Tengo nuevamente el honor de presidir esta mesa de hombres
de armas para evocar un nuevo aniversario del nacimiento de la Patria. Por
haber vestido durante cinco años el uniforme del Ejército Argentino, a una edad
en que los principios e ideales calan hondo en el alma, no me siento en
absoluto ajeno a las inquietudes, tristezas y esperanzas de ustedes, y por ser
hoy comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, las asumo con absoluta
responsabilidad.
Como en los días de la guerra de la Independencia, como en los
días de nuestros gloriosos padres fundadores, civiles y militares estamos
afrontando juntos un desafío histórico del cual depende en gran parte nuestra
vida como
Nación. Atacados sin piedad por la crisis más importante de
nuestro tiempo, no sólo optamos por defendemos sino también por pasar a la
ofensiva.
El objetivo no es simplemente sobrevivir. Si hemos tocado
fondo, desde allí debemos tomar fuerzas para emerger como país plenamente
soberano.
Sabemos que no podemos ser jamás un país plenamente soberano
sin irrumpir en el indispensable proceso de modernización de todas nuestras
estructuras y sin integramos al mundo civilizado que hoy nos mira asentados en
los valores que ese mundo reconoce: la legitimidad y el orden.
En la República Argentina comienza a cerrarse una etapa, la
etapa de ese pasado que nos aplastaba, y se inicia una nueva, donde todos
miraremos hacia adelante, cada uno en el cumplimiento de nuestro deber.
Las Fuerzas Armadas argentinas no han podido sustraerse a la
situación generalizada de estancamiento, aun de retroceso, que desde hace
cincuenta años afecta a las instituciones nacionales. Además, la situación
militar que hoy vivimos es la resultante de una suma de circunstancias cuyos
aspectos negativos vale la pena señalar.
El largo período de paz y tranquilidad que el país disfrutó
desde comienzos del siglo hasta la década del setenta, generó desajustes
importantes que a su tiempo no fueron corregidos y gravitan pesadamente todavía
hoy.
El progresivo desinterés de los gobiernos por los temas de
la defensa nacional y de la política militar, pese a que éstas fueran asumidas
como propias por las Fuerzas Armadas, dejó a la República sin esas políticas
durante más de sesenta años.
Cuando ese largo período terminó abruptamente, el país se
enfrentó a una situación de convulsión interna límite, a un grave conflicto con
Chile y a una guerra sin que, paradójicamente, el gobierno de facto que
protagonizó esos hechos tuviera definida una política de defensa ni una clara
política militar.
La instrucción, el reequipamiento, el perfeccionamiento
jurídico, el mejoramiento de los planes de carrera y, en suma, todo cuanto hace
a la necesaria revitalización y modernización quedó postergado, cediendo paso a
otros atractivos, que dieron pábulo a la progresiva burocratización y al
acrecentamiento del macrocefalismo en detrimento de la capacidad operacional.
El entusiasmo profesional se resintió sobre todo en el
estrato de las jerarquías superiores, que inevitablemente fueron concentrando
su interés en las cuestiones de política interna y alimentando el proceso de
las deplorables intervenciones militares en el gobierno.
Una deformada concepción de la seguridad nacional -a su
turno- fue el factor generador de pesadas deformaciones orgánicas, funcionales
y aun conceptuales, que desde el punto de vista del estado de derecho
resultaron las más graves.
De este modo se introdujeron nuevas deformaciones, entre las
que debe señalarse una verdadera hipertrofia de organismos y personal de
inteligencia reñida con la verdadera función técnica específica.
Lo más grave es que todas estas deformaciones se concretaron
con el olvido del principio de la unidad de comando, en el contexto de tres
fuerzas no integradas, independientes, con atribuciones a veces superiores a
las del
Estado mismo, y en ocasiones con marcadas rivalidades entre
sí.
El conflicto con Chile en 1978 obligó a un cambio de rumbo
brusco y sorpresivo, que, en definitiva, tampoco logró afirmar el escalón
superior de comando, y el control interfuerzas, y casi sin solución de
continuidad, sin previsión alguna, sin instrucción conjunta, sin equipamiento
adecuado, sin preparación de ninguna especie, protagonizamos la guerra de las
islas Malvinas.
