Speeker: Para
dejar inaugurado el centesimo septimo periodo de sesiones ordinarias y ante la
Honorable Asamblea Legislativa, hara uso de la palabra a continuación, el Señor
Presidente de la Nacion Argentina: habla el Dr. Raúl Alfonsín.
Aplausos prolongados
Barra: ¡Alfonsín!,
¡Alfonsín!, ¡Alfonsín!, ¡Alfonsín!, ¡Alfonsín!...
Sr. Presidente de la Nacion: Honorable Congreso:
Nos aproximamos a un acontecimiento histórico, como lo es
una sucesión presidencial en los marcos de la normalidad institucional. Siempre
pensé -y lo dije varias veces- que la prueba decisiva del éxito del camino
iniciado en 1983 era llegar a las elecciones de 1989. Lo que no se pudo
conseguir en los períodos constitucionales iniciados en 1952, en 1958, en 1963
y en 1973, estamos a punto de lograrlo ahora.
Casi siempre, en las campañas presidenciales de esos años,
el repudio a quienes habían ocupado el poder ilegalmente unificaba a los
candidatos en competencia: el adversario, el culpable estaba fuera del sistema,
era aquel que había usurpado por la fuerza la voluntad ciudadana. Hoy las
circunstancias son distintas: un gobierno legal y, por lo tanto, los adversarios
se definen dentro del sistema, ofrecen su propuesta y lógicamente tratan de
refutar la de sus oponentes con todos los argumentos a su alcance. Son las
reglas de juego del pluralismo, de la competencia política que afortunadamente
vivimos hoy como algo natural.
Bienvenidos, entonces, los fragores de las contiendas
partidarias por ideas, por programas, por proyectos; ése y no otro es el
funcionamiento cabal de la democracia por la que tanto hemos luchado. En esa
competencia cívica, el gobierno que concluye su mandato es, necesariamente, un
protagonista más, un objeto de examen, de apoyos y de rechazos. Su acción se
ubica en el ojo de la tormenta; lo sé bien y así lo asumo. ¿Cómo no saber,
también, que en situaciones de tan grave crisis como las que padecen las
democracias pobres de América Latina, la Argentina entre ellas, los gobiernos
que se hacen cargo de las mismas inevitablemente se transforman -por acción o
por omisión- en los chivos expiatorios de las frustraciones particulares o
colectivas?. Me hago cargo de todo esto y por lo tanto no puedo ignorar hasta
qué punto arrecian, en este momento, las críticas al desempeño gubernamental.
Ellas se fundan en cuestiones objetivas que afectan la vida cotidiana de los
argentinos -en las que caben, por supuesto, responsabilidades personales que no
evadiré- pero también en un inevitable endurecimiento de la campaña electoral.
Creo justo, sin embargo, que se haga otro reconocimiento.
Todas las críticas que se efectúan, por más airadas que fueren, que llegan a
veces hasta el agravio, pueden ser expuestas y difundidas con total libertad.
No hay temores, porque nadie las acalla desde el Estado con
ademanes autoritarios como sucedió entre nosotros siempre o casi siempre.
Quiero rescatar aquí una excepción: la de la ejemplar
presidencia de Arturo Illia, cuya límpida tolerancia frente a los disensos fue
finalmente abatida por el despotismo. Hoy hemos recuperado ese brioso viento de
libertad como un capital común que ningún ciudadano quiere perder a cambio de
cualquier espejismo que se le ofrezca como dádiva.
Nadie puede cuestionar, pues, la legitimidad del disenso y
el derecho a la crítica por parte de la oposición, como tampoco puede ésta
desconocer el clima de libertad en el que se desenvuelve.
Pero abundan hoy en la Argentina las instigaciones a ignorar
esta realidad, instigaciones que responden a supervivencias de una mentalidad
autoritaria que ha gravitado de un modo determinante sobre buena parte de
nuestro pasado; una mentalidad que no se distingue ciertamente por apreciar las
virtudes de la democracia.
A lo largo de las últimas tres generaciones, los argentinos
hemos vivido sometidos a pesadas influencias antidemocráticas. Formas variadas
de autoritarismo, sectarismo, oscurantismo, exclusivismo, fundamentalismo, han
ejercido durante esa etapa un poder moderador sobre nuestra personalidad
nacional y sobre la personalidad individual de cada uno de nosotros.
En este marco histórico se han sucedido dictaduras e
intervalos constitucionales. Pero con la particularidad de que casi todos estos
últimos exhibieron también, tanto en el comportamiento de los gobiernos como en
el de las oposiciones, estilos y modalidades propias de aquella cultura
autoritaria que pujaba por prevalecer en el país.
De este modo, nuestro pasado reciente se ha distinguido
desde 1930, no sólo por el recurrente empleo de la fuerza para derribar
gobiernos constitucionales, sino también por la peculiaridad de que aun a
través de esos gobiernos constitucionales lograban abrirse camino prácticas y
conductas derivadas de la misma cultura política que inspiraba al golpismo.
Nuestra vida nacional de los últimos sesenta años incluyó
así, al lado de las tan numerosas dictaduras, gobiernos constitucionales con
presos políticos, provincias intervenidas, universidades avasalladas,
sindicatos sometidos a control estatal, desbordes represivos, bandas
parapoliciales, práctica sistematizada de la tortura, estado de sitio endémico,
correspondencia violada, ejercicio ilimitado del espionaje interno, medidas encaminadas
a impedir la libre expresión de ideas.
