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martes, 14 de diciembre de 2010

Arturo Capdevila: "Semblanza a don Elpidio Gonzalez" (1951)

Evoco a don Elpidio González, caballero que fué todo un varón, todo un claro varón, digno, dignísimo de ser presentado a la contemplación y a la estima de las generaciones del país. Asiduo lector de Marco Aurelio: es decír, de uno de los mayores filósofos de la virtud que haya dado el mundo, y tan efectivamente virtuoso en su vida privada y pública que la opinión de sus contemporáneos coincidía en hacerlo descendiente de Numa Pompilio, el rey piadoso por excelencia.

González nutre su espíritu con la sustancia moral de esa lectura. La convierte en algo vital y pulsátil. Bajo su impulso se determina a seguir los pasos del maestro egregio en la educación de su alma, y frena, como aquél frenó, arrebatos y violencias. En adelante lo guiarán sus principios ejemplares, con tal arte para la asimilación de tales máximas, que repitiendo a su modelo -sobre la base, además, de una predisposición venturosa- la franqueza y la bondad serían siempre los rasgos distintivos de su carácter .

En transparentes honduras del alma debió de recoger nuestro claro varón la imagen del antiguo, contento de que uno de sus nombres hubiera sido Vero, en precisa conformidad con su natural verídico, y que aun hubiera debido elevársele a Verísimo en justo superlativo.

Pregunto ahora si alguno de estos rasgos de su confesado maestro en la filosofía del vivir faltó en el espíritu de don Elpidio González, o si más bien los tuvo a todos. El paralelo de su moralidad es perfecto. Como puntos cardinales de su conducta, Marco Aurelio, sabio director de sí mismo, nunca dejó de tener ante sí cuatro preceptos que le venían por varia herencia. De su abuelo, el de practicar costumbres irreprochables. De su padre, el de la modestia y la firmeza varonil. De su madre, el de la piedad y la beneficencia. De sus preceptores, el destierro de la expresión: No tengo tiempo...

Y asimismo supo trabajar con paciencia, huir de los frívolos, odiar la ostentación. y ponía buen semblante al libre juicio de sus conciudadanos y rostro igual para la buena y la mala fortuna. Nuevamente pregunto si no respondió puntualmente el discípulo al maestro .

Pertenece a una familia de argentinos viejos, González. Sus antepasados tienen cosas argentinas que narrar desde el siglo XVII. Se cuentan entre los que hicieron sencilla y generosamente su obra. Su padre estuvo en la guerra del Paraguay, por voluntario designio. Más tarde su ardoroso patriotismo le conduciría también a las jornadas revolucionarias del 90, del 98, de 1905.

De ahí procede este ciudadano admirable; de aquel vigoroso tronco esta noble rama. Son de agradecer las referencias del señor Torres acerca del patrono de González, patrono suyo de elección, no de imposición cronológica. Son de agradecer esas referencias, decía, porque ellas nos demuestran, con la íntima religiosidad de su biografiado, el valor que asumían estas cosas de los santos patronos en nuestras casas solariegas.

Sepamos, por de pronto, que González nace un 19 de agosto -el de 1875-, día de san Pedro Ad Víncula, o san Pedro de las cadenas. Bajo la fe del suceso puede entender el que nace en tal día, que siempre halla manera el Señor de hacer quebradizo al hierro y sacar a paz y salvo de todo a sus servidores. Muy bien le parece a González que ello suceda. Pero estima, además, en materia de milagros, la conveniencia de merecerlos. A este fin completará él a san Pedro con san Elpidio y aquí nos anoticia el biógrafo de González sobre que éste eligió por patrono entre los varios santos Elpidios del santoral, precisamente al más heroico en la lealtad; cabalmente a ese que, delante de Juliano el Apóstata, confesó y proclamó su credo cristiano, por lo cual, se dice, fué condenado al suplicio de ser arrastrado a la cola de caballos indómitos y arrojado luego a la hoguera para que allí terminase de morir. O sea que Elpidio González, en libertad de escoger el santo homónimo, tomó para sí el que más lo obligaba y mejor lo definía.