Ustedes, señores, mejor que nadie conocen y son
absolutamente conscientes del profundo caudal de enseñanza de todo orden que
emana de la dolorosa herida abierta en el sentimiento de todos los argentinos.
Actualmente, debemos admitir que la magnitud de la tarea por
realizar es de tal envergadura que no resolveremos nuestros problemas militares
con los estrechos márgenes conceptuales de una reestructuración ni de una
reorganización y menos aún de un redimensionamiento de las fuerzas.
La tarea implica e involucra a cada uno de esos pasos pero
reclama más aún. Por ello los invito a que de aquí en adelante definamos
nuestro reto como una real y verdadera reforma militar, que ni más ni menos de
eso se trata, si verdaderamente queremos dotar a la Nación de las fuerzas
armadas que la situación requiere.
Fuerzas que reclaman una dimensión y disposición acorde con
nuestras reales posibilidades, necesariamente integradas en un sólido equipo de
empleo conjunto, modernizadas sobre la base de nuevos planes de carrera que
otorguen mejores integrantes de nuestros cuadros y reequipadas con los medios técnicos
más eficaces y modernos.
Nuevas fuerzas que en definitiva garanticen acabadamente la
integridad territorial de nuestro vasto país en el marco de la estrategia que
claramente surge de nuestra actual situación.
La reforma militar, con el objetivo superior que acabamos de
definir, deberá procurar un nuevo tono moral en el marco del absoluto respeto
al orden institucional, alimentado por el entusiasmo profesional que
proporciona la convicción de sumarse cada uno, individualmente y en conjunto,
al gran proyecto de la reconstrucción nacional.
La reforma militar así concebida es la política militar que
este gobierno se considera obligado a aplicar y es la mejor respuesta a la
situación crítica que en muchos sentidos sufren las Fuerzas Armadas y sus
integrantes.
Como comandante en jefe no ignoro la cantidad y la magnitud
de los escollos de toda naturaleza que este programa de reforma implica, pero
también sé de la vitalidad, el entusiasmo profesional y la imaginación de
ustedes, los que reconozco como las mejores garantías del éxito.
Soy consciente -y es mi deseo que lo sea la ciudadanía toda-
de la magnitud del esfuerzo desarrollado por los cuadros de las Fuerzas Armadas
y en especial por el señor jefe del Estado Mayor Conjunto y los señores jefes
de
Estado Mayor específicos para superar con voluntad y
verdadera vocación militar las limitaciones y obstáculos que la penuria
económica nos impone.
Un comportamiento ejemplar en el marco de una obligada
austeridad no hace sino confirmar las expectativas que nos alentaron cuando,
desde el comienzo de nuestra gestión, expresamos nuestra convicción de que la
relación entre el comandante y sus hombres partía del concepto de obediencia,
entendida como un adecuado balance entre la libertad libremente cedida y la
autoridad decididamente ejercida. Relación que se nutre también en la idea de
lealtad concebida como camino de ida y vuelta que vincula espiritualmente a
superiores y subordinados en la misión de defender la soberanía y las
instituciones de la Nación.
Este comportamiento es absolutamente necesario en la hora
actual, porque creo que no exagero si digo que la Argentina afronta hoy el
mayor desafio de su historia: el de su propia reconstrucción a partir de un
estado de postración y decadencia que la ha corroído en todos los órdenes.
Aunque el aspecto económico de la reconstrucción aparece hoy
en primer plano por la dramaticidad de sus apremios, esto es sólo parte de una
tarea global que nos obliga a realizar, replantear y reformular hábitos
estructurales, formas de convivencia y nodo s de articulación entre los
distintos sectores de la sociedad.
Todos los componentes de nuestra vida comunitaria fueron
cayendo a lo largo de las últimas décadas en un proceso de decadencia y
desintegración tal que nos obliga ahora, que nos impone hoy, la ineludible
obligación de encarar la reconstrucción en términos necesariamente globales.
Cualquier intento de reconstruir un sector estará condenado
al fracaso si lo encaramos aisladamente y no se inserta en un esfuerzo por
reconstruir el todo.
Tenemos en realidad que reformular el país, ponemos en claro
con nosotros mismos sobre el modelo de Nación que deseamos.
