de dichos cuerpos requería atención especial y
reclamaba trabajos de diversa naturaleza.
En el regimiento de artillería la dificultad que se debía
superar nacía del prestigio de su jefe, el coronel Gil, estimado y respetado
por la oficialidad, querido por la tropa. “Es el único que puede perturbarnos,
si se presenta en el cuartel”, nos habían dicho los oficiales revolucionarios.
En el 1º de infantería había oficiales bien reputados, cuyo
concurso no se había solicitado por prudencia, sus dos jefes nos eran adversos
y podía ser necesario combatir dentro del cuartel antes de salir a la calle. En
el batallón de Ingenieros el número de los oficiales comprometidos era muy
escaso, y aún no conocíamos su verdadero mérito.
El tiempo apremiaba: una imprudencia, una indiscreción
cualquiera, podía comprometer el éxito de la revolución y la vida de los
militares que la servían.
Los miembros de la Junta nos veíamos diariamente:
creyéndonos vigilados por la policía, unas veces nos reuníamos en casa del
doctor Romero, otras en la del doctor Demaría, o en la del doctor P. Passo,
otras en mi estudio. Por último, nos instalamos definitivamente en casa del
patriota señor Benjamín Buteler, y allí permanecíamos trabajando, noche a
noche, desde las ocho hasta las doce , la una y las dos de la madrugada.
El general Domingo Viejobueno, jefe del Parque, no había
asistido a nuestras reuniones, pero estaba con nosotros. Ocurrimos a él para
acercarnos al coronel Gil. Nos aconsejó que buscáramos la cooperación de su
hermano, el general Joaquín Viejobueno, antiguo jefe del coronel Gil, y su
amigo más respetado. La Junta me confió esa comisión. Encontré al general
perfectamente dispuesto: cuando le hablé de la situación del país, de nuestros
propósitos, de los elementos que habíamos reunido, de lo que nos faltaba para
lanzarnos a la acción, veía reflejarse en su semblante las emociones de un
patriota y de un corazón sensible “¡He servido mucho a los hombres!” me dijo,
“los días de vida que me quedan, se los debo a mi patria. Deme tiempo, déjeme
reflexionar, veré lo que puedo hacer”.
Quince días antes de la revolución tenía su plan para
impedir que el coronel Gil pudiera perturbar la salida de la artillería: iba
simplemente a comprometerle a que le acompañara en un viaje al sud de la
provincia, como en efecto lo hizo. El general esperaba tener noticia
telegráfica del movimiento el día mismo en que se produjera, para regresar en
el acto y ocupar su puesto en las filas revolucionarias.
El batallón de Ingenieros estaba comandado por el sargento
mayor Casariego, sobrino del general Racedo. Sabíamos que éste simpatizaba con
la revolución y resolvimos acercarnos a él, aprovechando como intermediarios a
los señores Germán Balcarce, José Herrera y Juan C. Molina. El doctor Alem tomó
a su cargo esta misión. El general Racedo prometió su concurso, y el doctor
Alem debía celebrar una conferencia con el sargento mayor casariego,
precisamente el día en que éste fue preso, al mismo tiempo que el general Campos
y el coronel Figueroa. Ignoro hasta dónde llegaban los compromisos del mayor
Casariego con el general Racedo.
Para asegurar el éxito en el batallón 1º, se acordó que el
comandante Joaquín Montaña, al frente de un grupo de ochenta ciudadanos
escogidos y bien armados, se presentaría a las puertas del cuartel en el
momento en que los oficiales revolucionarios iniciaran la formación del cuerpo.
La salida del batallón 9º ofrecía ciertos inconvenientes,
porque estaba acuartelado con el regimiento 11º de caballería. Las cuadras de
los soldados de uno y otro cuerpo no distaban más de diez varas. Era todo punto
imposible que el primero se moviera sin ser sentido por el segundo; y todos
sabíamos que el jefe y muchos oficiales del 11º estaban ligados personalmente
con el doctor Juárez, tenían su confianza, y ensayarían contrarrestar nuestros
planes. El coronel Figueroa reconocía el peligro, pero repetía con convicción:
“ el 11º no podrá contener al 9º, lo dominaremos y marcharemos a incorporarnos
con la artillería.
La condición de dicho cuerpo era motivo de nuestras mayores
preocupaciones. Noche a noche volvíamos sobre el mismo asunto. Por último, a
indicación del coronel Figueroa, decidimos acercarnos al 2º jefe, sargento
mayor Mom, por intermedio de su señor padre, miembro de la Unión Cívica; y
autorizamos al general Campos para que iniciara algunos trabajos en el 11º del
cual habíamos prescindido por las razones ya indicadas.
El general Campos tenía la mayor confianza en la discreción,
en la lealtad y en el valor del sargento mayor Vázquez, amigo íntimo del
sargento mayor Garaita, otro bravo oficial a quien también conocía. El sargento
mayor Garaita había sido del regimiento 11º y estaba ligado con el sargento
mayor Palma, jefe de uno de los escuadrones, por dobles vínculos. Palma era
casado con una hermana de Garaita, y Garaita con una hermana de Palma. Este
gozaba también de buena reputación como soldado, y en la revolución de 1874
había levantado el cuerpo en que entonces servía a las órdenes del comandante Rivademar.
Confiados en el mayor Vázquez, debíamos confiar en el mayor
Garaita, si éste se comprometía con aquél; y en cuanto al mayor Palma, la buena
opinión de que gozaba, sus vínculos de parentesco con Garaita, y la amistad con
Vázquez, nos autorizaba a suponer que, si aceptaba la idea revolucionaria,
cumpliría lealmente su compromiso, y que si la rechazaba, guardaría, por lo
menos, la reserva que el honor le imponía. Por lo demás, no debía informársele
de cosa alguna, hasta que no se comprometiera definitivamente.
Vázquez y Garaita se pusieron al servicio de la revolución
sin dificultad alguna, con la lealtad que se les había atribuido, y se
aproximaron a Palma. Este al principio se mostró vacilante, pero en una segunda
conferencia, se decidió y se comprometió formalmente. En seguida tuvo una
conferencia con el general Campos y acordaron que el día de la revolución
Garaita, Vázquez y el mayor Palma se encargarían de sacar el regimiento 11º
para incorporarlo a nuestras filas o inutilizarle. Por fortuna, el general Campos
no le dijo respecto del 9º, sino que contábamos con la cooperación de su
antiguo jefe, el coronel Figueroa. Palma le pidió datos sobre los otros
cuerpos, pero el general le contestó que únicamente la Junta podría
suministrarlos y que, si deseaba conocerlos, le presentaría en una de sus
próximas reuniones, ofrecimiento que aquél declinó, reiterando la seguridad de
que podía contarse con él. La noche en que el general Campos nos dio cuenta de
este resultado, se decidió la revolución para la semana siguiente: creíamos que
el éxito estaba asegurado y temíamos que de un momento a otro la policía
pudiera descubrirnos, porque eran muchos los que estaban en el secreto.
Antes de allanar todas estas dificultades, y mientras se
iban eliminando, una a una, habíamos discutido, extensamente, cuál era la mejor
hora y oportunidad para iniciar el movimiento. La mayoría de la Junta opinaba
que tuviera lugar de día, entre las tres y las cuatro de la tarde, como la hora
más propicia para apoderarse del Presidente, del Vice-Presidente, del Ministro
de la Guerra y del general Roca, presidente pro-tempore del Senado.
El plan era sencillo. Se provocaría una interpelación
ruidosa en el Senado sobre las fuerzas armadas en Entre Ríos y Santa Fe,
batallones provinciales, etc., para obligar la concurrencia del Ministro.
Seguramente asistirían a la sesión el Vice-Presidente y el general Roca, y a
menos de grave inconveniente, el Presidente estaría en su despacho, como
acostumbraba hacerlo en casos análogos, para recibir sin retardo las
informaciones del debate. Miembros de la Unión Cívica ocuparían las galerías de
la Cámara, desde la primera hora, y se agruparían en los alrededores. A la hora
señalada saldrían los batallones de sus cuarteles en dirección a la plaza de la
victoria. La Junta revolucionaria y el general Campos se presentarían en la
plaza; dos grupos de jóvenes, encabezados por los doctores Goyena y Demaría, se
lanzarían sobre la casa de gobierno y sobre el Congreso para apresar las
personas indicadas. Se echarían las campanas a vuelo y se llamaría al pueblo a
las armas.
Este plan fue abandonado por varias razones, de las cuales
la decisiva fue que los oficiales de los cuerpos manifestaron, casi
unánimemente, en una junta central que celebramos en casa del doctor Castro Sunblad,
hermano del capitán, que las dificultades se centuplicaban a esa hora, porque
los jefes generalmente se encontraban en sus cuarteles y la lucha a mano
armada, en presencia de las tropas, sería inevitable. Resolvióse, en
consecuencia, que la Revolución tendría lugar a la madrugada y se hizo el plan
general, cuyas bases fundamentales fueron las siguientes:
El Regimiento 1º que estaba a las ordenes del comandante
Montaña saldría del cuartel a las 4 de la mañana y se dirigiría a la Plaza del
Parque, punto de reunión de todas las fuerzas, recogiendo los vigilantes que
encontrara en su trayecto y, con especialidad, los de la comisaría situada en
la calle Suipacha, próxima a la de Arenales.
El batallón 5º, con otro grupo de ciudadanos que debía
armarse en el cuartel, marcharía directamente al punto de reunión.
El batallón de Ingenieros haría otro tanto, después de
verificar su conjunción con cabos y sargentos.
El batallón 9º y el regimiento 11º saldrían de su cuartel,
entrarían a Palermo por la avenida Sarmiento para reunirse con la artillería y
con los cadetes, y en seguida la columna se dirigiría al Parque.
La Junta revolucionaria, el general Campos y los ciudadanos
que no tuvieran comisión o colocación determinada, debían encontrarse en el
Parque.
Como se ve, las fuerzas revolucionarias habríanse aumentado
con los cabos y sargentos y con la escuela militar. Los cabos y sargentos
figuraban en este cálculo, porque su jefe se había comprometido con la Junta,
por intermedio del general Domingo Viejobueno. Los cadetes de la escuela
militar se nos habían incorporado por movimiento propio, apenas tuvieron
conocimiento de lo que se trataba. Los encabezaba el cabo 1º Pablo Hermelo . La
ejecución del plan militar estaba confiada al general Campos, a quien debía
secundar el coronel Figueroa iniciando el movimiento del batallón 9º y del
regimiento 11º. Yo debía sacar los cadetes, reunirme con la artillería y
esperar al coronel Figueroa, para reunirme como representante de la Junta y
proveer, de acuerdo con él, a cualquiera emergencia imprevista.