El autoritarismo, la violencia y la arbitrariedad eran
normas de las dictaduras y al mismo tiempo tentaciones a las cuales se cedía
con deplorable frecuencia durante los interregnos constitucionales, a partir de
un firmamento cultural que por momentos parecía ser común a los dos modos de
gobernar al país.
Sobre este trasfondo histórico, la experiencia iniciada en
la Argentina el 10 de diciembre de 1983, cobra significados, valores y méritos
que no pueden ni deben ser ignorados. El gobierno que presido, es el primero en
la entera historia del país que llega a las postrimerías de su mandato sin
presos políticos, ni leyes persecutorias, ni órganos de prensa clausurados, ni
policías bravas, ni interventores instalados en provincias, sindicatos o
universidades.
Ni un solo gesto de nuestra trayectoria en el poder reflejó
las inclinaciones autoritarias de las que estuvieron plagados gobiernos
constitucionales del pasado.
Ni un solo paso dado por nuestra administración ha estado
encaminado a oprimir, amenazar o intimidar. Nunca ha disfrutado el país de una
democracia tan plena, tan diferenciada de todo modelo dictatorial y tan
merecedora por ello de ser defendida.
Digamos en adición a todo esto que nos tocó administrar al
país en medio de la mayor y más profunda de sus crisis económicas. Más
precisamente, en medio de una crisis estallada mundialmente en el campo de las
relaciones entre el Norte y el Sur; una crisis que ha acentuado hasta extremos
inadmisibles el preexistente equilibrio de tales relaciones, bloqueando las ya
precarias vías de crecimiento que habían conseguido abrirse en el vasto mundo
emergente.
Nuestro país está sufriendo su cuota de esta crisis, que
tiene expresiones todavía más agudas en el resto de Latinoamérica y que ha
traído consigo graves situaciones de intranquilidad social, a caballo de las
cuales la oposición política al sistema desencadenó infames campañas
desquiciadoras.
En un país donde el ejercicio de facto o constitucional del
poder estuvo tradicionalmente asociado con la tentación de preservar el orden
mediante recursos autoritarios, a nuestro gobierno le tocó en suerte un momento
histórico más cargado que cualquier otro de elementos propicios para la
tentación.
En otros términos, nuestro gobierno no sólo se distinguió
por haber resistido esas tentaciones, sino también por haberlas resistido
cuando ellas estaban en su momento histórico de mayor fuerza, de mayor apremio.
A la peculiaridad de haber preservado en la Argentina una democracia integral y
sin resquebrajaduras durante todo un período presidencial, hemos sumado la
peculiaridad aún más notable de haberlo hecho en medio de las mayores
incitaciones objetivas a no hacerlo.
Creo que estamos en nuestro derecho si pretendemos que esta
labor sea reconocida en todo su valor. Y no me cabe la menor duda de que
reconocerlo en todo su valor significa reconocerlo como algo excepcional en el
conjunto de nuestra historia patria. Y como algo excepcional también en América
Latina.
Es cierto que en el campo económico hemos recogido una
Nación en crisis y que muy probablemente entreguemos al próximo gobierno una
Nación en crisis. No hemos conseguido superar la crisis económica. Y esto, en
parte, podría atribuirse a errores nuestros, pero se debe principalmente
-repito- al hecho de que nuestra crisis es parte inseparable de una crisis
estructural mundial cuya solución sólo podrá emerger de grandes iniciativas
colectivas, que abarquen a enteras regiones del planeta con centenares de
millones de personas involucradas, y nunca de una iniciativa singular.
Sin embargo, estamos asistiendo a un curioso fenómeno
político-cultural de distorsión evaluativa que muestra a algunos políticos,
ciertas concentraciones de poder corporativo y muchos medios de difusión
asociados consciente o inconscientemente en una gigantesca campaña de acción
psicológica apuntada a presentarnos como un gobierno cuya característica
central, distintiva y definitoria es la de no haber superado la crisis
económica y no la de haber cumplido aquella epopeya democratizadora en
circunstancias tan terriblemente adversas a su realización.
Se están desplegando esfuerzos inauditos -que son motivo de
estupefacción para observadores extranjeros- por descargar sobre nosotros, en
función de aquella subsistente crisis económica, un odio popular que
normalmente sólo se destina a las tiranías.
¿No se advierte hasta qué extremo se pretende renovar
pasados sometimientos del pueblo argentino a una tabla de valores autoritaria
al tratar de imponerle un criterio de evaluación semejante?.
Es indudable, que una cultura política en la cual se asignen
valores supremos a la democracia, la libertad y la convivencia pluralista no
puede alimentar odios vicerales y sentimientos de irreductible antagonismo
frente a un gobierno como el nuestro. Como es indudable que el empeño en
alimentar de todos modos odios y sentimientos semejantes a nuestro respeto sólo
puede instrumentarse fomentando una cultura política que no asigne valores
supremos a la democracia, la libertad y la convivencia pluralista.
No me siento alarmado por la suerte que este tipo de
antagonismo pueda reservar a mi persona o a aquella parcialidad que me incluye,
sino por la suerte que podría reservar al sistema político cuya preservación
hace a los intereses y los ideales de todo el arco democrático argentino.