Si se me pidiera que definiera en pocas palabras el
componente clave del proceso histórico que nos llevó a nuestro actual estado de
postración, yo lo caracterizaría como una progresiva pérdida de nuestro sentido
de la juridicidad.
Durante los últimos cincuenta años, y en todos sus sectores,
el país ha vivido cultivando crecientes proclividades a la acción directa, al
atajo antijurídico, a la violencia explícita o implícita.
Lo que define a una sociedad como una totalidad integrada es
la presencia de un tablero de juego común a todos, reconocido por todos y
respetado por todos, es decir, la conciencia generalizada de que nuestras
acciones e interacciones deben sujetarse a normas válidas para todo el cuerpo
social.
El todo social se desintegra de hecho cuando aquel tablero
se desdibuja y pierde presencia, cuando los grupos internos del conjunto tratan
de alcanzar sus propios fines al margen del orden jurídico o cuando se proponen
fines que sólo son alcanzables mediante una violación de la juridicidad
reguladora de la sociedad global.
En esta pérdida del sentido jurídico y del sentimiento de
integración social que sólo en la juridicidad puede fundarse, han desempeñado
un papel de relieve los golpes de Estado.
Tales apelaciones a la acción directa han plagado a la
historia del país en el último medio siglo. Un exceso de simplismo ha llevado a
definirlos como golpes militares, expresión en la que aquella propensión a
ignorar la juridicidad y subvertir las normas integradoras de la sociedad
aparece imputada a un solo sector del país, librando de responsabilidades a los
demás.
Esta visión del golpe de Estado carece de asidero en la
realidad. Si nos atenemos a ella en la interpretación de nuestra historia
reciente nos condenaremos a no entender la trama íntima de nuestra decadencia y
por lo tanto a no saber qué hacer para superarla.
Los golpes de Estado han sido siempre cívico-militares. La
responsabilidad indudablemente militar de su aspecto operativo no debe hacemos
olvidar la pesada responsabilidad civil de su programación y alimentación
ideológica.
El golpe ha reflejado siempre una pérdida del sentido
jurídico de la sociedad y no sólo una pérdida del sentido jurídico de los
militares.
Sería absurdo, en consecuencia, esperar que la superación
del golpismo provenga de una autocrítica militar o de una acción de la
civilidad sobre los militares.
La superación del golpismo sólo puede provenir de una reflexión
global de la sociedad argentina sobre sí misma. Éste es el único criterio
realista e históricamente objetivo que puede servimos de punto de partida para
el e sfuerzo por reconstruir reflexivamente la unidad de la Nación.
Incurriríamos también en una injusticia y en un error
interpretativo de nuestra historia reciente si consideráramos que sólo en los
golpes de Estado se ha reflejado la pérdida del sentido jurídico.
Esta decadencia de nuestra conciencia legal ha encontrado
también graves vías de expresión en regímenes formalmente constitucionales.
Las prácticas fraudulentas, los abusos de poder, la idea de
que el carácter mayoritario de la fuerza podría autorizar a ignorar los
derechos de las minorías, fueron también en nuestro pasado componentes de la propensión
a la violencia y a la acción directa. También esto forma parte de los escombros
a partir de los cuales debemos encarar ahora la reconstrucción del país.
En este contexto histórico, caracterizado por lo que
podríamos denominar una cultura de la ajuridicidad, surge durante las últimas
décadas el terrorismo.
Es cierto que este fenómeno respondió en no escasa medida a
modelos extranjeros y a consignas ideológicas de otras latitudes, pero sería un
craso error limitar a estos modelos y estas consignas la explicación de la
presencia y la extensión que cobró en la Argentina.
El terrorismo, una de las formas más crueles y sanguinarias
de la acción directa, se nutrió también entre nosotros de aquel vasto contorno
estructural volcado a la ajuridicidad.
La arbitrariedad del fraude, el abuso del poder, el
autoritarismo, el sojuzgamiento de las minorías, la acción directa golpista,
componentes todos de un cuadro general de violencia implícita o explícita,
configuraron el disolvente cuadro cultural que, prácticamente con toda la
sociedad argentina involucrada en él, sirvió de aliciente interno al
crecimiento del terrorismo.