La prisión del doctor Juárez, del doctor Pellegrini y el de
los generales Levalle y Roca, había sido encomendada a grupos de ciudadanos que
se entendían directamente con el doctor Alem. Desde que se decidió que la
revolución tuviera lugar a la madrugada, todos comprendimos que era muy difícil
que esta parte del plan se realizase. No había que pensar en asaltar las casas
y era casi imposible que grupos de ciudadanos, sin disciplina, pudieran
ejecutar empresa semejante, bajo los ojos de la policía, a la misma hora en que
los cuerpos se ponían en marcha y en una zona que las fuerzas de la revolución
no dominaban todavía; pero se persistió en llevarla a cabo, por lo menos en lo
que tocaba al general Roca y al general Levalle. Más adelante he de decir lo
poco que sé sobre las causas que hicieron fracasar ese intento y aprovecharé la
oportunidad para desautorizar versiones falsas que he oído circular, cuyo
origen no conozco.
La concentración de las fuerzas en la plaza del Parque, a la
hora de lanzarlas a operar, tenía ventajas que el general Campos manifestó a la
Junta. Los cuerpos iban a salir de sus cuarteles, sin sus jefes; los oficiales
reposaban en la propia autoridad, en su prestigio, en la disciplina del soldado
y no habían comunicado ni aún a las clases, salvo rara excepción, lo que se
proyectaba. No era prudente lanzarlos aislados a la acción. Reuniéndolos en la
plaza del Parque, se verían, se contarían, se encontrarían fuertes con un
general de la nación, dueños del parque y rodeados por ciudadanos distinguidos.
Saturados con el espíritu revolucionario de esta gran
ciudad, en la que no habían vivido como extraños, esto debía bastar para darles
cohesión y convertirlos en un verdadero ejército, doblemente poderoso por la
disciplina y por el entusiasmo.
Reunidas las fuerzas en la plaza del Parque y proclamada la
revolución, se debía proceder en el acto a tomar la casa central de policía, a
cuyo efecto el general Campos había estudiado los alrededores para saber, de
antemano, desde qué puntos podría ser atacada por la artillería, y a dominar
los batallones que no se habían incorporado a la revolución, pero en los cuales
había inteligencias preestablecidas.
Después de dominada la ciudad, al Rosario, y del Rosario a
Córdoba y a Entre Ríos.
Nuestros correligionarios políticos de la provincia de
Buenos Aires, del Rosario y de Córdoba hubieran deseado producir movimiento
análogos en el mismo día y a la misma hora y así nos lo significaron al doctor
Alem y a mí por intermedio del coronel J. Campos y del señor A. Pintos los
primeros, del doctor Candiotti y el doctor Latorre los segundos, y de los
señores Ataida y H. Román los últimos; pero esto tenía gravísimos
inconvenientes.
Cualquier incidente de último momento podía obligarnos a
suspender la revolución, como sucedió, en efecto, dos veces, después que
señalamos el día y la hora faltarnos tiempo o medios seguros de comunicación, y
estallar inoportunamente, donde los resultados no podían ser decisivos,
comprometiendo la vida de muchos hombres útiles y patriotas y el éxito general
de nuestra causa. Por el contrario, triunfante en la capital y dueños de sus
poderosos elementos, la revolución estaba terminada. Los gobiernos locales,
impopulares y desacreditados, habrían caído solos, y en último caso, los
pueblos oprimidos los habrían derrocado contando con el auxilio de la
revolución vencedora en la capital-
Aprobado por la Junta el plan general que dejo apuntado,
convocamos nueva reunión de oficiales, que se celebró el jueves 17 de julio, en
casa de otro hermano del capitán Castro Sunblad y a la cual asistieron: el
general Campos, el general Domingo Viejobueno, el coronel Figueroa, el coronel
Irigoyen, el sargento mayor Vázquez, el sargento mayor O´Connor y el sargento
mayor Lira en representación de los oficiales de la escuadra, dos o tres
oficiales de cada uno de los cuerpos revolucionarios; el doctor Alem y yo.
El general Campos comunicó a los jefes y oficiales presentes
que la Junta revolucionaria había señalado el día lunes 21 de julio, a las
cuatro de la mañana, para la revolución, dio sus órdenes a cada cuerpo, les
señaló el itinerario que debían seguir y su colocación en la plaza del Parque.
Acordó que toda fuerza armada perteneciente a la revolución llevase, como
señal, un farol con vidrios de colores que la Junta se encargaría de
proporcionar, y que el santo y seña se comunicase en la noche del domingo al
lunes.
En seguida, el oficial de mayor graduación de cada cuerpo
repitió, aisladamente, en presencia de los generales Campos y Viejobueno, las
órdenes que había recibido y la reunión se disolvió, despidiéndose para volver
a vernos el lunes en la plaza del Parque.
La Junta había resuelto, en reuniones anteriores, cuestiones
importantes, tales como el manifiesto de la revolución y la organización del
gobierno provisorio.
El manifiesto fue encomendado al doctor Lucio V. López y a
mí. Lo escribió el doctor López en su mayor parte y lo complementamos y
corregimos juntos. Con este motivo el doctor López fue incorporado a la Junta.
También fueron incorporados a la Junta en esos mismos días,
los doctores Hipólito Irigoyen y José María Cantilo.
Irigoyen había sido visto para que tomara parte en la
revolución y me había manifestado que aceptaba todas sus responsabilidades y
que sólo requería el puesto que, como simple ciudadano, le correspondía en el
movimiento revolucionario, de acuerdo con la independencia y decisión de su
carácter, agregando explícitamente que no quería posición alguna; pero la Junta
juzgo que debía llamarle a su seno para que tomase parte en sus deliberaciones,
y así lo hizo después de haberle designado.
Como el día de la revolución se aproximaba, era necesario
constituir el gobierno revolucionario. Se discutió si debía dársele forma de
Junta; pero después de madura deliberación, se reconocieron las ventajas de
mantener la forma constitucional.
El punto más importante era determinar quién debía presidir
el gobierno. Antes de que la Junta se ocupara del asunto, conferencié
privadamente con algunos de sus miembros. Mi opinión era que debíamos confiar
el gobierno provisorio al doctor don Vicente Fidel López, primero, porque
presumía el caos financiero en que nos íbamos a encontrar y confiaba en que su
competencia y sus buenas amistades con los señores Baring Brothers nos
ayudarían a salvar al país de la bancarrota, mientras el Gobierno se
reorganizaba constitucionalmente; segundo, porque pensaba que era conveniente
ofrecer a los elementos conservadores de la República la garantía de la edad,
de la espectabilidad nacional y aún de la tradición histórica. En el espíritu
de la mayoría de mis compañeros primaba la idea de que era necesario dejar al
doctor Alem al frente del gobierno para que las fuerzas revolucionarias conservaran
su cohesión. La exigencia suprema, en ese momento, era la unidad de acción; y
como el doctor Alem reunía las calidades esenciales que las circunstancias
reclamaban, virtud, incorruptible, carácter firme e intenciones honorables,
decidí no indicar otro nombre y votar por él. El señor general Campos indicó
privadamente al general Mitre, pero se le opusieron las mismas observaciones y
además la especialísima de que el general Mitre estaba en Europa, y que se
trataba de organizar un gobierno que debí durar, únicamente, dos o tres meses.
Reunida la Junta con asistencia de los señores Alem, Demaría, Romero, Campos,
Figueroa, Ocampo, Irigoyen, LB. López, Montaña, Cantilo, Goyena y yo, se
procedió a votar sin discusión y, con excepción del general Campos y del
coronel Figueroa que dieron su voto al general mitre, todos los demás votaron
por el doctor Alem.
El doctor Demaría fue designado para vice-presidente por el
voto unánime de los presentes.
En seguida se procedió a la organización del Ministerio, y fueron
designados para:
Interior, el doctor Eduardo Costa.
Relaciones Exteriores, el doctor Juan E Torrent.
Hacienda, el doctor Juan José Romero.
Guerra, el general Joaquín Viejobueno.
Justicia, el doctor Virgilio Tedín.
Encargamos al doctor Lucio V. López que se acercara al
doctor Costa y recabara su aquiescencia. El doctor Costa pidió veinticuatro
horas para reflexionar y contestó negativamente.
En la sesión siguiente lo sustituimos con el señor Juan E.
Torrent y a éste con el doctor Lastra, y decidimos reemplazar al doctor Tedín
con el doctor Miguel Goyena, porque alguno observó que creábamos al doctor
Tedín una situación inaceptable frente a su padre político. El doctor Zavalía.
Nos habíamos preocupado en sesiones anteriores de la designación del jefe de
policía. Al principio pensábamos en el señor don Emilio Castro, pero después
decidimos unánimemente, por indicación del general Campos, que ocupara ese
puesto el doctor Hipólito Irigoyen, cuyas condiciones personales y conocimiento
de la policía, le indicaban con ventaja sobre cualquier otra para desempeñarle
en los primeros momentos. Cuando el doctor Irigoyen supo su designación, se
excusó terminantemente, pero ante nuestra insistencia, manifestó que la
aceptaba como una imposición de su deber, y sólo para permanecer al frente de
esa repartición los días que durara el movimiento revolucionario.
En el manifiesto de la Junta revolucionaria se comprometían
todos los miembros del gobierno provisorio a no aceptar la candidatura
presidencias, para el que se debía constituir bajo sus auspicios, ofreciendo
así al país un ejemplo de rectitud política. Yo contraje, solemnemente,
idéntico compromiso ante la Junta cuando se aprobó aquel documento.
Más de una vez el doctor Alem nos había manifestado que
tenía en el comité otra junta cooperadora que le ayudaba a organizar los
elementos populares y de la que formaban parte según entiendo, el doctor
Barroetaveña, Joaquín Castellanos, Santa Coloma, doctor Davison, doctor
Gouchón, F. Rodríguez doctor Torino y otros. El comandante Montaña nos
significó una noche que todos ellos le habían pedido que los representase en la
Junta directiva, a lo que asentimos sin dificultad alguna, porque no los
habíamos llamado a nuestro seno por su número y por el de la Junta, que ya era
bastante crecido para la naturaleza de la obra que teníamos entre manos.
El viernes 18 de julio, cuando se reunión la Junta, el
general Campos nos informó de lo que le había ocurrido durante el día. Un amigo
se le había acercado, con el encargo de otro cuyo nombre reservaba conjurándole
que no saliera de su casa durante todo ese día y esa noche porque le amenazaba
grave peligro. Más tarde se había presentado el mayor Vázquez, con una carta
del mayor Palma en la que éste le pedía que fuera esa noche, con el general
Campos a su casa, calle de Malavia, porque tenía una cosa muy buena que
comunicarle. El mayor Vázquez había contestado motu-proprio, por escrito, en
una tarjeta, que irían a la hora indicada. El general concibió la sospecha de
la traición desde el primer instante y resolvió no acudir a la cita e
informarnos de lo que sucedía.
Coincidimos con su opinión y acordamos que se retirara en el
acto de la Junta con el coronel Figueroa, que en caso de ser preso me lo
avisara inmediatamente, y que, si esto sucedía se suspendiera la revolución,
sin desistir de llevarla a término cuándo y cómo pudiéramos. La Junta continuó
trabajando hasta la hora acostumbrada.