La tarea principal que nos encomendó el país, en 1983, fue
construir una democracia. Con la cooperación de casi toda la sociedad, nos
entregamos a esa tarea. Y hemos tenido un éxito tal, que hoy el país se ha
olvidado de cuáles eran sus preocupaciones, sus dudas, sus ansiedades en 1983.
Hoy, todo nos parece natural. Nos parece natural que el
gobierno esté por concluir su período constitucional. Nos parece natural que
cada uno pueda decir lo que quiera. Nos parece natural que no haya
proscripciones. Nos parece natural que no haya presos políticos. Nos parece
natural que no haya provincias
intervenidas. Nos parece natural que no haya sindicatos intervenidos.
Y yo creo que está bien que todo nos parezca natural. Así
debemos considerarlo de ahora en adelante. Sin embargo, todo eso, junto, no se
había dado nunca junto en nuestra historia.
Honorable Congreso:
Yo sé que se viven horas decisivas en materia económica a
pocos días de las elecciones presidenciales. Sé que sólo deberían ser horas de
alegría pero se han transformado también en horas de ansiedad.
El Estado está desequilibrado en sus cuentas y con un
financiamiento decreciente. A ello ha contribuido la incertidumbre política
sobre el rumbo que seguirá la economía en el futuro. No podemos negarlo: hay
desconfianza e inseguridad.
Las consecuencias pegan de lleno en los hogares argentinos,
y sobre todo en los más humildes. La inflación se ha acelerado y provoca
desazón.
Quiero decir ante esta Asamblea que no nos vamos a quedar
quietos. No vamos a mirar pasivamente esta situación que sólo beneficia a los
enemigos de las democracias. Hemos decidido tomar el toro por las astas.
En las próximas horas la sociedad argentina conocerá las
decisiones del gobierno. Ellos representan nuestra firme voluntad de
estabilizar la economía, de restablecer definitivamente el orden, de proteger a
los desprotegidos, de garantizar la transición democrática hasta el 10 de
diciembre de 1989, cuando asuma el nuevo presidente. Estoy convencido que para
esta causa vamos a contar con la ayuda de todos, porque es una causa noble.
Contaremos con los recursos financieros excepcionales para
el sector público, cuyo funcionamiento está en peligro por la crisis
coyuntural. Esos recursos aventarán toda duda sobre nuestra capacidad de
cumplimiento de las obligaciones. Al mismo tiempo, para enfrentar esta
emergencia fiscal, estamos enviando al Parlamento un conjunto de iniciativas
para librar la batalla decisiva contra el déficit fiscal. Vamos a cerrar los
desequilibrios, vamos a entregar un sector pùblico sano.
Las medidas de tipo cambiario que pondremos en práctica no
dejerán dudas sobre nuestra vocación por promover las exportaciones y la
producción. Pero quiero asegurar, también, que los ajustes que sean necesarios
se harán sin descargar el peso de la crisis sobre los sectores más postergados
de la sociedad. Porque somos sensibles a los problemas sociales, seremos
severos en nuestra política de precios y de abastecimiento, así como seremos
severos en el cumplimiento de los objetivos fiscales y financieros.
Honorable Congreso:
Como ciudadano encargado del Poder Ejecutivo en estos años
difíciles de una transición que no es sólo política, sino también económica y
sobre todo sociocultural, quiero ejercer un derecho: el de reflexionar ante los
representantes del pueblo sobre la obra de gobierno, sin triunfalismos, pero
sin aceptar resignadamente que nada se ha hecho, que estamos peor que antes,
que, en última instancia y aunque no se lo diga, esta difícil transición hacia
la democracia no ha valido la pena. Y no se trata de soberbia, de orgullo
personal, de obcecación: se trata, sobre todo de ayudar a que no se impulse a
bajar los brazos a las mujeres y a los hombres argentinos, especialmente a
nuestros jóvenes. Y que la agrasión verbal a este gobierno – que ha cubierto
sólo el primer tramo de un largo camino que deberán continuar otros hacia la
consolidación de un sistema de libertad en la Argentina – no se transforme en
un cuestionamiento global de la democracia como forma de vida.
Por eso, quiero dirigirme a los representantes del pueblo
argentino como si estuviera hablando personalmente con cada uno de mis
compatriotas. No voy a hacer un balance puntual de éxitos y fracasos.
Me gustaría que miráramos hacia el futuro, que nos
detengamos en el pasado sólo en función de la herencia que dejamos para que
otros la corrijan o la perfeccionen. En ella hay cosas malas que habrá que
cambiar y también cosas buenas que habrá que mantener y profundizar.
En 1983 cayó sobre todos nosotros una carga enorme. Luego de
décadas de frustraciones nos propusimos establecer las bases para cambios
fundamentales en un modelo de país en crisis que ya no daba más. Y buscamos encarar esas
transformaciones -que siempre son costosas- en el marco de la más amplia
democracia y con el menor costo social posible. Un objetivo triple guió
nuestros pasos desde entonces: mantener unidos los necesarios ajustes con las
imprescindibles libertades y el equilibrio social.
En ese camino que quisimos emprender desde 1983, hemos
cometido errores. ¿Cómo negarlos?.