Combatir al terrorismo sin atacar ese cuadro cultural, o
peor aún, combatirlo a partir de ese cuadro, resulta estéril. Puede acabar con
él momentáneamente, pero dejará en pie las condiciones para su reaparición.
La lucha contra el terrorismo, pues, sólo puede rendir
frutos si se la encara como una lucha interior a nosotros mismos, a todos
nosotros, una lucha de toda la sociedad argentina contra las raíces de su
propia degradación cultural.
No se puede superar al terrorismo dejando en pie las demás
expresiones de la ajuridicidad. O caen todas ellas en bloque, o el terrorismo
seguirá latente entre nosotros.
Nada más erróneo que reclamar la supervivencia de
estructuras, conductas o prácticas autoritarias como forma de prevención contra
el terrorismo.
Hacerlo significaría regalarle al terrorismo las condiciones
de su propia reproducción.
El camino por seguir es precisamente el inverso. Emprender
una gigantesca reforma cultural que instaure entre nosotros un respeto general
por normas de convivencia que garanticen los derechos civiles, que generalicen
la tolerancia, resguarden las libertades públicas, destierren de la sociedad
argentina el miedo. Todo eso se llama democracia. La única alternativa a una
cultura de ajuridicidad es una cultura democrática. Si se lucha contra el
terrorismo a partir de la democracia y en defensa de ella, la victoria estará
asegurada sin necesidad de llegar a extremos dramáticos, porque tendrá delante
de sí un terrorismo débil, aislado y desnutrido, desprovisto de un contorno
cultural ajurídico que lo provea de justificativos y fortalezca su capacidad de
reclutamiento.
Vastos sectores de la sociedad argentina cayeron durante los
últimos años en el trágico error de creer que sacrificando la democracia se
creaban mejores condiciones para combatir la plaga terrorista. Lo que se logró
por esa vía fue cambiar al terrorismo el signo, incluir en otras áreas la
crueldad, la violencia y el desprecio por la vida que se pretendía combatir en
él.
Erigir la acción directa del Estado como alternativa de la
acción directa del terrorismo implica inevitablemente copiar, asimilar,
absorber, internalizar en el propio Estado y en quienes lo controlan las
metodologías y la cultura de la violencia que teóricamente se aspira a
suprimir. Librar la lucha en esos términos es librarla al precio de dejarla sin
sentido.
La consolidación de la seguridad interna, pues, en la medida
en que se entienda por ella seguridad contra la violencia, seguridad contra el
miedo, seguridad contra el abuso del poder, la arbitrariedad y la prepotencia
sólo puede garantizarse mediante la instauración plena de la juridicidad
democrática, no sólo en el ordenamiento institucional interno del Estado sino
también en la conciencia de los argentinos. La juridicidad así instaurada no
podrá echar raíces ni alcanzar su necesaria plenitud si empieza a ignorarse a
sí misma, en el enjuiciamiento del pasado.
Conocemos perfectamente que hay quienes confunden justicia
con venganza, y que se mueven en la aún desarticulada sociedad argentina
fuerzas disgregadoras que pretenden hacer creer que no son hombres los que
están sentados en el banquillo de los acusados, sino las propias Fuerzas
Armadas de la Nación. Quiero dejar perfectamente sentado que quienes así actúan
agravian a las instituciones de la Nación y a la propia investidura
presidencial, ya que por disposición constitucional el Presidente ejerce al
comando supremo de las fuerzas.
Hablamos de nuestras Fuerzas Armadas. Aquellas que aún antes
de nacer demostraron en agosto de 1806 la actitud para defender la América del
Sur de la invasión británica. Aquellas que cuando retornaron los últimos
granaderos de las campañas en Chile y en Perú tenían de la América toda el reconocimiento
de haber trascendido las fronteras del naciente Estado independiente sin más
propósito que el de asegurar la libertad de los pueblos hermanos.
Pero si grave resulta que en el seno de la sociedad civil
aparezcan aquellas tendencias que nunca cobrarán vigor, gravísimo resulta que
vaya a saber en el curso de qué desvaríos o prisioneros de qué fanatismos
surjan en el seno mismo de nuestras fuerzas, hombres que promuevan idéntica
confusión.
