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viernes, 31 de julio de 2015

Carlos Pellegrini: "Conferencia en el Teatro Odeón" Fragmento (25 de agosto de 1897)

Pero, ¿cuál es el partido que está en situación de llegar al Gobierno por su propio esfuerzo y conservarse en él con sus propios elementos? Examinémoslo con toda imparcialidad.

La Unión Cívica Nacional está formada por los restos de un gran partido porteño, que venció en Pavón y se dividió al día siguiente de la victoria. La causa de esa división fue el proyecto de federalizar la provincia de Buenos Aires, iniciado por el general Mitre y combatido por el doctor Alsina y sus amigos, que veían, en esa federalización, sólo un propósito o un medio de dominación nacional.

Ese partido se extendió por las provincias, aprovechando los prestigios de la victoria, y se adhirieron a él hombres de importancia, pero nunca penetró en el sentimiento de las masas, sin duda porque despertaba las resistencias de su origen.

En los últimos treinta años, sus derrotas, como sus abstenciones, lo han desgajado, y puede decirse que, si se conserva aún, lo debe al gran prestigio que acompaña y acompañará siempre a su ilustre jefe, y esto explica que su nombre popular sea distinto de su nombre oficial. Conserva en ciertas provincias elementos importantes de opinión; en otras, sólo grupos selectos, pero pequeños; en algunas, le será difícil encontrar un número bastante para llenar el requerido para una convención nacional.

¿Puede este partido encargarse por sí solo del Gobierno de la Nación? Es el primero en reconocer su impotencia, puesto que ni siquiera ha pretendido iniciar una campaña independiente.

Pero, si no existiera esta confesión propia, tendríamos muy cerca otra prueba palpable. Ese partido no ha podido gobernar por sí solo ni siquiera la provincia de Buenos Aires, centro de sus mayores y mejores elementos. Para llegar a ese gobierno y mantenerse en él, ha necesitado el concurso del Partido Nacional, sin el cual es notorio que el Gobierno se hubiera hecho imposible. El Partido Nacional le prestó su concurso incondicional y desinteresado, no en vista de recompensas o consideraciones ulteriores -puesto que sabe que en política nada hay más común que el fácil sacrificio de la gratitud- sino consultando los verdaderos intereses de la provincia y de la Nación, y exigiendo sólo que ese Gobierno fuera liberal, ordenado y respetuoso de nuestros principios institucionales, como lo ha sido, aunque dentro de una política de partidismo excluyente que ha sido un error, pero que es disculpable.

No está, por lo tanto, la Unión Cívica Nacional en situación de tomar a su cargo exclusivo el Gobierno de la Nación, y no puede exigir de nuestro partido que le abandone un peso y una responsabilidad que ella no tiene fuerzas para soportar.

¿Está en mejores condiciones el Partido Radical? Veamos.

Cuando se trata de derribar o vencer un obstáculo, sin cuidarse de todo resultado o fin ulterior, el propósito es sencillo, simple, único, y pueden concurrir a él, sin violentarse y sin chocarse, hombres con ideas, tendencias o idiosincrasias las más variadas. Fué éste el nervio y la fuerza principal de la revolución del 90. Su preocupación única y absorbente, era derribar el Gobierno del doctor Juárez. Dentro del Parque había hombres de todos colores y matices políticos, de tendencias y condiciones las más profundamente contrarias y excluyentes.

El día en que el propósito inmediato de la revolución fué alcanzado, con el retiro del doctor Juárez, el problema cambió. Ya no se trataba de destruir, sino de reconstruir, y entonces la uniformidad revolucionaria desapareció. Se presentaban dos maneras de reparar los males pasados: o la evolución pacífica y relativamente lenta dentro del juego legal de nuestras instituciones, o el derrumbamiento violento de todo lo existente, para reconstruir el edificio con material y elementos nuevos.

Hay quienes creen, porque la historia de esos días tan cercanos aún no se ha escrito, que las balas que se cambiaron entre las plazas del Parque y Libertad fueron simplemente en contra y en favor de un Presidente. No. Si ése hubiera sido el único móvil del ataque y la defensa, la revolución, que contaba con la unanimidad casi de este pueblo, hubiera triunfado a los primeros tiros. Había algo mucho más transcendental y grave, y el problema pavoroso se presentó a nuestro espíritu en el momento en que, por autoridad de la revolución, una junta quiso asumir el Gobierno de la República. El Ejecutivo y el Congreso Nacional, todos los poderes constituidos, desaparecerían y serían reemplazados por un poder irresponsable y absoluto, apoyado en tropas sublevadas. Los catorce Gobiernos de provincia y sus legislaturas, caerían, y, en su lugar, se hubiera visto aparecer catorce juntas revolucionarias, formadas por los más audaces. Y de ese inmenso desorden, donde ya se veía bullir la más espantosa anarquía, en presencia de un ejército y escuadra sublevados, se pretendía hacer surgir un Gobierno institucional y libre.