Pero es un hecho que, como parte positiva de esa herencia,
la sociedad ya ha asumido que la gran mayoría de las transformaciones
propuestas y que por distintas razones no logramos efectuar -o lo hicimos
imperfectamente- es imprescindible para que el país pueda alcanzar niveles de
desarrollo y prosperidad razonables. Temas que hace un lustro parecían
imposibles de abordar están incorporados naturalmente al debate político actual.
Ya hemos colocado las bases del desarrollo: la lucha contra
el egoísmo corporativo, contra el prebendalismo del Estado, contra el
capitalismo sin riesgos, contra el aislamiento frente al mundo. Esa es la
plataforma de despegue que hemos construido para la transición económica, para
que nuestros sucesores puedan articular democracia con crecimiento y con
prosperidad.
En este camino, racionalmente elegido, no hemos querido -a
fin de salvaguardar ese bien precioso que es la democracia y evitar la
violencia que la destruye- generar políticas que a veces se implementan en los
gabinetes técnicos con la implícita presunción de que las sociedades complejas
como la nuestra son espacios vacíos en los que cualquier prueba de laboratorio
puede ser experimentada, cuyas consecuencias inmediatas serían la desocupación
y el hambre para millares de familias.
Pero tampoco quisimos generar políticas propias de un
facilismo oportunista.
Es irresponsable pensar en distribuir lo que no existe. Más
a la corta que a la larga, una demagogia de ese tipo también genera violencia,
ante las perspectivas inevitablemente frustradas y frente a la lucha despiadada
entre los grupos que ambicionan que sus demandas sean pronto satisfechas.
¿Habrá que recordarles en qué espejos cercanos debemos
mirarnos, dolorosamente, para advertir cuáles son los frutos de esas políticas
que sólo piensan en los réditos inmediatos de la coyuntura?
Honorable Congreso:
Dije antes que en esta trajinada empresa que nos ha tocado
poner en marcha hemos cometido algunos errores. No podía ser de otro modo.
Pésimo gobernante sería aquel que se creyera al abrigo de
toda falla. Quien es incapaz de reconocer un error es todavía más incapaz de
corregirlo.
No es éste, por cierto, nuestro caso. Hay cosas que no
supimos hacer; hay cosas que no quisimos hacer; hay cosas que no pudimos hacer.
Esta es la realidad de toda política de decisiones, que combina aciertos con
errores, porque supone riesgos, apuestas, opciones.
Hubo cosas que no supimos hacer. A veces nos equivocamos en
los cambios básicos que debíamos llevar a cabo. Por error de diagnóstico en
algunas oportunidades, por falta de perseverancia en la aplicación de las
políticas o por mal cálculo en los tiempos en otras. Y aunque honradamente
pienso que se hizo mucho, si no avanzamos al ritmo que queríamos para
transformar de raíz a un sistema económico perverso, para modernizar a un
Estado burocrático e inmanejable, para quebrar de cuajo con un funcionamiento
cerrado de la economía, de espaldas al mundo y poco eficiente, eso queda como
parte de una herencia que otro gobierno constitucional deberá complementar.
Hubo también cosas que no quisimos hacer: a veces
postergamos o simplemente no efectuamos ajustes que un cálculo descarnado
podría considerar beneficiosos -y que seguramente lo eran a largo plazo- pero
que en lo inmediato acarreaban costos sociales y sacrificios imposibles de
sobrellevar para sectores importantes de la sociedad.
La política que aplicamos en materia de cambios
estructurales implicaba al contrario sopesar prioridades y obligaciones,
necesidades económicas y urgencias sociales, sobre la base inamovible de
continuar construyendo la democracia. Por eso, no creo que en este caso haya
que hablar de errores, sino de situaciones que por fuerza nos llevaron en
ocasiones a disminuir la velocidad en nuestra marcha hacia las transformaciones
de estructura que el país necesita.
Hubo, por último, cosas que no pudimos hacer. En primer
lugar, por la presencia de obstáculos y dificultades objetivas.
Factores externos, como fueron en su momento la caída de los
precios de los productos agropecuarios o el manejo casi usurario de las tasas
de interés desde los centros del poder económico internacional, así como
algunas penurias internas, hicieron que iniciativas necesarias y positivas que
proyectábamos llevar a cabo debieran ser demoradas o abandonadas.
Sólo mencionaré, a título de ilustración, el triste
privilegio de haber tenido que soportar la más terrible de las inundaciones de
que tengamos memoria y, más tarde, una de las más despiadadas sequías.
He hablado de dificultades objetivas que obstaculizaron
logros o impidieron alcanzar ciertas metas. No fueron las únicas. Hubo también
dificultades subjetivas. A causa de ellas, la sociedad argentina ha visto su marcha entorpecida y amenazada por
el egoísmo sectorial y su más señera expresión colectiva, el corporativismo;
que son también la especulación y el fomento irresponsable de la inflación; y
que son, por último, en sus formas de manifestación políticas, los
autoritarismos de diverso signo.
La preocupación por esos resabios autoritarios que, aunque
debilitados, todavía persisten entre nosotros, tuvo en nuestro caso un interés
preciso.
Siempre he pensado que nuestro ordenamiento institucional
favorecía, en su versión actual, la persistencia de actitudes que configuran
los principales componentes de ese autoritarismo. Pienso, al decir esto, en la
propensión al hegemonismo, en el hecho de que gran parte de nuestra vida
nacional estuvo modelada por la presencia de agrupaciones políticas o
corporativas que se sentían llamadas a protagonizar con exclusividad el destino
de la Nación.