Decididamente no pueden permanecer entre nosotros. Debemos
evitar su presencia deletérea y corruptora. Porque todos sabemos que los casi
170 años transcurridos desde e19 de Julio de 1816 están llenos de encuentros y des
encuentros, y de luces y sombras, de alegrías y llantos, pero el objetivo deseado
y los modos de acción para su consecución, siguen siendo para las Fuerzas
Armadas los mismos que están insitos en el Acta de la Independencia:
"Volcar la profundidad de nuestros talentos y la
rectitud de nuestras intenciones para alcanzar la libertad llenos del santo
orden de la justicia".
Es necesario impedir nuevas deformaciones. Hace muchos años
que nuestra sociedad ha entrado en crisis. Fueron sus diversos componentes
políticos, económicos y organizativos los que engendraron conductas de enfrentamiento
al margen de las normas constitucionales y de las instituciones.
Este proceso se fue agravando con el correr del tiempo y es
natural que ello ocurriera en un país donde el crecimiento fue reemplazado
paulatinamente por el achicamiento
Las Fuerzas Armadas no pudieron naturalmente permanecer
incólumes como brazo armado al servicio del Estado legítimo en la defensa
exterior; se pretendió convertirlas en brazo armado de poderes ilegítimos para
ser utilizadas con fines que poco o nada tenían que ver con la defensa de la
patria.
Se había desquiciado la economía, pero también el Estado y
mucho más todavía el tejido social del país. Las Fuerzas Armadas no pueden ser
parte normal de las instituciones cuando esas instituciones pierden vigor y no
cumplen su cometido. No es cuestión ahora de repartir culpas y
responsabilidades. No es nuestra tarea. Tampoco será -pienso-la de los
historiadores que deben reconstruir objetivamente la ilación y el sentido de
los hechos ocurridos.
Sabemos todos que esos períodos turbulentos y decadentes de
la historia, las incitaciones a la quiebra constitucional y al autoritarismo,
partieron desde diversos ámbitos de la sociedad argentina.
En un país que en lugar de avanzar retrocedía se
retrogradaron todas las instituciones.
Los hombres de armas, en lugar de defensores de la comunidad
nacional, llegaron a convertirse en sus dirigentes y sus administradores, lo
cual constituye la negación de la esencia misma del papel de las fuerzas
armadas en una nación civilizada, moderna y compleja. Incluso cuando un militar
tiene éxito en su gestión de gobierno, se ha transformado en un político y ha
dejado de ser un militar.
Ésta no podía ser una propuesta válida para toda la
institución.
Podemos y llegaremos a ser un país moderno y en marcha. Con
ese marco las Fuerzas Armadas tendrán también un papel moderno y creativo.
Nunca más serán instrumentos de poder utilizados ilegítimamente sino instituciones
cabales del Estado.
Integradas por ciudadanos que, entre todas las vocaciones y
funciones posibles, han elegido la de poner su vida al servicio de la defensa
de la vida de todos. Y esa ofrenda de la vida debe encontrar una contrapartida
digna en el resto de la sociedad, una sociedad libre, democrática y en
crecimiento. Es lo que todo militar dispuesto a defenderla se merece. ¿Cómo
pedirle a un hombre que juegue su vida por la injusticia, por el autoritarismo,
o por el empobrecimiento?
Una vida humana vale más que eso. Es el supremo valor de
nuestra civilización y sólo debe ser sacrificada por valores e intereses
sociales que se correspondan con esa dignidad. Así ocurre en los grandes y
viejos países de Europa Occidental, de los que proviene nuestra herencia
cultural y el origen de buena parte de nuestros habitantes.
Constitución, patria, progreso, hogar, desarrollo y
solidaridad social. Valores básicos para los militares que orgullosamente han
asumido la misión de defender esas nobles comunidades nacionales. Nosotros
debemos brindar a nuestros militares la misma posibilidad de orgullo y dejar
sepultadas para siempre en la historia otras épocas en que la decadencia y la
tiranía no deparaban la posibilidad de papeles dignos a ninguno de los
argentinos, incluso a los militares.