Al día siguiente, por la mañana, se presentó en mi casa el
hijo del general Campos a darme aviso de su prisión. Salí para trasmitir la
noticia al doctor Alem, y a poco andar encontré en la calle Juncal al coronel
Figueroa, de uniforme y sin espada. Detuve mi carruaje el tiempo necesario para
oírle estas palabras: “Voy a presentarme preso”, y seguí mi camino. La
revolución se había quedado sin jefe militar. Ese día la Junta se reunió en mi
estudio y decidió comunicar a todos los cuerpos el aviso de que la revolución
quedaba suspendida, hasta nueva orden.
Las primeras cuarenta y ocho horas las pasamos en inquieta
expectativa; los diarios oficiales anunciaba que el gobierno era dueño del
secreto de la revolución: Garaita estaba preso, Vázquez podía serlo de un
momento a otro. ¿Hasta dónde había llegado la confianza de Vázquez con Garaita?
¿Hasta dónde la de Garaita con Palma? Vázquez había asistido a la última junta
de oficiales y conocía, detalladamente, el plan militar y las fuerzas con que
contábamos. La lealtad de Garaita se ponía en cuestión. Se le creía de acuerdo
con Palma. La prisión del coronel Figueroa y del sargento mayor Casariego, los
sumarios que se iniciaban en los cuerpos, parecían demostrar que, si el
gobierno no sabía todo, sospechaba mucho. No tardamos en saber que Garaita se
había declarado revolucionario y mencionado el nombre del general Campos,
quien, por su parte, se había encerrado en la más absoluta negativa. El general
Campos creyó siempre en la fidelidad del mayor Garaita, pero desconfiaba de su
discreción para escapar de las dificultades del sumario.
El sargento mayor Vázquez permanecía escondido. Tres o
cuatro veces cambió de residencia, para escapar a la policía. Una noche cometió
la temeridad de presentarse en el Comité, porque un diario había insinuado que
era cómplice de Palma en la traición y quería justificarse, personalmente ,
ante la Junta. Con gran trabajo consiguió hacerle retirar a casa del señor
Páez, donde permaneció hasta el momento de la revolución. Su prisión podía ser
cuestión de vida o muerte para el general Campos. El gobierno tenía en su poder
la tarjeta que le escribió a Palma aceptando la cita, ¿ Cómo explicaría la
promesa, de que concurriría a ella con el general? Por otra parte, no sabíamos
a ciencia cierta lo que el general había declarado, para comunicárselo, a fin
de que no cayeran en contradicción. Páez nos informó que el valiente oficial
pasaba las noches sin dormir, bajo la influencia de la insinuación imprudente
con que un diario había manchado su honor militar. Fui a verle para darle
seguridad completa de nuestra confianza y acordar su declaración en caso de que
fuera preso, basándonos en los datos generales que tenía el general Campos, a
quien todavía no había visitado en su prisión por prudencia. Conseguí
tranquilizarle con la promesa formal de que le avisaría oportunamente cuando
debía estallar la revolución, para que pudiera acudir a su puesto, y acordamos
su declaración en términos generales, mientras obtenía ciertos detalles de la
del general Campos.
El mayor Vázquez se desesperaba con la idea de que pudiera
ponerse en duda su lealtad, porque en la Junta de oficiales a que asistió y en
la cual fuéme presentado, sabiendo que yo debía esperar al 11º y al 9º con los
cadetes y la artillería, se había empeñado con insistencia y hasta conseguirlo,
en que la noche de la revolución la pasáramos juntos en las cercanías de
Palermo, con Garaita y Palma.
Al día siguiente visité al general Campos en su prisión y
aunque había varias personas presentes, conseguí los datos que necesitaba,
pidiéndole detalles sobre lo que pasaba y se las trasmití al mayor Vázquez. Por
ese lado el peligro estaba conjurado.
Pero nuevas dificultades surgían. Los oficiales conjurados
exigían llevar adelante el movimiento, sin demora; temían que el gobierno
removiera alguno de los batallones comprometidos como ya se anunciaba, y quizá
pensaban que de un momento a otro podía descubrirse todo el secreto de la
revolución, peligro real y casi inminente en esos días de honda zozobra. Tenían
confianza ciega en su propia valentía y creían que faltaba decisión en la
Junta, compuesta de hombres civiles. Era obra sobrehumana convencerles de que
los elementos revolucionarios habían disminuido y cuando lo reconocían, no
contradecían nuestras afirmaciones, pero insistían en su opinión: la demora nos
perdería a todos y perderia la causa pública.
Entretanto, bueno es darse cuenta de la situación en que nos
había colocado la traición de Palma.
Desde luego, la revolución no tenía jefe militar. Campos y
Figueroa se encontraban presos; los dos generales Viejobueno estaban ausentes,
uno encargado de retener al coronel Gil, el otro en el desempeño de una
comisión militar que no había podido retardar sin dar lugar a sospechas. Un
nuevo general implicaba procedimientos que requerían tiempo y diligencias
peligrosas en ese instante: someterles el plan militar, renovar las
discusiones, comunicarle con los oficiales de los cuerpos y recomenzar todo lo
hecho, en medio de las exigencias de los que no querían esperar un día, ni una
hora, militares y civiles, porque también la Junta cooperadora del comité tuvo
la ocurrencia de significarnos que debíamos proceder inmediatamente.
Además, el plan militar se había basado en el concurso del
regimiento 11º y del batallón 9º, que debían bajar de Maldonado a Palermo para
acompañar la artillería hasta el Parque. En el nuevo estado de cosas, el
regimiento 11º era nuestro mayor peligro, porque estaba prevenido y animado de
espíritu hostil hacia la revolución; porque estaba acuartelado junto con el
batallón 9º y le vigilaba, y porque, al primer aviso, podía montar a caballo y
detener la artillería en su trayecto, guerrilleándola desde las calles
laterales. El batallón 9º era una pieza principal en el tablero, pero ese
cuerpo no había estado en contacto hasta entonces sino con el coronel Figueroa,
preso ahora en el cuartel del Retiro. Sus oficiales no habían asistido sino a
una sola reunión, no se habían vinculado directamente con la Junta, ni con los
demás oficiales. ¿ Cómo comunicarnos con ellos en esos primeros días de
incertidumbre y de desconfianza, durante los cuales había redoblado la
vigilancia policial y militar ¿ Los otros oficiales nos avisaban con frecuencia
que sus cuarteles estaban rodeados por agentes secretos de la policía.
Por otra parte: ¿ se atreverían los oficiales a mover el
batallón 9º, faltándoles su antiguo jefe, con quien se había comprometido y
cuando tal vez tendrían que comenzar el combate, dentro del cuartel, con el
regimiento 11º?.
Si el 9º fallaba, las fuerzas revolucionarias quedaban
reducidas al regimiento 1º de artillería, batallones 1º y 5º de infantería,
batallón de Ingenieros, y cadetes de Palermo, es decir, un batallón menos de
los que existían cuando se reunió la primera junta de oficiales.
El gobierno por su parte, había aumentado las suyas con el
batallón 2º y el regimiento 6º.
Consultamos la opinión del general Campos y del coronel
Figueroa, venciendo con trabajo las dificultades que teníamos para cambiar con
ellos dos palabras, en medio de los visitantes que los asediaban de día y de
noche, y nos aconsejaron que esperásemos algunos días.
Téngase presente que los sucesos que ahora narro se
precipitan y se desarrollan con intervalo de un día, de horas, muchas veces,
entre el lunes 20 y el sábado 26 a las cuatro de la mañana. Evoco mis recuerdos
y temo equivocarme. Me parece que deben haber transcurrido días, cuando sólo
han pasado horas entre un suceso y otro.
Prescindo de infinitos detalles de escaso interés, y voy a
los hechos capitales.
El lunes 20, según mis recuerdos, la Junta tuvo la noticia
de que el batallón 1º había recibido orden de marcha. Pocos momentos más tarde
empezamos a sentir las exigencias para que precipitáramos el movimiento,
exigencias que aumentaron cuando se supo que la marcha no tendría lugar ese
día, pero que era probable que se verificara al día siguiente. La presión
aumentó el martes: se nos hizo saber, a nombre de los oficiales de artillería ,
que se considerarían desligados de su compromiso si la revolución no estallaba
dentro de un término perentorio..
Como era natural no les creímos, pero diputamos al doctor
Alem para que hablara con el capitán Roldán y le explicara los graves motivos
que nos imponían la demora. Estuvieron a vernos, en comisión, el capitán Castro
Sunblad, del 1º; el teniente Alvaro Pintos, del 5º; y otro oficial que, me
parece que fue el teniente Verdier o el alférez Uriburu, y nos pidieron, con
empeñso anhelo, que no dejáramos partir el batallón 1º sin dar la orden para la
revolución. Se colocaba aún en el caso de que el batallón se pusiera en marcha
y decían: si va embarcado, la escuadra nos pertenece y podremos volvernos y
estar en el puerto a la hora requerida; si vamos en el tren, lo detendremos en
Zárate, cortaremos el telégrafo y lo volveremos en el mismo tren o a caballo,
aunque sea sin monturas. La vuelta, yendo embarcados, era posible; pero si el
viaje se hacía por ferrocarril, no había posibilidad de regresar secretamente.
No podía retenerse el tres sin alarmar toda la línea; y en cuanto a la idea de
volver a caballo, sin monturas, de noche, y con fuerza sublevada, no había
necesidad de meditar para desecharla. La Junta, sin embargo, no pudo defenderse
y transigió, conviniendo en que la revolución estallaría en la madrugada del
miércoles, si el batallón 1º no salía el martes, día en que se adoptaba esta
resolución.
En consecuencia se comunicó a todos los cuerpos que debían
estar prontos para salir a la calle a la primera orden y se estableció
observación constante sobre los movimientos del batallón 1º.
En la tarde supimos que se había dado orden de marcha.
Confiamos la vigilancia a miembros de la misma Junta para tener la certidumbre
de lo que sucedía. El batallón tomó el tren la primera noche y fue necesario
comunicar a los cuerpos que el movimiento quedaba suspendido hasta nueva
resolución. Recordando la situación de los batallones, se tendrá idea de las
dificultades que era necesario vencer para las comunicaciones. El batallón 5º
tenía su cuartel próximo a la plaza Constitución, el 9º en arroyo Maldonado, la
artillería y los cadetes en Palermo, el batallón de Ingenieros al otro lado del
11 de setiembre; y como en esa semana estaba de servicio el 5º y el batallón de
Ingenieros, había que trasmitir las órdenes, además de los cuarteles, al Parque,
a la Cárcel Correccional, al Hospital Militar y a la Penitenciaría.
Con el batallón 9º nos comunicábamos por intermedio del
señor Ugariza y del señor Aliburton, miembros de la familia del coronel
Figueroa; con los cadetes por medio de sus antiguos compañeros Monserrat e
Iturbe, expulsados a consecuencia de haber asistido al “meeting” del 1º de
setiembre, y con todos los demás cuerpos, destacamentos y guardias, por el
teniente Pintos, quien a cada momento necesitaba disfrazarse para entrar de
particular al Comité y de militar a los cuarteles. Entiendo que una vez fuera
del Comité, se ponía en contacto con el capitán Lamas y el teniente Verdier,
para que le ayudaran en el desempeño de su delicadísima comisión.