Buena parte del pensamiento político argentino ha sido
refractario, cuando no abiertamente hostil, a la idea de que la nacionalidad
pudiera expresarse en pluralidad.
Y aun en el pensamiento democrático se ha escondido muchas
veces la creencia subyacente de que el mosaico de la pluralidad argentina,
aunque acertado en principio, debía estar integrado por una fuerza política
esencial y otras de naturaleza accesoria.
Siempre he estado convencido de que la marcha que habíamos
emprendido hacia la democratización del país tenía que incluir formas de acción
contra esos atavismos político-culturales; formas incluyeran también
correctivos para aquellas instituciones de nuestro sistema político que
aseguran la continuidad de tales rémoras.
Con ese espíritu propusimos en su momento a la ciudadanía y
las demás fuerzas políticas el proyecto de una reforma constitucional que
apuntara a redefinir en un sentido más democrático la naturaleza del gobierno.
Lamentablemente nuestra propuesta de reforma no encontró
durante largos años el indispensable consenso para hacerla efectiva.
No se trata, entíendase bien, de descargar culpas en los
demás. Nunca lo hemos hecho: un inconmovible sentido de la obligación nos hizo
asumir todo traspié, toda solución insatisfactoria, todo fracaso, como responsabilidad propia.
Nuestros adversarios deben reconocer que jamás los hemos convertido en víctimas
propiciatorias de culpas que quizás no siempre fueron nuestras. Aunque
seguiremos luchando por ella, estemos donde estemos, la reforma de la
Constitución forma parte de una deuda con la sociedad que no queríamos
contraer, pero que la realidad nos impuso. La asumimos.
Estoy convencido de que ls creencias y actitudes de los
argentinos tienen aspectos y potencialidades positivas. Amamos la libertad,
hemos aprendido a apreciar y defender la democracia. Con ella -lo he dicho-
hemos sufrido padecimientos, pero sabemos también que, sin ella, esos mismos
padecimientos se hubieran agravado. Pero esas creencias y actitudes suelen
también manifestar aspectos negativos: egoísmo, espíritu sectorial, disposición
para la especulación, tendencia a creer en diversos mesianismos. Son el lado
oscuro de nuestra cultura política, los fantasmas a los que obstinadamente
algunos todavía se aferran, quizá por temor a los riesgos imaginarios del
futuro.
Sin embargo, esos aspectos negativos son parciales y no
alcanzan para alimentar el menor ecepticismo. Hay una transición a la
democracia que se desarrolla a nivel de las instituciones políticas. Pero hay
también otra transición a la democracia que se está cumpliendo en nuestras
propias conciencias. Ella pasa ante todo por destruir esos fantasmas y por
crear auténticas expectativas de transformaciones profundas -sustentadas en la
realidad- para nuestro país. Y ella habrá de conducirnos a fructificar el
capital cultural-democrático que hoy es patrimonio inalienable de la sociedad
argentina.
Honorable Congreso:
Dije al principio que no iba a hacer un inventario de mi
gestión; sólo he buscado explicar, desde mi punto de vista, los objetivos que
nos trazamos y las dificultades -propias y ajenas- que se interpusieron frente
a ellos. No eludo mis responsabilidades: deseo insistir en que no estoy
satisfecho por lo logrado en cuanto a los cambios de fondo imprescindibles para
superar la crisis económico-social que atravesamos. Una crisis seria, grave,
más profunda todavía que la de los años ´30, porque al deterioro de los precios
de nuestros productos en los mercados internacionales se suma la descomunal
deuda externa, más onerosa que la que debieron sufrir las potencias que
perdieron la Primera Guerra Mundial.
Fue a la democracia recuperada a la que le tocó la dura
tarea de remontar esa cuesta y a nosotros enfrentarla desde el gobierno.
Repito: a veces no supimos, a veces no quisimos, a veces no pudimos, porque no
conseguimos el consenso necesario, avanzar sobre los obstáculos.
Seguimos gobernando hasta el 10 de diciembre con la firme
convicción de superar los errores y de profundizar los aciertos. Para eso hemos
sido elegidos y no hemos de eludir el mandato recibido.
Estoy convencido de que en las grandes orientaciones no nos
hemos equivocado. Quisimos enfrentar la crisis y no sólo administrarla. Para
ello intentamos evitar las recetas simplistas del facilismo y del elitismo. Me
resisto a creer en opciones ingenuas que terminan siendo crueles.
Hemos puesto las bases para el cambio que reclama esta
sociedad a fin de no quedar fuera de la historia. Más allá de las sombras que
derrama una coyuntura difícil, agravada por la mezquindad de los grupos que
ante la inminencia de la transferencia normal de los poderes constitucionales
buscan incrementar su capacidad de presión sobre el Estado. Dejamos una
herencia, un camino trazado, que retomarán quienes nos continúen.
Esta es la Argentina democrática y pacífica que soñamos
varias generaciones. La Argentina que en 1983 votó por la vida, la Argentina
que en 1984 votó por la paz con Chile, la Argentina respetada y prestigiada en
el mundo que en todos los foros internacionales levantó su voz en procura de la
paz y la justicia, la Argentina que ahora se apresta a decidir, libremente, qué
país quiere ser.