La endeblez de la sociedad argentina, la decadencia de sus
instituciones, el achicamiento de su aparato productivo y el debilitamiento de
los mecanismos naturales de la cohesión social arrastraron a todos sus
integrantes a una lucha confusa por la supervivencia. Esa situación fue también
caldo de cultivo para el sufrimiento y la promoción de grupos que bajo el signo
de la protesta contra la injusticia y el desorden pretendieron instaurar un
nuevo orden autoritario.
Muchos jóvenes argentinos cayeron en la trampa mortal del
terrorismo y nuestra atribulada sociedad sólo pudo responder con una represión
que no estaba respaldada por ideales enraizados en una realidad consistente y
veraz.
Eran hijos de la mentira y por eso fueron víctimas fáciles
de nuevas mentiras.
Asumamos todas las responsabilidades de esa tragedia, como
también asumimos la tragedia de los militares que tuvieron que defender
principios dejados de lado en la práctica efectiva por esa misma sociedad. En
muchos países europeos asolados en años recientes por el terrorismo, vimos cómo
la respuesta de las instituciones fue firme, segura, eficaz, sin que se
alterarse en lo más mínimo la vigencia de la legalidad. Ello fue así porque
eran sociedades sólidas donde los valores de la democracia y de la convivencia
civilizada eran sentidos por la mayoría abrumadora de los ciudadanos como
realidades palpables y vivientes. Hombres de las fuerzas del orden, de la
justicia, de las instituciones, que eran fuertes porque la sociedad era fuerte.
Porque la democracia no era una propuesta, sino el marco cotidiano en el que
todos estaban acostumbrados a vivir y al que querían defender a toda costa, con
la cara convicción de que la democracia sólo se defiende con métodos
democráticos y que lo contrario sólo sería ceder al enemigo.
Esta clara voluntad determinó el fracaso y la derrota de los
enemigos de la democracia. Éstos sucumbieron políticamente por la firmeza con
que fueron enfrentados dentro de los estrictos marcos legales. Pero también por
el aislamiento y por la indignación que habían suscitado en todo el cuerpo
social.
Los embates del terrorismo sorprendieron a nuestro país en
una situación muy diversa. En una situación donde no reinaba la confianza en
las instituciones.
Donde predominaba la regla bárbara del "sálvese quien
pueda" y donde todos los grupos estaban empeñados en la defensa de sus
intereses sectoriales. Doctrinas disolventes y autoritarias de las más opuestas
orientaciones pretendieron durante décadas confinar a los militares entre los
límites absurdos de una dicotomía todavía más absurda: ser los salvadores o los
enemigos de la patria, cuando los militares en una sociedad moderna y
democrática son nada más y nada menos que ciudadanos armados en la defensa de
sus valores y de su ordenamiento legal y político, frente a las amenazas externas.
Debemos recuperar sin vacilaciones ese alto sentido de la
función militar, como parte de la vida cívica. Los militares son ciudadanos en
plenitud, que por noble vocación y noble decisión adoptan la misión de preparar
y organizar la defensa común de la patria y del Estado republicano.
Su función se desvirtúa cuando falla el sistema, cuando
entra en crisis y se desquicia. La acción de las Fuerzas Armadas pierde
entonces su sentido.
Vacilan sus cimientos éticos. La más alta lección de moral
militar frente a este tipo de situaciones nos la ha legado el más grande
soldado de nuestra historia.
José de San Martín fue grande por su talento estratégico y
por su patriotismo, por su espíritu de entrega a la causa nacional, pero lo fue
también por su insobornable adhesión a las bases fundamentales de la ética
castrense.
No pudo concebir jamás la función militar sino como un
servicio integral en defensa de la patria. Cuando se alejó de nuestro país lo
hizo precisamente para no desvirtuar su misión como hombre de armas al servicio
de las instituciones republicanas. Se iniciaba en aquel momento un período
doloroso de nuestra historia, en el que las Fuerzas Armadas se transformaron en
los cuerpos armados de las distintas facciones sociales y políticas en pugna y eso
repugnaba profundamente a la conciencia ética militar y republicana del
Libertador.
Una vez superada esa etapa de confusiones y de
desgarramiento, la reorganización nacional devolvió a las Fuerzas Armadas a su
función institucional.
Nuestras Fuerzas Armadas modernas estaban destinadas a ser
como en todo país civilizado, una parte fundamental del aparato del Estado.