Como ciudadano es hombre también de todo o nada. Yrigoyen, en su política de la abstención acusadora, le brinda un arma muy para él; pues ¿dónde ejercicio más en consonancia con su índole que éste del ascetismo cívico en la forma de la intransigencia? Para todo eso está listo y también para cualquier acción elevada; alta la frente para la mejor inspiración, pulcras las manos para la más pura ofrenda. El tiempo dirá si ha de encontrar el ara de los holocaustos. Entre tanto, ajusta su vida a sus ideales. Es cuando viaja a Europa. Es cuando busca en España el arrimo de los hombres rectores de la nueva política peninsular .

La verdad es que hará falta mucho tesón y bravo ahinco, realmente multiplicarse en la milicia proselitista para ir liberando al país del enervamiento conforme y de la depresión indiferente. El que vistió el uniforme de oficial de la Guardia Nacional en tiempos de peligro de guerra, como el más fervoroso de los patriotas, trae ese mismo espíritu a la arena pública. Todo menos la descomposición moral. ¿Hay que conspirar? Se conspira en nombre de "principios incorruptibles" sin cuya vigencia no hay patria. Por lo demás, el programa de Yrigoyen es grande, claro, simple. Existe una hermosa, una hermosísima Constitución que va quedando en letra muerta y que debe renacer, siquiera sea porque se pagó por ella el precio de muchas inmolaciones. Tal el porqué, tal asimismo el para qué de la acción emprendida, con la enérgica resolución de cumplir una jornada "tan memorable como la de Caseros". Y fué el 4 de febrero de 1905.

Me acuerdo de aquellas horas. Desde una quinta próxima a Córdoba, donde pasaba con mi familia el verano, oímos una noche el cañón. ¿Sería la revolución tan esperada? Con las primeras luces del 4, los repartidores cotidianos traen la confirmación. Estalló la revolución y está victoriosa. Yo tengo a la sazón casi los dieciséis años cumplidos. Quiero ir a la ciudad y ver. Mi padre, henchido de fervor, me lo permite y voy. Recorro todo el centro de la ciudad. ¡Qué bueno sería -pienso en el camino- encontrar a Elpidio González! -amigo de mi casa y de mi padre- que me distingue siempre tan bondadosamente. Pero no le hallo, como es natural.

Las calles están de un aspecto nuevo, las gentes con otro aire. No hay gendarmes de la policía en las esquinas. Son soldados del Ejército los que velan por la tranqttilidad colectiva, fusil al hombro. También pasan por los barrios patrullas de caballería. Conocemos el nombre de muchos valientes. Nos sentimos inflamados por el entusiasmo... Pero había sido solamente un espejismo. El movimiento revolucionario, triunfante en Córdoba, sucumbió en Buenos Aires. Todo estaba acabado. Mi dolor fué confuso; de una tristeza no fácil de definir. Sólo sé que comenzaba a saber con esa experiencia que la patria es sufrimiento también.

Tres días después llovió torrencialmente. Los caminos, allí en el campo, eran un solo barrizal. Serían las 3 de la tarde de ese lluvioso día. Todos dormían en casa menos yo que escribía en la mesa del comedor con las ventanas abiertas al jardín y a la lluvia. En eso, en una pausa del aguacero, un galope. Un galope que se viene aproximando. Instantes más, y veo que tras el cerco, detiene el jinete su cabalgadura y se apea. El jinete franquea la puerta preguntando por mi padre. ¿Será Elpidio González que acaso viene a refugiarse bajo nuestro techo? Quizás. ¿Por qué no? Pero no es él. No es tan aventajada su estatura. El que avanza es un caballero alto, de recio porte, uno de los ayudantes de González, el garrido entrerriano Manuel del Arca. Se adelanta empapado por la dura lluvia, con el sombrero hecho hongo sobre la cabeza, y al aire con insolencia dos largos revólveres en el cinturón. Es un revolucionario que va a ocultarse y que por el momento pide restaurar sus fuerzas. Hay que improvisarle un almuerzo. y mientras se repone, cuenta, cuenta. ..y llueve otra vez. Al cabo de mediano rato más, como lleva prisa, se va.

Don Elpidio González pisa el suelo de esas laderas volcánicas. Anda por entre esas rachas de fuego. Pero conozcámosle bien: no tiene un alma colérica, ni pronuncia nunca palabras de vituperio para nadie. Su catequismo político es manso y suave. Lo que pasa es que en modo alguno sus convicciones firmísimas necesitan de esos estruendos verbales con que otros engañan la ausencia de ellas. Su bandera idealista sabe ondear con tanta gallardía alada, precisamente porque el asta es de hierro. Y va y viene entretejiendo los hilos de su labor, con los mismos contenidos modales, con la misma señoril moderación, ya afronte a los grandes, ya pase entre los humildes. Puede llegar momento en que deba reprochar y reconvenir.