Después de exteriorizaciones como las de Semana Santa, Monte
Caseros, Villa Martelli, La Tablada, ya nadie puede ignorar la delicadeza de
los problemas que hemos tenido que resolver para asegurar la democracia.
Si esto fuera todo lo realizado, si en estos cinco años no
hubiésemos hecho otra cosa que promover y dirigir la formación de esta
democracia, yo ya tendría la seguridad de haber cumplido.
Sufrimos la deuda externa, una caída de precios
internacionales como la que golpeó en 1985-86 y un Estado exhauto, agotado. A
todo esos junto, no había tenido que enfrentarlo ningún otro gobierno antes que
el nuestro.
En esas condiciones, era inevitable que hubiera
padecimientos colectivos. La alternativa no era padecimiento o bienestar. La
única alternativa era mayor o menor padecimiento. Mayor o menor equidad en el
reparto de las cargas.
Pero no nos conformamos con establecer la democracia,
afianzar la paz y administrar equitativamente la crisis. Nos propusimos cambiar
el país.
Lanzamos ideas que a los cortoplacistas les parecieron
ilusorias: una nueva forma de organización institucional -a través de la
reforma de la Constitución-, una reorganización territorial -que debe empezar
por el traslado de la Capital y culminar en la descentralización económica-, el
desarrollo de la Patagonia y la integración efectiva con Brasil y Uruguay.
Endeudamiento, retroceso productivo, condiciones
internacionales desfavorables para nuestros bienes, crisis fiscal del Estado,
incidieron negativamente en todos los sectores, y fue necesario acudir en
auxilio de los más necesitados.
El Plan Alimentario, concebido e instrumentado en el marco
de una Nación que da preeminencia a la justicia social y excluye todo
paternalismo, fue una respuesta inmediata y eficaz a imperativos inpostergables
en todos los sentidos. Su éxito ha sido y es indiscutible.
Se pusieron también en marcha iniciativas múltiples en
materia de programas sociales que abarcan necesidades populares relativas a la
educación, la vivienda, la salud, la recreación, el acceso a la cultura y otros
servicios dirigidos a situaciones específicas de la infancia, la juventud, la
ancianidad y la discapacidad, que transformaron a la Argentina en el país de
América que en términos de PBI dedica más al desarrollo social.
La Ley de Convenciones Colectivas de Trabajo, añade una
nueva dimensión al enfoque con que se ha concebido teórica y prácticamente la
cuestión social.
Es ese concepto se han encuadrado nuestras iniciativas para
dar forma a un seguro de salud que englobe a todos y suministre un servicio
humanizado, conforme en sus aspectos técnicos a las necesidades efectivas de la
gente.
En el mismo campo social se atacó revolucionariamente el
problema jubilatorio, se trabajó como nunca antes por la igualdad de la mujer,
se llevó a cabo la mayor construcción de viviendas populares efectuada en un período de gobierno, se lanzó
un plan de alfabetización premiado por la UNESCO, se realizó el Congreso
Pedagógico Nacional cuyas conclusiones, estoy seguro, serán receptadas por
vuestra honorabilidad para la sanción de la nueva ley de educación, se multiplicaron
las matrículas escolares en todos los niveles y se llevó adelante una
importantísima obra de construcciones universitarias.
En 1985 lanzamos el Plan Houston, convocando al capital
internacional a participar, junto con empresas argentinas, en el más grande
esfuerzo de exploración que se haya realizado jamás en el territorio argentino.
Logramos el autoabastecimiento petrolero. La producción de
hidrocarburos de 1988 fue la más alta de toda la historia de la Argentina,
desde el descubrimiento del petróleo en 1907.
En once meses -un récord mundial- hicimos un gasoducto de
1.400 kilómetros de distancia, de Loma de la Lata a Buenos Aires pasando por
Bahía Blanca, y antes de que llegara el invierno de 1986 llegó el gas a Buenos
Aires.
En petroquímica, estamos apelando al capital privado. En un
país donde se habla demasiado de privatización, nosotros la estamos haciendo.
El polo petroquímico de Neuquén -inicialmente planeado como un emprendimiento
que debía realizar Gas del Estado- fue transformado por el gobierno en un polo
enteramente privado, a ser constituido con capital de riesgo. Lo mismo ocurrió
con la planta neuquina de fertilizantes, que no la va a hacer YPF sino el
sector privado, al que estamos llamando para que arriesgue, para que introduzca
tecnología, para que ahorre importaciones y promueva exportaciones.
En materia de energía eléctrica, la Argentina está
construyendo obras (hidroeléctricas, térmicas convencionales y nucleares) que
prácticamente duplicarán la capacidad instalada total que tenemos en este
momento.
Este gobierno ha levantado la mitad de la obra civil de
Yacyretá, la mayor presa hidroeléctrica que se está construyendo en el mundo.
Una presa que proveerá seis veces más energía que El Chocón.
Piedra del Aguila, que se inició en 1985 -al tiempo que se
inauguraba Alicurá- ya tiene cerca del 60 % de su obra civil realizada.
Y ahora vamos a construir, junto con Brasil, la presa de
Pichi Picún Leufú. Y vamos a completar Atucha II.