Nuestras Fuerzas Armadas modernas fueron hijas de la Constitución y de las
leyes.
La Constitución y las leyes de la República determinaron su
existencia, sus funciones y su sentido. Cuando no rige la Constitución y se
relativizan las leyes, cuando se altera el principio de la división de poderes
y de la representatividad popular de los mandatarios, las fuerzas armadas dejan
de ser el brazo armado de la Nación. Podrán obrar me jor o peor, fomentar el
desquiciamiento o contribuir a su superación, pero en la práctica operan como
grupos autónomos de ciudadanos armados.
La Constitución fija muy sabiamente que el presidente de la
Nación es el comandante supremo de las Fuerzas Armadas, determinando así la
plena inserción de ellas como parte del Estado.
Cuando no hay presidente de la Nación elegido tal como lo
determina la Constitución, las Fuerzas Armadas quedan acéfalas y pierden
automáticamente su carácter de institución estatal.
Por ello la defensa a ultranza de la Constitución debe ser
para el militar la defensa de su propia dignidad, del carácter ético y social
de su función, de su papel como integrante legítimo de la comunidad en el
ejercicio de una misión específica.
Los argentinos no podemos seguir remendando estructuras
perimidas, retocando comportamientos antiguos, repitiendo las mismas acciones
ante los viejos problemas. Hemos puesto una bisagra a cincuenta años de
decadencia, estamos decididos a construir el país que nos merecemos y para ello
es necesario que tengamos siempre presente que vamos a transitar un largo camino
de transición, en el que se entremezclan la Argentina que muere y la Argentina
que nace.
Permanentemente vamos a encontramos ante encrucijadas en las
que tenemos que elegir entre un camino que nos conduce al pasado, al retroceso histórico,
a la cristalización de nuestro movimiento y otro que marcha hacia el futuro, y
que permite vislumbrar un horizonte de concordia y progreso.
En esta marcha nueva de los argentinos, es preciso también
que tengamos presente la necesidad de marchar juntos a un mismo paso,
ciudadanos armados y ciudadanos desarmados. Civiles y militares insertados como
lo están en un mismo camino, en una misma esperanza, con un mismo destino.
Ha sido muy larga y muy trágica la historia de desencuentros
que hemos padecido. Divisiones en el campo civil, ineptitud y falta de coraje
en las dirigencias, irresponsabilidad a veces en quienes alcanzaron el honor de
conducir una institución fundamental de la República y la condujeron hacia
caminos que jamás debimos haber aceptado los argentinos. Hubo falta de apego a
la ley y a las instituciones y hubo subversión en la escala de valores de
nuestra nacionalidad. Y esa honda crisis moral, cada uno con su grado de
responsabilidad, debemos asumir que nos alcanzó a todos. A quienes refugiados
en intereses mezquinos fueron a buscar el apoyo de las armas para imponer su voluntad
y quebrar la voluntad del pueblo y sus instituciones. Y a quienes aceptaron
silenciosamente la imposición de la fuerza y la violencia.
A quienes apelaron al odio y al terror como arma de lucha
política ensuciando valores anhelados y derramando la sangre de nuestra
juventud y también a quienes utilizaron los mismos métodos para combatirla.
Los argentinos dijimos basta a aquella pesadilla. Y cerramos
un capítulo nefasto de nuestra historia sobre la base de la justicia, el
esclarecimiento y la verdad.
También aquí cabe ahora la apelación a la conciencia de cada
argentino, cualquiera haya sido su ubicación frente a la triste experiencia que
vivimos, en el sentido de realizar un agudo ejercicio de autocrítica y
saneamiento moral.
Estamos construyendo desde los escombros los cimientos de
una Argentina moderna. Y construir un país moderno es también reconstruir
nuestras Fuerzas Armadas en su papel específico y en su inserción definitiva en
el seno de la sociedad. De otra forma no podemos pensar en un futuro mejor, en un
nuevo proyecto de Nación en camino de crecimiento y libertad. Sólo lo alcanzaremos
a través de una efectiva y definitiva acción común, en la que todos vamos a ser
parte.
Nos toca como dirigentes y como hombres de una generación
que ha sufrido los embates de la violencia y de la destrucción, asumir la
responsabilidad de construir una nueva nación reencontrada con los valores que
le dieron origen.