En la noche del martes recibí encargo de la Junta para ver
al general Campos y consultarle si debíamos hablar o no al coronel Mariano
Espina. El coronel Espina era jefe del regimiento a que pertenecía el batallón
9º, y más de una vez habíamos recordado que tres meses atrás la había dicho al
doctor L. V. López y al doctor Alem que no había otro medio de salvar el país
que la revolución. Si asegurábamos su concurso, el batallón 9º saldría de su
cuartel sin la menor dificultad, a pesar de su peligrosa vecindad con el
regimiento 11º.
El miércoles, a las 7 de la mañana, fui a despertar al
general en su prisión. Había elegido esa hora matinal por temor de visitantes
importunos. Sin embargo, no pudimos hablar sino pocas palabras, porque a poco
andar entró la primera visita. Su opinión fue que debíamos ver al coronel
Espina, cuya cooperación necesitábamos y en cuyo honor podíamos confiar, aún en
el caso de que no aceptara entrar en la revolución.
Ese mismo día, miércoles, a la noche, el comandante Montaña
y yo tuvimos una conferencia con el capitán Rosas Racedo, el capitán Osorio y
el teniente Missaglia, para tratar de la incorporación de ese cuerpo a las
fuerzas revolucionarias.. Era aquella casa punto ordinario de reunión de los
oficiales del 10º y el señor Cerimedo un ardoroso partidario de nuestra causa.
No tuvimos dificultad en entendernos. Estudiamos detenidamente las condiciones
en que encontraba el cuerpo, y pasamos en revista los elementos favorables, los
que podríamos ganar y los que probablemente serían hostiles. Después de un
examen minucioso, resultó que el verdadero obstáculo era el mayor Toscano,
segundo jefe del cuerpo. Yo le había conocido en casa del doctor Sáenz Peña, y
sabía por él cuán estimables eran sus sólidas cualidades de soldado y la
distinción con que había figurado en la guerra del Pacífico; el general Campos,
que le observaba desde su prisión, le estimaba como un jefe circunspecto,
vigilante y cuidadoso, exclusivamente dedicado a su cuerpo. Pertenece a la
mejor escuela del ejército argentino, me había dicho, sintetizando su opinión.
El capitán Rosas Racedo y sus compañeros le reconocían esas mismas calidades.
Según ellos, vivía en el cuartel y era uno de los primeros que se levantaban y
el último que se recogía. Únicamente tomaba mate o café, y jamás salía después
de la lista de tarde. En cambio solía aparecerse en la guardia a las dos o tres
de la mañana. Los soldados no le tenían gran cariño, porque era reservado y
seco, pero le respetaban, y si se presentaba al cuerpo en un momento de
vacilación podía imponerse y hacerse obedecer. Tomando en consideración todas
estas circunstancias, acordamos para la noche de la revolución: 1º ensayar
sobre él un narcótico; 2º que diez o quince jóvenes resueltos, de la familia
del general Campos, se quedaran en el cuartel o entraran a la hora conveniente,
para asegurarle e impedirle todo movimiento, en caso de que no fuera posible
narcotizarle.
Convenimos también en que alguno de los oficiales procuraría
hacer entender, de alguna manera, al general Campos, que podía contar con
ellos: determinamos el itinerario que debía seguir el cuerpo para incorporarse
a la columna del Norte, en el camino de Palermo, y quedó establecido que desde
ese instante obedecería las órdenes de la Junta revolucionaria, y estaría
dispuesto a pronunciarse, el día y hora que se le fijase. El señor Carimedo
debía servirnos de intermediario.
Cuando todo estuvo arreglado, el capitán Rosas Racedo me
preguntó: ¿ Con qué elementos cuenta la revolución , además del 10º?.
Después de brevísima reflexión, le contesté:
-Los secretos militares de la revolución, no me pertenecen;
únicamente el general podrá comunicárselos; pero puedo asegurar a ustedes, por
mi honor, que se encontrarán con muchos compañeros de armas y con centenares de
ciudadanos distinguidos.
Ignoraba que el comandante Montaña, que había llegado antes
que yo a la reunión, contestando la misma pregunta, les había dicho:
-Ahora, cuando venga el doctor Del Valle, les informará.
Sin embargo de esto, el capitán y sus dos acompañantes se
declararon satisfechos. El primero dijo:
-Esta bien, de todos modos pueden contar con nosotros, el
10º estará en su puesto el día de la revolución.
El jueves, el doctor Alem conferenció con el coronel Espina
y obtuvo la seguridad de su buena disposición; pero no pudieron entenderse
porque el coronel creía que la revolución no contaba con otros elementos
militares que los que él podía llevar y de que hablaré más adelante, y exigía
el mando de la fuerza. El doctor Alem le manifestó prudentemente que no podía
contestarle sin consultar antes con la Junta y acordaron reunirse de nuevo, al
día siguiente, en casa del doctor Passo.
La exigencia de todos los que nos rodeaban para que no
retardáramos el movimiento, persistía, cada día más imperiosa. Cuando nos
separamos el jueves a la noche, ya presentíamos que la hora se aproximaba, y
resolvimos reunirnos el viernes a las 9 a.m. para poder disponer de todo el
día. Cuando yo llegué, ya estaban reunidos los doctores Alem, Romero, Goyena y
Demaría. El doctor Demaría me deslizó estas palabras: “ Creo que hoy vamos a
hacer algo; Alem piensa que no podemos demorar más tiempo, Goyena y yo somos de
la misma opinión”. Entramos a deliberar: el doctor romero se decidió en el
mismo sentido, en atención a que el coronel Gil podía regresar de un momento a
otro. Yo me limité a decir: “ Si tal es la opinión de todos ustedes, no
perdamos tiempo; hay mucho que hacer: subdividamos el trabajo. Conozco en todos
sus detalles el plan militar, porque he asistido a las juntas de los oficiales,
y me encargaré de adoptar las medidas necesarias, para que se cumpla al pie de
la letra.
Esta indicación fue aceptada: el doctor Goyena se encargó de
las ordenes relativas a la escuadra, y el doctor Alem de los elementos
populares.
Se acordó, además, que el doctor Alem viera de nuevo al
coronel Espina, y procurara hacerle desistir de su exigencia y que diera cuenta
del resultado.
Acto continuo me retiré de la sala reservada de la Junta y
di la orden para que buscaran al teniente Pintos, al señor Aliburton, al señor
Ugarriza, al señor Carimedo y al ex – cadete Iturbe. Llegaron sucesivamente
durante el día y fueron encargados de pasar la voz a todos los cuerpos de que
estuvieran prontos a recibir órdenes para obrar esa misma noche. Todos
desempeñaron su comisión y dieron cuenta de que los cuerpos estaban prevenidos
y prontos.
Se le dio aviso al coronel Figueroa por medio de un miembro
de la Junta, y supimos con satisfacción que tenía permiso para salir esa noche
del cuartel donde se encontraba preso.
Al general Campos debía avisárselo uno de los oficiales del
10º, en la primera circunstancia que se le presentase. Según lo ha contado el
general Campos, el teniente Missaglia no pudo decirle una palabra hasta las 3
de la mañana, hora en que le trasmitió al oído el santo y la hora del
movimiento.
El doctor Romero se encargó de preparar los medios para que,
una vez en libertad el coronel Figueroa, pudiera trasladarse a su puesto.
El doctor Alem conferenció con el coronel Espina sin
adelantar nada, acordando únicamente que el coronel Espina esperaría la
resolución de la Junta a las 3 de la tarde, en el estudio del doctor L.V.
López.
A esa hora fuimos con el doctor López a hablar con él. En
pocas palabras diré la parte esencial de nuestra conversación. Como ya lo he
indicado, refiriéndome a la primera conferencia que tuvo con el doctor Alem, el
coronel Espina partía de la base de que la Junta no disponía de elementos
militares y que era él quien debía proporcionarlos. Era uno de los primeros que
había pensado que iríamos a la revolución y había iniciado trabajos en ese
sentido con la cooperación del general Racedo. Contaba con el teniente coronel
García y sargento mayor Mon, jefe y segundo jefe del batallón 9º, con el jefe
del 5º, teniente coronel Ruiz, y no dudaba de que también tendría el concurso
del mayor Casariego, de ingenieros. Y partiendo de esta base, decía: “ me
pondré al frente del 9º, dominaré al 11º y lo arrastraré conmigo; con esos dos
cuerpos tomaré al artillería y de allí nos lanzaremos sobre el 10º y
libertaremos al general Campos; no se me debe pedir que en este momento me
ponga a sus ordenes; podríamos compartir el mando, tomando yo la división del
Norte y él la del Sud o constituir una Junta directiva de que ambos formáramos
parte. Entro en la revolución por patriotismo; pero no hay motivo para que
renuncie a la gloria militar que me correspondería, legítimamente, después de
afrontar tantos peligros y de realizar con éxito una empresa llena de
dificultades”.
No podía explicarle que toda la oficialidad de los cuerpos
que mencionaba y la de algunos otros más, obedecía las órdenes de la Junta, y
tenía que limitarme a consideraciones de otro orden, especialmente las que nos
obligaban, como caballeros, a no retirar ni disminuir el mando del general que
ya habíamos designado y cuya vida estaba en peligro por nuestra causa. Dos o
tres veces le insinué que si él consideraba nuestro plan y nuestros elementos,
desistiría de sus exigencias; pero me replicó repetidamente: “ Le ruego que no
me hable de una ni de otra coasa mientras no nos hayamos puesto completamente
de acuerdo. Si fuera dueño de los secretos de la revolución, sin estar en ella.
Viviría bajo la zozobra de imprudencias ajenas y de que alguien pudiera dudar
de mi lealtad.
Comprendía que todo esfuerzo inútil y nos despedimos,
conviniendo en que si la Junta modificaba su resolución, se le avisaría es
misma noche, a las 12, por intermedio del doctor López, quedando después de esa
hora en recíproca libertad y sin otro compromiso que el de reservar lo que
habíamos hablado hasta ese momento. El coronel Espina concurrió al Parque
espontáneamente el primer día de la revolución, y es notoria la bravura con que
se condujo.
En las primeras horas de la noche recibí los partes de que
no había novedad en los cuarteles y de que los cuerpos esperaban órdenes.
Cuando los informes se completaron, di la orden definitiva a nombre de la Junta:
las guardias debían reconcentrarse y los batallones salir de sus cuarteles a
las cuatro en punto de la mañana, en dirección al Parque, con las señales que
se les había repartido, y seguir el itinerario que se les había fijado en la
última Junta de guerra. El santo y seña de la revolución que se repartió al
mismo tiempo a todos los cuerpos y comuniqué al doctor Alem era: patria o
muerte.
Al batallón 10º mandé, además, un narcótico recetado por el
doctor Torino, cuyos efectos debían comenzar después de media hora y durar
cuatro o cinco. Iba destinado al mayor Toscano, y entiendo que no se usó porque
no hubo oportunidad para administrárselo.
Al regimiento de artillería envié dos porciones destinadas a
dos oficiales que nos eran hostiles.
Pregunté al teniente Alvaro Pintos si todos los cuerpos
habían recibido los faroles que debían servirles de señal, y me contestó que,
con excepción de uno, al cual se lo iba a llevar él mismo, todos los tenían ya.
