Sr. Antille -
Pido la palabra.
Hoy, 6 de septiembre de 1946, recuerda aquel otro 6 de
septiembre de 1930 en que, el gran republico argentino, doctor Hipólito
Yrigoyen, fue depuesto por el movimiento de un grupo militar y de una parte
numéricamente inferior del pueblo de la Capital Federal. Hecho coincidente y
raro en la historia. Hoy le toca a este Senado, que prosigue la línea de aquel
otro Senado que funcionaba en la época del presidente Yrigoyen, le toca a una
nueva generación, venir a votar, como creo lo ha de hacer, la erección del
monumento que recordará para siempre la memoria del presidente depuesto.
No he de votar en silencio este homenaje, del cual fui autor
oportunamente, porque mi silencio podría interpretarse como que yo estuviera en
contradicción, en alguna parte al menos, con el proyecto que viene corregido de
la Cámara de Diputados. Quiero decir, expresamente, que acepto las
modificaciones, porque lo que hemos querido los autores del proyecto y este
Senado, ha sido simbolizar en el bronce o en el mármol, la memoria de uno de
los hombres más grandes que, en la presidencia o en las lides políticas, haya
cruzado por el escenario argentino.
No quiero repetir los argumentos con que fundara oportunamente
el proyecto de ley; ya ha recogido la historia, por otra parte, los perfiles
más relevantes de esta figura argentina. En la historia clásica y en la
historia novelada, se ha dicho lo que valía para el país el paso de este gran
ciudadano. Por mi parte, he hecho resaltar su acción en el aspecto de la vida
internacional y diplomática. He recordado la gravitación que tuvo en la
enseñanza universitaria y secundaria; he dicho la importancia que su paso por
la política significó para el progreso de las luchas partidarias, y también
para la pureza del sufragio en el país. En este aspecto, todos estamos de
acuerdo en que se debió a su influencia decisiva en el espíritu del ex
presidente Sáenz Peña, la consagración de una ley que asegurara el voto libre,
y que diera al ciudadano el derecho de establecer, por una decisión de su
voluntad, cuáles habían de ser los gobernantes que dirigieran los destinos del
país. Este hecho solo, que fue lo opuesto a lo que hasta entonces había
ocurrido, que modificó en absoluto la forma de vivir en este aspecto de la
vida argentina, constituye para Yrigoyen el basamento de su estatua. Pero es
que toda su vida tiene algún relieve, para haber logrado este gran homenaje que
le tributa el Parlamento argentino, porque en verdad él ha sido, sí, uno de los
presidentes que ha dirigido la administración de nuestro país, pero no ha sido uno de los tantos comunes
presidentes; los demás, contemporáneos, posteriores o anteriores a él, vivían
la vida corriente, y gobernaban como todos los gobernantes de un orden común.
Yrigoyen, en cambio, dijo: "Aceptaré gobernar al país, pero no seré un
presidente de orden común"; y no lo fue, porque llevó a la presidencia un
nuevo espíritu, un nuevo concepto moral, un nuevo punto de vista político, y se
consagró por entero a la tarea de que esos puntos de vista se realizaran desde
el alto sitial que el pueblo le había otorgado.
Fue también un conductor de partido, pero no lo fue tampoco
de orden corriente; él era y debía ser el único conductor que pudiera asentar
las bases fundamentales de un partido nuevo en el país; porque Yrigoyen, al
modo de Alem, tenía una vocación por la política, pero a diferencia de éste, no
luchaba con un verbo elocuente sino con una persuasión permanente y constante,
gravitando por ella sobre todos los espíritus argentinos. Alem tuvo para sí el
haber sido precursor en la formación del gran partido que habría de concretarse
más larde; pero Alem luchaba como se lucha con la espada, combatiendo contra el
adversario; Yrigoyen, en cambio, luchaba poniendo la entere/a de su carácter y
sus principios, operando como un yunque para soportar todos los golpes, y
permaneciendo siempre inalterable en su línea de conducta.
Yrigoyen fue un gran orador; pero tampoco lo fue al modo de
los oradores comunes. El no necesitaba auditorio para entusiasmarse y hablar
con elocuencia, porque su palabra era florida naturalmente; porque su frase
era persuasiva, como las frases de Arístides, porque tenía un poder de
captación de las voluntades de los que lo escuchaban, y porque tenía un poder
de elocuencia y sabía decir. Más que un orador, era un profesor que enseñaba
desde la cátedra; yo lo he visto en pequeñas sesiones con universitarios hablar
con sencillez, como habla un buen padre de familia que quiere educar a sus
hijos, y hablar con tanta nobleza y tanta limpieza en el lenguaje, que me
pareció una irreverencia de sus adversarios y de los periódicos que lo
combatían, decir de él que era un ignaro que no había pasado sus ojos por los
libros, que enseñaba por simple intuición. Se expresaba con un clasicismo, con
una pureza de lenguaje y con principios tan profundos en las cuestiones
políticas, que más que un simple conductor de la voluntad, diría que era un
profesor que enseñaba hablando, y un predicador que con su vida y su conducta
enseñaba y conducía a los hombres que lo seguían con una devoción absoluta,
como que era el único jefe que había nacido en la Argentina para formar un gran
partido. (¡Muy bien! Aplausos).