Nos toca responder satisfactoriamente a las demandas de las
generaciones jóvenes que se niegan a aceptar las respuestas ambiguas y las
postergaciones en sus anhelos de justicia. Los vemos avanzar decididos hacia un
futuro mejor. Decididos a borrar definitivamente de nuestra historia los enfrentamientos
estériles y los comportamientos autoritarios, las razones de la fuerza por
sobre las ideas, la obediencia ciega, o la manipulación de sus conciencias y de
sus actos.
Han visto pelear a sus padres, han recibido una larga
secuencia de desaciertos, proyectos trunco s y esperanzas rotas, como
conflictiva herencia de un país maltratado. No les supimos dar respuestas y
fueron embarcados en experiencias de odio y terror que llevaron la agresión y
la violencia hasta el paroxismo. Jamás la Argentina sufrió tanto como en el
último decenio. Jamás como en los últimos años se abandonaron a su suerte
tantas voluntades dejando caer o aplastando los brazos de una Argentina que
luchaba por renacer.
Jamás, entonces, fue tan necesario como hoy el
reconocimiento de la verdad, la admisión de los errores, el rechazo de formas y
procedimientos que ahora y siempre debemos evitar.
Ya no hay más espacio para aquel pasado. Hemos terminado
para siempre con el autoritarismo y las decisiones unilaterales que
subvirtieron nuestro orden institucional, y restablecimos el orden
constitucional republicano y democrático, como único marco en el que personas e
instituciones pueden desenvolverse y desarrollar a pleno sus capacidades.
Es mucho, mucho más de lo que a veces percibimos lo que
hemos avanzado en este segundo año de vida en libertad. Pero debemos tener viva
conciencia también de cuán profundas han sido las heridas inflingidas al cuerpo
social de la nación. No alcanzan las normas jurídicas, no alcanzan los actos de
gobierno, no bastan las voluntades de los dirigentes, para reparar las heridas del
pasado que dejamos atrás. ..
Hemos producido hechos inéditos y auspiciosos que sirvieron
para mostrar que esta vez la verdad, la justicia y la defensa de la dignidad
humana no son esperanzas abstractas.
Ahora es necesario que marchemos juntos desde el corazón
mismo de la sociedad, hacia la reconciliación definitiva de los argentinos, con
un sentido enaltecedor de justicia basado en la ética social.
Yo no creo en los puntos finales establecidos por decreto.
No se cierran capítulos de la historia por la sola voluntad de un dirigente,
cualquiera sea la razón que lo anime.
Pero sí es fundamental que exista conciencia y consenso en
torno a esto: es la sociedad misma la que en un acto de severa contrición y
reconocimiento de su identidad está recogiendo la experiencia del pasado y
comienza a decidirse a encarar el futuro con la mirada hacia adelante, con el
paso decidido, con humildad y con osadía.
Mirar hacia adelante significa responder con un noble acto
de concepción ética a las esperanzas de aquella juventud que no quiere volver a
ser nunca más carne de cañón. Es no permitir que se pretenda aborregar nuestra
savia joven o encarrilarla hacia el escepticismo y la frustración.
Es colocar por encima de todo el valor de la vida y de la
convivencia en un pueblo reconciliado. Es establecer responsabilidades
jurídicas y morales en la memoria colectiva de nuestra sociedad. Es la cuota de
arrepentimiento asumida por cada uno, por cada sector.
Y bien, podemos ponemos a trabajar para adelante. No más
violencia.
No más justicia por propia mano y alejada de la ley. No más
prepotencia e intolerancia en la Argentina de hoy. No cerramos la puerta de
nuestra historia. No tratamos con superficialidad o condescendencia a quienes
tengan que asumir responsabilidades ante la historia y ante la sociedad.
No hacemos política en beneficio de uno u otro sector.
Estamos nada más ni nada menos que intentando consolidar
este tránsito de un pueblo unido hacia su dignidad. y para ello es fundamental
que haya reconciliación.
Fuente: Discurso del Señor Presidente del Nación Dr. Raúl Ricardo Alfonsín con motivo de la Cena de Camaradería de las Fuerzas Armadas el 5 de julio de 1985
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