A las diez y media, me comunicaron de parte del coronel Figueroa que el
batallón 9º debía salir al tiro, a las tres de la mañana, por orden del Estado
Mayor. Los inconvenientes de su vecindad con el regimiento 11º desaparecían, y
por consecuencia, su incorporación con la artillería estaba asegurada.
A esa hora, más o menos, el doctor Alem me presentó al señor
Krausse y a otro caballero cuyo nombre no recuerdo, como los encargados de los
ferrocarriles y telégrafos, para que les ordenara lo que debían hacer. En el
acto les dije: “ Que se corten los telégrafos después de medianoche; pero que
no se toquen las líneas férreas porque las necesitaremos mañana a las 12.
Un poco más tarde se me presentaron dos oficiales, con dos
ciudadanos, y me pidieron una comisión de confianza y de peligro.
Pregunté quien era el encargado de tomar preso al general
Levalle, y me informaron que el señor Caro, que se encontraba en el Comité.
Le hice llamar y cambiamos las palabras siguientes:
-Es Ud. el señor Caro?
-Si señor.
-¿Tiene usted alguna comisión delicada que desempeñar esta
noche?
-Si, señor.
-¿Tiene Ud. y su gente todo pronto?.
-Si, señor.
-Muy bien: aquí están estos dos caballeros que desean tomar
parte en una comisión difícil, la suya lo es: los pongo a sus órdenes.
No volví a ver al señor Caro hasta muchos días después de la
revolución. El señor F. Rodríguez me ha dicho que Caro no cumplió su comisión
porque había un vigilante en la esquina de la casa del general Levalle y temió
dar la alarma.
Es ésta, me parece la oportunidad de hablar sobre unos
cañonazos que, según se dice, debieron servir de señal para tomar al general
Roca. Ignoro quién ha podido inventar esa patraña. Ni en la Junta
revolucionaria, ni en la Junta de oficiales, se ha convenido jamás semejante desatino.
Un cañonazo habría sido señal de alarma para el gobierno, para la policía, para
los batallones que no habían entrado en la revolución, y todo el éxito
descansaba en el secreto de los movimientos hasta que nos encontráramos
reunidos en el Parque. Como fui el representante de la Junta en la columna a
que pertenecía la artillería, debo desautorizar, categóricamente, una versión
que daría lugar a pensar que he dejado de cumplir alguna de sus resoluciones.
Los dos oficiales que acompañaban a los ciudadanos que puse
a las órdenes del señor Caro, los reservaba para una comisión militar de que
voy a hablar en seguida, porque la Junta había decidido, siguiendo las
indicaciones del general Campos, del coronel Figueroa y del coronel Irigoyen,
que los oficiales no serían empleados en actos de fuerza contra sus superiores.
Fue también por esta causa que se confió a los jóvenes Campos la misión de
cuidar, y de asegurar, en caso necesario, al mayor Toscano. Con este motivo
recordaré que al dar esa delicada comisión a Ventura Martínez Campos y a otro
joven, que no sé si era su hermano o su primo, separadamente, les dije más o
menos lo siguiente:
“Van ustedes a desempeñar una comisión de honor, van a
concurrir a libertar al general de la revolución, que es uno de los suyos. Sé
que podemos contar con el valor de todos ustedes; pero también necesitamos su
prudencia. No se olviden en ningún momento que el mayor Toscano es un jefe
distinguido que figura con honor en el ejército argentino.
Me dirigía a caballeros, y estaba seguro de ser
perfectamente comprendido. He dicho, en otra parte, que la escuela de cabos y
sargentos debía cooperar a la revolución. En efecto: su jefe, el comandante
Dubourg, se había comprometido con el general Domingo Viejobueno. Cuando el
general se ausentó a desempeñar la comisión militar a que me he referido antes,
me dijo que podría entenderme con dicho jefe por intermedio de su hermano
Anatolio Viejobueno. El día de la revolución se acercaba; creí conveniente
conferenciar con él y le pedí una cita a la que asistió. En ella me dio
seguridad completa, absoluta, de que no ocuparía su puesto en el momento de la
revolución. El general Viejobueno le había trasmitido las órdenes, le había
fijado su itinerario, sabía donde debía encontrarse con el batallón de
Ingenieros para marchar unidos hasta el Parque. Le pregunté si estaba seguro de
que los oficiales le obedecerían y me contestó: “El que manda, manda. No tenga
Ud. cuidado”. Me dijo dónde vivía para que pudiera comunicarme con él a
cualquier hora y nos despedimos. El señor Anatolio Viejobueno fue testigo de
nuestra conferencia.
El día de la revolución le mandé pedir una cita para las 7
de la noche. No puedo asegurar que mi emisario llenara su comisión, pero, como
no concurrió a ella, acordamos con el doctor Goyena que él mismo iría a verle
con una tarjeta mía, le entregaría el santo y se informaría si necesitaba algún
concurso.
Cuando se me presentaron dos oficiales a pedirme una
comisión delicada, pensé que tal vez los necesitaría el comandante Dubourg y
les pedí que esperasen el regreso del doctor Goyena. Este llegó, por fin, con
la noticia de que el comandante Dubourg decía que estaba enfermo y que no podía
concurrir al movimiento.
A las 12 de la noche tenía el parte de que todos los cuerpos
habían recibido el santo.
La guardia de la casa de Gobierno, del 4º de línea, estaba
al mando del capitán Calandra, a quien no conocía porque no había asistido a
nuestras reuniones, pero cuya adhesión nos había trasmitido el coronel
Figueroa. Ordené que se comunicara la orden de concentración y el santo a las 3
y ¾ de la mañana.
Terminados los preparativos de la revolución en la parte que
había tomado a mi cargo, fui a mi casa a buscar el manifiesto de la revolución
y regresé al Comité, en el cual permanecí hasta la una y media de la mañana.
Los doctores Lucio V. López e Hipólito Irigoyen, el capitán
Menéndez y el ex cadete Iturbe debían trasladarse conmigo a Palermo, para
volver con los cadetes y la artillería. Salimos juntos, pero en la bocacalle
del Comité nos separamos en dos grupos: López con Iturbe, por un lado; Irigoyen
y yo por otro, para volver a reunirnos en la casa del doctor López, poco más
tarde. Menéndez nos debía encontrar en la entrada de Palermo y así lo hizo.
Como era temprano todavía, nos fuimos con Irigoyen a la casa del doctor Romero,
donde se encontraba el coronel Figueroa. No le había visto desde el día en que
fue preso. Hablamos un momento sobre lo que uno y otro teníamos que hacer y nos
dimos cita para las tres y media en el cuartel de artillería.
A las 2 de la mañana nos dirigimos a la casa del doctor
López y de allí a Palermo, separados en dos grupos, uno por cada acera.
Cuando enfrentamos el colegio militar vi que de los muros se
desprendía una sombra; avanzamos de una y otra parte; me dio el ¡Quien vive! ,
en voz baja, a dos pasos de distancia; conocí al cabo Hermelo y le contesté. Un
segundo después me estrechaba en sus brazos lleno de emoción.
“Estoy pronto, me dijo, Treinta o cuarenta de los compañeros
están ya vestidos.”
“Espere que salga la artillería, le contesté, y nos
encaminamos al cuartel.
El oficial de guardia me conoció y nos hizo entrar.
Los oficiales de la artillería habían acordado, entre ellos,
que la noche de la revolución se pusiera al frente del regimiento el capitán
Rojas, por ser el más antiguo. Yo lo sabía, e inmediatamente de entrar pregunté
por él: “Se ha desertado”, me contestó un oficial que pasaba por mi lado. El
capitán Rojas había asistido a la junta de oficiales que se celebró en la casa
del doctor Castro Sunblad y recuerdo que fue uno de los que más insistió en la
conveniencia de que el movimiento tuviera lugar de noche, para que la
artillería saliera sin dificultad. Durante los días de la revolución, sirvió al
gobierno y ha recibido un ascenso.
Encontré en el patio al capitán Fernández, quien me informó
que todo estaba pronto y que en cualquier momento podría darse la orden de
marcha. El coronel Figueroa había llegado a la hora convenida, se informó de
algunos detalles del servicio y montamos a caballo: eran las cuatro de la
mañana. El coronel hizo traer la bandera del regimiento y dio orden de marcha.
Salimos por la puerta del camino de Belgrano. Estaba formada la primera
batería, y me dirigía al colegio militar, cuando vi venir a los cadetes por
grupos; se organizaron silenciosamente y tomaron su posición; eran treinta y
tantos, dirigidos por el cabo Hermelo.
En ese mismo momento nos avisaron que había llegado el
batallón 9º. No lo habíamos sentido: había hecho alto en la avenida Sarmiento,
al llegar al cuartel.
El coronel Figueroa se adelantó, habló con sus jefes y
volvió.
“Todo va bien”, me dijo, “pero es conveniente que hable
usted con el comandante García.
Cuando me aproximé a éste, sus primeras palabras, después de
saludarme, fueron:
“¿El coronel Espina toma participación en este movimiento?”
“No es seguro” le conteste, “ pero es posible”.
“¿ Y el general Racedo?”
“Puedo garantirle por mi honor que el general Racedo ha
cooperado a él.”
“Está bien” , me replicó,” ahora pueden ustedes contar
conmigo hasta la muerte”.
El 9º tomó la colocación que le asignó el coronel Figueroa y
que señala en su parte, y nos pusimos en marcha, con una guerrilla a vanguardia
al mando del teniente Valle, de artillería.
Antes de esto el coronel Figueroa me había insinuado la
conveniencia de volver hasta Maldonado con el 9º, a tomar el 11º, pero yo le
observé, primero, que debíamos ejecutar el plan acordado; segundo, que nos
esperaban en el camino la guardia de la Penitenciaria y el batalló 10º, y que
no podíamos prever lo que sucedería si dábamos la alarma, antes de tiempo, a
las fuerzas del gobierno.
La guardia de la Penitenciaría, perteneciente al batallón de
Ingenieros y el batallón 10º, cuyos oficiales habían puesto en libertad al
general Campos, según lo acordado, se nos incorporaron con un pequeño retardo,
y el general Campos tomó el mando de la columna, que siguió la marcha y llegó al
Parque sin haber sido sentida. Ya se encontraba allí el batallón 5º, el de
Ingenieros y la guardia de la casa de Gobierno. Había ordenado que esta guardia
se reconcentrara al Parque, como toda otra fuerza, porque tal era el plan
convenido en la última junta de oficiales, y porque, de no haberlo hecho así,
ese pequeño destacamento, aislado, podía ser dominado y arrastrado por el
batallón 2º que se encontraba en la Aduana y obedecía al Gobierno.
La Junta revolucionaria estaba en el Parque; las fuerzas se
había reunido sin el menor contratiempo; de las azoteas coronadas por jóvenes
entusiastas, partían gritos de alegría; creíamos haber triunfado ya sin haber
disparado un tiro. Era necesario dar al pueblo la buena nueva llamándole a las
armas, y mandé a la iglesia de San Nicolás un empleado del comité para que
hiciera echar a vuelo las campanas, pero el sacerdote que estaba a cargo de la
iglesia no lo consintió. Cuando lo supe, le pedí al doctor Mariano Varela que
se encargara de allanar esa dificultad.