Pero reprocha y reconviene en secreto. Cuando no le es dado enaltecer, caritativamente no hunde más. Socorriendo, es también como se debe ser. Acude con uno o con otro auxilio, mas no será él quien lo publique. Donde quiera que actúe su categoría moral se patentiza a las primeras expresiones. No busca nada para sí. El desinterés personal se transparenta en todos sus actos. Por darse entero a la obra cívica, !! Interrumpirá para siempre la carrera del Derecho en que le esperaban lustre y fama a la bienhechora sombra de juristas como los doctores Julio Deheza y Nemesio González, en cuyo estudio jurídico practicaba.

Ha perdido su carrera; pero la causa del civismo no le ha perdido a él. No se puede servir a dos amos. O en la plaza o en el foro. Los correligionarios, como para compensárselo, le decían doctor, y es lo justo. En la verdad de los hechos él es uno de esos inesperados doctores del Derecho Constitucional que hallan a veces las democracias. Yo también por eso le llamaba doctor en nuestras conversaciones, procediendo como quien se complace en un reconocimiento superior: el de su efectivo diploma doctoral estampado en pergamino de renunciación muy hermosa, y sellado con el blanco sello de un genuino espíritu de total sacrificio. Por lo demás, ¿no sabemos que él era un incansable abogado en el perenne litigio del pueblo con los detentores de sus derechos sagrados?

Cuadra perfectamente hablar ahora de la gran revolución universitaria de Córdoba, del año 1918, y situar a don Elpidio González en aquel ambiente ardoroso. Desde luego sospechamos que él se ve retoñar en esos renuevos. Tampoco a él le acomodaba en sus años estudiantiles tanta Edad Media como se condensaba en los claustros de la Universidad y muy singularmente en la Facultad de Derecho, con anacrónica persistencia; al punto de que aun era tema de clases y de exámenes la situación de los siervos en la sociedad. De tal manera esta Facultad, vital entre todas, se había vuelto el sanctasanctórum de la tradición, adonde no llegaban sino por excepción prodigiosa, quienes no fuesen los más respetuosos adictos, no ya de sus honorables archivos, sino, meior todavía, del polvo de esos archivos.

Enfocando este cuadro con un sentido estereoscópico, digámoslo así, en procura de la mayor exactitud externa e interna, conviene no olvidar algunas circunstancias topográficas urbanas: las unas del pasado, las otras de los nuevos tiempos.

Debe considerarse, por consiguiente, pues mucho importa, que la manzana de la Universidad tiene un típico aspecto español, colonial, de una intensa sugestión poética. Allá los paredones del Colegio de Monserrat, allá el macizo convento de los Padres de la Compañía de Jesús y el monumento de su templo, con sus torres poderosas; allá, en la angosta entrada de su muro lateral, la leyenda bíblica de las palabras de Jacob: Casa de Dios y puerta del cielo. Más allá las ventanas y tragaluces de los fondos conventuales como en un amontonamiento de extravagantes siluetas; allá, en fin, bajo el sordo pavimento, el supuesto subterráneo -¿desde dónde historia, hasta dónde leyenda?- que dicen unía antaño la casa de los Padres con los monasterios de Alta Gracia y Santa Catalina. Catacumbas sin catecúmenos; bóvedas que, de existir, no esconderían a la hora de hoy, más que sombra vacía. Todo ese romántico prestigio, todo ese delicado encanto.

Sólo una revolución podía sustraer a la Universidad de su glorioso pero estéril tradicionalismo. Revolución que estaba impuesta por los nuevos barrios y perspectivas de la ciudad misma: por la Nueva Córdoba; por las arboledas y avenidas de su parque; por la elevación de la Alta Córdoba; por las alturas del Observatorio Astronómico. Esa nueva topografía, determinando otro espíritu, había empezado a ponerle estrechísimo sitio a la Universidad.

¿Y podía seguir interrogándose en Derecho Público, que bien debía ser un Derecho Público Argentino, acerca de la soberanía del Príncipe, como pudiera haberse hecho en el caduco imperio alemán? A causa de ese absurdo prurito conservador aplicado a lo inerte, asignaturas muy serias se volvían risueñas. ¿Es que era posible perpetuar los años del Niego, del Concedo, del Distingo, en cátedra que exigía otros planteamientos y otros fines? Había que elegir entre las nostalgias y el porvenir.

