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martes, 13 de septiembre de 2011

Armando Antille: "Homenaje a Hipólito Yrigoyen" (6 de septiembre de 1946)

Sr. Antille - Pido la palabra.

Hoy, 6 de septiembre de 1946, recuerda aquel otro 6 de septiem­bre de 1930 en que, el gran republico argentino, doctor Hipólito Yrigoyen, fue depuesto por el movimiento de un grupo militar y de una parte numéricamente inferior del pueblo de la Capital Federal. Hecho coincidente y raro en la historia. Hoy le toca a este Senado, que prosigue la línea de aquel otro Senado que funciona­ba en la época del presidente Yrigoyen, le toca a una nueva gene­ración, venir a votar, como creo lo ha de hacer, la erección del mo­numento que recordará para siempre la memoria del presidente depuesto.

No he de votar en silencio este homenaje, del cual fui autor oportunamente, porque mi silencio podría interpretarse como que yo estuviera en contradicción, en alguna parte al menos, con el proyecto que viene corregido de la Cámara de Diputados. Quiero decir, expresamente, que acepto las modificaciones, porque lo que hemos querido los autores del proyecto y este Senado, ha sido simbolizar en el bronce o en el mármol, la memoria de uno de los hombres más grandes que, en la presidencia o en las lides políticas, haya cruzado por el escenario argentino.

No quiero repetir los argumentos con que fundara oportunamente el proyecto de ley; ya ha recogido la historia, por otra par­te, los perfiles más relevantes de esta figura argentina. En la his­toria clásica y en la historia novelada, se ha dicho lo que valía pa­ra el país el paso de este gran ciudadano. Por mi parte, he hecho resaltar su acción en el aspecto de la vida internacional y diplo­mática. He recordado la gravitación que tuvo en la enseñanza universitaria y secundaria; he dicho la importancia que su paso por la política significó para el progreso de las luchas partidarias, y también para la pureza del sufragio en el país. En este aspecto, todos estamos de acuerdo en que se debió a su influencia decisiva en el espíritu del ex presidente Sáenz Peña, la consagración de una ley que asegurara el voto libre, y que diera al ciudadano el derecho de establecer, por una decisión de su voluntad, cuáles ha­bían de ser los gobernantes que dirigieran los destinos del país. Este hecho solo, que fue lo opuesto a lo que hasta entonces había ocurrido, que modificó en absoluto la forma de vivir en este as­pecto de la vida argentina, constituye para Yrigoyen el basamen­to de su estatua. Pero es que toda su vida tiene algún relieve, para haber logrado este gran homenaje que le tributa el Parlamento argentino, porque en verdad él ha sido, sí, uno de los presidentes que ha dirigido la administración de nuestro país, pero no  ha sido uno de los tantos comunes presidentes; los demás, contem­poráneos, posteriores o anteriores a él, vivían la vida corriente, y gobernaban como todos los gobernantes de un orden común. Yrigoyen, en cambio, dijo: "Aceptaré gobernar al país, pero no seré un presidente de orden común"; y no lo fue, porque llevó a la presidencia un nuevo espíritu, un nuevo concepto moral, un nuevo punto de vista político, y se consagró por entero a la tarea de que esos puntos de vista se realizaran desde el alto sitial que el pue­blo le había otorgado.

Fue también un conductor de partido, pero no lo fue tampoco de orden corriente; él era y debía ser el único conductor que pu­diera asentar las bases fundamentales de un partido nuevo en el país; porque Yrigoyen, al modo de Alem, tenía una vocación por la política, pero a diferencia de éste, no luchaba con un verbo elocuente sino con una persuasión permanente y constante, gravitan­do por ella sobre todos los espíritus argentinos. Alem tuvo para sí el haber sido precursor en la formación del gran partido que habría de concretarse más larde; pero Alem luchaba como se lucha con la espada, combatiendo contra el adversario; Yrigoyen, en cambio, luchaba poniendo la entere/a de su carácter y sus principios, operando como un yunque para soportar todos los golpes, y permaneciendo siempre inalterable en su línea de conducta.

Yrigoyen fue un gran orador; pero tampoco lo fue al modo de los oradores comunes. El no necesitaba auditorio para entusias­marse y hablar con elocuencia, porque su palabra era florida na­turalmente; porque su frase era persuasiva, como las frases de Arístides, porque tenía un poder de captación de las voluntades de los que lo escuchaban, y porque tenía un poder de elocuencia y sabía decir. Más que un orador, era un profesor que enseñaba desde la cátedra; yo lo he visto en pequeñas sesiones con universitarios hablar con sencillez, como habla un buen padre de fami­lia que quiere educar a sus hijos, y hablar con tanta nobleza y tanta limpieza en el lenguaje, que me pareció una irreverencia de sus adversarios y de los periódicos que lo combatían, decir de él que era un ignaro que no había pasado sus ojos por los libros, que enseñaba por simple intuición. Se expresaba con un clasicismo, con una pureza de lenguaje y con principios tan profundos en las cuestiones políticas, que más que un simple conductor de la voluntad, diría que era un profesor que enseñaba hablando, y un predicador que con su vida y su conducta enseñaba y conducía a los hombres que lo seguían con una devoción absoluta, como que era el único jefe que había nacido en la Argentina para formar un gran partido. (¡Muy bien! Aplausos).