Los miembros del Gobierno revolucionario que se encontraban
presentes, se reunieron acto continuo, e hicieron llamar al general Campos.
Este opinó que era necesario, ate todo, buscar el concurso de los demás cuerpos
de la guarnición, por medio de una nota perentoria, con la intimación de que,
si no se adherían a la revolución dentro del plazo de dos horas, serían
considerado y tratados como enemigos. El procedimiento escrito y el plazo no
era del agrado de los miembros del Gobierno, especialmente del doctor Demaría,
según pude colegirlo, por las escasas palabras que se cambiaron; pero fue
aceptado, sin duda alguna, por deferencia a la opinión del general Campos, que
tenia razones para creer que la intimación sería decisiva en cuerpos como el
6º, donde había oficiales dispuestos a secundar la revolución o como la escuela
de cabos y sargentos, cuyo jefe estaba comprometido formalmente, y que no había
concurrido al movimiento por los motivos que ya he dicho. Redacté la intimación
en los términos indicados y se mandó a los cuerpos por intermedio de
ciudadanos, uno de los cuales fue, según mis recuerdos, el señor Oliver.
De 6 a 7 de la mañana, encontré al señor Eugenio Garzón, que
venía a informarse de lo que ocurría y aproveché la oportunidad para pedirle
que llevara a La Nación el manifiesto de la Junta, a fin de que se imprimiera y
se hiciera circular profusamente en toda la ciudad. Excuso decir que aceptó el
cargo con la mejor voluntad.
El manifiesto no se había impreso con anticipación, por
temor de que una imprudencia, contra la cual no me era posible tomar garantías
personales, hiciera pública la revolución antes que estallara. Estaba de por
medio el éxito de una grande empresa, la vida del general Campos, del coronel
Figueroa y la de los oficiales revolucionarios y no podía comprometer todo esto
por anticipar dos o tres horas la circulación del manifiesto. Me detengo en
estos detalles, aparentemente nimios, porque es bueno que el país sepa que los
hombres que tomaron sobre sí una grande responsabilidad, con intenciones puras
y con juicio reflexivo, han hecho lo humanamente posible para desempeñar bien
sus deberes, aun cuando alguna vez se hayan equivocado al apreciar la marcha
general de los sucesos, o las conveniencias de una medida determinada, o no
hayan previsto todas las emergencias posibles del conflicto revolucionario.
Transcurridas las dos horas que se habían fijado en la
intimación, y aún antes, comenzó a sentirse la inquietud de la inacción. “¿Qué
haremos, por qué no salimos de aquí?”, eran palabras que se oían por todas
partes. Nadie dudaba del éxito alcanzado pero tardaba su consagración
definitiva, esto es, que el doctor Juárez se entregase o se fuera del país; y
más adelante se verá como esta idea del triunfo ya conquistado persistió hasta
la tarde y fue la causa inmediata del desastre de nuestras armas.
Los miembros de la Junta participábamos del sentimiento
general: creíamos en el triunfo, pero deseábamos concluir cuanto antes. Previo
acuerdo con el doctor Demaría y con el doctor Romero, me acerqué al general
Campos para sugerirle la idea de que debíamos tomar alguna iniciativa.
-General, le dije, me parece que si permanecemos aquí vamos
a dar lugar a que el gobierno reconcentre sus fuerzas.
-Tanto mejor, me contestó el general, de esa manera
concluiremos de una sola vez y sin exponernos a los riesgos de dispersar
nuestros batallones. El gobierno no tiene artillería; si resiste, seguramente
lo batiremos.
El general acaba de hacer público que persiste en la idea de
que era conveniente dejar que se operase la concentración, por eso menciono el
incidente.
Poco tiempo después comenzó el fuego. No me corresponde
hablar de los hechos militares de que he sido mero espectador y que seguramente
no podría juzgar con acierto.
Pasaban las horas; el fuego había cesado y continuábamos en
la misma inacción; pero también con la misma confianza. El pueblo comenzaba a
acudir en busca de armas. A mediodía se nos trajo la noticia de que el doctor
Juárez había tomado el tren con dirección a Córdoba. La persona que la
anunciaba, le había visto partir con todo su círculo personal. Era, por fin, el
triunfo definitivo: la noticia corrió rápidamente y todos nos felicitábamos de
que no fuera necesaria mayor efusión de sangre.
Dos horas más tarde llegó al Parque el señor Legarreta y
pidió hablar conmigo. Sin decirlo expresamente, me dio a entender que, con
conocimiento del doctor Pellegrini y del general Roca, venía a saber si no
sería posible poner término a la lucha con la renuncia del doctor Juárez.
Llevé la consulta al seno del gobierno revolucionario y
prevaleció la opinión de que la proposición era inaceptable, porque la
revolución se había hecho para salvar al país de la ruina a que le arrastraba
una administración desastrosa y para volver al gobierno constitucional,
propósito que no se realizaba con la simple separación del doctor Juárez, desde
que subsistirían el Congreso y los gobiernos de provincia que constituían su
sistema político. Según mis recuerdos, el general Campos asistió a esta
deliberación y participó de las opiniones que prevalecieron en ella.
La misión del señor Legarreta, después de la huída del
doctor Juárez, confirmó la creencia de que el gobierno que combatíamos había
concluido de hecho, por lo menos en la capital de la nación, y que no había
otra cosa que hacer que esperar el desenlace que ya no debía tardar. Muchos
pensaban que el doctor Pellegrini y aún el mismo general Roca anhelaban ese
resultado y que no harían derramar sangre para sostenerle.
Llegó la noche. En las primeras horas del domingo se inició
aquel fuego terrible que llenó de espanto a la ciudad. Cuando cesó el combate,
el general Campos nos hizo saber que únicamente quedaban en el Parque cuarenta
mil tiros.
Le pregunté para cuánto tiempo alcanzarían con un fuego como
el que acababa de cesar, y me contestó:
-Para cincuenta minutos.
-Si este es el caso, dije entonces, es indispensable ganar
tiempo para buscar munición, antes de que recomience el fuego.
La idea del armisticio surgió inmediatamente. El armisticio
deja a los beligerantes en la plenitud de su derecho actual; mientras dura,
pueden reunir sus fuerzas y elementos de guerra si no tienen que atravesar la
zona que domina el enemigo, y nos era lícito, en consecuencia, recoger la
munición que existía en los cuarteles y en las casa de comercio situadas en la
parte que dominábamos, para continuar la lucha, porque la ilusión del triunfo
ya se había desvanecido.
¿Pero, como provocar el armisticio sin revelar nuestra
situación? Julio Campos, Roldán, Villanueva, nuestros muertos queridos, iban a
servir todavía la causa del pueblo; pedimos el armisticio para enterrarlos. El
señor Francisco Wright y el doctor Adolfo Saldías fueron comisionados para
negociarle, pero el doctor Pellegrini quiso entender con un miembro de la
Junta, y ésta me designó para que la representase. Me acompañaron el doctor
Saldías, el señor Wright y el joven M. Demaría.
La conferencia tuvo lugar en la casa del señor don José Luis
Amadeo y asistieron a ella el Ministro de la Guerra y el señor Wright. El
doctor Pellegrini la abrió con estas palabras textuales:
-¡Quién hubiera podido pensar que tendríamos que reunirnos
como adversarios, para tratar asuntos de guerra!
-Vengo por asuntos de guerra, el contesté, y no debo
ocuparme de otra cosa.
-Esta bien, me replicó cambiando de tono. ¿Qué es lo que
ustedes desean?
-Un armisticio para enterrar a los muertos entre los cuales
se encuentra el coronel Julio Campos, hermano de nuestro general, el capitán
Roldán, el doctor Villanueva y otros.
Asintió en el acto, y en breves palabras convinimos las
bases: los ejércitos respectivos guardarían las posiciones que tenían en esa
madrugada al comenzar el combate, el armisticio duraría tantas horas y no sería
obstáculo para que los beligerantes aumentasen sus fuerzas; cualquier reclamo
se anunciaría levantando por una u otra parte, la bandera de la patria y una
bandera blanca, delante de las respectivas trincheras de la calle de Libertad.
Acordadas las bases, el doctor Pellegrini dijo:
-El señor Ministro, de la Guerra garantizará el armisticio
por parte del gobierno; ¿quién lo garantizará por los revolucionarios?.
-Su gobierno, le contesté.
-No puedo reconocerle, pero me bastará la garantía del
senador del Valle.
-Ya no hay ningún senador del Valle. Dejé de ser senador
ayer a las 4 de la mañana.
-Es lo mismo; acepto la del doctor del Valle.
-Esta bien.
Nos separamos. La conferencia no había durado quince
minutos. Mi demora, desde que salí del Parque hasta que llegué, fue motivada
por la gran vuelta que dimos para ir a la plaza de Libertad siguiendo el
trayecto que ya conocían los señores Saldías y Wright. Salimos por Talcahuano y
Parque hasta Corrientes, acompañados por el coronel Espina que nos condujo
fuera de la línea de los cantones de su mando, por Corrientes subimos hasta
Esmeralda, por Esmeralda hasta Charcas y por Charcas hasta la plaza de
Libertad.
Inmediatamente de mi regreso se pusieron en campaña para
buscar municiones el Dr. Demaría, el Dr. José M. Rosa, el doctor Liliedal y el
señor Francisco Uriburu. Se trajo del batallón 5º alguna cantidad y se
consiguieron en plaza otros veinte o treinta mil; pero esta misma cantidad,
bien escasa por cierto, disminuyó rápidamente porque los ciudadanos acudían al
Parque en busca de armas y no era prudente desalentarlos, negándoselas: se les
entregaba diez tiros por hombre, con las mayores recomendaciones para que lo
economizasen.
El general Campos manifestó a la Junta que ya no había
medios de triunfo y que únicamente se podía prolongar la resistencia, salvo el
caso en que las fuerzas del gobierno trajeran el ataque, porque entonces
seguramente serían desechas.
En la tarde de ese mismo día, el doctor Rocha me hizo saber,
por intermedio del doctor Jorge, que deseaba intervenir como negociador
amistoso, con nuestro asentimiento. El asunto correspondía al gobierno
revolucionario y me refería a su resolución, encargándome de solicitarla. El
doctor Jorge insistió mucho en que le manifestara reservadamente mi opinión
sobre las condiciones que podrían servir de base a un arreglo, si la Junta
autorizaba las negociaciones, y le indiqué dos: la renuncia del doctor Juárez y
el mantenimiento de los jefes y oficiales de la revolución en el mando que
tenían cuando estalló el movimiento.
Poco después inició sus trabajos una comisión compuesta por
los señores doctor don Luis Sáenz Peña, general Victorica, Madero y Tornquist,
y con la autorización necesaria comuniqué al doctor Jorge que aceptábamos
también la mediación del doctor Rocha y que debía proceder de acuerdo con
dichos señores. Ignoro los motivos por los cuales el doctor Rocha no figuró en
la Comisión pacificadora, que desde la noche del domingo comenzó sus trabajos
empeñosamente, hasta terminarlos el martes a las 10 de la mañana.