De las otras facultades tampoco cabía afirmar que respondiesen con la debida amplitud a sus objetivos. El diputado Socialista doctor Juan B. Justo había podido informar a la Cámara respecto de gabinetes con maquinarias amortajadas de lona que nadie osaba poner en función.

En suma: la Universidad no sabía la hora. Su antiguo cuadrante, mal que mal, se había convertido en reloj. Pero marchaba con retraso y cierto asaz precavido espíritu se aletargaba en la quietud. Hay más. Por incuria, por inercia y también por rehuir contaminaciones, la Universidad cultivaba la hurañía. Símbolo vivo de su zahareña clausura era su campanero don Federico, el taciturno don Federico, melancólico misántropo que llevaba quince años de no salir a la calle ni para oír su misa, pues la tenía dentro, a virtud de la comunicación existente por aquel entonces, de la Universidad con la iglesia de la compañía. Amarguras del alma lo habían confinado en su desván, en un patio laberíntico, a solas con sus plegarías y su pena. ..

La Universidad, para el caso, se estaba confinando a su vez, por un exceso de devocíón y añoranza por las cosas que fueron y no han de tornar a ser.

Nada de esto ignoraba González. Dícho, contado y comentado por persona abonadísima, él lo venía oyendo desde la adolescencía; pues que años atrás le había ímpuesto de ese dramático proceso de la pereza confíada, su tío carnal, secretarío general de la Universídad, precisamente: don José Díaz Rodríguez, tan innovador, tan ilustrado, tan abierto, y tan en pugna con tanta parsimonía y dejadez. La revolucíón se había vuelto inevitable y estalló. Una juventud no menos lozana que enérgica, venía a poner en la hora justa el reloj de la Universidad. Era el 15 de junio de 1918. Esa fecha es un nudo. Un nudo de incomprensíones, de rígídas tozudeces, de infortunadas injusticias por ambas partes, también. Pero por ese nudo pasa un hilo de oro: el futuro.

La lucha, acibarando enconos, hubo de llevar muchos meses, entre nerviosos episodios, elocuentes proclamas y manifestaciones enormes. Con todo, en setiembre de ese año no estaba aún sancionada por la autoridad la victoria incontestable de la juventud reformista. ..Es cuando Elpidio González, lugarteniente, alter ego, vícario del presidente de la República, llega a Córdoba. Por esos días entrará la primavera, y a fe que de un modo nuevo para la docta urbe. El 21 de setiembre, en efecto, la farándula estudiantil se lanza a la calle con carros alegóricos entre alborozados cánticos y alegres sátiras que la ciudad entera festeja. Esa juventud supo pelear muy bien y ahora sonríe. Sin ninguna duda, Elpídio González, el sobrino dilecto de don José Díaz Rodríguez, el estudiante de veinte años atrás, se ve retoñar -debemos repetirlo- en esos renuevos. Con seguridad condena los excesos fatales que se cometieron, pero no el movimiento innovador. Sereno y tuicioso, pulsa, mide y aconseja. Es probable que muchos señorones resentidos, poseedores de feudos en la campaña, se venguen de él con sus votos feudales. Pero a la juventud hay que darle la palma y el laurel, so pena de desvirtuar la significacíón tan claramente renovadora de la presidencia de Yrigoyen, y Elpídio González aconseja que se le den. Fué justicia y fué razón.

Ahora bien: es evidente que este hombre menudo, ágil, fino, de ojos claros, de una mirada abarcadora, llevaba el mejor camino. Vive para la masa anónima de sus conciudadanos pobres. Lo hace de corazón. Cree en ella y en sus grandes virtudes. Pero cree ante todo en el hombre, en cada uno de sus componentes. Quiero decir que es un individualista. A su juicio cada individuo en esa masa, para bien de ésta, debe ser promovido a la mayor responsabilidad personal. Para todos el adelantamiento y la meta, mas por la obra de los que rompen a caminar adelante. Con todo, se me figura que algo lo desazona a González en medio de sus bien vividos apotegmas del deber.