Aquí habían pasado gobiernos civiles y militares, gobiernos
de distinto signo. Todos habían hablado del problema de las empresas públicas.
Pero nunca, nunca se habían elaborado soluciones concretas como las que
nosotros hemos propuesto para Aerolíneas Argentinas o ENTEL.
El tratado con Italia -seguido por el tratado con España y
acuerdos afines con otros países- es un ejemplo de lo que puede la voluntad, la
creatividad y la estrategia de una nación resuelta a crecer.
La cosecha de esta siembra, no la hará este gobierno. El
petróleo de Houston aparecerá después. El polo petroquímico se terminará
después. Yacyretá, Piedra del Aguila, Atucha II, todo se terminará después. Las
inversiones italianas y españolas llegarán después. Los mejores resultados de
la integración con Brasil, se notarán después. Todo fructificará cuando nuestro
período haya terminado. Pero así es siempre: las grandes transformaciones
económicas requieren períodos de diseño y ejecución que exceden los mandatos
constitucionales. Por eso, otros gobiernos rehuyeron la transformación, y
prefirieron los frutos de cosecha rápida, que fueron agotando el suelo y
comprometiendo el futuro.
Construir la democracia, afianzar la paz, iniciar la reforma
del Estado y la economía, fijar la agenda para la próxima década y, mientras
tanto, combatir la crisis y absorber los golpes. Esa ha sido la tarea que nos
impusimos y que, paso a paso, vamos cumpliendo. La Argentina ya ha cambiado. Ya
no es la de 1983. Ya no podrá volver a ser la Argentina anterior a 1983.
Como dije, sabemos que la cosecha de esta siembra no la
haremos nosotros y nos hubiera gustado sembrar mucho más, pero hemos diseñado
la gran transformación del futuro. Estamos gobernando en medio de la crisis y
no nos hemos resignado a ella. Cuando algunos excesos propagandísticos hablan
de caos y de inseguridad, sólo nos cabe comparar serenamente con el pasado
inmediato del que venimos. Cuando temerariamente se habla de la corrupción,
sólo nos queda pensar que nunca como ahora la Justicia ha actuado con tanta
libertad y que no hay denuncia fundada que no se esté tramitando en sus
tribunales, que se llegue a imputar al gobierno la comisión de actos que él ha
denunciado y que ha desaparecido la impunidad en la Argentina.
Honorable Congreso:
Esta democracia ya va a cumplir seis años. En ese lapso
hemos hecho todos, por primera vez en mucho tiempo, una seria, continuada y
diversificada experiencia de la vida democrática. La hemos visto funcionar en
las instituciones, en el voto, en la cultura, en los medios de comunicación, en
la vida cotidiana.
Hemos convivido con sus virtudes y también con sus defectos,
hemos aprendido que la democracia no convierte a los hombres en ángeles, ni
está hecha para eso. Que no disuelve los conflictos ni los problemas por
milagro, ni está hecha para eso. Que es sobre todo el mejor régimen político
para convivir, debatir, confrontar, decidir y crear. Todos tenemos ahora una
idea, una experiencia, más madura, más adulta, más humana y por eso, más
verdadera de la democracia. Sabemos ahora, por haberlo experimentado, que es
imperfecta, pero también factible; que tiene defectos, pero también que ellos
pueden ser corregidos. Y, en fin, que sólo pueden ser corregidos, no anulando
ni limitando, sino profundizando la democracia. La experiencia democrática -lo
sé bien- no elimina los sinsabores, pero abre la perspectiva y la esperanza de
una vida mejor, tanto material como espiritualmente. Y, más allá de las
dificultades, mantiene siempre vivas esa perspectiva y esa esperanza.
Todo esto (también esta experiencia) es lo esencial de la
herencia que vamos a dejar a nuestros sucesores. Sin vanidad, pero con firmeza,
he querido ofrecerla hoy para la reflexión de cada uno.
Honorable Congreso:
Aunque mi gestión continuará hasta el 10 de diciembre
próximo hoy es la última vez que me dirijo a ustedes para inaugurar, como todos
los primero de mayo, las sesiones ordinarias de ambas Cámaras. No sé ni podría
saber lo que siente cada gobernante en el momento en que su gestión se aproxima
a su término. Yo mismo, al iniciar mi gobierno, no sabía lo que sentiría al
concluirlo. Sabía, por cierto, con qué actitud me haría cargo de los problemas,
con qué disposición de ánimo enfrentaría los desafíos y a qué normas éticas
adecuaría mi conducta. Pero ignoraba por completo los sentimientos que
experimentaría al ir acercándome al final del camino, seis años después. Hoy lo
sé. El sentimiento que en estos momentos experimiento y que domina
absolutamente sobre cualquier otro -que casi borra a los otros- es un
sentimiento espontáneo y profundo de agradecimiento, de gratitud. Y quiero transmitirlo.
Agradezco a Dios en cuyo auxilio y bondad he confiado,
fuente permanente de mi esperanza en el progreso y estímulo para expresar ahora
este sentimiento.