Yrigoyen es el símbolo de los hombres de nuestra raza. Tenía
la honradez que había heredado de sus antecesores vascos; tenía la generosidad
del hombre de campo, y tenía también la virtud de ser un conductor inalterable
que no abandonaba nunca su línea, directa y recta, de conducta. Yrigoyen era
leal. No se conducía como un cualquier político que cambiaba la verdad para
conseguir una ventaja; era leal con la verdad, con la virtud y con la amistad.
Por eso fue capaz de formar un gran partido y de hacerlo entrar en la vida
cívica argentina, llevándolo al triunfo, más tarde, en todas las lides
electorales en que se había de presentar.
Con él actuaron otros hombres, que también fueron jefes de
partido y también presidentes. El que más se le acercó fue Alvear, pero Alvear
estaba lejos de Yrigoyen: Yrigoyen siempre caminaba en la cumbre de la
montaña; Alvear zigzagueaba a veces para sacar alguna ventaja, con el noble
propósito, quizá, de conseguir el triunfo. Yrigoyen abandonaba siempre las
ventajas que deparaba el éxito, porque él había enseñado al electorado
radical:
"Es preferible
que se pierdan cien gobiernos, pero que se salven los principios"
He visto de cerca y he oído hablar al doctor Yrigoyen, antes
de ser depuesto y después de ser encarcelado y de volver enfermo a su hogar. Lo
he visto y he aprendido muchas cosas, lecciones de la vida que fluían de sus
labios. Yrigoyen, preso, en la presidencia o en la oposición, fue siempre el
mismo; parecía como que hubiera estado abroquelado contra todas las blanduras y
contra todas las inquietudes y fracasos. Fue siempre el mismo; preso en el
buque, preso en Martín García, nunca cedió frente a lo que creía que era una
verdad y un concepto que había que defender. Recuerdo este episodio: el
gobierno, viendo que era demasiada tortura física para él mantenerlo, a sus
años, alejado del hogar, solo y aislado en Martín García, lo indultó. Le daba
la posibilidad de conseguir su libertad y retornar al hogar. Pero él, enfermo,
sostuvo el criterio, justo y de derecho, de que no se indulta a quien no ha
cometido un delito; y como estaba preso sin haber cometido infracción
delictuosa, se negó a aceptar el amparo del indulto y continuó preso, renegando
de este acto que parecía un amparo, y que para él era una afrenta. (¡Muy
bien!).
Yo lo acompañé, señor presidente, en ese momento. Me tocó
fundar jurídicamente su pensamiento; y yo sostuve que la amnistía no se impone,
que es una gracia, pero una gracia para los delincuentes, y no para los hombres
honrados.
Yrigoyen fue depuesto por una revolución militar. Yrigoyen
perdió el auspicio de su pueblo, y parte del pueblo también contribuyó a su
deposición. Pero había vuelto del exilio, estaba enfermo en su casa y luego fue
llamado a vivir en otro mundo; y el pueblo, tornadizo, como ya lo he dicho
alguna vez, inconstante en sus afectos, llegó a su casa de la calle Sarmiento,
y toda una noche esperó la ingrata noticia que se le había anticipado.
He visto a las mujeres sollozando y a los hombres con los
cirios encendidos, como esperando un milagro, para que esa vida que estaba por
cortarse no se extinguiera. Y he visto, al día siguiente de su deceso,
acompañar los restos mortales de Yrigoyen hasta la Recoleta a un mundo de gente
que quería quitar de las manos de los familiares el ataúd y llevarlo sobre sus
hombros como una última ofrenda.
Fue, naturalmente, muy tardía la reacción del pueblo. Esta
ofrenda de lutos y de llantos que el pueblo le tributaba llegaba tarde, porque,
como lo ha dicho alguna vez Sarmiento:
"las semillas que
se siembran llegan tarde; muchas veces, cuando el sembrador ha desaparecido y
no puede recoger los frutos".
Pero Yrigoyen nos ha dejado un ejemplo que seguimos. Es un
maestro, repito, que pasó la vida profesando sus verdades, sus virtudes y sus
principios.
Es un ejemplo el de Yrigoyen, que los hombres que nos
sentamos en las bancas del Congreso, representando al pueblo que triunfara el
24 de febrero de 1946, tenemos que seguir, porque él cimentó los principios de
un partido democrático; porque él previo la justicia social para los humildes
y desheredados de la fortuna; porque él fue el primero que se acercó al pueblo
para tratar de levantarlo a un nivel superior, tal como lo ha hecho después el
general Perón, actual presidente de la República, en su campaña por la
justicia social. El líder de nuestro movimiento peronista no es el precursor
del mismo. El doctor Hipólito Yrigoyen sembró la primera semilla. Por eso es
explicable cuando los oradores del radicalismo y del laborismo hacemos conocer
nuestros principios y sentimientos al pueblo, que éste vibre cuando le hablamos
de Perón, jefe del movimiento peronista; pero vibra más todavía cuando mencionamos
el nombre de Hipólito Yrigoyen. (¡Muy bien! Aplausos en las bancas y en las
galerías).
Fuente: “Homenaje a Hipolito Yrigoyen” Proyecto de ley para
la erección de un monumento a Hipólito Yrigoyen y otros homenajes; recopilación
de sus escritos e imposición de su nombre a la estación Barracas del
Ferrocarril Sud, firmado por los senadores
Ricardo C. Guardo y L. Zavalla Carbó y fundado por el senador Antille, Cámara
de Senadores, 6 de septiembre de 1946.
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