...¿Qué alcance tiene la acción?¿No marchamos a menudo en pos de meros espejismos? Ya es un místico. Empezamos a vislumbrar lo que pasa en su alma. Pero expliquemos su misticismo. En su sentir, la Unión Cívica Radical es como una nueva grande orden de caballería, donde cabe que existan caballeros monjes. El se siente serlo. El sabe que lo es. Se refrescan en su espíritu los tiempos de los templarios y de las iniciales reglas de san Bernardo. En rigor, se ha entrado fraile en la vasta religión del Radicalismo. No le falta nada para monje perfecto. Tiene derecho incluso al blanco manto de un Godofredo de Saint-Omer, ya que desde hace lustros es casto, como lo saben algunos íntimos suyos, por oblación a un maravilloso amor de su vida. Así para que sea más encendida su voluntad de servicio, guía sus pasos desde el Más Allá una dama transfigurada hasta la excelsitud por el amor y la muerte. El resto es obediencia, pobreza, milicia. El dinero ¿qué podrá darle que no posea? y los honores: ¿para qué los querrá? Cuando el 6 de setiembre de 1930 se interrumpe deplorablemente la línea institucional argentina, él se mira dueño de todo en su carencia de materiales bienes, como mañana se verá libre de todo en las cárceles que se le irán decretando. De este modo se acaba de convertir en un monje de la vida política, como ya lo era de la vida del corazón. Frecuenta las iglesias y la oración fervorosa. Los ojos se le han hinchado un poco. ¿De lágrimas o de mirar mucho al cielo? La voz se le ha vuelto aun más blanda. Sus manos son cordialísimas. Su sonrisa está llena de beatitud. y un día, formalmente, positivamente, piensa en la estametia y en el claustro, y anda en conversaciones acerca de estos anhelos suyos con los prelados. Si a la postre no ingresa en un monasterio es porque, según él mismo lo explica, la voz del Partido, en horas gravísimas para el civismo, se le impuso como verdadera voz de Dios, y él se dió entero otra vez, como en sus juveniles años, a la sagrada causa del pueblo.

¡Con qué autoridad moral se presentó en el ágora! Se dirige a los poderosos, los exhorta, los conmina. Habla con un acento nuevo y hondo, grave y puro. Por ese mismo tiempo se deja crecer bigote y barba, que ya le blanquean de tantas escarchas de sus noches y desvelos. También se le nota el agobio de los años en las espaldas combadas, como cansado muro que se alabea. Y momento viene en que no sabemos por esas calles quién es este hombre de modesto indumento que ha tomado un aspecto oriental y remoto. -¡Doctor Gonzálezl ¡Pero es usted!, exclamábamos. ¡Pero es usted! y le abrazábamos con efusión y respeto. Sí. Era él. Era él mismo, si bien ya un Elpidio González del todo venerable por esa blancura del alma que se le asomaba., hecha dulce vejez al noble rostro.

Después enfermó para el último trance. Se tendió para él, ex vicepresidente de la Nación, indeterminado lecho de hospital. Se comprendió por muchas señales que el ángel de la inmensa paz no andaba lejos. Que se le acercaba. Que le cubría con un ala. y ahora sí que la hora del ansiado hábito monástico de la orden seráfica se aproximaba, bien que el hábito le llegaría en forma de mortaja, con su cordón y su capucho, como probado buen abrigo para los fríos ulteriores.

En la mañana del 18 de octubre -año de 1951-, fueron trasladados sus restos del Hospital Italiano a la Casa Radical. Fuí de los primeros en reverenciar su silencio. Pero ya muchos prohombres del Partido habíanse adelantado a inclinarse ante su féretro. Estaba bellísimo aquel varón admirable en el lecho del ataúd. No como de mármol; sino, mejor, como de marfil. Así: ebúrneo. Y la barba, de una plata amarillecida, iba a confundirse con la cruz de su apacible fe que, como trascendente escudo, le habían puesto sobre el pecho. En esa forma, era una estampa del Oriente, así ataviado de peregrino de lo Eterno, como bajo un fulgor de santidad de otros tiempos: ¡tan rico estaba ese pobre!

Y pues parecía dormido y no muerto, y dado que seguía subiendo la mañana y no es bueno que un monje de san Francisco duerma más allá del alba, era como para tomar la resolución de decirle:

-Padre Elpidio, padre González, despertad. Miradnos. Aquí os estamos rodeando con la reverencia en el alma. Despertad, padre Elpidio González, ¡echadnos la bendición!.























Fuente: Elpidio Gonzalez de Arturo Torres, Editorial raigal, Bs. As., 1951. 

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