Yrigoyen es el símbolo de los hombres de nuestra raza. Tenía la honradez que había heredado de sus antecesores vascos; tenía la generosidad del hombre de campo, y tenía también la virtud de ser un conductor inalterable que no abandonaba nunca su línea, directa y recta, de conducta. Yrigoyen era leal. No se conducía co­mo un cualquier político que cambiaba la verdad para conseguir una ventaja; era leal con la verdad, con la virtud y con la amistad. Por eso fue capaz de formar un gran partido y de hacerlo entrar en la vida cívica argentina, llevándolo al triunfo, más tarde, en to­das las lides electorales en que se había de presentar.

Con él actuaron otros hombres, que también fueron jefes de partido y también presidentes. El que más se le acercó fue Alvear, pero Alvear estaba lejos de Yrigoyen: Yrigoyen siempre camina­ba en la cumbre de la montaña; Alvear zigzagueaba a veces para sacar alguna ventaja, con el noble propósito, quizá, de conseguir el triunfo. Yrigoyen abandonaba siempre las ventajas que depara­ba el éxito, porque él había enseñado al electorado radical:

"Es preferible que se pierdan cien gobiernos, pero que se salven los principios"

He visto de cerca y he oído hablar al doctor Yrigoyen, antes de ser depuesto y después de ser encarcelado y de volver enfermo a su hogar. Lo he visto y he aprendido muchas cosas, lecciones de la vida que fluían de sus labios. Yrigoyen, preso, en la presidencia o en la oposición, fue siempre el mismo; parecía como que hubiera estado abroquelado contra todas las blanduras y contra todas las inquietudes y fracasos. Fue siempre el mismo; preso en el buque, preso en Martín García, nunca cedió frente a lo que creía que era una verdad y un concepto que había que defender. Recuerdo este episodio: el gobierno, viendo que era demasiada tortura física para él mantenerlo, a sus años, alejado del hogar, solo y aislado en Martín García, lo indultó. Le daba la posibilidad de conseguir su libertad y retornar al hogar. Pero él, enfermo, sostuvo el criterio, justo y de derecho, de que no se indulta a quien no ha cometido un delito; y como estaba preso sin haber cometido infracción delictuosa, se negó a aceptar el amparo del indulto y continuó preso, renegando de este acto que parecía un amparo, y que para él era una afrenta. (¡Muy bien!).

Yo lo acompañé, señor presidente, en ese momento. Me tocó fundar jurídicamente su pensamiento; y yo sostuve que la amnistía no se impone, que es una gracia, pero una gracia para los delincuentes, y no para los hombres honrados.

Yrigoyen fue depuesto por una revolución militar. Yrigoyen perdió el auspicio de su pueblo, y parte del pueblo también con­tribuyó a su deposición. Pero había vuelto del exilio, estaba enfermo en su casa y luego fue llamado a vivir en otro mundo; y el pueblo, tornadizo, como ya lo he dicho alguna vez, inconstante en sus afectos, llegó a su casa de la calle Sarmiento, y toda una noche esperó la ingrata noticia que se le había anticipado.

He visto a las mujeres sollozando y a los hombres con los ci­rios encendidos, como esperando un milagro, para que esa vida que estaba por cortarse no se extinguiera. Y he visto, al día siguiente de su deceso, acompañar los restos mortales de Yrigoyen hasta la Recoleta a un mundo de gente que quería quitar de las manos de los familiares el ataúd y llevarlo sobre sus hombros co­mo una última ofrenda.

Fue, naturalmente, muy tardía la reacción del pueblo. Esta ofrenda de lutos y de llantos que el pueblo le tributaba llegaba tarde, porque, como lo ha dicho alguna vez Sarmiento:

"las semillas que se siembran llegan tarde; muchas veces, cuando el sembrador ha desaparecido y no puede recoger los frutos".

Pero Yrigoyen nos ha dejado un ejemplo que seguimos. Es un maestro, repito, que pasó la vida profesando sus verdades, sus virtudes y sus principios.

Es un ejemplo el de Yrigoyen, que los hombres que nos sentamos en las bancas del Congreso, representando al pueblo que triunfara el 24 de febrero de 1946, tenemos que seguir, porque él cimentó los principios de un partido democrático; porque él previo la justicia so­cial para los humildes y desheredados de la fortuna; porque él fue el primero que se acercó al pueblo para tratar de levantarlo a un nivel superior, tal como lo ha hecho después el general Perón, actual pre­sidente de la República, en su campaña por la justicia social. El líder de nuestro movimiento peronista no es el precursor del mismo. El doctor Hipólito Yrigoyen sembró la primera semilla. Por eso es ex­plicable cuando los oradores del radicalismo y del laborismo hacemos conocer nuestros principios y sentimientos al pueblo, que éste vibre cuando le hablamos de Perón, jefe del movimiento peronista; pero vibra más todavía cuando mencionamos el nombre de Hipólito Yrigoyen. (¡Muy bien! Aplausos en las bancas y en las galerías).







Fuente: “Homenaje a Hipolito Yrigoyen” Proyecto de ley para la erección de un monumento a Hipólito Yrigoyen y otros homenajes; recopilación de sus escritos e imposición de su nombre a la estación Barracas del Ferrocarril Sud, firmado por los senadores  Ricardo C. Guardo y L. Zavalla Carbó y fundado por el senador Antille, Cámara de Senadores, 6 de septiembre de 1946.

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