La Comisión pacificadora, o por lo menos el señor Tornquist,
creyó en un principio que con la cooperación del doctor Pellegrini se podía
obtener la renuncia del doctor Juárez. El doctor Pellegrini se desalentó
después y rehusó tomar parte en esa iniciativa. En una conferencia del general
Roca, con el señor Tornquist se habló también de la renuncia del doctor
Pellegrini, para facilitar la del doctor Juárez, en cuyo caso quedaría al
frente del gobierno el general Roca, como presidente pro-tempore del Senado, y
se procedería a la elección de nuevo presidente; esta solución, que el general
Roca indicaba o aceptaba, no fue del agrado del doctor Pellegrini.
Al comenzar las negociaciones, la cláusula de la renuncia
fue discutida por el general Victorica y por mí, era opinión de uno y de otro
que el doctor Juárez tendría que abandonar el gobierno irremediablemente, pero
yo exigía que éste fuera una condición de desarme: el doctor Victorica me
manifestó que el doctor Juárez, alentado por los auxilios que le enviaban los
gobiernos de provincia, no cedería, y al fin fue necesario eliminarla. No
tuvimos la menor dificultad en lo relativo a los procesos civiles y militares;
únicamente hubo cuestión respecto de los grados.
Nosotros exigíamos una cláusula en la que se declaraba que
los jefes y oficiales de la revolución conservarían sus empleos y no serían
postergados en sus ascensos, y el gobierno la resistía, especialmente con
relación a los jefes, porque respecto de los oficiales, de capitán abajo,
proponía que continuaran en el ejército todos aquellos que lo solicitasen. Esta
última parte seguramente no sería aceptada por la altiva oficialidad de la
revolución y la desechamos in limine. Por último acordamos que no se dijera
nada en el pacto, bajo la promesa de que los jefes y oficiales serían
reincorporados por acto propio del Gobierno.
El día lunes, cuando las proposiciones de arreglo llegaron a
formas concretas, el general y la Junta creyeron que, antes de concluir nada,
debía oírse, en junta de guerra, a los jefes y oficiales que estaban al frente
de la fuerza, para conocer la opinión de la mayoría sobre las probabilidades de
éxito militar de la revolución y sobre la bases mismas de la negociación, que
tan cerca les tocaba.
Reunióse la junta de guerra en presencia de la junta
revolucionaria: el general Campos expuso cuál era la situación en que nos
encontrábamos, dio cuenta de la munción que existía en el parque, y manifestó
su opinión de que ya no teníamos elementos sino para resistir, o cuanto más,
para llevar un ataque a la Plaza de la Libertad, en el cual, aún cuando
fuéramos afortunados nos quedaríamos sin munición y por consecuencia
desarmados. Después de un cambio de ideas y de verificar la duda que surgió
sobre la cantidad de municiones en depósito, se puso a votación si se debía
concluir la negociación iniciada, cuyas bases se leyeron, o si se debía
continuar el combate. Opinó primero el coronel Morales, quien, después de
resumir en conceptos claros y precisos todo lo que se había dicho, y de
comparar la fuerza de una y otra parte, concluyó que era deber de todos evitar
que se derramara sangre estérilmente y que, en consecuencia, votaba por que se
llevara a término la negociación pendiente. Se adhirieron a la opinión del
coronel Morales todos los jefes y oficiales presentes, con excepción del
coronel Espina y del sargento mayor Day, que significaron su disconformidad.
Cuando el mayor Day fundó su voto sosteniendo que todavía se
podía vencer, el general Campos recordó que la ordenanza prevé el caso en que
un jefe superior no cree posible la defensa de una plaza y un jefe u oficial
subalterno cree lo contrario. Si la mayoría decide continuar la resistencia, el
superior deja la responsabilidad del mando y se pone bajo sus órdenes.
-Estoy dispuesto, dijo, a entregar al mayor Day la
responsabilidad del mando y a ponerme a sus órdenes al frente del batallón 10º
que no tiene jefe.
-Acepto esa responsabilidad, contestó el mayor Day.
El coronel Espina reclamó la prioridad; pero como la mayoría
opinaba que las negociaciones se llevaran adelante, el incidente terminó con
ese cambio de palabras.
Resuelto el punto en el sentido indicado , uno de los jefes
observó que el desarme tenía que hacerse en forma honrosa para el ejército
revolucionario.
Pedí que se fijaran esas formas o alguna de ellas, para
determinarla en el pacto, y el mayor Day propuso que todos los cuerpos de la
revolución fueran conducidos a los cuarteles por los jefes y oficiales que
habían tenido en el combate y así se decidió. Esa cláusula figura en el pacto,
dio lugar a los incidentes que más adelante mencionaré.
El mismo día lunes, había estado en el Parque el señor
Máximo Paz. Nos dijo que envidiaba nuestra posición, que su corazón estaba con
nosotros; pero que los sucesos no le habían dejado suficiente libertad de
acción para poder seguir sus impulsos; que todo lo que podía hacer en ese
momento, era ofrecernos su mediación amistosa cerca del Presidentes de la
República; me pidió que le manifestara con franqueza y en reserva cuales serían
nuestras últimas condiciones, agregando que el gobierno de Buenos Aires tenía,
en La Plata, cinco mil hombres armados a rémington y que esa fuerza daría
autoridad a su intervención; que comprendía perfectamente que con esos cinco
mil hombres era árbitro de la situación, pero que no debía comprometer la
provincia de Buenos Aires, y que sus relaciones políticas con el Presidente no
le dejaban otro camino que el de la mediación pacífica.
Por nuestra parte, hicimos cuanto pudimos para persuadirle
que nos debía ayuda. Le mostré la situación general del país; le recordé los
deberes que impone el patriotismo en una situación suprema, como aquélla en que
nos encontrábamos; le hice presente que era el primer hijo de Buenos Aires que,
después de veinte años, llegaba a decir con verdad que la suerte inmediata de
la nación y de sus instituciones dependía de un acto de su voluntad; le hablé
de la gloria que alcanzaría concurriendo a la reorganización constitucional del
país y de la responsabilidad que asumiría si dejaba sucumbir un movimiento de
regeneración moral y política cuya necesidad reconocía; en una palabra, le dije
todo lo que se ocurrió en esos momentos de angustia para decidirle a salvar la
revolución. El doctor Goyena, que había escuchado la última parte de nuestra
conversación, unió su pedido al mío, le rogó, le incitó a incorporarse a la
revolución; pero sin mejor resultado.
Nos decidimos, entonces, a utilizar sus ofrecimientos para
obtener las condiciones más ventajosas en la negociación y enuncié las dos
condiciones de que le había hablado al doctor Jorge. Me contestó que no había
la menor posibilidad de obtener la renuncia del doctor Juárez, ni aún de
pedírsela, y que, en cuanto a los jefes y oficiales del ejército
revolucionario, sería muy difícil que les dejaran mando alguno.
Le declaré entonces que, si no se salvaba de alguna manera
el honor y la dignidad del ejército, éste no entregaría las armas y que la
Junta revolucionaria se haría enterrar en la plaza del Parque, antes que
abandonar a sus compañeros de causa.
Prometió hacer lo que le fuera posible para ayudarnos y se
fue. Esta conferencia tuvo lugar el lunes, poco después de amanecer. Algunas
horas más tarde nos comunicó que no había conseguido nada del Presidente, y que
se retiraba a La Plata.
Desesperanzada de todo auxilio, la Junta me encomendó, a las
4 de la tarde, la redacción de las bases para el desarme, e iba a escribirlas,
en presencia de la Comisión pacificadora, cuando estalló, sin causa conocida, y
por ambos lados, un fuego horroroso que se propagó por toda la línea y que
costó gran trabajo contener, porque los cívicos no conocían los toques de
corneta.
En ese mismo momento llegó al Parque el señor Portela,
presidente de la Cámara de Diputados de Buenos Aires y ardoroso partidario de la
revolución. Venía de La Plata.
El gobierno de la provincia acaba de declararse
revolucionario, nos dijo, dominando la emoción que le ahogaba.
Le pedimos datos y nos contestó que había recibido la
noticia de los labios de su propio hermano, el Ministro de Gobierno y que, sin
averiguar detalles, había corrido a tomar el tren para darnos aviso, porque
conocía nuestra situación desesperada y temía llegar tarde.
Era necesario ganar tiempo.
El fuego había interrumpido las negociaciones y aprovechamos
esa circunstancia para postergarlas hasta el día siguiente; pero como el
armisticio terminaba a la oración, se me encargó que procurase prorrogarle
hasta el martes a las 10 a.m., para que las fuerzas de Buenos Aires pudieran
incorporársenos durante la noche. Me trasladé al cuartel general de la plaza de
la Libertad y arreglé la prórroga del armisticio hasta el martes a las 10. La
Junta se reunión en el acto y acordó que se trasladaran a La Plata dos de sus
miembros, los doctores Demaría e Irigoyen, y el señor Portela, para arreglar y
apresurar el envío de las fuerzas. Se encontraban esos tres caballeros en la
estación del Sud, aguardando el tren expreso que habían pedido para llenar su
comisión, cuando se anunció la llegada de un tren de La Plata con fuerza armada.
Pocos momentos después llegó el tren con dos batallones. El señor Portela se
acercó a averiguar quién era el jefe que los mandaba: era el coronel José M.
Fernández, ayudante del general Levalle.
El gobierno de Buenos Aires, a última hora, de acuerdo con
el señor Paz, había decidido sostener la autoridad del doctor Juárez.
La revolución estaba irrevocablemente perdida. Fue ésta la
opinión de la Junta, del general Campos y del general Napoleón Uriburu, que se
nos había incorporado el primer día del movimiento. Sin embargo, los doctores
Irigoyen y M. Demaría pensaban que todavía era posible triunfar. Demaría
indicaba la conveniencia de trasladarnos a Entre Ríos, para municionarnos en
Montevideo y volver por el camino del Rosario levantando a nuestro paso el
norte de la provincia de Buenos Aires. Irigoyen sostuvo que todavía no era el
caso de dar por vencida la revolución, y que una vez que se había jugado este
recurso supremo, había el deber de hacer mayores esfuerzos, indicando al
efecto, que saliéramos del Parque, batiéndonos en retirada y penetrásemos a la
provincia de Buenos Aires, la que inmediatamente, como era notorio, se pondría
de pie a favor de la revolución, y a la vez facilitaría su acción al pueblo de
la capital que se nos incorporase. Se le observó el mismo inconveniente de la
falta de municiones y de elementos para armar tantas fuerzas; y entonces
sostuvo que podíamos embarcarnos, municionarnos en Montevideo, tomar las
provincias del litoral y después, en el terreno de los sucesos, con el conocimiento
de la actitud que asumieran los pueblos de la República, resolver lo que
correspondiera honrosa y patrióticamente.