Agradezco ante todo y sobre todo al pueblo argentino: sus
esfuerzos, sus sacrificios, su actitud consecuente y siempre activamente
dispuesta a la defensa de la democracia que hemos conquistado. Le agradezco esa
disposición solidaria y le agradezco también sus desacuerdos, sus protestas públicamente
expresadas, sus críticas. Agradezco a la gente que nos apoyó con el voto y
también a la gente que se opuso a nosotros con el voto. Siento que tanto unos
como otros, en lo más profundo y más valioso de su conciencia de ciudadanos,
creyeron en nosotros, en los valores y las convicciones que pusimos en
práctica. Aun quienes discreparon, lo hicieron con la convicción de que
custodiaríamos su derecho al disenso.
Aun quienes protestaron, nos increparon, nos apostrofaron,
reconocieron, en el ejercicio del derecho a la libertad de pensar, de hablar,
de escribir, que ese derecho era para nosotros un valor inalienable. Recordaré
sin el menor rencor -y casi diría con un dejo de nostalgia- las discusiones,
los debates, los enfrentamientos verbales, a veces duros pero siempre nobles y
auténticos, que jalonaron nuestra gestión. Porque alguna vez he dicho que
celebraba no ser para mis compatriotas el “excelentísimo señor presidente de la
Nación”, sino simplemente el presidente de los argentinos.
Agradezco también a los partidos políticos: a mi partido, la
Unión Cívica Radical, a los partidos que nos apoyaron y, por supuesto, a la
oposición. Todos hemos vivido momentos duros. Hubo decisiones difíciles que
adoptar ante problemas sumamente complejos. Naturalmente nuestras opiniones se
dividieron muchas veces; llevados por el calor de los debates, pocos pueden
vanagloriarse de haber sido impermeables al ataque colérico, y a veces al
calificativo injusto.
Pero el respeto prevaleció sobre la intolerancia, la
racionalidad sobre el fanatismo, la polémica honesta sobre la mera
descalificación del adversario. Y aun las más duras expresiones de discrepancia
-cuando logran evitar el insulto o la calumnia- tienen potenciales virtudes
cívicas y morales: el político franco, combativo, leal incluso en la dureza de
sus expresiones, nos recuerda saludablemente lo que hay de falso y de
oportunista en ciertas lisonjas, en ciertas obsquiosidad, en cierta artificiosa
complacencia. Agradezco el apoyo y la crítica de correligionarios y adversarios
y hasta las frases ingeniosas que sin duda habrán preparado para criticar este
discurso.
Agradezco a nuestras fuerzas armadas que, por una parte,
lograron superar circunstancias que, aunque necesarias, fueron extremadamente
difíciles para ellas, y, por otra, llegado el momento, no vacilaron en defender
con su vida a nuestras instituciones, vilmente agredidas por el fanatismo de
los violentos.
Agradezco asimísmo a los sindicatos y a sus dirigentes:
estoy convencido de que fuimos tan francos y honestos en nuestras disidencias
como en nuestros acuerdos. Quien recuerde las confrontaciones, que no olvide
las coincidencias. Ningún sindicato fue intervenido, hecho normal en una
democracia experimentada y consolidada, pero inédito en un país y en una
democracia joven como la nuestra.
Agradezco a los maestros y profesores, a los educadores de
nuestros niños y nuestros jóvenes. Tienen el inmenso mérito de haber trabajado,
muchas veces en condiciones difíciles, transmitiendo el conomiento e inculcando
virtudes morales y cívicas hasta en el más apartado rincón de la patria. Han
sido además depositarios, de la inmensa responsabilidad de infundir los valores
de la tolerancia, del respeto a las leyes, de la libertad y de la democracia a
quienes se inician en la vida. Sé que han estado a la altura de esa
responsabilidad y por eso quiero expresarles mi cálido reconocimiento.
Agradezco a los jóvenes, a todos los jóvenes que han
protagonizado con su estusiasmo, su esperanza vigilante y su ímpetu sin
concesiones, esta difícil etapa de transición y contribuyendo decisivamente a
recuperar valores esenciales de la convivencia democrática.
A esos jóvenes que, estoy seguro, custodiarán celosamente,
como sus verdaderos artífices, los avances de la libertad y con ese bagaje
serán los pioneros de otros cambios todavía pendientes.
Agradezco a la Iglesia Católica su prédica, su estímulo, sus
enseñanzas; a las demás confesiones que en el marco del respeto y la libertad
se expresan entre nosotros y a todos los hombres y mujeres de fe cuyas
plegarias y testimonio muchas veces me han fortalecido e interpelado.
Agradezco al periodismo, a los escritores, a los
intelectuales, a los artistas. Ellos son la sal de la democracia, la expresión
cotidiana de su vigencia. Con su talento, con su espíritu creativo, con sus
opiniones y hasta con su humor han sido en estos años testimonios vivientes del
valor que damos los argentinos a la libertad y de las cosas bellas,
sustanciales y permanentes que somos capaces de crear cuando gozamos de ella.
Agradezco en fin a la mujer y al hombre humildes y sufridos
de este país no siempre generoso con el que trabaja, se sacrifica y envejece.
He tratado de que mi gobierno diera prioridad a los desfavorecidos. Creo que
así lo hemos hecho. Pero habría querido poder hacer muchos más por ellos. Estoy
convencido de que hemos construido los cimientos de un futuro mejor para los
argentinos, pero no por ello dejaré de
condolerme por las urgencias y las penurias del presente, ni sobre todo, esté
donde esté, de comprometer todos mis esfuerzos para que los problemas se
resuelvan y el país siga avanzando.
Muchas gracias, argentinos.
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