Si los que se batían en el Parque vengaron grandes males pasados, los que se batían en la plaza Libertad ahorraron grandes males futuros, y fue el ángel tutelar de la patria quien paralizó el brazo formidable de la revolución y encaminó los sucesos por vías pacíficas, que nos permiten hoy, salvados los peligros, apreciar y discutir, sin amarguras ni enconos, tanto las lecciones del pasado como las esperanzas del porvenir.

La división de la primitiva Unión Cívica, trabajada por diversas tendencias, fue un hecho fatal. Si se agrega que los antiguos autonomistas y los nacionalistas, con sus antagonismos tradicionales e históricos, nunca pudieron amalgamarse, se comprenderá fácilmente que la política del Acuerdo fué sólo la causa ocasional de la división.

Se formó, entonces, el Partido Radical.

Como masa, lo componían en su mayor parte antiguos autonomistas; como índole y propósito político, era la encarnación de uno de sus jefes. El radicalismo es más bien un temperamento que un principio político, pues hay radicales en política, como en religión, como en toda escuela social o científica. El doctor Alem era radical por temperamento, y en esa inflexibilidad de sus propósitos e intransigencia de sus medios, estaba el secreto de su fuerza. Buscaba la regeneración por la revolución, y por eso le era indiferente que el Presidente fuera Juárez o Sáenz Peña.

Un partido formado en estos principios tiene que vivir de ellos o desaparecer. Cuando al célebre Ricci, general de los jesuitas, se le pidió que modificara algunas reglas de la Orden, para evitar la Bula papal que amenazaba disolverla, contestó con una frase, que ha sido desde entonces el lema de todos los radicales: - Sint ut sunt, aut non sunt. Serán lo que son o no serán.

Dentro de esa inflexibilidad de principios y de medios, fácil es prever que no puede alcanzar ese partido una mayoría nacional, y menos ser un partido de Gobierno.

El arte de Gobierno exige cierta ductilidad, cierta flexibilidad de espíritu, inconciliable con un temperamento radical. Uno de nuestros hombres públicos eminentes, con más sólidas cualidades de estadista, el doctor del Valle, intentó conciliar el Gobierno con la doctrina radical revolucionaria, y, a pesar del apoyo entusiasta de esta ciudad, tuvo que renunciar a su intento, ante el peligro evidente de una conflagración general. Otras naciones han hecho igual ensayo con igual resultado.

No sería, pues, el Partido Radical neto, a quien el Partido Nacional pudiera entregar el Gobierno, pues se correrían los mismos riesgos que bajo el ministerio del Valle, pero con esta gran personalidad menos, lo que agrandaría más el peligro.

Forma parte del Partido Radical, en la capital y en varias provincias, un grupo de antiguos miembros del Partido Nacional y cuyo jefe reconocido es el doctor Irigoyen, el menos radical de nuestros hombres públicos, pues tiene todas las condiciones y cualidades de un estadista y hombre de Gobierno. El doctor Irigoyen fue uno de los miembros más distinguidos de nuestro partido; pero, por desgracia nuestra, a la mitad del camino de su vida, en un momento de duda, extravió la senda, que no estaba clara, y fué a caer en los círculos del radicalismo.

No tenemos en nuestras filas un gran poeta amigo, conocedor de esos parajes, a quien enviar en su busca, para que lo vuelva a nuestra afección y a la claridad del día. Tal vez lo encuentre en campo en otras horas enemigo, que tales suelen ser las extrañas ironías del destino.

Todo lo expuesto prueba que no existe, fuera del Partido Nacional, una fuerza de opinión organizada y bastante poderosa, a quien confiar el poder nacional en caso de que resolviera aquél abandonarlo; y esta incapacidad está confesada por nuestros adversarios, que buscan unirse, porque reconocen que, aisladamente son impotentes.

Pero aquí asoma otro peligro mayor, contra el cual la Nación debe defenderse.










Fuente: Conferencia, una de las más vibrantes páginas de Pellegrini, tuvo lugar en el teatro Odeón, de Buenos Aires, el día 25 de agosto de 1897.




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