Esta noche nos ocupamos de arbitrar recursos para atender,
rápidamente, las múltiples responsabilidades de la revolución. A las 8 de la
mañana del día siguiente, martes, me trasladé a casa del señor Francisco
Madero, donde debía reunirse la Comisión pacificadora y concluimos los
arreglos. Una cláusula adicional del pacto determinaba que la ejecución del
desarme se arreglaría entre un jefe designado por el Ministro de la Guerra y
otro designado por la Junta Revolucionaria.
El Ministro de la Guerra designó al general Bosch y nosotros
al general Campos. Por indicación del doctor Pellegrini, acordamos que él y yo
los acompañaríamos. A mediodía nos reunimos los cuatro en el palacio de Miró.
La conferencia fue brevísima: el doctor Pellegrini indicó la conveniencia de
que la entrega de los cuerpos de línea se hiciera en la misma plaza del Parque;
pero cmo se había pactado que los jefes y oficiales revolucionarios los
conducirían hasta sus cuarteles, así se resolvió. El Ministro de la Guerra
debía designar los jefes para recibirlos y hacérnoslo saber.
Entretanto la noticia del pacto había circulado, primero
entre los civiles, después en los cuerpos de línea.
El descontento era visible, se sentía venir el desorden, tal
vez la sublevación. Los cívicos protestaban en voz alta, los soldados
murmuraban en presencia de sus oficiales.
Un jefe se acercó al general Campos y le manifestó que
habiéndoseles acordado el derecho de llevar las tropas a sus cuarteles, quedaba
salvado el honor militar para el desarme, y que, en el estado en que se
encontraba la tropa, era más prudente que la entrega de los cuerpos se hiciera
inmediatamente, allí mismo, como lo había indicado el doctor Pellegrini. El
general Campos, consultó a otros jefes, y coincidiendo todos en ese parecer, me
pidió que volviera al cuartel general de la plaza de la libertad para
arreglarlo así. Vi al doctor Pellegrini y al Ministro de la Guerra y uno y otro
aprobaron la modificación, y convinieron en que, una vez que los cívicos se
hubieran desarmado, les daría aviso para designar el jefe que debía hacerse
cargo de la tropa. El desarme de los cívicos había comenzado y la agitación
aumentaba a cada instante. La ilusión del triunfo había durado en las filas
hasta el último momento y nadie creía que en realidad faltase munición. La
pasión de los ciudadanos había contagiado la tropa, y cívicos y soldados
querían continuar la lucha; era necesario apresurar el desarme de los cívicos,
y así lo hicimos, persuadiendo a unos, dominando a otros, dándole a muchos, la
esperanza de que volveríamos a reunirnos para combatir de nuevo por la misma
causa. El doctor Demaría pudo aquietar de ese modo a un soldado de artillería
que trataba de amotinar un grupo de sus compañeros. La idea de la revancha le
dio conformidad.
Algunos oficiales habían abandonado sus cuerpos y reunidos
en pequeños grupos comentaban los sucesos, entristecidos y encolerizados, pero
sin salvar los límites de la disciplina y de la compostura que revela al hombre
fuerte en los momentos de infortunio. Desarmados los cívicos, iba a pedir al
Ministro de la Guerra que enviara sin demora los jefes que debían recibir los
cuerpos, cuando me llegó el aviso de que el batallón de Ingenieros empezaba a
dispersarse con sus armas. Pregunté por el teniente Ruiz Díaz:
-Aquí estoy, doctor, me contestó el joven oficial,
separándose de un grupo.
-Teniente, le dije, me avisan que su batallón se está
dispersando.
No me respondió una sola palabra; dio vuelta y se fue
apresuradamente .Diez minutos después volvió:
-El batallón está formado, me dijo.
En efecto, el batallón estaba formado y firme.
No había caminado cincuenta pasos, cuando se me acercó el
capitán Rosas Racedo y me avisó que el 10º estaba sublevado. Pregunté dónde se
encontraba el general Campos; felizmente no estaba lejos. El capitán Rosas
Racedo le dio cuenta de lo que ocurría.
-Vamos al batallón, dijo el general.
Al acercarnos, observamos que ya no había ningún oficial:
los soldados se movían y formaban grupos, rodeados por una gran masa de
curiosos que no se daba cuenta de lo que pasaba.
Tres o cuatro soldados se desprendieron de uno de los grupos
y avanzaron hacia nosotros, en actitud hostil.
-Capitán, mande formar, ordenó el general en voz alta.
-¡A formar el 10º!, ordenó el capitán con voz de mando.
Los soldados remolinearon; unos tomaban su puesto, otros se
quedaban parados y reconcentrados, otros hablaban y gesticulaban con violencia.
Dada la voz de mando con firmeza, el general y el capitán cambiaron de tono:
mostrando afecto sin renunciar al respeto, con familiaridad autoritaria,
consiguieron, al cabo de pocos momentos, formar el batallón; pero la excitación
de los soldados era tal, que continuaban hablando en las filas.
Yo había conseguido separar los curiosos, insinuándoles que
había allí un verdadero peligro; pero no pude obtener que se alejaran más de
diez varas. Eran como quinientos y nos rodeaban.
El batallón estaba en batalla, y como no tenía oficiales,
formaba una línea serpentina. Me acerqué al general y le pregunté:
-¿ Quiere que hable a los soldados?.
-Sí, sería bueno, me contestó.
Los soldados no me conocían; el general me presentó como
miembro de la Junta revolucionaria. No sé lo que les dije, probablemente todo
lo que había en mi corazón en esos momentos de amargura.
Veía correr lágrimas en aquellas caras de bronce y uno me
gritaba: “si no hay munición, tenemos las bayonetas; dígale al general que nos
lleve al ataque”; mientras que otro exclamaba con abnegación ingenua: “Llévenos
a pelear y después que triunfemos nos pagará como nos está pagando ahora”.
Poco a poco se aquietaron los ánimos; parecía que la razón y
la disciplina había recobrado su imperio. El general decidió aprovechar el
momento para reunirlos con el batallón 5º que hasta ese momento había
permanecido tranquilo a una cuadra de distancia. El capitán Rosas Racedo dio
las voces de mando y el cuerpo se puso en movimiento.
-Apresúrese, me dijo el general, no hay tiempo que perder;
pida que vengan inmediatamente los jefes y oficiales del gobierno que se van a
poner al frente de cada batallón.
Me separé de él y fui primero al Parque, donde encontré a
los doctores Alem, Demaría e Irigoyen, a quien dije la situación en que dejaba
al general. Los tres salieron en el acto para ponerse a su lado; mas tarde supe
que cuando llegaban frente al 10º se había producido un nuevo tumulto, muchos
soldados habían hecho fuego y que habían corrido serio peligro.
El doctor Lucio V. López, a quien encontré en la puerta, se
encaminó conmigo a la plaza de la Libertad.
En el momento en que cruzábamos la bocacalle de Libertad y
General Viamonte, oímos tiros en esta última dirección y dimos vuelta. Con gran
sorpresa vimos en la mitad de la cuadra, un grupo como de cincuenta hombres
que, por algunas boinas blancas, conocimos que eran cívicos. Nos aproximamos:
era la fuerza de un cantón a cuyo frente estaba el doctor E.S. Pérez. Había
sabido que la revolución se desarmaba y esperaba órdenes. Dispuse que dejaran
las armas en el mismo cantón y se dispersaran.
En el cuartel general de la plaza de la Libertad encontré al
doctor Pellegrini y al general Levalle; les avisé que los cívicos se habían
retirado desarmados y les pedí que designaran y enviaran inmediatamente los
jefes y oficiales que debían hacerse cargo de la fuerza de línea, según lo
acordado. Al mismo tiempo le manifesté la conveniencia de que esa operación la
dirigiera un jefe de la más alta jerarquía, bravo y prestigioso, porque era
inminente una sublevación. El general Levalle me contestó que iba a designar
uno en esas condiciones. Después de esperar cinco minutos le reclamé la
urgencia, por el estado en que había quedado la tropa cuando había salido del
Parque.
-Un momento más, me dijo, y se dirigió a un grupo de jefes y
oficiales que estaba en la plaza.
Como prolongara su conversación más de lo que la ansiedad
por la suerte de mis compañeros me permitía esperar, insté al doctor Pellegrini
para que apresurara la resolución.
-El caso es grave, me dijo el doctor Pellegrini, tal vez
vamos a mandar a morir, en recompensa de sus buenos servicios, al jefe que
designemos; quizá lo mejor sería que fuera Levalle mismo y que yo le
acompañara; pero no puedo indicárselo. Voy a ver que hacemos.
Se separó de mí, habló con el general Levalle y pocos
instantes después volvió, diciéndome:
-Irá el general Supisiche, jefe de la división.
-Perfectamente, le contesté, Supisiche es bravo y tiene la
ventaja de parecerse mucho al general Levalle.
Salía ya del cuartel general, cuando se me aproximó el
Ministro de la Guerra y me dijo:
-Lo he reflexionado, es mejor que ustedes mismos disuelvan
los batallones.
-¿Cómo?
-Haciéndoles dejar las armas y dispersando la tropa.
-Pero si hacemos eso, los soldados tal vez no vuelvan a los
cuerpos en quince días, y después serán tratados como desertores.
-Le prometo que no.
-¿ Quiere usted darme por escrito, bajo su firma, cuatro
palabras que puedan inspirar confianza a la tropa?
-No tengo inconveniente, vamos a redactarlas.
De común acuerdo redactamos y firmó el siguiente documento
original:
“El que firma, garantiza bajo su palabra de honor y de
soldado, que todos los individuos de tropa del ejército que han servido en las
filas de la revolución, serán recibidos en las filas del ejército nacional con
la estimación y el cariño del antiguo compañero de armas. Cuartel general plaza
de la Libertad. Julio 29 de 1890. Nicolás Levalle”.
No tenía nada que hacer y me despedí. El general Supisiche
me detuvo en el camino para decirme que, si lo deseaba, iría conmigo a la plaza
del Parque. Le respondí, como era natural, que no le había invitado a que me
acompañara y que no podía aceptar su ofrecimiento, porque se trataba de actos
de servicio en que se jugaba la vida.
Cuando llegamos con el doctor López a la puerta del Parque,
entraba en el edificio, ya desierto, el batallón 9º de línea, que era el último
que había quedado en la plaza; los otros iban en dirección a sus cuarteles al
mando de sus oficiales, o se habían dispersado, cansados de tanta espera.
Entregué al comandante garcía, jefe del 9º , el documento firmado por el
general Levalle, que el mayor Mon leyó a los soldados. Acto continuo les ordenó
que dejaran las armas y se dispersaran para volver a su cuartel al siguiente
día.
El doctor Alem se retiró con algunos amigos.
El general Campos, con el doctor L. V. López y algunos
miembros de su familia.
Me había comprometido a acompañar al comandante García, jefe
del 9º, y así lo hice. A la hora de oraciones le dejaba en su casa de la calle
de la Piedad, entre Libertad y Talcahuano, y me retiraba a la mía, con la
tristeza profunda de tan gran desastre, pero con la resolución inquebrantable
de continuar la lucha por la reorganización constitucional del país.
A. DEL VALLE
Diciembre 1º de 1890
Fuente: La Union Civica: su origen, organizacion y tendencias de Francisco Ramos Mejía (1890)
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